viernes, julio 01, 2016
Repetirán elecciones presidenciales en Austria.
Luego de que los perdedores del FPÖ se quejaran de irregularidades en el conteo de votos y de elevar la queja a la Corte Constitucional de Austria, esta determinó anular el resultado de las elecciones. Se convocarán nuevamente en septiembre 2016. El post debajo se escribió cuando se dieron los resultados de la segunda vuelta electoral.
jueves, mayo 26, 2016
Elecciones presidenciales en Austria: 48 horas en vilo.
(c)Der Standard.at |
Austria tiene un nuevo presidente, Alexander Van der Bellen, un economista de 72 años, exprofesor universitario, un
candidato independiente que se presentó a las votaciones con el apoyo del
Partido Verde. Su ascenso al cargo en el histórico Palacio Imperial de Hofburg pasará a
las historia como el colofón de unas elecciones que han removido la política
local y puesto al país centroeuropeo en el centro de las inquietudes de quienes
temen a los extremismos de derecha.
La convocatoria a las presidenciales programada para
abril 2016 no pudo haber llegado en un momento más conflictivo, en un mundo
globalizado donde temas como el islamismo radical, la crisis económica y el
auge de la agrupaciones populistas de ambos extremos del espectro político marcan el panorama en varias
regiones. Esta pequeña nación de 8 millones de habitantes, cuna de antiguos
imperios, había visto afectada su parsimonia habitual en el verano del 2015,
con el paso de decenas de refugiados procedentes de Siria y otras áreas de conflicto.
La conmoción, unida a la lentitud mostrada
por la coalición de partidos en el gobierno, fue hábilmente aprovechada por el
llamado Partido de la Libertad de Austria (FPÖ) para montar una campaña que
llevó a su candidato a la presidencia a encabezar la primera vuelta de las elecciones con el 35 % de los votos. Tras él quedó el actual
presidente electo, luego otra independiente, la jueza Irmgard Griss, y detrás de esta, sin ninguna esperanza ya de continuar aspirando al cargo, los
representantes de los partidos de la actual coalición, los mismos que han
dominado la política austríaca durante los últimos cincuenta años.
Aupado por su posición líder, Norbert Hofer,
el autodenominado rostro más amable de la formación ultraderechista del FPÖ, se
situó entonces a la cabeza de las encuestas para la segunda ronda. Ante la
posibilidad de que alcanzara finalmente el triunfo y ganara, según estipula la
constitución, el derecho a disolver el Consejo Nacional del Parlamento, los
medios internacionales y gran parte de las instituciones europeas comenzaron a
desesperarse.
No menos intranquilos quedaron los habitantes
de Austria, y el gran por ciento de oponentes a las políticas patrioteras,
visiblemente antieuropeas y xenófobas del FPÖ y, por supuesto, la gran cantidad
de extranjeros que vivimos de manera legal en este país. Aunque es bueno
aclarar que el extremismo tiene un gran número de simpatizantes entre los no
nacidos en Austria y entre quienes proceden del antiguo campo socialista, a
juzgar por los innumerables comentarios de apoyo dejados en las redes sociales.
FPÖ en campaña: Tu patria te necesita ahora. |
En medio de semejante contexto llegó el día
de la esperada segunda vuelta electoral, en un domingo de temperaturas
agradables a pesar de lo fría que en términos generales ha sido esta primavera.
A las pocas horas de cerrados los colegios, cuando aparecieron los primeros
resultados, más de un analista debe haberse sorprendido con la manera tan
pareja con la que ambos candidatos habían ido acumulando votos. La noche terminó
en empate y la decisión del ganador solo se conocería al día siguiente.
Ese, el pasado lunes, se tornó en una tarde angustiosa a la espera del vencedor. Algunas predicciones aseguraban incluso que Hofer adelantaba a su contrincante por más de un 1 % desde la jornada anterior. Por esa razón los seguidores del partido
de ultraderecha, ataviados con los ubicuos Dirndl y Lederhosen (trajes típicos
de Austria), habían decidido celebrar la victoria al final del domingo, aunque
aún faltaban por contarse los votos enviados por correo postal.
Los comentaristas señalaron que muchos
votantes, tradicionalmente a favor del Partido Conservador, habían optado por darle
el voto al FPÖ para castigar así la inercia de sus representantes. Aunque no
descarto a quienes actuaron de ese modo, creo que la votación refleja un
problema que trasciende las fronteras de este país e impacta a más de una
nación europea. Se trata de la poca confianza que la población muestra en sus
políticos, lo que constituye la verdadera grieta en un sistema que, adaptado a
la baja inestabilidad de antaño y a la bonanza de la economía de pasadas
décadas, se afianzó en el poder y extendió sus instituciones y órganos
ejecutivos como una estrategia que buscaba más el instinto de conservación que
el impulso al desarrollo y el bienestar de sus ciudadanos.
Quizás uno de los momentos más peculiares de
toda la espera fue la escasa cobertura mediática de los instantes previos al
anuncio del resultado. En el canal 2 de la televisora pública ÖRF estaba previsto un pase a palacio a
las 3 de la tarde para conocer al vencedor. Sin embargo, cuando el reloj marcó
esa hora no hubo ninguna interrupción de la señal que proyectaba la telenovela
de turno, la alemana Wege zum Glück
(Caminos a la felicidad). Minutos después, el vínculo activo del sitio web del
periódico Der Standard, que supuestamente transmitiría en vivo el resultado de
la suma de votos, dejaba de operar por problemas técnicos.
En pantalla apareció un circunspecto Tarek
Leiter para confirmar que los resultados todavía demorarían al menos una hora
más y se comunicó con el corresponsal que desde palacio tampoco aportó más
detalles. Hacía varias horas que los usuarios, periodistas y comentaristas
intercambiaban mensajes en las redes sociales, sobre todo en Twitter, donde lo
mismo se compartían los últimos gráficos animados de las elecciones y el
comportamiento de los votantes por regiones y ciudades, que se alertaba sobre
la falta de rigor o falsedad de una determinada cuenta o usuario.
Otros aprovechaban la tensión para sacarle el
lado más gracioso a toda la situación y la incertidumbre propia del suceso. En
el ÖRF-2 los productores optaron por ofrecer más drama, esta vez
con un capítulo de Weißblaue Geschichte
(Historias blanquiazules) otra serie alemana de 1984 en la que la tranquilidad
de unos aldeanos de Baviera, que también vestían atuendos
típicos, la conmocionaba la llegada, nada más y nada menos que de un
león. Ahí aprovecharon los twitteros para reafirmar con chistes lo absurdo de
la situación y algunos hasta sugirieron teorías conspirativas que le otorgaban
al león la presidencia.
Por fin llegaron los resultados aunque antes,
tanto Hofer como el líder de su partido, Heinz-Christian Strache, habían anunciado
la derrota en sus respectivas páginas de Facebook. Tal vez la frustración de
haber perdido, el cambio brusco en el júbilo que había primado la tarde
anterior, fue demasiado para los seguidores de ambos líderes, pues llenaron las
redes sociales de mensajes amenazadores, al punto de que fue preciso un llamado
a la calma por parte de las máximas autoridades del FPÖ.
Protesta contra el FPÖ antes de la segunda vuelta: Ningún nazi en el Hofburg (c) TheGuardian |
Así, enfurecidos y frustrados, han de
permanecer al menos hasta el 2018, cuando se efectúen nuevamente las elecciones
legislativas en Austria, quienes desean que el partido más xenófobo y
provinciano de la nación rija los destinos de esta. Entonces elegirán al nuevo
canciller y habrá que ver si el presidente recién electo cumplirá su palabra de
que nunca aprobará a un Bundeskanzler
del FPÖ, en el supuesto de que el hasta ahora aspirante Strache logre el
triunfo que desde hace una década tanto anhela.
