lunes, enero 12, 2015

Una vida de perros


Quizás antes de surgiera el calificativo de “mejor amigo del hombre”, el perro ya había ocupado un lugar privilegiado en nuestra imaginación colectiva. Humanos y mascotas abundaban por doquier compartiendo el mismo espacio, de ahí que esa coexistencia evolucionara hasta nuestros días a lo que algunos exhiben como una relación demasiado cercana. Así lo creen quienes la observan desde la distancia, incapaces de comprender cómo es posible tanta química entre humanoides y cuadrúpedos.

Tal vez esa incomprensión se justifica por el miedo, por el hándicap sensorial y físico que marca distancias entre animales y personas. Mientras unos no admiten tales separaciones, hay otros que se la pasan creando fronteras imaginarias alrededor de sus cuerpos, una especie de expandible burbuja personal para repeler cualquier premonición de peligro. Y aunque quienes contemplan en el fondo desearían prodigarle a esas extrañas criaturas innumerables mimos y caricias, intuyen que hasta que no superen la barrera invisible del temor, solo pueden aspirar a mirarlos desde lejos, viendo cómo se revuelcan juguetones en la hierba o responden a las instrucciones precisas de sus amos.

Me cuento entre tales espectadores. Perros y yo nunca hemos hecho buenas migas, a pesar del esfuerzo -de mi parte, claro- por superar nuestras diferencias. Por ejemplo, cuando entre los animales y yo ha mediado la amistad de sus dueños, he tenido que meditar sobre cómo responder a la invitación a una visita a sus casas, a sabiendas de que, por muy interesante que resulte la conversación con mis amigos, estaré más atento a cómo se comporta el animal. Si alguien –ajeno a mi miedo y antecedentes- presta atención a la posible escena de seguro ignorará el verdadero significado de cada mirada entre el animal y yo, de cada reconocimiento mutuo.

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lunes, septiembre 29, 2014

Para una postal de Budapest

Hace muchos años, de regreso a casa tras una jornada de trabajo irrelevante y agotadora, por lo intrascendente, encontré al abrir la puerta, en el suelo, una postal con la imagen del Parlamento húngaro. Mi amiga Kathy, desde la distancia, había decidido compartir su admiración por la ciudad a la que había llegado de visita. Yo también estaba sorprendido, no solo por la belleza del edificio impreso en el recuadro de cartón, sino también porque a principios de los 2000, en Cuba, el servicio de correos parecía tan anacrónico que uno pensaba que ya no podían suceder hechos tan mundanos como esa acción simple, la de recibir postales. Creo que nunca pude agradecerle al cartero del barrio, su dedicación al oficio y su personal e incorruptible escala de valores.

Tal vez pensé, aquella noche, luego de leer el texto de la postal y reparar en los detalles de la fotografía, en el Budapest de mis memorias, aunque yo nunca hubiese puesto un pie en aquella ciudad. Sin embargo, para alguien acostumbrado al cosmopolitismo socialista de los 70s y 80s, mis recuerdos de Hungría eran solo referentes culturales: animados de los Estudios Pannonia, filmes de István Szabó  y unas cantas melodías representativas de la fiebre de música disco de ese país en las voces de Judith Szücs  y Newton Family. Por aquellos años estaba enamorado de Éva Csepregi, la cantante rubia de los Neotón. La había visto en algunos videoclips que transmitían a menudo y en algún que otro mini-recital dramatizado en el que ella aparecía interpretando sus melodías, mientras recorría calles y lugares de una ciudad que bien habría podido ser Budapest.

Siempre recuerdo que, para la representación del mundo socialista que nos llegaba al Caribe, Hungría aparecía como la versión más cercana a la idea del paraíso, al menos en la materialidad de ese edén imaginado. Los húngaros, a diferencia de los soviéticos, los polacos y los alemanes del este, al menos se vestían de modo poco convencional, con más color, más accesorios y aparentaban una actitud más liberal hacia la vida.

A mí me atraía además el idioma y su sonoridad tan peculiar y lo hubiera aprendido de haber tenido la oportunidad. Tal vez, en el futuro luminoso y lleno de opciones profesionales que en los 80s nos prometían en la isla, estaba la posibilidad de un viaje o una estancia prolongada tras la Cortina de Hierro, allí donde –gracias a nuestra ingenuidad y desinformación- “se vivía tan bien”.


Hace unas semanas, ferrocarril mediante, llegamos a la estación de Keleti, ese centro del nudo ferroviario que conecta a la capital húngara con el resto de Europa y, en otras épocas, con el mundo de las diferencias que se extendía Danubio arriba. Y aunque la primera impresión no resultó demasiado halagüeña, tampoco pareció activar en los recuerdos la más mínima coincidencia con un paisaje imaginado.

Quizás no haya un método eficaz para acercarse a una ciudad desconocida. No importa cuánta información previa uno pueda acumular, cuán capaz se sienta uno para amaestrar la imaginación con tal de concebir escenarios posibles. Nada te prepara para la experiencia de lo real, el contacto con las sensaciones que provoca un espacio. Sería pueril afirmar que Budapest posee una magia, el encantamiento propio de un enclave urbano con demasiada historia, pero cuando uno se topa con ese famoso paisaje a ambos lados de la ribera del Danubio, la vista puede que no de crédito y entonces uno acude a lo sobrenatural para explicársela.
Vista desde Pest


Viniendo de Viena y cansado de escuchar historias acerca de la grandeza y majestuosidad de la antigua capital imperial, cualquiera espera encontrar en Budapest a una ciudad menor. Sin embargo, las comparaciones no son posibles, a no ser las que afirmen, aún cuando escandalicen, que ante Buda y Pest, la capital austríaca se reduce a una villa de provincias, disminuida, tosca.

