lunes, marzo 25, 2013

De paredes milagrosamente incólumes o la historia del hombre contada por sus casas


Casa de Guadalupe Cot, Placetas, Cuba.
Gracias a la maravilla del Google Earth y su exactitud al mostrar los objetos a nivel de la calle, mi jefe nos enseñó esta semana la casa donde transcurrió la mayor parte de su infancia en la ciudad canadiense de Montreal. Sorprendido por la eficacia de la herramienta digital, bastaron unos clicks para que evocara un período feliz, sin dudas. Un poco emocionado nos señaló su casa, un edificio típico de la arquitectura quebequense. “Esta es la ventana del que era mi cuarto; esta, la del de mis padres” nos dijo. Luego se movió por la pantalla y nos dio un paseo virtual por su cuadra: “Allí, frente a esa pared, jugábamos béisbol.”¡Qué increíble!, pensé, el edificio y la avenida apenas habían cambiado en poco más de cuarenta años. Desde la instantánea intemporal de la página de Google resultaba muy fácil imaginar un pasado del que aquellos edificios y calles habían sido testigos.

Es curioso cómo los inmuebles pasan a convertirse en sitios de la memoria. Lo que, a diferencia de los monumentos, construidos y diseñados para ese fin, las casas de familia adquieren el valor del recuerdo de manera espontánea con el uso que sus habitantes hacen de sus paredes y espacios un día tras otro. Como la de mi jefe, las viviendas pasan a ser lugares que guardan remembranzas y revelan pasajes importantes en la vida de quienes las habitan. Sobre todo si estos mismos habitantes se ocupan con el tiempo de narrar las historias que le acontecieron dentro de las cuatro paredes.

Luego del paseo virtual, me imaginé en el mismo rol de mi jefe, accionando la herramienta de Google para reparar en el lugar donde nací. Solo que, a diferencia de la calle de Montreal, la de mi niñez ha cambiado mucho. Tal vez sea una característica de las sociedades del Primer Mundo, esa estabilidad o instinto de conservación inmobiliario, lo que impide que las construcciones se desplomen inesperadamente, como en La Habana o agonicen tras un deterioro lento y aparente como las del resto de Cuba. A excepción quizás de Detroit, cuya decadencia ocupa más de una detallada crónica por estos días, las casas en la mayoría de las ciudades del hemisferio norte apenas mudan su aspecto exterior. Y hablo en términos generales sin ánimo de parecer definitorio, porque cada ciudad tiene sus barrios menos ilustres y aún así hay espacios dilapidados en otras partes más exclusivas. En Londres, por ejemplo, el fotógrafo Paul Talling ha compilado más de 2000 instantáneas de lugares semi-abandonados en varias zonas de la capital inglesa.

Vale aclarar que las edificaciones que persisten tampoco se mantienen invariables al paso del tiempo y a los caprichos de sus dueños. A excepción de las que se protegen por su valor patrimonial, las demás pueden conservar una fachada casi idéntica a la del año de su construcción, pero basta traspasar el umbral para darse cuenta de que el interior no guarda ninguna relación con el pasado. Eso lo descubrimos en Londres, durante los días de andar a la búsqueda de un lugar para vivir cuando esperanzados agentes inmobiliarios nos mostraban impactantes edificios de un innegable pasado esplendoroso. Sin embargo, tras pasar el portón de entrada aquellas casas señoriales se transformaban en una colección de mini-apartamentos diseñados para cumplir las más imperiosas necesidades habitacionales en el más mínimo espacio.

No dudo que en Cuba haya quien tenga semejante empeño; de hecho, muchas viviendas hoy exhiben sorprendentes ejemplos de la inventiva arquitectura criolla. Y algunas hasta se han beneficiado poco a poco, de los tímidos avances de la economía nacional y de ganancias provenientes de empresas individuales. No obstante, en la gran mayoría de calles y avenidas persisten ejemplos visuales del deterioro. Y los compatriotas se han tenido que habituar a verlos, a pasar por su lado en su accionar cotidiano, sin detenerse mucho en lo que significan. Uno termina acostumbrándose tanto que cuando se topa con otros paisajes urbanos, la experiencia suele terminar en shock. Como le ocurrió a un amigo que tras su primera caminata en Londres, acabado de llegar de un largo vuelo desde La Habana, se quejaba de “dolor de la vista”, asombrado de encontrar tan poca suciedad y eso que para algunos de otras latitudes los estándares de limpieza londinense dejan mucho que desear.

Tras la explicación de mi jefe, pensé en que quizás los pocos espectadores de su recuento anecdótico –mis colegas y yo- nos volcaríamos al Google Earth para protagonizar un ejercicio común de la memoria. Al menos imaginé tal cosa, aunque luego convine en que la definición del sitio web no es tan detallada para Cuba. Y en realidad deseaba evitar un comentario similar al de mi amiga de Glasgow que cuando le mostré algunas fotografías del pasado viaje a la isla exclamó con una dosis de incredulidad y sorpresa: ¡pero todo luce tan de Tercer Mundo! Y yo me encogería de hombros,  dándole la razón, aunque sería muy difícil explicarle tanto a ella como a mi jefe que treinta años atrás esas mismas calles del barrio aparecían más bulliciosas en el recuerdo de quienes las habitaban. Y, por supuesto, ellos mismos las comparaban con lo que habían sido en décadas anteriores, sin importar que lucieran muy devastadas en las fotografías enviadas a otros que también las habían transitado, pero que por varias razones ahora vivían muy lejos.

