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martes, mayo 01, 2007

Amy Winehouse escandalosa y musical


El 2006 fue un buen año para muchas voces femeninas británicas, sobre todo para debutantes. En un inicio Corinne Bailey Rae acaparó todas las reseñas a partir del lanzamiento del disco llamado como ella, y de la urgencia con que los medios de prensa la señalaron como número uno. La confirmación llegó después cuando comenzó a ganar buenas críticas tras sus presentaciones en Estados Unidos. En el verano la estrella fue Lily Allen y en el último trimestre KT Tunstall y Joss Stone se agregaban a la lista de triunfadoras, gracias también al interés que mostraba la prensa norteamericana por sus últimas producciones.


En febrero del 2007, cuando estaban próximos a entregarse los Brit Awards, principales en el mundo musical británico, estas cantantes parecían destinadas a ganar en la categoría de solista femenina. Sin embargo, el premio se lo llevó alguien que, como ellas, había tenido comentarios de elogio tras la salida de un segundo álbum: Amy Winehouse.

Esta muchacha judía nacida en 1983, en el norte de Londres ya había sido noticia en el 2003, cuando sacó al mercado su compacto Frank. En aquel entonces, su canción Stronger than me fue premiada con el Ivor Novello a la mejor composición contemporánea. El disco del 2006 se titula Back to Black y al igual que su anterior CD está lleno de las influencias que convierten a esta británica en una intérprete bastante peculiar.

Hablo de Aretha Franklin, The Supremes, The Ronettes, del Rhythm and Blues, y del Jazz. Cuando uno escucha a la Winehouse, es difícil imaginarla tal cual es. Tiene voz de negra y espíritu “bluesero”, sabe cómo atacar un tema y dominarlo con supremacía avasalladora. No tiene miedo a recrear, con letras contemporáneas, melodías que recuerdan a décadas pasadas; aunque en los sesenta lo que la Winehouse canta dejaría colorado a más de un mojigato.

Sin embargo, al lado talentoso de esta muchacha de Southgate, se le unen sus fotografías recurrentes en los tabloides. Escandalosos titulares, como sólo pueden ser los del Daily Mail o The Sun, han dado cuenta de sus desmayos en plena actuación. Ya es famosa la historia de como suspendió un concierto de dos noches en el Shepherd Bush Empire, aparentemente por enfermedad, para que luego la descubrieran comprando botellas de vino en un supermercado. Con varias copas de más, se dejó ver en un programa televisivo e intentó en vano cantar junto a Charlotte Church, el Beat it the Michael Jackson. Por You Tube anda el video que evidencia semejante mala pata.

Amy Winehouse es una estrella joven y todavía le queda mucho por andar. Es posible que siga saliendo en los periódicos y que los paparazzis se disputen su rutina diaria. No será ni la primera ni la última, eso está claro. En su defensa quedan dos discos que le hacen honor a su talento, a su forma de hacer música, y a su voz poderosa y singular. Muchos esperan que su próxima gira por ciudades estadounidense sea pues el detonante para que la Winehouse llegue a ser más reconocida.

Por ahora, esta delgada y provocadora londinense, que ha hecho de los peinados (que mucho me recuerdan a la Gina León de los 60) casi el complemento de su nombre y marca comercial, anda disfrutando de las ventas de Back to Black. Y quizá de noches de alcohol en clubes y pubs de esta ciudad, donde beber y emborracharse es tan cultural como el estereotipado té de las 5 con el que todavía en Latinoamérica asociamos a los ingleses.

miércoles, enero 18, 2006

Acostumbrándose al mundanal ruido


Cada ciudad, sobre todo si es grande, tiene su ritmo propio. Por ejemplo, Londres. En ella el ritmo puede ser tan vertiginoso que termina por cambiar la visión que tenemos de los sucesos que acontecen en la ciudad. Se convierten en hechos ordinarios y al final uno termina por pensar que nuestra vida es agitada porque todo alrededor se mueve constantemente. El ritmo de la ciudad nos convierte en seres humanos sin rostro o nombre, siempre apurados, siempre ocupados en llegar a algún lugar.

Por tanto, luego de un día agitado, sólo queremos regresar a casa y ver televisión, especialmente los noticiarios, la narración detallada de acontecimientos en los que no hemos tomado parte. Tranquilos en la comodidad de nuestras salas, nos reconforta saber que Iraq queda muy lejos, o que hay guerra en Nepal, pero no estamos seguros de dónde exactamente queda ese país. Todo ocurre como en otra dimensión, y así se refleja en la tele, porque a lo mejor hasta nos resulta entretenido. Realidad es una palabra muy general, estamos demasiado separados de ella, sobre todo si vivimos en Londres.