Tras los resultados, mi celebración fue muy
simple. Salí a correr al parque donde suelo completar mis kilómetros de
entrenamiento en el tranquilo y afluente barrio de Währing, al oeste de Viena.
Es un distrito que no se caracteriza por la actividad, aunque tampoco le queda
bien el calificativo de durmiente. Sin embargo, en las escenas de lo que parecía
un lunes cualquiera, no distinguí ninguna señal de que mis vecinos acababan de
salir de una elección tan reñida. En Währing los seguidores del FPÖ escasean,
pues los votantes aquí, hasta las últimas elecciones, habían apoyado siempre a
los conservadores del Partido Popular (ÖVP). Por eso a muchos sorprendió la
elección de Silvia Nossek (Verdes) como jefa del gobierno distrital.
De todas formas, la aparente impasibilidad
del barrio era quizás la mejor evidencia de que la gente da por sentado que
disfrutará eternamente de los beneficios de una democracia, que el
autoritarismo y la vuelta a un régimen fascista como el de que trajo la anexión
en 1938 es prácticamente improbable. Quién sabe, tal vez en los años previos a
aquel desastre, cuando Austria se lamentaba del imperio perdido y de su otrora
papel relevante en la política y la cultura mundial, muchos pensaron también
que un régimen como el Nazismo, con todas sus implicaciones, nunca llegaría a
este país de lagos cristalinos y cumbres nevadas.
jueves, marzo 31, 2016
Faux Pas
Tal vez
este comentario aparecido en Tribuna de La Habana haya sido uno de los que más
repercusiones negativas ha provocado, de entre todo lo publicado en la prensa
oficial acerca de la visita de Barack Obama a Cuba.
Apelando
a un conocido chiste racista de los 80, su autor intentó resumir su oposición, más que nada, al ya histórico discurso del mandatario norteamericano
en el Gran Teatro de La Habana. El comentario habría trascendido como uno más, porque apenas expone una argumentación detallada y se limita a la reiteración de
conocidos clichés de la retórica habitual de los medios cubanos, si no hubiera
sido por la referencia al “chiste” que el periodista utilizó para su titular.
En lo que también intenta ser una disculpa
posterior, el autor ha escrito otro texto en el que se excusa ante quienes se
sintieron ofendidos. Su redacción tampoco sugiere un sincero arrepentimiento, pues el periodista defiende la utilización de su infeliz referencia como un
mero recurso de estilo. No entiende la naturaleza racista del titular ni su contexto y opta por defenderse de acusaciones de racismo, aunque
no creo que la principal intención de toda la inquietud creada en las redes
sociales sea precisamente esa.
El
“chiste” se deriva de una situación ya olvidada. La escena tenía lugar en una de las llamadas Diplotiendas, en las que los cubanos tenían
prohibido el acceso. Camufladas tras vidrieras de cristal translúcido y
situadas en lugares exclusivos, en dichos establecimientos el personal
diplomático y los extranjeros residentes en la isla podían comprar, siempre y
cuando presentaran su pasaporte. En 1993, cuando se despenalizó la tenencia de
divisas, las Diplotiendas y los Diplomercados pasaron a mejor vida.
En el segmento
que dio origen al chiste, en uno de aquellos eventuales programas realizados
por el Conjunto Nacional de Espectáculos a finales de los 80, la dependiente
de una estas tiendas (si mal no recuerdo, la actriz Zulema Cruz) inspeccionaba
un pasaporte y llena de incredulidad le soltaba a su interlocutor: negro, ¿qué
tú eres sueco? Este, en una toma doblemente oscurecida, chapurreaba en inglés:
“ah, beibi, ailobiu”.
Es
notable que el chiste permitía ilustrar un contexto específico de carencias y
estereotipos, además de reforzar prejuicios que en tiempos “revolucionarios” el
discurso oficial los consideraba ya superados, puesto que siempre los asociaban con
la sociedad republicana. Con él,
sus creadores también reforzaban una idea del mundo demasiado esencialista –y racista-
que ignoraba más de dos décadas de migraciones internacionales de las que Cuba,
debido al aislamiento promovido por su gobierno también se había mantenido
ausente. Uno podía deducir que, para los realizadores, como para una gran parte
de los cubanos, Suecia se mantenía inmutable, según un ideal de la raza
dominante que excluía cualquier posible aparición del mestizaje o incluso la
presencia de minorías étnicas.
El
contexto de las carencias lo evidenciaba la puesta en escena de la diplotienda
y sus mercancías inalcanzables para los nacionales y doblemente prohibitivas
para los afrodescendientes. La escena establecía también, de modo subrepticio, los límites a los
que los negros en Cuba debían aspirar. Alejados del mundo real y
acostumbrados a la información proveniente del campo socialista, donde los
temas raciales apenas se reflejaban, ellos debían suponer que cualquier reclamo
por mayores derechos, cualquier crítica al racismo institucional, sería tomado
por las autoridades como un peligroso síntoma subversivo.
Los cubanos vivían cercados por una barrera ideológica que lejos de ayudarlos a
promover una sociedad sin diferencias raciales y de clases, había hecho poco
por eliminarlas. Y como el programa reflejaba, se tomaba a broma la posibilidad
de una nación multiracial y se prefería perpetuar el estereotipo de Suecia
(aunque para el imaginario nacional de aquella época bien podría tratarse de
Alemania o Dinamarca) como un país exclusivamente blanco. Definiciones
limitadas como esa centran actualmente el discurso de los grupos más
radicales de la extrema derecha en Europa y hasta en ciertas zonas de Norteamérica.
No es
difícil imaginar el shock de los realizadores de aquel segmento cuando años más
tarde las mismas pantallas de la Televisión Cubana mostraron los partidos de la
Copa Mundial de Fútbol “Estados Unidos 94”, en el que el equipo sueco, a la
postre ganador del tercer lugar, incluía en su nómina a jugadores como MartinDahlin y Henrik Larsson. O sea, hace más de 25 años que estos suecos – y muchos
otros más-, no precisamente rubios, habían demostrado lo anticuado del
estereotipo y por ende, lo ofensivo del chiste. En Tribuna de La Habana parece
que aún no se han enterado.
miércoles, marzo 23, 2016
Obama en Cuba: Del 17D al 22M.
(c) Ben Rhodes |
Barack
Obama, el primer presidente norteamericano en visitar Cuba en casi un siglo,
dejó la isla esta semana. Tal parece que la estancia fue fugaz si se compara, como
él mismo hizo, con el atraso que ambos países acumulan, más de cincuenta años,
esos que pesan tanto en un ambiente como el que ha marcado las relaciones (o
ausencia de) entre los dos países. Son demasiados, acrecentados por el peso de
la ideología y la testarudez de ambos bandos, que vieron en la posibilidad de
mantener las diferencias una razón para presentarse ante el mundo como
vencedores de una guerra inútil.
La
gerontocracia cubana posiblemente se crea que vencieron, que abrir la isla al
llamado “líder del mundo libre” fue la consecuencia final de una estrategia
basada en el empecinamiento y la inmovilidad. Para ellos, y para un cierto
sector de la izquierda anquilosada, el hecho de que los visitara un demócrata y
el primer afrodescendiente en ocupar la Casa Blanca era irrelevante, pues quien
arribó a La Habana en la tarde lluviosa de un domingo fue el representante del
“Imperialismo Yanqui”, ese maleable apelativo del que los niños cubanos
aprendemos a desconfiar bien temprano, sin comprender muy bien qué significa.