De historias y memorias particularmente incómodas

Cuando llegué, como es lógico, intenté encontrar mientras caminaba, algunas huellas del pasado más reciente, ese que se emparentaba con el de mi isla en aquella época de supuestos intereses comunes. Así lo han hecho otros compatriotas con anterioridad, como si se tratara de una tradición, como si nos identificara ese afán por descubrir semejanzas, aunque haya pasado el tiempo, aunque el trauma nacional de 1989 pertenezca a la historia. Sin embargo, de algún modo, precisamente por esas asociaciones traumáticas con las fechas, uno se siente tentado a pensar que todo sucedió el día anterior, y luego no entiende posibles actitudes de los locales que ante cualquier pregunta te responden como si el comunismo, así, con todas sus letras, es un período que se menciona sin que importe mucho para el día al día, porque al final, todo ocurrió hace tanto tiempo
Monumento a las víctimas de la invasión nazi de 1944

Puede que 25 años sea demasiado para dejar  huellas del pasado, de un modo de gobernar, de vivir. Lo cierto es que  si quedan rezagos, la mayoría, sobre todo los intangibles, han sido borrados por el incontenible ritmo de la vida cotidiana. Pues Budapest es una capital en marcha, donde –a pesar de cualquier crítica basada en prejuicios o estereotipos- y a pesar también de la mala publicidad que genera el actual primer ministro, hay un movimiento que demuestra el pulso vital de una ciudad. 

Memoria es una palabra peculiar en la Hungría de Viktor Orbánquien al parecer, heredó de la tan por él odiada Escuela Soviética, el gusto por las conmemoraciones y los monumentos. Y hay varios en las calles y avenidas de Budapest. Desde los que conmemoran la grandeza de la nación, como en la Plaza de los Héroes, hasta los que datan del Período Imperial y las revoluciones de los siglos XIX y XX. Algunos, sin embargo, han aparecido recientemente, erigidos a toda prisa, como si el país necesitara una nueva fecha histórica con urgencia.

Meses atrás se levantó en las inmediaciones del Parlamento, un grotesco complejo escultórico que ha suscitado más de una polémica y el rechazo de la intelectualidad húngara. Una estructura con columnas griegas se erige detrás de una estatua del arcángel Gabriel, que a la vez simboliza a Hungría en su papel de víctima ante una inminente invasión nazi. La Alemania del Tercer Reich está representada por un águila a punto de hundir sus garras en la figura inferior. Tal infantil proyecto, resulta tan falso como risible.

Sin embargo, más que la estética del conjunto, lo que le critican los intelectuales y familiares de las verdaderas víctimas, es que tal adefesio es uno de los más recientes intentos de re-escribir la historia que se le atribuyen a Orbán y sus seguidores. Frente al monumento, ahora vigilado por la policía, se ha acumulado el rechazo popular. Además de mensajes y notas explicando sus motivos, familiares y amigos han dejado objetos y réplicas de pertenencias de los cerca de 50 000 judíos que perecieron no sólo en campos de concentración, sino masacrados o ejecutados por militares húngaros.


La otra nostalgia


Tras recorrer la amplia muestra de recuerdos dejados frente al monumento, pensé que tal vez las referencias al pasado que encontraría estarían dominadas por esta narrativa oficial antisemita. Pero paseando por las calles del quinto distrito, nos topamos con la vitrina del Café Táskarádió Eszpresszó y en mi memoria se me fueron aclarando algunas imágenes de la tierra magyar que nos llegaron a la Cuba de los 70s y 80s. Este café, versión húngara de la Ostalgie alemana, está decorado con objetos y fotografías que ilustran la vida en la Hungría socialista y hasta forma parte de giras que pueden hacerse por la ciudad para turistas interesados.
Táskarádió Eszpresszó

De entre la variedad de animados que veía en la tele de mi infancia, siempre prefería las alocadas aventuras de Aladár Mézga, con su nave espacial inflable, ilusión colectiva de viajes al cosmos, cantaría Vanito. Cuando se lo comenté a una amiga húngara de Helena, antes de irse de vacaciones a la isla, se quedó muy sorprendida de que alguien en Cuba conociera a tal personaje de su niñez. En la mía y también procedente de Hungría, me persiguieron las imágenes y angustias de Juan el Paladín (János Vitéz), un legendario héroe magyar inmortalizado en animados psicodélicos. Sobre él esperaba encontrar más referencias en Budapest, ¡no por gusto hasta inspiró un poema de Sandor Petófi!, pero no hallé su imagen ni en las tiendas de souvenirs, ni en las de antigüedades.

Táskarádió Eszpresszó (interior)
Por Vitéz indagué con un amistoso vendedor de artesanías cerca de la Fortaleza del Pescador. También sorprendido de que conociera al héroe y la película de animados, me dijo –con pesar- que en estos tiempos ya a nadie le interesaban “esas cosas”. Ahora todo es norteamericano, me aclaró, no sin antes asegurarme de que tiene en su casa aún una copia en DVD del filme en dibujos animados, que muestra con frecuencia y orgullo a su hija pequeña. Ambos coincidimos en la calidad de la animación, que para la época se asemejaba más al Sergeant Pepper de los Beatles que a la representación ilustrada de un monumento literario.

Curioseando en otra de las tiendas cercanas, otra vendedora volvería a admirarse cuando descubrí entre sus mercancías, un pequeño cuadro de barro, donde se ilustraba otro personaje de mi niñez. Luego de preguntarme por mi origen y vanagloriarse de haber presenciado el que fuera tal vez el último concierto de Omara Portuondo en la ciudad, mientras envolvía cuidadosamente el cuadro que ilustraba al cuento del dragón Süsü, insistía en que le aclarase como era posible que conociera yo a semejante historia y protagonista. Lo compré más por la sorpresa, aunque desde el estante donde permanece ahora, me resulta demasiado familiar, como si hubiera estado entre mis pertenencias desde hacía mucho tiempo, el noble dragón que en el Krim 218 de mi niñez cantaba aquello de: oh dulce princesa, eres bella como una flor.