Iglesia Parroquial San Atanasio, Placetas, Cuba.
Supongo que con el tiempo, a no ser que ocurran milagros arquitectónicos, las casas de mi calle natal se irán desplomando, agotadas por la desidia o por la extenuante resistencia a huracanes cada vez más potentes y catastróficos. Habrá que imaginarse los inmuebles a partir de ejercicios de memoria o retazos estructurales con poderes mnemotécnicos. Hace unos años asistimos a una exposición basada en tal premisa. Mediante fragmentos: una puerta, una ventana, media pared, artefactos diversos, en los salones del Museo de Victoria y Alberto se montó una exhibición de casas del Renacimiento italiano. Telones y paneles dibujados se articulaban con las partes reales de la vivienda. Así, entre lo real y lo pintado, el visitante podía imaginarse la otrora grandiosidad del inmueble.

Quien sabe si en el futuro alguna exposición similar exhiba la historia de las casas cubanas, las huellas de la civilización y la barbarie. Mas, como es habitual en la isla, tendrán que organizarse primero muchas muestras sobre La Habana, agotarse incontables reconstrucciones del patrimonio perdido de la capital, para que alguien se interese por los espacios habitables en los que transcurrió la vida cotidiana en el resto del país.

Hoy Google Earth sirve para navegar por vistas aéreas en las que tejados color terracota son la única señal que identifica a miles de viviendas cubanas. Si se pudiera utilizar la herramienta del streetview, los interesados tal vez coincidieran con mi colega escocesa o con otra amiga alemana que en el 2005 me esperaba cada noche en la casa que compartíamos, para escuchar historias sobre la vida en Cuba, que siempre clasificaba como del anecdotario de un país en guerra, una contienda larga e incomprensible

domingo, febrero 10, 2013

La risa, ese consabido antídoto y salvavidas


Mis visitas al salón de Gëzim, mi barbero kosovar, siempre incluyen alguna conversación sobre nuestro pasado en tiempos de la Guerra Fría, cuando todavía los países del bloque socialista formaban parte de un supuesto Segundo Mundo. La denominación resultaba tan discutible como la que todavía designa a los países subdesarrollados. De cualquier manera, sobre todo hasta principios de los 90, nunca estuvimos muy claros, al menos en la isla, de cómo nos clasificaban los demás.

En poco más de dos años de visitas al Salón Arte, Gëzim y yo hemos conversado una y otra vez sobre pasadas experiencias comunes: él, en la antigua Yugoslavia; yo, en el Caribe Rojo. Nuestros intercambios, curiosamente, apenas se refieren a los líderes, sobre todo a los famosos e históricos, hoy apenas mencionados y de seguro ya parte de la acabada  Historia del Siglo XX. Alguna que otra vez hemos nombrado al tristemente célebre Enver Hoxha, pues para mi barbero, por pertenecer a la mayoría albanesa de Kosovo, la colección de anécdotas sobre el presidente de la Albania comunista le son harto conocidas.

No tengo mucha práctica en conversaciones de barberías, salvo algunas excepciones. En Cuba, a finales de los 70, en mis sesiones en el inmenso salón frente al Supermercado Luis en mi Placetas natal, mis rutinas del corte de cabello se reducían a sentarme en el sillón y esperar porque el barbero de turno acabara de recortar mi pelo, mientras conversaba con algún otro cliente conocido o con uno de sus colegas. Luego en Santa Clara, en el difunto Salón Parisién, terminé de habitual con Lorenzo hasta que este se retiró y la barbería fue clausurada poco después y añadida a las oficinas de un banco. Lorenzo conversaba según lo hiciera el cliente, aunque supongo que todos los barberos desconfiaran de mi timidez adolescente y de mis pocos deseos de chacharear sobre algunos de los temas recurrentes (baseball y misoginia), si bien debo aclarar que allí también se hablaba de lo humano y lo divino.

Mi siguiente barbero, Efrén, tampoco trababa conversación fácilmente y su espectacular habilidad con las tijeras hacía que mi tiempo en el sillón pasara volando. Teníamos, eso sí, el parco entendimiento de dos viejos conocidos, aunque a veces lo dejara rascándose la cabeza en señal de alarma, cuando le pedía algún pelado innovador o exótico. Después me adapté a pelarme con una vecina los domingos por la tarde, su único día disponible tras una semana de trabajo y labores domésticas. Luego encontré a otra peluquera unisex con la que era difícil mantenerse al margen de sus tertulias, pues en mi sesión de corte siempre me acompañaba una muy buena amiga que vivía cerca y aprovechábamos mi turno para repasar historias del barrio, la ciudad y nuestro siempre sorprendente centro laboral.

En Londres, en mi primer año, visité a un barbero chipriota de Stockwell. Recuerdo que las paredes de su salón, adornadas con fotos de George Michael, Stelios Haji-Ioannou, Peter Andre y otros famosos de su tierra o de la diáspora, contaban el devenir del negocio familiar en un barrio demasiado variopinto. En nada se parecía al espacioso salón Capello en Whitchurch Road, Cardiff, que frecuenté durante mi año de estudios en la capital galesa, en el que también describí escenas de la isla, sobre todo relacionadas con el buceo o con las imágenes paradisíacas de algún brochure turístico. Mi barbero temporal, de quien he olvidado el nombre, planeaba desembarcar en las playas cubanas como tantos compatriotas suyos.

Antes de convertirme al estilo simple, pero exacto de mi barbero kosovar, fui cliente en varias ocasiones de un atareado salón unisex cercano a la estación de Finchley Road, en el noroeste londinense, casualmente administrado por otro empresario originario de Kosovo. La relación entre la peluquería y los habitantes de la ex región autónoma yugoslava merecería una investigación aparte, pues no muy lejos de allí existe Mimosa, otro salón de belleza administrado por una albano-kosovar.