Tal vez por eso, el general-presidente no se dignó a recibirlo cuando el avasallador
Air Force 1 tocó tierra cubana.
Quienes
sí le dieron una bienvenida más calurosa fueron los vecinos de La Habana Vieja,
primer punto del recorrido oficial, y los de Centro Habana, donde llegó para
cenar en una de las paladares exitosas de la que llaman la capital de todos los
cubanos. La Televisión Nacional se limitó a las escenas del aeropuerto, prefirió esconder el entusiasmo de sus
televidentes, gran parte de los cuales, por suerte, ya no necesita las cámaras
del ICRT para mostrar y compartir imágenes de la vida insular.
Lo que
sí mostraron las pantallas de la isla fue el recibimiento oficial y las
declaraciones posteriores. El visitante, diplomático y comedido, discursó –con
modales y maneras de negociador- sobre diferencias que no comprometan lo que se
ha logrado hasta ahora. Luego contestó preguntas. El general, tras la lectura
de su intervención en la que no faltaron las referencias habituales del
discurso político de la isla, intentó agradar a la audiencia aceptando un
brevísimo cuestionario. Sin embargo, bastó que aflorara el tema de los
prisioneros políticos para que se tornara tenso, incoherente, fuera de lugar.
Es de suponer que en muchos hogares cubanos las conversaciones de quienes observaban
la transmisión del evento giraran en torno al pobre desempeño del líder, ese
mismo que rige el destino de millones de compatriotas.
Raúl
Castro ha dicho, como le recordó también Barack Obama, que abandonará el poder
en el 2018. Tal vez, como sucedió con su hermano mayor, la Televisión Cubana
dejará progresivamente de mostrarlo en vivo, a fin de ocultar el declive de sus
facultades a la vista de todo el país. A Obama le queda menos
tiempo en el sillón presidencial, pero si desde la difusión en las redes sociales de su entrevista con el
actor Luis Silva (Pánfilo) pareció ganarse la afinidad de muchos, el
discurso del 22 de marzo le prodigó simpatías adicionales. Y más de un espectador puede que hubiera preferido la
presencia del mandatario estadounidense en la isla unos años antes.
En un
mensaje esperanzador, salpicado de frases en español y de referentes culturales,
Obama sentenció que el futuro de Cuba tiene que estar en las manos del pueblo
cubano. Antes había remarcado que el Estado del Derecho en la isla no puede
incluir detenciones arbitrarias para aquellos que critican al gobierno. Desde
afuera, un simple razonamiento pone en evidencia que hace falta la segunda
condición para que se cumpla la primera, de lo contrario el porvenir que le
espera a los cubanos será de más privaciones y reprimendas.
Desde
la isla, varios han comentado en las redes sociales que después de las palabras del Presidente Obama, la
Televisión Cubana dio paso a un panel (seguramente de habituales de la Mesa
Redonda) quienes procedieron a objetarle al norteamericano la audacia de sus
planteamientos. Los círculos de poder insular todavía funcionan como en los
años de mayor beligerancia contra los EE.UU. Ya no basta controlar lo que los
cubanos ven, es necesario también convencerlos de que lo que han visto y
escuchado no es precisamente eso.
Tras su
mensaje de esperanza, el Presidente Obama y el general se dejaron ver en el
Estadio Latinoamericano para presenciar el juego de baseball entre el equipo
Cuba y los del Tampa Bay Rays. Ganaron los visitantes. Horas después, el
general despedía al norteamericano desde la terminal aérea en la que
no lo recibió. En Facebook una amiga danesa que visitó la isla por primera vez
en el ya lejano 2002 me dejaba saber su anhelo de que la visita de Obama terminara
siendo buena para los cubanos. Yo también, le escribí, pensando en los millones
de la isla que añoran desde hace mucho lo que merecen: una vida mejor, con
menos ideología y más derechos.
martes, enero 12, 2016
La noche en que intentamos detener el absurdo
Ocurrió en las postrimerías del 2015, recién
llegados a Lisboa en el habitual viaje por Navidad y Año Nuevo. Casi al final de ese primer día en el que hay tanto por recorrer para tratar de descubrir sitios desconocidos en la ciudad que en los últimos años siempre nos sorprende, nos topamos con un evento sobre el que habíamos leído en la prensa y en las redes sociales, casi
siempre cuando es noticia porque termina ocasionando algún accidente o una muerte estúpida, pero que
nunca habíamos presenciado así, tan a la vista de todos.
(c)Diário de Notícias |
En Portugal le llaman praxe o, como dirían sus más entusiastas defensores “praxe académica”. Con ese enunciado puede
leerse una entrada en la Wikipedia, escrita en portugués, en la que se advierte el esfuerzo de los autores por adornar la descripción de un hecho bien polémico. Puede
decirse que es una práctica que divide. Para los defensores es solo una broma
organizada, un juego en el que las estructuras de poder se definen en la
naturaleza lúdica de la praxe en sí.
Para otros, se trata simplemente de un acto más de bullying, extendido al ámbito académico, para acompañar lo que
debería ser la principal aspiración de un escolar cualquiera: el acceso a la Educación
Superior.
La praxe
consiste en un extenso ritual iniciático por el que pasan los caloiros o estudiantes de primer año en
las universidades portuguesas. A simple vista parece un acto banal,
intrascendente, para quien lo observa desde afuera o llega por primera vez al
país y se sorprende ante lo que en otros lados sería pura humillación pública.
En el Portugal de antaño y en el de la dictadura fascista que duró más de
cuarenta años y de la que aún quedan vestigios, si bien escasos y aislados, la
educación era un lujo y el acceso a la universidad, un privilegio reservado a
una elite. Nada más contradictorio si se recuerda que el propio Salazar fue profesor universitario. Sin embargo, lejos de proponer el acceso
mayoritario al conocimiento, el dictador se ocupó de mantener analfabeta a una
gran mayoría de la población y de que no sintieran vergüenza por ello, sino
orgullo. En pleno siglo XXI la situación es bien diferente, aunque la educación
superior portuguesa mantiene un halo de tradicionalismo, por influencia de la imperante
religión católica y los años de clientelismo, ese funesto hábito que la democracia hasta ahora no ha podido eliminar del todo.
Traje Académico de la Universidad de Coimbra |
Hace diez años, durante mi primera visita a
Portugal, paseando por las calles de Oporto, me asombró encontrar a varios jóvenes caminando en grupo, vestidos de negro, con amplias capas también oscuras.
Tratando de impresionar a mi guía Helena, hoy mi mujer, le pregunté si había en
la ciudad alguna convención de fanáticos de Darth Vader. Ella me contó
que se trataba de universitarios que llevaban el uniforme o traje académico y
acto seguido me aclaró que ni ella ni sus amigas más allegadas habían sucumbido
a tal tradición cuando ingresaron a la universidad.
No hay dudas de que detrás de la oscura
vestimenta hay una evidente intención de mostrar estatus, de pavonearse ante el
resto de la sociedad, por haber alcanzado el otrora elitista objetivo de cursar
estudios superiores. Solo que en la actualidad tal propósito resulta, al menos
en teoría, bastante alcanzable para quienes viven en un país con un buen
sistema de educación pública que, si se aprovecha bien, garantiza el ingreso a
la universidad. Y aunque el costo de la matrícula va en aumento, también hay
que considerar que los portugueses pagan hasta seis veces menos que sus colegas
ingleses y una cantidad mucho menor que los estudiantes norteamericanos.