Una mañana de viernes en noviembre, entrando a la estación de metro de Stockewell, fui parado por la policía. Me informaron amablemente que estaban realizando cacheos al azar y yo no pedí más detalles. De alguna manera, cuando crucé la calle rumbo a la estación noté demasiados chalecos amarillos de los que usa la policía británica alrededor de las puertas. Entonces me di cuenta que llevaba una mochila, pequeña y verde, pero mochila al fin y por tanto lucía sospechosa. Antes de meter mis cosas en ella había considerado si debía llevarla, pero instantáneamente pensé que todo el alboroto por los atentados del mes de julio en el metro de Londres ya había pasado.

Por un momento no me preocupé. Mi mochila fue inspeccionada, olisqueada por un perro y luego me la devolvieron. Respondí con disciplina de escolar aplicado todas las preguntas que el oficial todavía más amable me hizo. Ni siquiera me molesté en comprobar si en aquel momento las demás personas que entraban en la estación me estaban digiriendo miradas de desconfianza o si me habían considerado ya alguien potencialmente amenazador.

Por desgracia el trágico incidente en esta estación del sur de Londres ha cambiado la manera en que los latinoamericanos somos percibidos, máxime los que como Jean Charles de Menezes y yo, podemos ser tomados por musulmanes. Sin embargo, yo no estaba furioso por esa posibilidad, no me quejé ni me sentí tan mal como para gritar acaloradamente mi origen.

Fue más tarde, cuando ya estaba aparentemente a salvo en el tren, que mi cerebro comenzó a trabajar, uniendo todos los eventos y comprendiendo en verdad lo que había ocurrido. ¿Acaso estaba satisfecho de que la policía hubiera preguntado antes de disparar? No. Solo pensé en la frase que alguien días antes, cuando se había enterado de que vivía en Stockwell me había comentado: por favor, no corras en dirección al metro.

Cuando me bajé en la estación de Finchley Road, compré el periódico, revisé los titulares, comencé mi rutina diaria. Fuera de la estación la ciudad comenzaba a recuperar su ritmo, aunque el barrio de Hampstead no es el mejor para mostrar cuan agitada puede ser la vida en Londres.

En mi mente, no obstante, todas las experiencias recientes de la ciudad comenzaron a aparecer. Y recordé la noche de sábado en la estación de Victoria, cuando vi a una muchacha en la plataforma del metro, no muy detrás de la línea amarilla que define la zona de peligro, con una copa de vino en su mano, lo que me hizo reflexionar sobre cuan problemático irse de juerga puede ser en Gran Bretaña, sobre todo como se entiende aquí lo que significa compartir un trago con amigos en un bar. También recordé mi aterrizaje en Brixton, luego de un largo viaje desde La Habana. La palabra multiculturalismo comenzó a significar algo de pronto y el nuevo significado me causó el impacto de una bofetada en pleno rostro.

Internamente me preguntaba si todos estos eventos eran una señal de que tenía que ser estar más al tanto de mis experiencias. ¿Acaso era yo demasiado ignorante? ¿Estaba tan despistado respecto a las personas que murieron el siete de julio en los atentados? Para nada. Solo estaba pagando el precio de haber estado tan absorto por el ritmo caótico de Londres.

Me gusta pensar que siempre aprendo algo de todo lo que me ocurre. Aquel viernes en Stockwell me ha despertado de alguna manera. Un buen día comenzamos a sentir la abrumadora presencia del ritmo de las ciudades, este te asimila en lo que está pasando y una voz interior te dice que lo tienes que tomar como una lección.Desde ese viernes miro diferente a la ciudad y al resto del mundo. Ahora trato de pensar con más interés en los sucesos en los que no tomo parte, pero que también me afectan de un modo u otro. Eso no significa que tenga que ser una estrella de Hollywood para ir de gira a África y descubrir que hay niños sin padres por causa del SIDA, o que me golpeen en Australia para entender lo que es el racismo. Al final los hechos sí ocurren, aunque los humanos sigamos tercamente aferrados a la idea de que a menos que nos involucren, nunca romperán la pacífica burbuja en la que vivimos.