Sin embargo, no solo los re-encuentros con los recuerdos infantiles se sucedieron en este viaje. Justo el primer día, acabado de salir de la estación de Keleti, rumbo a nuestro apartamento rentado en la calle Dob del barrio judío, una Ikarus roja, como las de hace 25 años en La Habana, que apareció tan campante por la avenida, había sido el primer flashazo de una predecible retrospectiva. En Budapest son trolebuses, otra palabra sacada del diccionario de influencias soviéticas, y siguen rodando como si nada, entre una abundante flota de modernos Mercedes Benz y BMWs. En Cuba, parece que ya transcurrió todo un siglo desde que se extinguieron de las calles de la nación caribeña.


Epílogo

Dejamos el paisaje entrañable y prometimos volver. A pesar de las largas sesiones de caminata a un lado y otro del río, nunca alcanzan cuatro días para descubrir lo que ocultan todos los rincones.  Cuando llegó aquella postal del Parlamento, allá por el año 2001, me prometí escribir alguna historia centrada en la ciudad. Tenía en mi mesa de trabajo una versión de la entonces muy popular Enciclopedia Encarta, con su entrada sobre la capital húngara y sus lugares famosos. Algunas tardes de aburrimiento, todavía soñando con la posibilidad de un viaje, aunque ya no existieran fronteras o socialismo en la Europa continental, me pasaba horas jugando con las imágenes en 360 grados que mostraban retazos de Budapest. Moviendo el cursor muy lentamente, era posible llegar a admirar los detalles de aquellas vistas panorámicas, definidas con lujo de detalles en la pantalla de mi computadora.

Yo, con el tiempo, creí haberme aprendido todos los pormenores de aquellas vistas, como para nunca perderme en el supuesto de que algún día fuera a parar a aquella ciudad maravillosa. Sin embargo, cuando este septiembre visité sus calles y palacios, recorrí avenidas y explanadas a la vera del río, no pude reconocer en las vistas reales, ninguno de aquellos paisajes de recorridos virtuales con movimientos panorámicos en las fotos de la Encarta.

Ah, la memoria, pensé cuando el tren de regreso a Viena, hizo la primera parada en los límites urbanos de la ciudad, poco tiempo después de cruzar uno de esos impresionantes puentes sobre el Danubio.

jueves, junio 19, 2014

Por otros veinte años


Aula Magna, Universidad de La Habana
Hace veinte años estoy en La Habana, en una ocasión que en ningún momento me parece definitoria, aunque simule estar cargada de significados y relevancias, como todo un manifiesto. Sé que la voy a tomar sin mucho dramatismo, como si me pareciera banal y cotidiana. Hasta la puedo sentir, se trata de un acto más bien mortificante, como esta propensión personal a la transpiración exagerada, en una tarde de julio, a esta hora en la que a algún fanático del aire acondicionado se le ha ocurrido oficializar como la más propicia para una graduación universitaria. Sin embargo, yo continúo en la negación, en la desconfianza ante lo que antaño parecía definitivo. ¿Acaso no es esa la mejor conclusión atribuible al acontecer de los últimos cinco años?

Me canso en La Habana de 1994 que comienza a sonar masivamente a timba, aunque por momentos se escuchen también, como en nuestro ya antiguo piso de F y 3ra, melodías de Joaquín Sabina, tras su viaje reciente a la isla y presentación en el Karl Marx, que lo han tornado omnipresente y conocido, súmmum de la creatividad. Y yo me lo perdí, como dejé pasar las experiencias de los dos meses transcurridos desde de que abandoné la capital para una larga temporada de descanso en Santa Clara. Allá las distancias son menores y las carencias se dirimen en familia, en la casa pequeña y malhecha que todavía va a resistir dos ¿o tres? huracanes de gran intensidad. Solo sabía que debía dejar el panorama habanero, las tardes de incertidumbre y paseos de La Rampa al Chaplin para consolarnos ante la recreación grandiosa de algún contexto poco familiar, de la mano de un Antonioni, un Bergman, un Fellini, un Chabrol o el más tierno Ettore Scola. La Habana de entonces se identificaba con caminatas, un ir de aquí para allá en la finita y protectora geografía del Vedado. Más allá solo asomaba el horizonte sinónimo de más cansancio, la imposibilidad de un previsible retorno, porque a determinada hora los escasos vehículos que rodaban por las calles podían desparecer, o esas mismas calles podían perder sus contornos, luego de que las pocas farolas que alumbraban las fronteras del espacio se apagaran inesperadamente.

No es nostalgia, me convenzo en esa tarde del 94, subiendo por H en dirección a La Colina, inspeccionando la acera para descartar los tramos con la menor porción de sombra. Y ya mi camisa de estreno amenaza con pegarse a la espalda, primer síntoma del desconsuelo que precede al tedio. Es eso, el puro agotamiento ante la ocasión que completa el lustro de mi historia íntima de amor-odio con la ciudad. Al final ella es solamente un espacio exagerado por las vivencias, los amigos y la casualidad que no existe fuera de esas referencias personales. Caramba, ¿por qué no habríamos coincidido en otro punto urbano del planeta? ¿París, Buenos Aires...? hasta Leningrado, vaya, aunque en ese año ya no se le llame así, con esa aparentemente superada nomenclatura. No es nostalgia, repito, las memorias solo pueden evocarse desde lo pacífico-apacible, no desde el cansancio.

Y yo sigo agotado, aunque indeciso entre sentarme a descansar en algún banco de los del Parque de 21, pues puede que por allí ronde el fantasma de alguna conversación pendiente y quedaron amigos de los que no pude despedirme cara a cara, por nada, por agotamiento, por no creer en la solemnidad. Igual nos vamos a reencontrar; no ese año, no el siguiente, sino en diciembre del 95 en Festival de Cine, en el inicio de las desapariciones. Será como una fotografía colectiva en la que, como en un collage pop-art, ciertas figuras se reducirán a siluetas coloreadas de blanco, señalando así las ausencias. Y yo, todavía incrédulo, volveré para las próximas tres ediciones hasta que el desánimo se convierta en total aburrimiento y entonces regresar al Festival carezca de sentido, ni siquiera quedarán los faranduleros habituales.