De manera que la entrada a la universidad no
es tan imposible. Eso sí, hacerlo vistiendo el traje puede suponer una
inversión extra de más de cien euros, en dependencia de la institución a la que
se asista. Es una situación que a los cubanos puede resultarnos curiosa, sobre
todo porque antes de la universidad siempre llevamos uniforme, a veces teniendo
que seguir reglas bastante estrictas en cuanto a su uso, por lo que la llegada
a la enseñanza superior significa entonces la libertad de poder escoger
uno mismo la ropa para vestirse.
Por eso imagino que muchos compatriotas,
salvando las distancias, hallarían un tanto ridícula esa pretensión de
aparentar estatus mediante un conjunto a todas luces pasado de moda. Quizás
deba hacer la aclaración que me refiero a una generación específica de cubanos,
esos que consideraban llegar a la universidad y graduarse como uno de los
objetivos principales de sus vidas. Ellos, seguramente, verían a los jóvenes
portugueses de traje académico y les preguntarían poco impresionados: estudias
en la universidad, ¿y qué?
Sería tan irrelevante como llamar
licenciado(a) a quienes completaron el ciclo de estudios de pre-grado, cuya
creciente cifra mayoritaria ha despojado de novedad a tal título, a diferencia
de otros años cuando sí representaba traspasar cierto umbral. En Portugal, lo
de los títulos y la falsa formalidad asociada también bordean en la ridiculez,
cuando los que terminan la universidad gustan de hacerse llamar doctor,
doctora, aunque no hayan estudiado Medicina o ejerzan como médicos o tengan un
grado científico tras terminar un doctorado.
Sin embargo, el traje, el pavoneo propio de
mostrar el ingreso a la universidad, quedaría en una referencia pintoresca sino
fuera porque a veces el disfraz no basta. En el 2010 viajamos de vacaciones a
Portugal a inicios de septiembre y, por circunstancias de la vida, terminamos
pasando varios días en Coimbra, la ciudad universitaria por excelencia del
país. Allí era muy común ver a uniformados con capas negras y uno hasta llegaba
a sentir pena por las muchachas, negociando su andar en las calles empedradas con
aquellos zapatos de tacón cuadrado que solo de verlos presagiaban incomodidad.
Pero lo que realmente me sorprendió fueron los grupos que aparecían por
cualquier esquina proclamando a toda voz su filiación. En una zona más bien
alejada del centro y del campus principal nos topamos con uno que de cuando en cuando voceaba “Aquí va Sociología”. O sea, que además del
traje, los estudiantes deseaban dejar bien claro a qué facultad
pertenecían, aunque aquella mañana ni nosotros ni el resto de los transeúntes
ocupados le hiciéramos mucho caso.
En la praxe es usual ver a los abusadores vestidos de traje académico. Tal vez no haya
mejor representación del mal que esos extraños juegos en los que un ser
encapotado ordena a otros que realicen cualquier estupidez que se le antoje.
“Esto es un juego”, nos dijo con tono
despectivo uno de los trajeados del séquito de acosadores que acompañaban a
dos jóvenes estudiantes empeñadas en que un grupo de iniciados completaran una
secuencia de flexiones en una de las entradas de la bulliciosa estación de Cais do Sodré en Lisboa. Antes habíamos intentado, mi esposa y yo, detener tal
avasallamiento. Sin embargo solo alcanzamos a causar algo de desconcierto entre
los llamados caloiros que nos miraban
como a turistas incapaces de comprender una parte de la realidad local.
Hasta sonreían, los pobres, cuando le aclarábamos
que no tenían que someterse a tales pruebas. Mi esposa fue hasta las líderes que indicaban los castigos y les preguntó de qué facultad procedían, pero
ambas se dieron la vuelta sin responder, aunque una de ellas quedó pasmada
cuando Helena le hizo saber lo extraño de una praxe en diciembre, puesto que son más comunes a inicios del curso.
Cerca del sitio del “performance” un agente de la policía nacional observaba,
pero fingió no darse por enterado.
Como mencioné al principio, el tema de la praxe causa numerosas polémicas en
Portugal y estas se avivan cuando ocurre un hecho lamentable, como el de la
playa de Meco en diciembre de 2013. A los que la defienden como tradición les bastaría una lectura de Eric Hobsbawm para comprender que todas las tradiciones fueron inventadas, por lo que no hay nada de
autenticidad en ellas. Si el propósito es conservar prácticas culturales que
puedan atribuírseles a un determinado pueblo o nación, cuenta Portugal ya con
varias de estas, menos abusivas, en las que los participantes tienden a celebrar
la vida en común en lugar de someter a castigos corporales a sus semejantes.
Es posible también que quienes abogan por la
no prohibición de la praxe aleguen
que las “bromas” ocurren sin dejar secuelas en los caloiros, salvo en los familiares de los que fallecen, claro está.
Los que tratamos de “salvar” de la humillación pública en Cais do Sodré no
parecían traumatizados sino más bien aburridos, ¿no tendrían algo más
interesante qué hacer en Lisboa, ahora que la capital lusa abre nuevos espacios, como el cercano Mercado da Ribeira, para regodearse en una vida social activa?
En medio de nuestra fugaz intervención pude
observar a las castigadoras. Noté su estudiada severidad, sus rituales del
abuso, parte de una actuación tan creíble como sólo lo son ciertos
comportamientos humanos. Ellas, junto a los demás abusadores del séquito,
seguramente se graduarán y ocuparán puestos de trabajo en el país o emigrarán,
si la economía nacional no mejora. Sin embargo, imagino que el carácter que
exhibieron aquella noche, esa facilidad para suprimir la empatía, esa tranquilidad
para mortificar a semejantes, quedará en su repertorio de habilidades. Les
tocará a sus jefes y colegas celebrar o censurar tales comportamientos, pues
en definitiva estos no son propios
únicamente de estudiantes con un mínimo de poder sobre otros, sino que
pertenecen a todos los que sí ocupan posiciones de autoridad en las que la degradación
a subordinados está a la orden del día.
De modo que, ante una situación en la que puedan –como en la pasada noche de diciembre- exhibir sus dotes de tiranos, de represores, lo harán gustosos, satisfechos. Solo espero que siempre encuentren a quienes se les enfrenten y los desarmen de tanta propensión al abuso. Para entonces, tal vez, nadie llegará a justificar la praxe como una inocente e inofensiva travesura entre estudiantes.
De modo que, ante una situación en la que puedan –como en la pasada noche de diciembre- exhibir sus dotes de tiranos, de represores, lo harán gustosos, satisfechos. Solo espero que siempre encuentren a quienes se les enfrenten y los desarmen de tanta propensión al abuso. Para entonces, tal vez, nadie llegará a justificar la praxe como una inocente e inofensiva travesura entre estudiantes.
domingo, noviembre 15, 2015
Los iluminados salvadores de Cubanistán
(c) Jean Jullien |
Jean Charles de Menezes, el brasileño
asesinado por error por oficiales de la Policía Metropolitana de Londres, sería
un ejemplo de hasta dónde puede llegar el extremismo. Para quienes lo tomaron
como sospechoso del frustrado plan para repetir los atentados del 7-7, él
“parecía” árabe; para el oficial encubierto que lo vigilaba de cerca y que tal
vez nunca en su vida le había prestado atención a la melodía característica del
portugués de Brasil, Jean Charles hablaba un idioma parecido al árabe. Por eso
cuando el muchacho entró apurado en la estación de Stockwell, con su mochila al
hombro y arrancó a correr con tal de no perder el tren al que le faltaban pocos
segundos para iniciar viaje, los guardias que lo seguían decidieron en cuestión
de instantes que el joven era un terrorista e iba dispuesto a inmolarse. Lo
acribillaron.