De lo que ella dialogará con sus clientes no tengo la menor idea, mas dudo que los temas de conversación ronden la vida cotidiana en los antiguos países socialistas. Y claro, aunque los cubanos nos acostumbramos a imaginar cómo se vivía allá, en realidad solo teníamos acceso a una representación más o menos aséptica de la vida cotidiana. A nos ser por medio de algún familiar o vecino allegado que hubiera estudiado o trabajo en las antiguas URSS, RDA o Checoslovaquia, las historias del Este llegaban por televisión, en dramatizados y series policiales o mediante el cinematógrafo. Lo sorprendente, sobre todo para alguien como yo, que tenía a estas naciones como el modelo de sociedad a la que algún día llegaría mi país, es comprobar como las similitudes con el nuestro sobrepasaban la política y la ideología.

Gëzim y yo hemos conversado además sobre literatura y la lengua albanesa. Le he escuchado breves charlas sobre el origen del idioma con el que los habitantes de extensas áreas en los Balcanes se han comunicado durante siglos. También hemos compartido referencias sobre Ismail Kadaré, el célebre escritor albanés. Aún no termino la lectura de El Concierto, donde Kadaré explora la relación entre Hoxha y Mao Zedong y la influencia discutible que ambos países ejercieron uno sobre el otro en la época en que eran sendos bichos raros en el desafinado concierto de las naciones de los sesenta y setenta. Sin embargo, gracias a mi barbero tengo en la lista de libros por leer a El Castillo y El general del Ejército Muerto. Hasta comenzar El Concierto, inicialmente publicado en 1988, no sabía mucho del hoy reconocido autor, salvo por el filme Abril Despedaçado, en el que Walter Salles trasladó las historias de las montañas del norte de Albania al Nordeste brasileño. Las narraciones de ajustes de cuentas, nociones familiares sobre el honor y la venganza, todavía pueden suceder, tal como lo reseñó El País hace unos meses. Sin embargo, Gëzim y yo hemos charlado poco sobre este atrasado pedazo de la geografía europea tan único y a la vez tan similar a otras atrasadas zonas de nuestro planeta.

Cada mes y medio, cuando mi cabello empieza a crecer lateral y desmesuradamente, la obligatoria visita al Art Salon me anima a pensar en la posibilidad de nuevas anécdotas. Aunque, a decir verdad, puede que el interés no sea mutuo. Para Gëzim, el capítulo de su vida socialista tiene un inicio y un final delimitados en el tiempo. Por ende, comparar los aún eventos cotidianos en una isla caribeña con su vida anterior es solo un ejercicio de su memoria, porque en su natal Kosovo el comunismo dejó de ser tal a partir de los años 90, hace ya más de dos décadas.

En nuestro último encuentro comentamos sobre un reciente programa de la BBC sobre Cuba tras lo que se ha dado en llamar “reformas económicas”. El reportaje, en el que Simon Reeve vuelve a la isla con el objetivo de conocer en qué medida ha habido una mejoría, muestra a varios nuevos emprendedores de La Habana y provincias cercanas. Amén de alegrarnos porque mis compatriotas hayan ganado algo de respiro, Gëzim y yo, cual conocedores escépticos, especulamos sobre la duración de tal apertura. “Es que la vida (-En Cuba- pensé yo) en el socialismo (añadió él) es muy difícil”. Para ejemplificarlo habló de su experiencia personal de las colas para comprar leche, harina, de las colas como rasgo fundamental de la existencia en el comunismo. ¡Y todavía los ingleses se jactan de haberlas inventado ellos!

Yo, que sé muy poco sobre la vida en la antigua Yugoslavia y que mi única referencia es el alocado retrato de los balcánicos en Montenegro de Dusan Makavejev, le comenté sobre el famoso texto de la croata Slavenka Drakulic, How we survived communism and even laughed. Le hablé de un pasaje específico del libro referido a la costumbre de la abuela de la autora de acaparar papel sanitario. Es curioso que a tantos kilómetros de distancia y sin ningún conocimiento de tal conducta, mi abuela María tenía la misma preocupación. Existía un rincón en su escaparate donde se acumulaban rollos para alguna emergencia, lo que la mayoría de las veces significaba un inesperado ingreso en un hospital.

Cuando le comenté a Gëzim que en la isla, a excepción tal vez de La Habana, durante la mayor parte de los  sesenta y ochenta, el papel higiénico era poco menos que un lujo, su reacción fue la típica de alguien que entendía muy bien de lo que yo estaba hablando. Me narró entonces cómo, casi de la misma manera que nosotros, recortaban las páginas de los periódicos para usarlas con un fin menos instructivo. “Al menos nos reíamos” –añadió para rematar, con el consabido chiste –también popular en tierras cubanas- sobre la potencial capacidad intelectual de nuestros traseros.

No deja de sorprender, como reza el título de la Drakulic, que los períodos de escaseces más profundas nunca lograron que los habitantes del mundo socialista perdieran la capacidad de reflexionar jocosamente sobre las carencias cotidianas. 

viernes, noviembre 09, 2012

Sonata de otoño


Tal vez no haya mejor señal que identifique al del otoño que la inminencia del la noche. La corta duración de los días se anuncia en noviembre con la ausencia de luz, cuando esta comienza a desvanecerse a partir de que los relojes, al menos en el hemisferio norte, dan las cuatro de la tarde.

La estación en Londres y en gran parte de las islas británicas, se caracteriza lo mismo por la estereotipada instantánea de los árboles multicolores, debido a las hojas prontas a caer, que por la frecuencia con que la llovizna se inscribe en las escenas cotidianas.

“Noviembre es un mes difícil”, me decían los amigos ya establecidos en la Vieja Europa, cuando escribían correos nostálgicos del trópico y del omnipresente sol cubano. Para convencerme me citaban estadísticas del número de suicidios que, según ellos, aumentaban desmesuradamente en este mes. Yo los leía sin entender mucho, pues en la isla, el onceno mes era un débil indicio de cambio, la antesala para la versión nacional del invierno, ese que desanima tanto a compatriotas convencidos de que los días sin sol no cuentan.