Pero todavía es el incipiente verano del 94 y la acción de recoger, ¡en el Aula Magna!, un título enrollado ha bastado para superar nuevamente esa llamada Autopista que acelera –dicen- el trayecto entre el centro del país y la capital. Y allá voy, transpirando, incapaz de recordar, sin ninguna expectativa por el futuro. No obstante, me va a ser difícil digerir las noticias del próximo mes, esas de compatriotas también sudorosos, amnésicos y desesperados que se lanzarán al mar. Pero las imágenes que acompañarán tales sucesos no las veré hasta años después en un documental español nominado a un Oscar, así que ahora tampoco tiene sentido evocarlas.

Paso por la Facultad de Biología con el único anhelo de que amaine el calor. A esta hora estaría tumbado en el piso de la sala de mi casa, adormecido por la brisa que envuelve a mi barrio también decepcionado, avergonzado por tanta degradación visible tras los años críticos.  Él, que en los años 80 se tenía como emprendedor y futurista, ahora tiembla de pudor cuando alcanza a escuchar que lo caracterizan como semi-marginal. Es lo que yo digo: crisis total de representación, modelo aspiracional de sociedad en franca contraposición con la realidad, aunque claro, en el 94, en las cercanías del Aula Magna, casi nadie habla en esos términos, si acaso alguien aludirá a "La Simulación", como si se tratara de una certeza colectiva.

Es solo un grupo, dirían en aquella época y dirán en el futuro, para tratar de restarle importancia y hasta a mí, que trato de disminuir la relevancia del acto en sí, me desconcierta mi esfuerzo por terminar de una vez con este capítulo personal. Aunque es difícil, sobre todo por ese arrogante sentimiento juvenil de aspirar a la trascendencia. “Ninguna expectativa, nada de intentar cambiar las cosas”, me ha aconsejado un amigo ante la proximidad de septiembre, ese comienzo señalado de lo laboral. Sin embargo, previo al paseo ceremonial alguien nos ha reunido frente al recinto y escuchamos a una colega –entonces condiscípula- leer un texto emancipador y animista. Respiro, en medio del cansancio, voy a registrar ese momento como primordial. Luego entraré, esperaré mi turno y recogeré mi título de manos –menos mal- de una de las profesoras más éticas y consecuentes de todo el claustro. Alguien tira fotos. Aparezco en un grupo de los que se forman espontáneamente en ocasiones como esa, aunque no me reconoceré hasta una década después, cuando la fotografía aparezca, reducida en formato digital, en la pantalla de una computadora del Graduate Centre de la Universidad de Cardiff.

Tampoco en 1994 habré escuchado de la capital galesa o de la posibilidad de viajar y establecerme fuera de nuestra isla del Caribe. Lo segundo creo haberlo debatido con otros más decididos a tal empresa, en algunas tardes de Facultad, justo meses antes de ese julio, cuando todos andan en los trajines de escribir sus tesis de grado y las conversaciones son esporádicas, casi tanto como las de esa tarde del 94 cuando algunos hemos comenzado lentamente a despedirnos. Sin embargo, no son despedidas clásicas, sino más bien señales que marcan el fin de un hasta ahora espacio común. La mayoría nos reencontraremos pronto en ocasionales viajes a aburridos “eventos del sector”; otros nos escribiremos cartas, otros usaremos el teléfono hasta que la Revolución Digital, con su habitual atraso en el terreno insular, desbarate la rutina de la distancia y nos acerque, próximos ya a la primera década tras ese julio de 1994 en el cual, casi por milagro, he dejado misteriosamente de sudar.

Ha terminado la ceremonia y como si se tratara de una profecía del por entonces también célebre Nostradamus, nos hemos dispersado. Yo regreso a un trayecto conocido: de la casa de Tía Lola en Línea y D a recorrer la distancia desde allí a la consabida Terminal de Ómnibus. Más de 260 kilómetros después estaré dispuesto por fin a descansar. El futuro podrá esperar, máxime cuando en el próximo mes los acontecimientos nacionales despojarán a esa palabra de toda referencia a una mejoría. Tal parece que después de 1994 solo existirá el pasado, ya sea como contexto para las memorias o como espacio para la reinvención constante. Llegará el 2000, nuestro umbral generacional y hasta puede que nos sintamos totalmente engañados y aunque ya ni importe, algunos se preguntarán por el destino de aquellas promesas colectivas asociadas con la fecha. Lo único cierto es que vendrá otro julio caluroso, otro mes que se resumirá para mí en transpiración y cortas estancias fuera del aire acondicionado. El título de Licenciado en Periodismo, desenrollado y frágil, permanecerá en una gaveta hasta que lo requieran diez años más tarde para otro trámite oficial del otro lado del Atlántico.

martes, febrero 25, 2014

La memoria afilada

( Kitchen knives' store Kappa-Bashi Kamata Hakensha
at Kappabashi-dori, Matsugaya, Taito,
)
Abuela María pronunciaba siempre una frase intimidatoria cada vez que, de pequeños, nos acercábamos demasiado a los cuchillos. “El Diablo anda suelto”, decía, para que uno asociara inmediatamente la cercanía de los objetos con la presencia espeluznante de Satán. Aunque a decir verdad, nadie me había alertado mucho sobre tal ser todopoderoso al que debía temer, o sobre cuáles eran sus características o las horas más propicias para sus apariciones.

Eso sí, desde la corta distancia que abarcaba el campo visual, todavía con minúsculos pedazos de cáscaras de plátanos, láminas de cebolla o ensangrentados en las ocasiones cuando aun repartían la carne de la cuota, los cuchillos mantenían una aureola de misterio y fascinación. Tal vez por la reacción que provocaban en los mayores cuando uno los tomaba por el mango y los alzaba con un ademán de curiosidad, en un breve e ingenuo acercamiento a las potencialidades del poder.