Por esos días me alojaba en casa de un amigo
en el barrio de Stockwell. El trayecto hacia la estación era mi ruta diaria hacia
otros lados de la ciudad. En las jornadas posteriores a la muerte de Jean
Charles y la captura de los verdaderos implicados, no lejos del sitio donde el
brasileño fue abatido, la estación de Stockwell permaneció bajo un estricto
control policial, de policías portando armas, lo que es raro en Londres, a no
ser que se trate de esos días cuando los niveles de alerta se disparan.
Yo seguí yendo a la estación, a pesar de que
podía haber optado por trayectos alternativos, comenzar el viaje en Brixton, pues
esa otra estación quedaba casi a la misma distancia de la casa de mi amigo.
Alguna vez pensé en dejar mi mochila en casa, mas terminé siempre llevándola
conmigo, porque quién iba a sospechar de aquella bolsa verde con cuadernos y
bolígrafos. Pero sin dudas mi mayor confianza era mi origen, pues intuía que
todos en ese Londres tan híper diverso eran capaces de distinguirme como cubano.
Eso, pensaba yo, me protegería, como si fuera tan fácil darse cuenta, como si
los compatriotas que en La Habana o Trinidad me pedían limosnas, artículos y
jabón tomándome por un “yuma” nunca hubieran existido.
Así que uno de esos días de película, de
estación tomada por miembros de la Policía Metropolitana con armas automáticas
y chalecos antibalas, justo cuando iba a pasar mi tarjeta Oyster por el
dispositivo que abría el torniquete de acceso al metro, dos de aquellos
oficiales me pararon. Es que yo –no me dijeron- parecía brasileño,
o árabe, o persa, cualquier cosa menos originario de una isla a la que ellos
probablemente ni siquiera lograrían ubicar en un mapa. Me preguntaron adónde
iba, qué hacía en la ciudad. Me pidieron la mochila, la separaron con cuidado y
trajeron a un perro que la olisqueó aburrido. Todo se desarrolló a la vista de
los demás ciudadanos que avanzaban imperturbables rumbo al metro, aunque no dejaron de
dirigirme miradas de desconfianza.
Los oficiales determinaron que yo no representaba
una amenaza, solo entonces me preguntaron de dónde venía. El país de origen le
resultó extraño al policía que, a pesar de su aspecto imponente, conservó
durante todo el tiempo su aplomo y amabilidad. Supongo que yo comenzaba a
quedarme nervioso, que supuse debía maldecir a algún antepasado del Magreb que
se había aventurado a las Canarias, por eso casi ni reparé en el chiste del
policía británico que me había dicho: Espero que usted no sea uno de esos que
vienen en balsas. Yo lo tranquilicé, Londres estaba demasiado lejos como para
intentar llegar en una embarcación rústica zarpando desde el Caribe.
Luego me dieron una especie de recibo al terminar, no recuerdo si por si pretendía quejarme. Bajé a la plataforma, tomé el tren, no sin antes enfrentar alguna que otra mirada de reconocimiento y cambié de línea en la primera intersección. Cuando llegué a mi destino y salí del metro, pensé que Jean Charles, de haber sido yo, tal vez estaría vivo, no porque viniera de mi misma isla, sino porque le habrían dado la misma oportunidad que a mí. Al final era posible que yo hubiera terminado baleado en la estación de Stockwell. Yo y tantos otros compatriotas de facciones mediterráneas y ni hablar de otros tantos con nombres del Medio Oriente tan comunes en Cuba. Cuando los extremos se entronizan y la división se limita a “nosotros” o “ellos”, poco importa que tengas apellido ibérico cuando te llamas Omar, Ahmed o Jair.
Porque hay dos realidades o muchas más que dos y somos diferentes cuando abandonamos los lugares en los que la mayoría piensa y asume que somos como ellos. Y yo era cubano en Cuba, pero fuera de ella ya mi nacionalidad no era tan evidente, si es que alguna vez lo fue cuando viví allá. Por eso es tan frecuente que me confundan con nacionalidades que nunca imaginé. Así me han preguntado si soy portugués en Suiza, español en Portugal, iraní en Londres, turco en Viena. Y por supuesto, en Cuba, ahora casi nadie me toma por nacional.
Por eso cuando veo y leo lo que comentan algunos compatriotas, me doy cuenta que aún creen que su origen étnico les ofrece una protección infranqueable y que esta es universal, válida en todos los contextos, porque el mundo se reduce a Cuba y su diáspora. Lo demás no importa; los demás, tampoco.
Son esos quienes tal vez nunca contemplarían hablarle a un musulmán para evitar asociaciones, como antes no le hablaron a un negro o a un homosexual. No se han detenido a pensar que fuera de esos lugares donde son mayoría, donde insisten en descalificar a quienes no apoyan la necesidad de esa mayoría, pocos los salvarían de ser considerados diferentes, sospechosos, una amenaza interna. Pues en un ambiente tan radicalizado y extremista ¿quién va a creer en la excepcionalidad de una isla fuera de sus propios habitantes? Casi nadie.
Sin embargo, ellos insisten en analizarlo todo según la filosofía isleña, a caballo entre el totalitarismo y el egocentrismo, la hipocresía y las mejores técnicas de acoso aprendidas en Cuba. De ahí que en estos días de luto por tantas víctimas del terrorismo, también me sorprenda y acongoje que haya tanto extremista, tanto radicalismo que, sin duda –y espero que el futuro me desmienta-, dará lugar a más actos de terror contra esta humanidad que somos todos.
martes, septiembre 22, 2015
De ruinas, abandonos y la poderosa atracción del espacio vacío
(c) James Seith |
El reciente reestablecimiento de
relaciones diplomáticas entre los gobiernos de Cuba y Estados Unidos ha vuelto
a poner a la isla caribeña en el centro de las miradas de interés de todo el
mundo. A pesar de que el país ha vivido ciertas etapas aperturistas desde que
abriera sus fronteras al turismo internacional a mediados de los años 90, pocos
eventos auguran un impacto mayor que la posibilidad de vínculos regulares y
estables entre estos dos grandes históricos enemigos, cuya rivalidad ha marcado
los últimos 56 años de la reciente historia bilateral.
Si hay una palabra para definir
el sentimiento mutuo con el que ambos países han recibido estos trascendentales
anuncios, más allá del esperado rechazo de los sectores opuestos a tal
acercamiento, tal vez sea curiosidad. Al norte y al sur del Estrecho de la
Florida los habitantes de ambos países, en calidad de espectadores
privilegiados gustarían de acercarse a la realidad de cada orilla, sondear el
paisaje visible, formarse una idea de lo que constituye cada vista, por muy
convencidos que estén de conocer al dedillo cómo funciona cada nación según las
descripciones e imágenes que los medios de prensa de cubanos y norteamericanos,
desde una óptica peculiar y obedeciendo a circunstancias muy coyunturales han
trasmitido durante todos estos años de beligerancia.
Tal vez para adentrarse en
semejante proceso los nacionales cuentan con una clara ventaja. A pesar de que
dentro de las fronteras cubanas se alentó más la desconfianza hacia la naturaleza
decadente del vecino del Norte, también es cierto que en los tiempos de la
Guerra Fría nunca disminuyó el repertorio de imágenes sobre los Estados Unidos
en la televisión y el cine de la isla. De manera que los cubanos disponían de
una representación - si bien imprecisa- de las ciudades, el estilo de vida y
las costumbres norteamericanas. Los del Norte, en cambio, apenas contaron durante
ese tiempo con versiones exactas de Cuba, más allá de las que acompañaron a
esporádicos reportajes críticos con la Revolución. No el balde todavía para una
gran parte de norteamericanos, la primera y puede que única referencia a Cuba
sea la de la Crisis de los Misiles en 1962, cuando la pequeña isla figuró en el
imaginario estadounidense como la presunta amenaza del fin.