“Es que no ocurre nada”, me cuenta una colega escocesa, habituada a un calendario regido por el consumo. Según su lógica, estos son los treinta días que median hasta que la fiebre de la Navidad se apodera de diciembre  y ayuda a simular un sentimiento colectivo de satisfacción y puede que de optimismo.

“Notarás el cambio”, me expresó un amigo en el ya lejano mes de septiembre del 2004 cuando yo exploraba impresionado los barrios sureños del gran Londres, sorprendido de lo poco que conocía sobre la estación, la capital inglesa y todo el Reino Unido. Mi amigo me pronosticó que detestaría la oscuridad, la sensación de que las horas diurnas nunca alcanzarían para nada en esta ciudad donde la ansiedad supuestamente te obliga a mostrarte productivo más de la cuenta.

“Es relativo”, comentó una profesora sueca, acostumbrada a experiencias otoñales escandinavas. Ella tiene una interesante teoría sobre la manera en la que el otoño influye en la productividad de la gente. “Afuera llueve o apenas queda luz, así que uno se concentra irremediablemente en todo lo que tiene pendiente”, sentenció.

Desde un café con enormes paredes de vidrio, ubicado en el segundo piso de un edificio situado en una bulliciosa avenida del centro comercial londinense, me doy cuenta que la estación ya comienza a exhibir sus señales más características. De un lado al otro pasan transeúntes enfundados en abrigos sombríos, en una armoniosa combinación que interrumpe de vez en cuando alguien abrigado con prendas de colores brillantes. Me separan minutos de las cuatro de la tarde, luego quedará una hora de luz natural, como máximo.

Aún así, a pesar de la consabida queja por nuevamente lamentar la extrema finitud de una jornada, los ocho otoños que he acumulado creo que me garantizan la supervivencia. Los médicos hablan del “cansancio otoñal”, de la manera en que la falta de luz condiciona al cuerpo a que sufra un poco en tanto nos readaptamos al cambio.

Mientras tanto, en esta calle de Londres, los ciudadanos se muestran imperturbables, tal parece que el otoño tiene su música particular y que los londinenses se la saben de memoria. 

lunes, octubre 22, 2012

Nómadas


El escenario fue la ciudad alemana de Heidelberg, pero pudo haber ocurrido en cualquier otro lugar de la Vieja Europa o en otras áreas de la geografía mundial que poco a poco van despojándose del adjetivo monocultural. En las salas del InternationalesWissenschaftsforum de la Ruprecht-Karls-Universität, situado en la calle principal del casco histórico, se celebró una conferencia auspiciada por el Grupo de EstudiosTransculturales de la universidad más antigua de Alemania. 

Pero más que de las sesiones, interesantes para quien sigue investigaciones vinculadas a las cocinas nacionales en este cambiante planeta, me sorprendieron las interacciones fuera del plenario. Los organizadores, tal vez previendo que este sería un encuentro académico relativamente pequeño (poco más de una veintena de participantes), se ocuparon de ofrecer espacios para conversar, degustar las especialidades locales e intercambiar experiencias e intereses investigativos.

Estaba por primera vez en Alemania, mi primer viaje como ciudadano europeo, rodeado de expertos para quienes aquello del lugar de origen no tenía ninguna importancia. Así me lo expresó A, alemana, esposa de un canadiense de origen jamaicano, para quien cualquier lugar del mundo bastaría para vivir, sobre todo si se tienen las condiciones que precisa un matrimonio con hijos pequeños. También me lo confirmó R, belga por su pasaporte o flamenca por la región dónde nació, en un español perfecto, saturado de manierismos cubanos o tal vez caribeños, pues Cuba y la República Dominicana son destinos habituales de sus viajes de investigación.

En español conversé también con R, ibérica, aunque por su dominio del alemán intuí que sería más internacional que peninsular. En efecto, vivió durante años en Bremen, allí aprendió el idioma, aunque ahora precise más del inglés para sus clases en la isla antillana de Antigua. Otra charla con P, gallega de origen, habitante de Nueva Jersey por adopción, me ilustró sobre los contrastes del sistema educativo norteamericano. En Orlando, Florida, donde se ubica su college, apenas utiliza el inglés para comunicarse, pues sus clases son de y en castellano.

Imaginé que en este universo actual, los humanos estamos más acostumbrados a pasar de un lado a otro, a itinerarios increíbles, como el la de la familia de D, con apellido hispano y fisonomía propia del subcontinente indio. Aunque lo que él llamaría “su casa” son los barrios de Toronto en los que creció, luego de que sus padres emigraran desde Trinidad y Tobago, país al que muchos años antes fueron destinados sus antepasados desde el Indostán.

No menos apasionante habrá sido la de D, de apellido italiano, a pesar de haber nacido en Bavaria, región a la que seguro viajaron sus ancestros, en la Europa que Saskia Sassen ha definido como el producto de siglos enteros de migraciones. O la de S, de padre alemán y madre indonesia, o la de M, berlinesa con predecesores en la antigua Yugoslavia. 

Es curioso que los representantes de tantas mezclas se habían reunido para conversar sobre las particularidades de las recientes de las diásporas de este siglo. Porque estos recuentos de desarraigos y repoblaciones no terminan con la historia de generaciones anteriores. Los humanos continúan empeñados en cambiar de territorios, ya sean obligados por las circunstancias o porque tengan el convencimiento de que es necesario partir. Sólo queda esperar que en el futuro estos movimientos de un lado a otro se conviertan en algo común y natural y lo “local” vaya quedando como una referencia al pasado. 

lunes, septiembre 10, 2012

Otra vez pensando en Cuba en Londres


En los años 80, la revista Somos Jóvenes, en aquel entonces una de las más seguidas por los adolescentes y jóvenes que, como yo, habitábamos una escuela interna, recomendó cien libros para la juventud. La lista, con sus claras omisiones (sólo incluían a los publicados en Cuba), se mantuvo durante esos años como una especie de guía para quienes buscaban un conocimiento mucho más abarcador que el que propiciaban aulas y maestros.