La fascinación venía también de la variedad de armas blancas que ilustraban el Pequeño Larousse, cuya edición a finales de los 70 fue tan popular entre los escolares cubanos. Junto a dibujos conocidos como los de la espada y el puñal, aparecían otros tan exóticos como el alfanje y el yatagán. Además, en los espacios televisivos de finales de aquella época, series tan populares como "La máscara roja", "Enrique de Lagardere", "El prisionero de Zenda", "El hombre de la máscara de hierro", "El halcón" y "El águila", las armas blancas, verdaderas y de atrezzo, adquirían un rol casi protagónico en innumerables escenas de combates y trifulcas.

Los artefactos filosos ocuparon gran parte de los cuentos que escuché en la escuela primaria, gracias a la fértil imaginación de un compañero a quien todos llamábamos Toñito. Su padre (¿o era su tío?) cumplía condena en alguna prisión del centro de la isla. Nuestro precoz narrador poseía un amplio repertorio de historias en las que siempre aparecía un “pérfido cortante”, ya fuera un punzón o una trabajada cuchara de aluminio que tras rasparse repetidamente contra la mampostería, adquiría el filo necesario para herir la piel humana.
(c) Pinterest

En el ámbito doméstico, los cuchillos de cocina, lo más semejante a las sanguinarias armas de la TV, distaban mucho de ser objetos decorativos. Aquellos hogares que lograron acaparar los mejores utensilios producidos en los 50 y quizás antes del 68, tal vez podían darse el lujo de contar con herramientas vistosas. Sin embargo, una gran parte de los cubanos, teníamos que lidiar con instrumentos salidos de la siempre inagotable inventiva criolla, que al final cumplían su función elemental del corte, pero que no garantizaban un amplio catálogo operacional.

Quizá por eso en casa envidiaban la colección de Pepe, el casillero. Sus verdaderos portentos de hoja afilada y brillante tasajeaban lo mismo el filete que la piltrafa y hasta los cartílagos más resistentes, sin mencionar que, accionados por el potente brazo de su dueño, tampoco creían mucho en la consistencia de los huesos e igual los cercenaban como el serrucho a la madera. Los cuchillos de casa, además de padecer una evidente crisis de identidad (no sabrían definirse como cuchillos o mini-machetes), sobresalían por su confección tosca, por el oscuro material de la hoja carente de letreros a lo Stainless Steel, garantía de calidad, y por el cabo rústico de madera, ajustado por remaches también criollos.

Con todo este preámbulo, no hay que sorprenderse de que mi madre, por ejemplo, celebrara los cuchillos de Marina (la esposa de mi primo), en especial uno de hoja fina y cabo blanco, comprado en algún establecimiento de Frunze, en la antigua RSS de Kirguizia. Aquella maravilla de las últimas producciones del campo socialista, garantizaba el éxito en cualquier cocina. Por eso cuando en 1990, Marina visitó por última vez su tierra natal, mamá solo le pidió que le trajera de regalo un cuchillo tan eficiente como aquel. Ambas, por un momento, puede que por la poca experiencia en viajes de avión, olvidaron las estrictas normas del equipaje para vuelos transatlánticos que impedían el transporte de armas blancas. Y tal regalo nunca llegó a materializarse, también debido a cierta superstición del Asia Central donde viajar con semejantes instrumentos presagiaba mala suerte.

En los inicios de las Shoppings, cuando aparecieron productos de dudosa calidad otrora extinguidos y los nacionales vivimos brevemente la ilusión de una oferta variada, descubrí en una limitada sección de ferretería, un juego de cuchillos. Empaquetados en una caja transparente y dispuestos como si se tratara de un juguete para niños, me llamaron la atención. Decidí entonces invertir parte de mi salario, como aún hoy hacen muchos compatriotas, en llevarme una de aquellas cajas con 5 utensilios cortantes, dignos de todo un chef, según se leía en algún lugar del envoltorio, no lejos del Made in China.


Sin embargo, aquellos relucientes y dolarizados implementos no duraron mucho. El mismo día de su estreno, mi hermano se apareció con unas tilapias recién compradas al pescador del barrio y escogió, para filetearlas, uno de los cuchillos de la caja, el de hoja cuadrada y ancha, tan familiar en los restaurantes asiáticos. Bastaron dos o tres golpes contundentes para que cabo y hoja se despegaran como si nunca hubieran formado parte de una sola herramienta. Igual o peor suerte corrieron los demás integrantes del conjunto que previamente algún empleado del Ministerio de Comercio Interior de Cuba había valorado en 5 CUC.

En Londres, vigilantes desde los anaqueles de los supermercados o en las súper ordenadas tiendas de cocina, la diversidad de cuchillos pone a prueba cualquier amplia colección de memorias sobre similares implementos originados en la isla en los años 70. Como en todos los destinos en los que la variedad se valora y tasa, los hay para innumerables usos y operaciones de corte y troceado. Por desgracia, muchos terminan en los bolsillos de adolescentes pandilleros y sirven para zanjar las más estúpidas discusiones en esos barrios donde los inadaptados se pelean por nimiedades y distorsionan los significados de lealtad, orgullo y valor. Y aunque hoy abundan restricciones para la venta, del mismo modo que para el expendio de alcohol, a cada rato aparecen noticias sobre jóvenes apuñalados, narradas con tantos detalles que convencerían a mi abuela de la imposibilidad eterna para volver a apresar al Diablo.

Caminando por las calles de Viena, me he topado con vidrieras de tiendas especializadas en cuchillos. Allí, a la vista de turistas y locales, se exhiben desde profesionales utensilios de cocinas, navajas suizas o de marcas no tan populares, hasta curiosos ejemplares cortantes, especiales para la caza o la pesca. Mi primera reacción siempre es de sorpresa, aunque por unos breves momentos vuelva con curiosidad infantil a los oxidados cuchillos de mi infancia. Sin embargo, basta una inspección más detallada a las muestras en exhibición para comprobar que la variedad es más un alarde exhibicionista que un signo de cuántas ventas se logran. En muchas de las piezas a la vista sobresale el polvo acumulado por los años que llevan colgadas, observando la vida que se mueve del otro lado del cristal en la antigua capital del Imperio Austro-Húngaro.