Cuando ahora a algunos estadounidenses
les pique la curiosidad por viajar a la isla, es probable que en su plan
exploratorio encontrarán varias sorpresas, propias de la primera vez, de lo
desconocido. Como tantos otros visitantes previos, es lógico el asombro ante
los anacronismos cotidianos, esa percepción inmediata de objetos que insinúan
el arribo a un sitio detenido en el tiempo.
(c) Werner Pawlok |
Sin embargo, la supuesta avalancha de norteamericanos a la que Cuba parece estar condenada, según opinan algunos medios de prensa de Estados Unidos y Europa, también ha encontrado sus críticos. El temor fundamental alude al peligro que representan, además de la llegada masiva de turistas norteamericanos, el arribo de empresarios de ese país y de las conocidas cadenas de comercios y servicios que despojarán a La Habana y al resto de la isla de su actual encanto. Se diría que cunde el pánico ante la inevitable “americanización” de la isla, un término de por sí contradictorio, pues más de un estudio ha demostrado que Cuba y, sobre todo, su capital se moldearon cultural y arquitectónicamente a imagen y semejanza de los Estados Unidos, en especial en las décadas del 40 y el 50.
Cuando el pasado mes de marzo el
popular presentador televisivo norteamericano Conan O’Brien visitó La Habana
para filmar allí una edición especial de su conocido show, también se unió al
creciente coro de los que pronostican un cambio radical. Frente a unos ubicuos
restos de varios edificios, O’Brien nombró a Starbucks, McDonalds, KFC y otras
firmas asociadas a la influencia norteamericana, como las potenciales
inversoras que se instalarían en las ruinas habaneras. Con cierta pesadumbre,
el comediante no celebró la probable recuperación de espacios hoy inutilizados,
cuyas paredes y fragmentos dificultan imaginar el supuesto prodigio
arquitectónico que el edificio representó, puede que apenas dos décadas atrás,
cuando todavía era un inmueble útil y servía de hogar a una o varias familias
habaneras o funcionaba como un local que ofertaba algún que otro servicio a la
comunidad.
Quizás existe una dualidad
irreconciliable entre las percepciones sobre La Habana que se producen dentro y
fuera de Cuba. Fronteras adentro las ruinas se analizan de modo simple, con el
pragmatismo nacional originado en la diversidad de todos los pasados
revolucionarios: el épico, el austero, el de bonanza y el crítico, y matizado por las exigencias de la vida cotidiana. Los restos de derrumbes con los que el
transeúnte se topa, significan para el cubano medio poco más que lo
que son: ruinas. Carecen tal vez de la impresión que provocan en los
visitantes extranjeros, quienes casi siempre aparentan una mayor capacidad para
entender el significado de estructuras que el tiempo ha dejado incompletas. Tal
admiración obedece más a la confirmación de las escalas en una ruta conocida
que a la sorpresa por el
descubrimiento en sí. Como los peregrinos del Camino de Santiago, que acumulan
cuños como prueba de las diferentes etapas hasta la capital gallega, así recorren
las calles habaneras decenas de turistas, cámara en mano, con la expectativa de
que el lente capte los edificios mutilados que encuentran en su camino, que
luego eternizarán la observada realidad citadina, según la llamada Estética del
Período Especial, bajo la cual estudiosos agruparon las varias representaciones
de una Habana en decadencia, a mediados y a finales de la peor crisis vivida
por la ciudad (1990-1995).
En ese entonces y en los albores
de la Internet, comenzaron a circular imágenes de Cuba en las que habitantes y
ruinas convivían en perfecta simbiosis. Tanto unos como otros emergían
semidesnudos: los nacionales, ligeros de ropa ante los rigores del clima
tropical o como resultado de la escasez; las ruinas, carentes de afeites, en su
más puro estado intemporal, como retazos de lo que fueron alguna vez.
II.
Contemplar las ruinas es parte
de la experiencia del visitante. En La Habana actual se trata de una actividad
inevitable, aunque resulte evidente que el propio acto de observación suponga
el reconocimiento de una barrera, una separación entre quien observa y lo
observado, sobre todo en el caso de turistas extranjeros. A ellos corresponde
la expresión lastimera ante el desastre, que puede ser mayor o menor en
dependencia de la información previa de que dispongan acerca de lo que observan,
aunque nunca faltan guías preparados, capaces de comentar la vida anterior de
un inmueble derrumbado. Algunos quizá, hasta recordarán el momento exacto en el
que el antiguo portento arquitectónico dejó de serlo, porque cuando un edificio
se desploma, sucede como un evento inmediato, finito. De golpe se altera el
paisaje de la cuadra donde se localizaba y cambia la vida de sus habitantes, si
es que estos se habían mantenido viviendo con el riesgo del inminente derrumbe
y sobre todo, si lograron salir ilesos de la tragedia. Los sobrevivientes
comprobarán de repente que el espacio familiar ha desaparecido y ahora
desplazados deberán procurar una salida que en la mayoría de los casos implica
la adaptación a otro espacio. De la vivienda anterior sólo quedarán memorias
imposibles de replicar en un nuevo hogar.
(c) Cubaenvivo.net |
No deja de ser curioso imaginar
que con cada derrumbamiento, se esfuman también las dimensiones de una
existencia conocida, la sensación de pertenencia y privacidad que otorgan la
tan ordinaria disposición en el espacio de paredes, puertas y ventanas. Las
ruinas de una edificación, sobre todo las carentes de cualquier exagerado valor
histórico, atesoran sólo recuerdos de vidas anteriores. En ellas, luego de la
inutilidad, no es posible una existencia futura y así languidecen, aunque la
prodiga naturaleza las cubra de follaje y fauna peculiares.
Los humanos, por su parte, las
contemplarán como la señal del descalabro y poco a poco las añadirán al conjunto
personal de visiones intrascendentes, demasiado ocupados como andarán en la sobrevivencia.
De todos modos, cada ciudad tiene sus propias historias de abandono,
ejemplificadas en edificios que dejaron de tener uso o que simplemente perecieron
debido al clima económico de la competencia o a la propia desidia de quienes los
habitaban, cuando estos apenas se interesaron por mantener cualquier detalle
arquitectónico original. Así cierran fábricas, talleres, comercios, librerías,
hasta que aparezcan emprendedores con recursos y con el ánimo de reconvertir
esos difuntos inmuebles en zonas de actividad para el beneficio propio y el de
otros ciudadanos.
En las ciudades, el impacto de
tales cierres y posterior decadencia de antiguos inmuebles utilitarios se
limita a la zona donde se ubican y generalmente casi nunca se extienden más allá del barrio, quedan en las lamentaciones de los vecinos o antiguos propietarios o empleados. Las zonas
urbanas ejemplifican la relación estrecha que existe entre el deterioro y el renacimiento,
como si fueran parte del movimiento cotidiano que glorifica su efectividad. En
los pueblos, por otro lado, existe una dinámica diferente entre espacios que
desaparecen y otros que surgen para llenar ese vacío. Como la geografía es
menor, los derrumbes se distinguen con más facilidad, pues agrandan los agujeros en
la actividad cotidiana, ya que pasan a ser zonas prácticamente sin atractivos,
al menos al principio, en el período que sigue al desplome. Después el vacío se
incorpora al ritmo del día al día y a la experiencia de los pobladores, quienes lo
utilizarán como un marcador temporal o como un simple punto de referencia. Y
si, como sucede en muchos asentamientos de la hoy depauperada industria
azucarera cubana, en que toda la
actividad cotidiana giraba en torno a ese Central actualmente paralizado o
desmantelado por completo, el vacío deja de ser una localización específica,
identificable y pasa a ocupar un área mucho más extensa.