Y que conste, a pesar del lógico adoctrinamiento (eran todavía tiempos de la Guerra Fría) y la enseñanza orientada a la exaltación del socialismo como el mejor sistema posible, en aquellos años se premiaba al interés por indagar más allá de los programas y planes de estudios. Antes que preocuparse por cuán bien se dominara el “pensamiento” de históricos líderes revolucionarios, algunos profesores se interesaban más porque nos ocupáramos de la gran literatura o las historias interesantes y asombrosas que propiciaban las ciencias exactas, gracias a los volúmenes de Física y Matemáticas Recreativas del gran Yákov Perelmán.

Supongo que algunos tomaron la lista de Somos Jóvenes y decidieron, en el espíritu competitivo de aquella edad, leer uno por uno los libros seleccionados. Otros, con la holgazanería propia de la adolescencia y la sensación de que había demasiado tiempo en el futuro para todo, se consolaron pensando que muchos de los títulos de la lista serían incluidos en actuales y futuros cursos de Literatura Universal, Medieval, Española o Hispanoamericana. ¿Para qué apurarse entonces?

Entre las obras enlistadas había una que no apuntaba a elementales referencias literarias (al estilo de Cien Años de Soledad, Las Ilusiones Perdidas o La Ilíada), aunque sí se anunciaba de manera muy grandilocuente y ridícula: Decadencia y caída de casi todo el mundo. Su autor, Will Cuppy, resultaba un perfecto desconocido, incluso para entusiastas de la lista que uno encontraba en su círculo más cercano de la ESVOC Ernesto Guevara en Santa Clara, por supuesto, el sitio donde ocurrían todos los eventos en mi vida de escolar adolescente.

Lo que ese estudiante de secundaria desconocía era que aquel pequeño texto de tapa verde o blanca (según la edición que uno poseyera) se había convertido en una especie de libro de culto y en virtud de tal status, había desaparecido de la gran mayoría de librerías cubanas. Con el tiempo descubrí a más de una generación de humoristas visiblemente influenciados por la prosa y picardía de Cuppy, desde los Nos-y-otros Luis Felipe Calvo y Eduardo del Llano hasta el coterráneo Carlos Fundora.

Sin embargo, mi primer encuentro con el ejemplar ocurrió muchos años después de la publicación de aquella lista. Había leído fragmentos aparecidos en otras revistas o seriados en formato de historieta en la propia Somos Jóvenes, pero no había podido hacerme del texto completo. Sobre él conversé algunas veces con mi amigo Frank, que comenzaba a fanatizarse con la historia y sus grandes personajes. Hablábamos de la capacidad de Cuppy para entretener, para narrar de manera real tantos disparates cometidos en nombres de la fe o de las ideologías y nos preguntábamos, claro está, si todo lo que aparecía en las páginas de aquel librito sería creíble.

Al poco tiempo, Frank me sorprendió con un regalo, nada menos que The decline and fall of practically everybody, la edición de 1971, Instituto Cubano del Libro, la famosa de tapa verde, pues había otra, perteneciente a la Colección Cocuyo con portada y reverso en fondo blanco. Aquel libro, con una dedicatoria insuperable, como la que escriben los buenos amigos, fue motivo de lecturas y re-lecturas y de muchas tardes de incontables risotadas. Para mí sería el mejor antídoto para enfrentar el clima de desánimo e incertidumbre que ensombrecía La Habana y todo el país durante lo más especial del “Período”, según un poeta villaclareño.

Terminado el año 93 y concentrado en otras lecturas, Decadencia… pasó a ser un ejemplar de referencia en un lugar privilegiado del pequeño librero tras la puerta de la sala. Sin embargo, ahí no duró mucho. Mi primo Camilo lo descubrió en uno de sus viajes de avituallamiento a Santa Clara y se lo llevó con él para su apartamento en La Campana, en las lomas del Escambray. Y allá quedó también para ser leído y re-leído.

Una vez que intenté recuperarlo me fue prácticamente imposible. Camilo había quedado tan entusiasmado con las historias de Will Cuppy, que le resultaba inadmisible separarse de mi ejemplar. Por suerte, me topé con otro gracias al empeño de aquellos emprendedores libreros por cuenta propia de la calle Marta Abreu, cuando aún esa actividad no se había vuelto tan popular. Entonces se lo troqué a mi primo por el casi cuaderno verde con la dedicatoria de Frank que volvió a su puesto en el improvisado librero.

Luego le perdí la pista. Yo emigré y mi casa cambió de dueño. Algunos libros se salvaron, otros quién sabe dónde terminaron. Todo este preámbulo sirve para ilustrar la sorpresa que me llevé hace pocos días, paseando por el elegante barrio de Marylebone, que es famoso por sus boutiques y cafés exclusivos, pero también por una tienda de libros de segunda mano en la que se encuentran verdaderos tesoros literarios y musicales.

Allí, en la sección de humorismo, me topé con el viejo Cuppy. Al hojear el texto, comprobé que la tan entrañable edición cubana es sólo un fragmento de la que el escritor norteamericano consideró su obra maestra. En ella trabajó durante años, con la profundidad de un conocedor y la rigurosidad de un académico y es que, por muy cómico que parezca, ningún dato que ofrecen las viñetas del libro resulta desacertado.

Helena me lo compró, imagino que también con la curiosidad de quién ha escuchado más de una vez referirse a The decline… y justo a pocos pasos de la librería comencé a leer y a comparar. Quería comprobar si en el inglés original, el autor sonaba tan hilarante como en la versión cubana. Dos o tres carcajadas más tarde, no me quedaba ninguna duda.