Otra inspección rápida a estos escaparates de cristal y una investigación no menos breve, bastan para comprobar la antigüedad de los productos en muestra. Algunas marcas ya se fabricaban desde el siglo XIX. De modo que siempre pienso, tal vez con la misma aprehensión antigua acerca de la posibilidad de un demonio al acecho, que en los años 70 los niños austríacos tendrían una relación diferente con los cuchillos.

sábado, diciembre 21, 2013

Aquellos parques del Vedado

A inicios de los 90, el mundo se reducía a las calles y casas del Vedado. Pero la atracción del barrio no se debía únicamente a la limpieza del entorno, los árboles “de boliches verdes”, como decía Carlos Varela, o la aparente tranquilidad que envolvía a aquellas villas y palacetes, casi siempre sedes de embajadas o residencias diplomáticas.

En realidad, apenas nos movíamos fuera de un trayecto conocido: Fy3ra-Facultad-Biblioteca Central o Nacional, durante la semana o paseos a todo lo largo de Línea, G o 23, rumbo a las tandas de Cinemateca en el cine La Rampa. Para aventurarse hacia lo desconocido hacía falta una motivación enorme. Eran los años del escasísimo transporte público, de los ruteros y el incipiente camello. Alamar, La Lisa, Regla eran viajes que se nos antojaban imposibles. Cuando escuchábamos los relatos de condiscípulos que habitaban esas y otras zonas tan alejadas de nuestro centro habanero, sitios como Santa Fe o Cojímar, que se atrevían a diario a viajes de ida y regreso hacia tales destino, me sentía con deseos de llamarlos héroes.

Nunca, pensaba yo, podría aspirar a tal heroicidad. En la lucha diaria contra la desidia y el peso enorme de la incertidumbre, desnutridos como estábamos, el agotamiento no era una reacción lógica del cuerpo a los estímulos exteriores, sino más bien un efecto secundario. Se trataba de una condición permanente, como si uno siempre estuviera cansado. Por eso los parques del Vedado, con sus bancos desolados y sus árboles todavía verdes, aparecían como el mejor sitio para el descanso. Allí llegábamos tras largas sesiones de caminata que serían impensables en la década anterior, pues todavía existían rutas de guaguas para tales trayectos cortos que se extinguirían en los años siguientes.
(c) Somos Jóvenes
De todos los espacios verdes prefería el de 21 y H. A pesar de la cercanía con calles bulliciosas, repletas de transeúntes, en la manzana que cubría el parque siempre reinaba la tranquilidad. Así lo preferíamos también muchos colegas de la Facultad de G y 23, las veces en que faltaba algún profesor o en las tardes después de clases.

En los bancos del parque tuvimos conversaciones memorables sobre literatura, cine, actitudes necesarias para la supervivencia, estrategias para escapar de la banalidad o posibilidades de reclamar el futuro. A veces pensaba que nos movíamos dentro de burbujas, como un método personal para evitar el colapso. Parecía que con las escaseces la gente perdía a diario las esperanzas, en un agotador proceso que erosionaba lentamente la hasta ese momento salvadora colectividad, aunque el discurso oficial se afanaba en rescatarla, apelando a simples mensajes televisivos que equiparaban patria con familia.

Sin embargo, cuando uno entraba en las inmediaciones del parque de 21 y H, la burbuja personal cedía ante la proximidad de un espacio protegido. Al menos así lo entendíamos unos pocos, tal vez porque los encuentros allí nunca terminaron en experiencias desagradables. Afuera la ciudad y sus habitantes se desesperaban, se desvanecían gradualmente o de un golpe con la fatalidad de un derrumbe. Algunos parques también desaparecían cuando sus bancos perdían los travesaños de madera o sus asientos de mármol o concreto.

El de 21 y H sobrevivió a los desastres cotidianos y a la contagiosa propensión de lo demás en convertirse en ruinas. Yo dejé La Habana a inicios del verano de 1994, unos meses antes del Maleconazo. Volví un año después y repetí en los siguientes diciembres con motivo del Festival de Cine hasta que desistí. Cada visita al evento habanero se podía traducir como la dolorosa evidencia de que la ciudad iba perdiendo, primero los rostros entrañables y luego, los conocidos. Hasta las caras habituales de la farándula cinematográfica habanera cambiaban de un año a otro.

Volví al parque en el verano del 2001. Allí, en uno de aquellos bancos, me encontré con mi amiga Katherine luego de siete años sin vernos. Terminamos en el parque casi por accidente, tras una caminata desde su antiguo apartamento de solar en Cayo Hueso hasta los paisajes antaño frecuentados cerca de la Facultad. Ella ahora vivía en Suiza y desde nuestra graduación no habíamos tenido oportunidad de vernos cara a cara. Un banco de aquellos sirvió para descansar y continuar con nuestro diálogo de ponernos al día.

En medio de la conversación, se nos aproximó un hombre de mediana edad, en el que ni siquiera habíamos reparado. Por un instante supuse que nos pediría algo, aunque mi amiga distaba de la pretendida clásica imagen de alguien llegado “de afuera”. Sin embargo, cuando llegó junto a nosotros solo admitió haber estado espiándonos desde la esquina. “Yo vengo todos los días a esta hora a sentarme en ese banco, pero al verlos a ustedes conversar con tanto entusiasmo, se los voy a dejar hoy”. 

Cuando pienso en aquella tarde, post-desastre, estoy seguro de que nunca le agradecimos lo suficiente. Luego yo abandoné la isla, regresé ocho años después, pero apenas estuve unas horas en La Habana antes de tomar el avión de vuelta a Londres. En junio del 2012 hacía mucho calor y de haber tenido tiempo, la sombra de los árboles de 21 y H tal vez habría ayudado a sopesar las fatigas del regreso, la inclemencia solar del trópico. De cualquier modo hoy ya sé que esa manzana en medio del Vedado, como toda la zona que conforman las fronteras de la mayor isla del Caribe, solo existe en mi memoria.

sábado, abril 20, 2013

The untold stories of food and nutrition in Cuba’s Special Period


(c) Conexion Cubana
Poverty food diet was one of the phrases used to highlight the results of a study recently published in the British Medical Journal (BMJ), which detailed how Cubans shed an average of 5.5 Kg in weight during five years and allegedly became healthier. Participants from the central-southern city of Cienfuegos were sampled and monitored during a period when they ate less meat, walked and cycled everywhere and as a result rates of cardiovascular disease and diabetes were lowered. To the West and Britain, such achievements look like a model to be imitated.