III.
Hace unos años, en las páginas
del rotativo británico The Guardian, uno
podía leer anuncios de paquetes turísticos hacia Cuba enfocados en La Habana y en la
posibilidad única –anunciaban ellos- de presenciar un notable esplendor
colonial a punto del desplome. La imagen que ilustraba tales ofertas mostraban
al omnipresente almendrón o auto norteamericano antiguo, quizás el más claro
ejemplo de que la grandiosidad de antaño no siempre se desvanece, sino que
todavía cumple una función que va más allá de la estética.
Como los viejos Chevrolets y
Cadillacs que aun circulan por las calles y carreteras cubanas, los espacios
que atestiguan construcciones derrumbadas, también tienen un uso constante,
como si se reciclaran para dar servicio a una población que se reconoce en la
calle más que en ningún otro sitio, según el eufemismo local que define la vitalidad
de los cubanos: resolver.
Tal vez en otras épocas los
derrumbes eran menos publicitados y, por lo tanto, menos destacados. Es lógico
que por su fecha de construcción muchos de los inmuebles hoy desaparecidos lucirían
mejor preparados para llegar en pie a las décadas del 70 y del 80, cuando el
deterioro se hizo más notable y a la vez prevalecía un contexto económico más
favorable para la esperanza de la restauración. A mediados de los 80, cuando
llegaban los ecos de la Perestroika soviética y las autoridades abogaban por
imponer “la rectificación de errores y tendencias negativas”, si uno reparaba
en el cambio discursivo de la prensa oficial, advertía cierta propensión al uso
de la palabra edificar, a crear estructuras preferiblemente de hormigón armado. “Ahora sí vamos a
construir el socialismo” publicaba a toda página el diario Granma el 27 de
diciembre de 1986, en la tipografía roja reservada a los grandes anuncios.
El acontecer cotidiano, tras aquella sentencia, se representaba en los medios al nivel de la euforia. Una lectura rápida a cientos de páginas en periódicos y revistas que aún se imprimían en la década y que desaparecían en la siguiente, bastaba para intuir la constatación de aquel lema de los inicios del “proceso” que, transformado en lumínico, podía verse en el punto más alto de la fachada del edificio que albergaba al Ministerio de la Construcción: Revolución es construir. Lástima que, como el cartel lumínico que casi nunca podía leerse en su totalidad por causa de varias letras apagadas, aquel ímpetu creador solo se materializó en contadas obras constructivas que cautivaron a unos pocos.
El acontecer cotidiano, tras aquella sentencia, se representaba en los medios al nivel de la euforia. Una lectura rápida a cientos de páginas en periódicos y revistas que aún se imprimían en la década y que desaparecían en la siguiente, bastaba para intuir la constatación de aquel lema de los inicios del “proceso” que, transformado en lumínico, podía verse en el punto más alto de la fachada del edificio que albergaba al Ministerio de la Construcción: Revolución es construir. Lástima que, como el cartel lumínico que casi nunca podía leerse en su totalidad por causa de varias letras apagadas, aquel ímpetu creador solo se materializó en contadas obras constructivas que cautivaron a unos pocos.
En los suburbios capitalinos y
de otras ciudades del país, surgieron y se ampliaron barriadas de rectangulares
edificios de prefabricado, destinados a resolver el siempre acuciante problema
de la vivienda. Hoy muchas de ellas resisten como la evidencia del intento
masivo de adaptar la experiencia soviética al entorno insular, pues tanto en
las ahora independientes ex repúblicas de la URSS, como en los también
independizados estados de la Europa del Este, tales edificios multifamiliares,
ubicados casi siempre en la periferia urbana, persisten cual testimonio de una
época, aunque para la inmensa mayoría, como ocurre también en Cuba, esas torres
rectangulares con ventanas y balcones constituyan la única posibilidad de
vivienda para quienes todavía las habitan.
Barrio de edificios soviéticos en Budapest |
Y si tal visión asombra, el
hecho de que nunca fueran utilizados, de que nunca sirvieran para su propósito
final, al menos los salva de recibir el premio al mejor ejemplo del
voluntarismo de otras épocas. Resisten, a lo sumo, como una chapucería más, al
estilo de las que ilustraban varias escenas del ahora casi olvidado documental
del mismo nombre, realizado por Enrique Colina en 1987. Sin embargo, otros duelen
más, aunque sobrevivan también como ruinas del despilfarro, cementerios
verticales de un pasado en el que paradójicamente se intentaba construir el
futuro.
Como en una excursión a Topes,
cualquier viaje por la isla que alterne paisajes citadinos con otros campestres,
en esa zona que los habaneros denominan por hegemonía “el interior”, puede
terminar fácilmente con una colección de estructuras ya abandonadas que
décadas atrás sirvieron de sede a las verdaderas fábricas del Hombre Nuevo,
según la doctrina Guevariana. Conocidos por su siglas terminadas en EC (en el
campo), las Escuelas Secundarias e Institutos Preuniversitarios que en los 70 y
80 se llenaron de niños y adolescentes igualados en los tonos azules de un
uniforme escolar, hoy también aparecen en medio de la nada, en paisajes a veces
tan desolados que resulta imposible imaginar la actividad anterior al desastre,
cuando los espacios conectados por inmensos pasillos de granito servían de
escenario a existencias típicas de personas en pleno desarrollo.
En esos lugares, a diferencia de
los edificios del Escambray, o de los restos de un derrumbe capitalino, el
espacio no cumple ninguna función utilitaria. Los otrora complejos
educacionales, famosos por sus edificios Docente e Internado, sus comedores y
plazas de bancos de cemento, jardineras cúbicas y semi-profesionales canchas
deportivas languidecen ante la indolencia o se reconocen a duras penas,
víctimas de una práctica bautizada por la sabiduría popular como canibalismo, que designa al acto de
usurparle al inutilizado inmueble partes o accesorios que pueden reutilizarse
en otras viviendas cubanas.
Ruinas de la ESBEC 14 Carlos J. Finlay (Isla de la Juventud) |
Algunas de estas escuelas fantasmas son custodiadas por guardianes cuyo ejercicio del poder se resume en la capacidad de que dispongan para romper el silencio o más bien el panorama sonoro que propician los ruidos del monte. Su radio de acción tampoco cubre toda la extensión del antiguo centro escolar, pues casi siempre se limita a un pequeño puesto a la entrada del edificio fantasma, desde donde pueden dominar todo el espacio que a cualquier niño o adolescente que lo conoció en décadas anteriores se le antojaba inmenso.
Muchos turistas, cuando aterrizan
en la isla, refieren experimentar la sensación de haber arribado a un lugar de
otra época. Sin embargo, aunque se hospeden en un típico edificio colonial
restaurado o viajen en una rodante reliquia de carrocería estadounidense, podrán
notar que, pese a los anacronismos, el tiempo transcurre. Se vive a pesar de
todo. Por el contrario, no hay vida en las abandonadas edificaciones de las
Escuelas en el Campo, a no ser en
las esquinas que muestran los esfuerzos de la naturaleza por recuperar
lentamente los dominios que una vez le arrebataron: un panal de avispas aquí,
una copiosa enredadera florecida por allá, un nido de pájaros. Para los
críticos de la idea inicial de aquellos centros, tal abandono constituye la
mejor evidencia del fracaso de una política, una prueba que adquiere en su
imponente visibilidad, en su aparición en medio de la naturaleza, desconchada,
oxidada, pero aún desproporcionada e impactante, una magnitud demasiado
acusatoria. Para quienes pasaron allí tres o seis años de sus vidas, tales
imágenes se transforman en un recuerdo enmarañado cuando se evocan desde el
nebuloso mundo de la memoria, donde todo no es necesariamente lo que parecía,
mucho menos desde la visión que puede aportar el presente.