Pensé que mi amigo Frank, sea cual sea la dimensión en la que se encuentre, estaría la mar de contento. 

miércoles, agosto 15, 2012

Londres olímpica: versión de una ciudad en movimiento

(Publicado en Diario de Cuba)

© Helena Soares
El pasado domingo 12 de agosto, una sinfonía de color y música puso fin a la trigésima olimpiada de la era contemporánea, celebrada en Londres. Tras los Juegos de la Austeridad en 1948, luego del desastre que significó la Segunda Guerra Mundial, la capital inglesa se preparó por tercera vez para organizar olimpiadas en una Europa que, a juzgar por el panorama imperante en el Viejo Continente, bien podrían llamarse los Juegos de la Crisis. Más de diez mil atletas de 204 países se concentraron en la ciudad para optar por las preseas de oro, plata y bronce, pero solo representantes de 85 naciones lograron alcanzarlas.

De cualquier manera, los alarmistas salieron más derrotados que quienes no consiguieron medallas. Estos juegos se adecuaban al habitual estereotipo de los británicos, reacios al entusiasmo. La queja es una actitud característica aquí, donde convergen las más disímiles tribus urbanas. Fallaron desde los que pronosticaron un caos total justo al primer día de competencias, hasta los que esperaban que colapsaran, según efecto dominó, el transporte público, los servicios de sanidad y que en el centro se aglomeraran hordas de turistas indisciplinados. Para rematar quedaba la siempre inoportuna sospecha de un atentado terrorista que impediría la normal continuidad del evento o su suspensión indefinida. No por gusto los juegos atraían una indeseable asociación con el fundamentalismo islámico. Sólo un día después del anuncio de la concesión de la sede, apenas transcurridas unas horas de que una multitud lo celebrara en la Plaza Trafalgar, Londres se unió a la lista de ciudades víctimas del terrorismo.

Sin embargo, aún en la primera semana, toda Londres y puede que hasta la Gran Bretaña, comenzaron a despojarse poco a poco de los malos presagios y decidieron, si es cabe semejante acción, disfrutar del espectáculo. Los londinenses, fuera de los miles de voluntarios uniformados de violeta y rojo que partían a animar las sedes de las diversas competencias, continuaron sus vidas con metódica normalidad. Mientras acontecían dramáticos torneos o parsimoniosos desafíos olímpicos, los puntos más neurálgicos del atareo londinense apenas mostraban alteraciones. Porque, claro, no se puede hablar de un “centro” en un Londres que crece y se divide en cuanto a barrios temáticos, solventes y depauperados. No obstante, la Calle Oxford, Leicester Square, Covent Garden y hasta el marchoso Camden Town, lucían semi-vacíos en estos días olímpicos.


Anfitriones, el antes y el después


En el 2004, la actuación británica se redujo a los éxitos de Kelly Holmes, los relevistas del 4x100, los ciclistas Chris Hoy y Bradley Wiggins, un jinete, dos tripulaciones de velas y un bote de remos. Cuatro años más tarde, el equipo británico llegó a Beijing con la indiferencia de los principales medios de prensa. Antes del 2008, las noticias sobre la mayoría de los deportes olímpicos ocupaban minúsculas columnas en las páginas finales de los diarios, mientras que el resto se llenaba con entrevistas, reportajes y moralizantes comentarios sobre fútbol, cricket, rugby, tenis, carreras de caballos o de automóviles fórmula 1.

Grandes cantidades de tinta apuntalaban la grandeza de un espíritu deportivo enraizado en tradiciones y anticuadas nociones de nobleza o localismos. Y siempre desde la perspectiva clasista que aún rige la nación inglesa, según la cual los niños de bien juegan al cricket, visten de blanco y compiten en inmaculados estadios de césped reluciente, mientras que los pobres tienen que conformarse con la vulgaridad de correr tras un balón blanquinegro acosados por igualmente vulgares espectadores.

Para sorpresa de comentaristas, la delegación regresó de Beijing con 47 medallas, diez de oro más que en Atenas y con el rompecabezas que significaba entender posible tal éxito. Por ejemplo, los dos oros de la nadadora Rebecca Adlington nadie los había pronosticado por lo imposible de que surgiera un campeón de natación si en la ciudad australiana de Sydney existen más piscinas olímpicas que en todo el Reino Unido.

De modo que tras el voto de confianza por el desempeño en el 2008, los británicos se prepararon para más sorpresas en Londres 2012. La preparación, no obstante, puede considerarse mesurada en un año en que Isabel II debía celebrar, por todo lo alto, sus seis décadas en el trono. Doce meses antes del comienzo, las vallas publicitarias se llenaron de aspirantes olímpicos. Algunos como Hoy y Jessica Ennis partían como favoritos en sus eventos; otros, como Liam Tancock y Phillips Idowu terminaron la olimpiada sin medallas. Peor fue el caso del vallista William Sharman, que ni siquiera llegó a integrar el equipo a pesar de que las gigantografías con su rostro todavía adornan algunas gasolineras en Gran Bretaña.


En la Olimpiada de las marcas y las grandes transnacionales, el “Equipo GB” logró adueñarse de una fuerte identidad corporativa, un símbolo que, con los colores de la Bandera de la Unión, fue apropiado por participantes y espectadores. Así lo mostraron en las competiciones de los días iniciales, cuando la exigua cosecha de medallas de oro parecía darle la razón a los escépticos de scones y té con leche. Así también lo agitaron en la segunda semana cuando el país se despertó sorprendido y hasta asustado de ubicarse en el tercer lugar en la tabla de medallas y de calificarse como una potencia deportiva.