The five years of results coincided with the economic crisis of the early 1990s, labelled “A Special Period in Peacetime” by the Cuban government. As the study was also commented on and celebrated in the British and Spanish press, Cubans on the island and its diaspora turned to the social media to vent their anger and disbelief. Many questioned the findings, but others just could not comprehend how the difficulties of an imposed lifestyle could be taken as a recipe for health improvement.

Some friends seized the controversial moment to post old pictures from 1993-1994, the acutest years of the Special Period. Just looking at those elongated faces, pale and hollow, seems enough to evoke the painful memories of those long months. For many of my former colleagues at the University of Havana, their photos hardly document a healthy period. “Are you ill?” was a recurrent question many were confronted with during the weeks they were forced to train as soldiers, as if they had been drafted into the army. University students in Cuba had to serve in military units before graduation as part of their preparation to defend the homeland in the event of an American invasion, which after the collapse of East-European socialism was always “imminent”.

Based on the BMJ study, it would not be only extremely sarcastic but also downright cruel to affirm that my colleagues had never been healthier than in those days. Of course they experienced hunger, as the rest of the population, but owing to a national dictum of self-determination, many hoped for the best and buried their personal accounts of malnourishment.

Then, years later, food production was slowly recovering and stories about the Special Period gave way to those illustrating the increasing contrasts of post-soviet Cuba. My colleagues, like many young educated nationals, fled the country and ended up in the most unimaginable corners of the globe, where food was abundant and varied, and health choices did not depend upon an overbearing nanny state. Food recollections were left for sporadic reunions when the difficult years were remembered briefly as a validation for solidarity or friendship.

On a hot humid afternoon in May 1994, while sipping a drink made out of vanilla extract, my friend Martha summarised, in a prophetic manner, the future of our memory of those days. “Can you imagine”, uttered the dejected twenty year-old journalism student, “that we would have to call each other to verify our anecdotes of this period, because nobody is going to believe us!” And she was right. Not many people know that the stories of food scarcity in Cuba are not just a consequence of how little it was reported in the global press. It is also because we did not tell those stories. As though there was a sort of embarrassment attached to the act of remembering that had more to do with private attitudes rather than with the state’s responsibility, Cubans suppressed those shameful memories.

In the summer of 1994 there were riots in El Malecon that prompted the Balseros crisis and 125, 000 famished Cubans left the island. Even in those difficult days of hot confrontation and macho-imbued revolutionary rhetoric, some thought that emigration would have a positive effect in the distribution system and that those who remained would be rewarded with increased rations.

There had not been many stories about food scarcity in the official press, (the only one available) during the Special Period. Following the traditional dissemination of positive images instead of those reflecting the harsh reality, Cuban news programmes showed endless reports of food production, record-breaking farmers who took enormous pride in being portrayed as heroes rescuing almost extinguished food and vegetables. A popular joke at the time suggested going shopping on the 8 o’clock news, because that was the only place where groceries could be seen.

Cubans had not been used to seeing themselves as hungry or poor. Those who had lived through the 1980s, a decade of relative prosperity if compared with the previous ones, were accustomed to associate pictures of starvation with the faraway lands of the Horn of Africa. Few compared themselves with images seen in philanthropic video-clips such as We Are theWorld. It seemed an impossible task, especially because after exhausting the work hours securing foodstuff, when gathered in front of the TV set, those in the privileged neighbourhoods with electricity, refused to watch more suffering on their screens. Cubans preferred the exuberant settings shown in the Brazilian soap operas, where emotional conflicts appeared more important than their daily struggle for food.

Hope came to every house in the long saga depicting the divided social worlds of Rio de Janeiro. Nothing gave more optimism than the social-climbing pursuits of Maria de Fatima, aiming to penetrate the upper echelons of a highly competitive super rich Carioca clan. Even the famously long prime time TV speeches of Fidel Castro were watched not because they would bring relief, but in the hope that, if shorter than three hours, they would show the corresponding episode of Vale Todo. Then, for about 45 minutes, the day’s problems could be forgotten.

Such escapism was preferred to having to visualize how everybody was losing weight and becoming obsessed with the recipes of the past, which were impossible to replicate due to the lack of the main ingredients. Aiming perhaps, at contrasting the success of foreign productions, Cuban dramatist were called to compete with stories of the present, but national telenovelas, such as Retablo Personal, were never very popular during those years. TV viewers simply refused to revisit their daily misery.

Food, or the lack thereof, seemed to occupy every corner in people’s mind. There were the perennial jokes about the lost dishes of Cuban cuisine, in which the national inventiveness had turned restaurants into museums. The metaphor appeared valid since food could only be found in people’s memory. The future was being turn into a collective plot for a horror movie. Rumours flourished, coupled with everyone’s ability to put on a brave face. In power circles they talked about “option zero”, supposedly the point of no return, when the struggling distribution system would have totally collapsed and meals would have to be prepared in giant communal pots in the streets. To complicate the picture, unheard-of ailments spread all over the island. An epidemic with clinical manifestations of optic and peripheral neuropathy affected more than 50, 000 people. Doctors cited an acute nutritional deficiency among its causes.

The authorities grew desperate. The obsolete centralised distribution system had been conceived for better times, as if the small Caribbean nation were an oil-rich Gulf state. With increasing fuel shortages, big cities reduced their public transport and those depending on agricultural imports were hit the hardest. Certainly, as the professional in the BMJ argued, Cubans had to opt for more eco-friendly means of transportation and a fleet of Chinese bicycles suddenly invaded the country, but Cubans lacked the ability of their Asian counterparts to utilise their bikes on a par with a lorry.

