miércoles, enero 17, 2007

Memorias de Portugal


Para muchos Portugal es un país bastante desconocido, lo que es una pena. Viajé a conocerlo a finales del 2005, sin muchos datos previos, con lo que me había contado Helena y con la esperanza de descubrir lo que inspira a cierta música que a partir de ese año, comenzaría a formar parte de mi colección de discos: el fado. Fui también animado por el recuerdo de Un invierno en Lisboa, novela de uno de mis escritores preferidos, el español Antonio Muñoz Molina.

Debo empezar diciendo que me gustó la familiaridad que noté entre quienes hacían la cola para el último chequeo antes de subir al avión. Descubrí a una señora, que según lo que Helena me ha enseñado, hablaba con acento del norte, y que no sabía lo que le orientaban o lo que todos habíamos escuchado por los altavoces. Un poco desesperada dijo en alta voz que ella no hablaba inglés. Enseguida vinieron dos o tres personas a ayudarla ya situarla en su fila correcta. De algún modo toda esa camaradería, un tanto escandalosa según los patrones británicos, me dio mucha confianza en lo que encontraría ya dentro de las fronteras de la antigua Lusitania.

Aterrizamos en Porto (Oporto) poco más de una hora después. De esta ciudad me gustaron las personas, amables y perspicaces, como el dueño de uno de los restaurantes donde almorzamos el último día. El lugar estaba casi escondido en una parte vieja cerca de la Ribeira, decorado con motivos tradicionales y se escuchaba música de fado. En uno de los rincones el dueño, o sabe quién, había puesto un altar improvisado con una guitarra, un chal y la foto de Amalia Rodrigues. Realmente la conocía de referencia, pero la había escuchado poco. Por eso cuando el disco terminó y el dueño puso a otro cantante, le pedimos que por favor volviera a poner a Amalia. Eso bastó para que el hombre mostrara su mejor sonrisa y me confirmara algo que ya sabía, que ella era la “diva” del fado. Al salir me tendió la mano y en español me despidió con un “muchas gracias”, que realmente me sorprendió.

De Estoril y Cascais, ya en Lisboa, me agradaron las casas, todas o la inmensa mayoría con una arquitectura equilibrada, sin escandalizar, pero perfecta, como si todo el paisaje hubiera sido concebido de una sola vez y no paulatinamente.

Lisboa me recuerda a La Habana, y si la ubicara junto a otras ciudades europeas, creo que me sería difícil. Será porque precisamente Europa comienza aquí. Lo cierto es que tiene un aire familiar y de mucha tradición. Me encanta su centro y sus edificios antiguos donde sobresalen los azulejos y las barandas. Hasta creo identificarlos como elementos fundamentales de la arquitectura portuguesa, al menos del estilo colonial, pues hay calles que se asemejan a las de Bahía, sobre todo a las locaciones de Doña Flor y sus dos maridos.

Confieso que la visión del mar, del Atlántico que une y separa a Europa de América me había impresionado desde Porto. Es que en Inglaterra el mar carece de color o de transparencia. La vez anterior que había visto algo similar fue en enero durante mi visita a San Sebastián en un día de mucho frío, pero de sol suficiente para que le diera al mar todos sus colores. Viniendo de una isla del Caribe es algo que siempre se extraña.

Si las casas de Lisboa me asombraron, más lo hicieron las del camino de Mangualde a Sernada. Esperaba un paisaje rural, pero no tan sofisticado. Cuando se vive en un país donde la construcción de viviendas es limitada; los materiales para construirlas, demasiado caros para emprender un proyecto propio y la gente tiene que conformarse con edificios en los que se sacrifica el diseño para resolver un problema habitacional, cualquier puede imaginarse la sorpresa de toparse con tantas y tantas mansiones en el medio del campo.

Me quedan muchas historias que supongo irán saliendo. Para resumir me quedaría con los olores y sabores de Portugal, sobre todo los de su cocina que como bien dijo el dueño del restaurante de Porto, é otima.

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