Para cualquier analista formado en los tiempos de la Guerra Fría, cuando el deporte se usaba con fines políticos, ligado a esa débil construcción social que es el patriotismo, la actuación de los anfitriones viene a ser una continuidad. Para quien escuchó a los atletas británicos hablar de su preparación, de los triunfos y sobre todo de la amargura de fracasar cuando se esperaba tanto de ellos, los juegos fueron una simple oportunidad para pasarla bien y competir.

Habrá más de un interesado en teorías conspirativas que se atreva a descontextualizar eventos y a presentarlos como una estratégica labor de los británicos para despojar de medallas a contrarios más débiles. Es posible que otros se empeñen en demostrar que las victorias locales fueron pura casualidad. Quedará; sin embargo, una gran masa de voluntarios, londinenses de origen y por adopción, que cuando se apagaron las últimas luces del estadio tras la ceremonia de clausura sintieron que las palabras de Sebastian Coe agradeciéndoles el haber hecho posible Londres 2012 tenían un significado especial.


Héroes y heroínas de lidias y arenas


© Helena Soares
Como en pasados eventos similares, muchos deportistas llegaron con el adjetivo de superfavoritos, pero cada jornada, ante el empuje de adolescentes y la habilidad de vencer de los más experimentados, demostró la veracidad de aquel viejo refrán de que lo difícil no es llegar sino mantenerse. Se recordarán estos juegos como los probables últimos del nadador norteamericano Michael Phelps, pero su actuación estará para siempre relacionada con la de los no menos talentosos Yannick Agnel (FRA) y Chad Le Clos (RSA), quienes impidieron que la cuenta total de medallas del más laureado deportista de nuestros días fuese aún mayor.

De los adolescentes, la lituana Ruta Meilutyte se reveló como una excepcional pechista para quien el epíteto de campeona olímpica, a los 15 años, todavía no tiene una dimensión extraordinaria. El que sí no tendrá ninguna duda al respecto es el velocista jamaicano Usain Bolt, quien con otras tres doradas tras igual éxito en Beijing, se autocalificó como una leyenda. Legendario fue también el triunfo de la gimnasta Gabrielle Douglas, primera afro-americana en conseguir el título de máxima acumuladora, o del luchador uzbeko Artur Taymázov, campeón de lucha libre por tercera vez consecutiva, o de la esgrimista italiana Valentina Vezzali, quien se llevó sus medallas número 8 y 9 compitiendo desde Atlanta 1996.

No obstante, pese a la avasalladora imagen de los campeones, queda siempre la menos complaciente versión de quienes no alcanzaron lugares en el podio. Las pantallas reflejaron la representación de la derrota, aunque algo diferente ocurriera en la arena donde acontecieron los eventos. El caso del maratón es bien ilustrativo: un puñado de corredores que se aprestan a alcanzar la gloria, aunque esta en teoría corresponda solo a tres escogidos. Sin embargo, recompensa ver como los espectadores británicos, londinenses y visitantes, apostados a ambos lados de la enorme avenida The Mall, permanecían en sus puestos aplaudiendo y vitoreando hasta que pasaba el último deportista. Para ellos, la consabida sentencia de que lo importante es competir, justificaba todo el reconocimiento.

La celebración, más tarde, corría a cargo de los compatriotas residentes en la urbe británica, a veces tan hiperdiversa como para asociarla al resto de las ciudades inglesas. Porque cualquier deportista extranjero puede encontrar, si los busca, a entusiastas de su nación de origen en Londres. En estos días, así sucedió con las decenas de orgullosos seguidores que se reunían en la gradas, fuera de las diferentes sedes o simplemente aparecían por la calle, con la sonrisa y la bandera de su país anudada al cuello. Y estas podían ser símbolos familiares, como las de los antiguos dominios coloniales del imperio, ahora miembros de la Mancomunidad de Naciones (Kenya, Uganda, Jamaica); o exóticas y ajenas como las de Armenia o Timor Oriental.

La isla y los juegos

Sobre la actuación de los cubanos baste decir que la obtención de medallas resultó menos agónica que hace cuatro años. Dos títulos dorados en boxeo aliviaron la supuesta vergüenza de la capital china y complacieron a una afición todavía apasionada por esos aires de superioridad nacional tan socorridos en un ambiente de competición internacional. El super-pesado luchador Mijaín López, tal vez el deportista con mejores credenciales según la prensa especializada británica, volvió a demostrar por qué es el mejor en su categoría.

Y es que, a excepción de conocidos nombres del atletismo nacional, los miembros de la delegación cubana eran una verdadera incógnita. El por qué lo resumió la comentarista Nicola Fairbrother, de la BBC, cuando aseguró que los cubanos participaban tan poco en el circuito internacional que resultaba imposible emitir un vaticinio sobre ellos. Por muy bien que lucieran en las sesiones eliminatorias, se contaba con tan pocas referencias sobre pasadas actuaciones que escogerlos como favoritos parecía demasiado. Los del campo y pista, al menos los habituales en torneos internacionales como la Liga del Diamante, merecerían otro comentario. De cualquier manera, ningún seguidor de tales competencias esperaba una actuación descomunal de Dayron Robles, mucho menos el título como en Beijing. Quizá el revés de la capital china y el discreto, pero admirable desempeño en Londres, signifique que ya es tiempo de adaptar las expectativas nacionales de la isla a las realidades de un movimiento olímpico que no reacciona siempre según redundantes referentes culturales y geopolíticos.