Uncertainty and despair were the predominant moods, some would say, but Cubans excelled at being creative. Food inventions were passed on like family recipes. Some were tested in the safe environment of the house kitchen, where mothers and grandmothers could validate that they were edible. That is why we had picadillo (mincemeat) made out of plantain peels, potato pizzas and fried eggs in hot water, instead of with oil. No wonder the fat intake was also reduced as the BMJ refers.

The selling of food was still illegal in the early 1990s, but adventurous street vendors managed to make a living (risking going to jail) where food was even scarcer and “scarier”. Some were caught and we learned about their inventions through notes printed in the daily Granma. There we read about a woman in Havana who used old rag mops as the main filling for her croquetas. Food substitutes as such had never entered Nitza Villapol’s imagination. By that time, the well-known Cuban food guru and TV cook had seen her show axed after more than thirty years on air. Her book Cooking in One Minute was the closest to a food bible on the Caribbean island and through its pages, especially in the reprints of the 1980s, food enthusiasts learned how to substitute ingredients in her recipes if the main ones were not available.

Granma, the main organ of Cuba’s Communist Party refused to inform us about food changes and innovations, but we could always turn to the creative country’s intelligentsia as a further reassurance of not being disappointed. Many writers filled the gap left by the official media in narrating the national history of hunger. Short stories published in cultural publications that sadly not everyone read, featured descriptions about reduced portions and long-lost desserts.

Foraging for food remained a gruelling task throughout the early 1990s and few Cubans, for example, felt the need to leave home, get on a bicycle and attend a theatre play or go to the cinema. Those who stoically maintained their cultural habits were surprised to find that food scarcity had inspired interesting pieces that could be revealingly abstract (Marianela Boan’s Fast Food) or disturbingly honest (Alberto Pedro’s Manteca). Audiences were exposed to an aesthetic of food shortage, which wanted to delve deeper and show perhaps how dehumanizing the lack of food and the increasing loss of commensality had turned everybody into a skeletal version of themselves. However, Cubans persisted in denying that vision and like, in other difficult times of the island’s history, many preferred to listen to music and dance. Timba orchestras had exploded and the salsa-dancing frenzy enabled my fellow-compatriots to burn their meagre reservoir of calories dancing to tunes with plain lyrics like Picadillo de Soya (soy mince), one of the hits of NG La Banda in its heyday.

In early 1994 the Cuban government imposed several “pro-capitalist” measures aiming to fix the country’s ailing economy. Cubans were allowed to set up small independent venues to sell food or to convert rooms in their houses into small restaurants. They were called paladares, in reference to the most followed Brazilian soap during the most “special” days of the Period. The government also legalised the possession of hard currency and gambled its future on foreign investors and joint ventures. International tourism was another priority and dozens of big 5-star hotels sprung up on the island’s coastline.

Tourists were lured in with the promise of a crumbling colonial splendour, pristine beaches and friendly hosts, but holiday brochures mentioned little about food. The booming tourist economy attracted many Cuban professionals who saw in the newly built hotels and bungalows another chance to escape their dilapidated surroundings. Tales about food imports to supply the tourist industry justified more than one career change. Then there were chambermaids who previously had worked as teachers; porters, who had been university professors and even doctors who seemed happier as taxi drivers. After many years of limited provisions, their families could experience again the joys of a full fridge and a kitchen table groaning with treats.

Hotel building rates were amazingly fast, but not everybody could be hired to work in the tourist sector. Cuban nationals were not allowed to rent a room or visit the areas limited to international visitors. The island’s main touristic hotspot, Varadero beach, was often referred as “another country” in the popular imaginary. For the rest of the population, paladares were the preferred place to sample forgotten dishes and snacks, since the state-owned cafeterias could hardly compete with the private food stalls.

When the authorities realised that vendors profited from food sales, they imposed heavy taxes and sent health inspectors to charge huge fines if the food preparation appeared to be compromised. Food poisoning cases were talked about, vox populi, because newspapers and the official media only reported extreme cases. In one of the most tragic, fourteen people died in 1999 in Manguito, Matanzas, after eating fritters mixed with a fertilizer powder mistakenly bought as flour by the paladar owner, who also ended up as a casualty. Dozens of other people were treated with symptoms of food poisoning, prompting a health scare and lots of other rumours about the possible fatal ingredient used. It was never identified in the national press; however, later that year Fidel Castro chaired a meeting with Cuban journalists and briefly mentioned “off-the-record” the case and the culprit. Such news never made it into print.

At that time visitors came in droves, staying at “luxurious” resorts separated from the difficulties of everyday life Cubans were still enduring. The Special Period had entered its first decade and there were not any official acknowledgement of such a milestone. Food was still difficult to secure for Cubans, but there was a kind of collective agreement in that the harshest days of the crisis belonged in the past. It must have been puzzling for tourists who ventured on a “budget” vacation to Cuba, to sample what locales ate.

They probably had read the tourist guide to get acquainted with social codes and customs, but after landing, the majority must have realised that the country remained a challenge. But now they could stay with a Cuban family in a casa particular, breakfast included. What they ignored was that their menus had been carefully revised to suit their tastes as some hosts could take offence if visitors rejected “Cuban food”. Tourists may had come looking for “Caribbean” similarities: spices, jerk chicken, callaloo, varieties of fish dishes, so it must had been a shock to realise that none of those foodstuffs were consumed in the larger island of the Greater Antilles.

These days some foodstuffs are easier to get on the island, provided that one can afford them. Many Cubans do not look as emaciated as their 1993 compatriots and perhaps they have come to realise that excessive body fat does not correspond to a healthy lifestyle. Two decades have passed since the authorities declared the Special Period. It seems an awful lot of time for some, especially for the millions of Cubans who have survived it and changed their attitudes to nutrition in the process, through an excruciating and delayed learning curve.