Además, vale recordar que quienes compiten hoy, sobre todo los más jóvenes, fueron los niños y adolescentes del llamado Período Especial. Ellos nunca pudieron aspirar a la formación atlética de sus predecesores, a entrenarse en instalaciones modernas o elementales, a satisfacer necesidades nutritivas propias de su actividad o a contar con asesoría técnica extranjera, aunque esta viniera del campo socialista. Tampoco sacaron provecho del otrora eficiente sistema de alto rendimiento originado en un “área especial” de base, debido a que según avanzó la crisis, contaron cada vez con menos y menos recursos, a veces importados, pero otras tan de sentido común como el de tener una piscina, con agua, para entrenarse todos los días. Cuando estos niños promesas despuntaron en sus disciplinas, se encontraron también sin muchos entrenadores, esparcidos ahora por varias naciones ya fuera siguiendo un proyecto personal, o alguna alocada o consciente misión a lo internacionalismo proletario.

Pero en la Mayor de las Antillas, las estructuras deportivas tampoco escapan al anacronismo imperante en las demás esferas de la sociedad. Tal vez la ausencia de nacionales en las competiciones por equipos, en otro tiempo fuente de incontables premios y emociones, quede como el mejor ejemplo de que los proyectos colectivos cubanos pasaron a mejor vida. Lógicamente, algunos cuestionarán tal sentencia, apelarán a la casualidad, a la pretendida injusticia de la clasificación y puede que tengan razón. Sin embargo, si algún espectador curtido en los torneos de los ochentas observó con detenimiento los partidos de volleyball femenino, dos posibles dudas le vendrán a la mente: o las “Morenas del Caribe” andan muy necesitadas de una potente dosis de amor propio, de ahí su ausencia, o el nivel del juego de net y pelota ha decaído extraordinariamente.

© Helena Soares
En los setentas cuando aún no eran tan frecuentes los escándalos por dopaje, la frase “el extra de los campeones” resumía el complemento esencial que garantizaba cualquier hazaña deportiva. Se precisaba de una excelente forma física, de visualizar el triunfo como una actividad natural, pero dado el nivel de la competencia –Juegos Olímpicos- cualquier esfuerzo extra era primordial. Si algo distinguió a los anfitriones y pocos cubanos mostraron, fue el ansia de competir y ganar: competir como un premio al desgaste previo, a las jornadas interminables de entrenamientos, pero con el beneficio de pasarla bien; ganar, como el mayor estímulo a una decisión personal y autoindulgente, por mucha presión que hubiera para que los británicos se lucieran en casa. Aunque para vencer a este nivel, la victoria no puede dejarse a la providencia, al criterio subjetivo de un panel de árbitros y jueces, hay que desearla más que nada.

En la clausura del evento, entre los reflejos coloridos de los miles de focos y al compás de un repertorio representativo de la producción musical británica, podían verse tímidas banderitas cubanas siendo agitadas por manos perdidas en el concierto gestual de los deportistas. Habrían sido más si a los nacionales no los forzaran a regresar a la isla una vez terminadas las competiciones en las que toman parte.

Para un cubano nacido a inicios de los 70, con vagas memorias de la Olimpiada de Moscú, privado de disfrutar las dos citas estivales siguientes, los Juegos Olímpicos de Barcelona seguirán siendo una referencia demasiado fuerte como para calificar estos de Londres “los mejores de la historia”. Para un londinense por adopción, no obstante, estas poco más de dos semanas sirvieron para añadirle a la ciudad el mérito de agrupar a entusiastas de todo el mundo que la despojaron de ser simplemente el mero espacio de mi acontecer cotidiano. A gente se vê no Rio!

sábado, noviembre 12, 2011

Era sábado...


Ah, la nostalgia, esa vil y traicionera conocida. Cuando ya crees que estás vacunado contra su influencia y sus intempestivos ataques, te sorprende otra vez con un golpe bajo. 

Así pasa, esperas que amanezca, te aguarda un sábado doméstico, una jornada de limpieza que comienza con Irakere de background y Bacalao con pan. Cómo es posible, te cuestionas, ¿esto fueron los setentas?

Prosigue la mañana. Tú en control total, la energía hasta parece que quita ella misma el polvo y la suciedad. Hasta que descubres que no has escuchado en su totalidad ese kilométrico CD mp3 que un amigo te quemó antes de despedirse y volver a la isla, ese compacto que no tiene mejor nombre que el de Cuba a pulso. 

Pasan pistas y pistas, sale Carlos Varela, Free Hole Negro, Kelvis Ochoa, Orishas y ese muchacho que canta como si fuera Frank Delgado. Todo fluye, el otoño ocurre afuera, donde no llega la algarabía. 

Entonces, en medio de la jornada te descubres ridículo y envejecido sosteniendo la fregona como pie de micrófono, vociferando junto a Polito Ibáñez su Diagnóstico de siglo y pensando si alguien le importa aún aquello de “la política eclosiona tu cerebro en espiral”. Los vecinos, allá ellos. 

¡Clásico!, por un momento, sucumbes a tu historia personal, a alguna tarde perdida del 93, o del 99, o del 2003, las fechas previas a lo que sabes, el antes y el después. Pero es solo un instante, otro mp3 ya suena en tu tan soñado y nunca mejor apreciado equipo SONY. 

Y hay que hacer de tripas corazón sobre todo porque recuerdas que están por aparecer Xiomara Laugart, las pistas del segundo Querido Pablo y tú sólo quieres música de fondo. Con todo lo que falta por hacer, la única que quisieras que tocara a tu puerta es aquella Teresa a la que le cantó el gran Arsenio Rodríguez. 

¿Buena Fé? ¿a esta hora? Tecla skip. Edesio Alejandro y Adriano Rodríguez, lo que faltaba para entrarle al baño con fuerza. Agotado, contemplas tu obra, casa presentable, la mujer puede quedarse orgullosa; las feministas, realizadas. 

La música sigue, la vida también, reflexionas mientras degustas tu merecido sándwich y los de Habana Abierta proponen los primeros acordes de aquella historia tan graciosa y dramática que se inicia con: se compró un pantalón, un perfume matador, era sábado...