Como espacios deshabitados,
resulta casi imposible resistirse a compararlos con un cementerio, si bien uno
que no guarda restos humanos, sino los constituyentes de un universo limitado y
utópico, una especie de “Camposanto de las Ideas”. Aunque, casualmente, las
ideas nunca fueron más omnipresente en el discurso oficial, que cuando esos
edificios en medio del campo comenzaban a ser despojados de su utilidad.
Ruinas de La ESBEC # 35 Pedro Bueno Fuentes (Isla de la Juventud) |
Y si un encuentro con similares
edificaciones fantasma a lo largo del país espanta a posibles espectadores, no
es una reacción nada comparable a la que provocaría un recorrido por la Isla de
la Juventud, donde decenas de centros escolares fueron edificados en los 70 no
sólo para internar nacionales, sino también a niños y adolescentes de varios países del
mal llamado Tercer Mundo. De manera que en esas decenas de kilómetros de
edificios abandonados yacen junto a las memorias truncadas de varios cubanos, las de nicaragüenses, angolanos, congoleses, sudaneses,
norcoreanos y de otras muchas naciones, quienes llegaron a creer que les
esperaría un futuro luminoso y por ende más fácil, dentro de las fronteras de
un universo tranquilo y caluroso, alejado de guerras y enfermedades. Si las
ESBECs e IPUECs abandonados a lo largo y ancho del país pueden asociarse a la
imagen de un cementerio; los de la Isla de Pinos conformarían una inmensa
necrópolis. En aquella porción externa del territorio nacional, el abandono
ocupa un área inmensa, llena de estructuras que rememoran el fin de un pasado
más cosmopolita que el gris presente.
IV.
En La Habana, la geografía local
exhibe ahora espacios vacíos que la cotidianidad ha tornado comunes,
ordinarios. Son pocos los que por ellos transitan y se detienen a reparar qué
utilidad tuvieron, veinte o treinta años atrás, como son pocos también los que se
sorprenden ante esas cifras, pues haber sobrevivido a tantos días pierde su
significado cuando la supervivencia es una tarea inconclusa. En el discurso
oficial cualquier retrospectiva ha sido reservada para la glorificación de un
pasado no muy distante en el tiempo, construido también en oposición a una
historia republicana que culmina, como casi todo en Cuba, en el año 1959.
Fuera de ese período que se
estudia, se invoca y se repite en muy señaladas ocasiones, la historia común
resucita siempre y cuando responda a una inquietud individual, emotiva, una
anécdota peculiar de quien recuerda, o en la memoria colectiva de una
remembranza también personal que alude a etapas vencidas, pero que a la vez se
diferencia del acto heroico de la memoria cultural. El pasado, entonces, se
recupera gracias a una voluntad personal, limitada, a veces demasiado vinculada
a las emociones propias de los diferentes fases de la existencia humana. Se
rememora y aunque es imposible separarlo de su contexto, se advierte tal vez
un punto en el que las asociaciones con el pasado quedan sin un referente
físico, una reliquia que sirva de punto de partida para relatar esa parte de
la historia que es común y recuperable.
No es casual que el mismo año de
la proclamación del Período Especial y su espeluznante Opción Cero, el nadir
posible de la experiencia revolucionaria, ilustrado con escenarios de ollas
colectivas, los cubanos no renunciaran a la predisposición nacional a mostrar
la mejor cara ante la adversidad. De ese modo, cuando el cambiante y casi exsocialista
1990 transitaba por su duodécimo mes, se escuchaba el popular chiste alusivo al
año siguiente bautizado ya por los compatriotas como “El Año del Té”, en un siempre
discernible intento de burla ante una oficialidad nominativa que desde el mismo
59 había insistido en nombrar cada año de modo altisonante y patriotero. Solo
que en su afán de eternos comediantes, los cubanos no se referían a la infusión
de origen asiático, sino a una reducción de la coloquial frase “¿te acuerdas?”
que iba a dominar las conversaciones del nuevo año y los consiguientes, cuando
desaparecerían productos, servicios y estructuras. Así, recordar sería a la vez
evocación a lo perdido, pero también la imposibilidad de contar con memorias
comunes.
Tal vez el impacto inicial que la creciente escasez en el mundo de las limitadas ofertas de la Cuba del Período Especial tuvo en el paladar de los nacionales, haya sido el de más efímera duración, pues con las primeras medidas oficiales para paliar la crisis a mediados de los 90 y el auge de restaurantes privados, retornaron a la escena culinaria cubana olores y sabores otrora desaparecidos. En el entorno post-soviético, bastaba disponer de capital para recuperar la memoria gustativa, lo que a la vez complicaba la recordación del pasado reciente en términos de equidad o igualitarismo, pues la crisis además de erosionar el panorama cotidiano por las pérdidas y desapariciones, también había agudizado la brecha entre quienes tenían y quienes no, y para estos últimos, recuperar los olores y sabores de antaño siguió siendo difícil.
Tal vez el impacto inicial que la creciente escasez en el mundo de las limitadas ofertas de la Cuba del Período Especial tuvo en el paladar de los nacionales, haya sido el de más efímera duración, pues con las primeras medidas oficiales para paliar la crisis a mediados de los 90 y el auge de restaurantes privados, retornaron a la escena culinaria cubana olores y sabores otrora desaparecidos. En el entorno post-soviético, bastaba disponer de capital para recuperar la memoria gustativa, lo que a la vez complicaba la recordación del pasado reciente en términos de equidad o igualitarismo, pues la crisis además de erosionar el panorama cotidiano por las pérdidas y desapariciones, también había agudizado la brecha entre quienes tenían y quienes no, y para estos últimos, recuperar los olores y sabores de antaño siguió siendo difícil.
Sin embargo, tal vez en todos
aquellos años trascendentales de cambios en actitudes, a contrapelo de una
jerarquía estática que se resistía al menor movimiento institucional y que aún
hoy reacciona con exasperación ante la más mínima crítica a su inmovilismo, el
“¿te acuerdas?” nunca dejó de sonar tan extraño, como cuando era usado en
referencia a extensas áreas dejadas a la intemperie o rápidamente convertidas
en inusuales parques sin árboles o diversiones.
Existe en lo que puede llamarse el corazón de la capital, un espacio significativo que ejemplifica ese vacío y que ilustra a la vez el desinterés por el pasado y la fuerza con que lo cotidiano reemplaza cualquier uso anterior. Justo en la misma avenida de Rancho Boyeros, frente al edificio del Ministerio de las Comunicaciones por una parte, la Biblioteca Nacional y la Terminal Nacional de Ómnibus, por las otras se extiende una zona en la que hoy pululan choferes e intermediarios dispuestos a embarcar a viajeros hacia cualquier destino accesible por carretera, pero que hace apenas 25 años ocupaba un edificio con una leyenda bastante peculiar.
Existe en lo que puede llamarse el corazón de la capital, un espacio significativo que ejemplifica ese vacío y que ilustra a la vez el desinterés por el pasado y la fuerza con que lo cotidiano reemplaza cualquier uso anterior. Justo en la misma avenida de Rancho Boyeros, frente al edificio del Ministerio de las Comunicaciones por una parte, la Biblioteca Nacional y la Terminal Nacional de Ómnibus, por las otras se extiende una zona en la que hoy pululan choferes e intermediarios dispuestos a embarcar a viajeros hacia cualquier destino accesible por carretera, pero que hace apenas 25 años ocupaba un edificio con una leyenda bastante peculiar.
Tal vez pocos hoy recuerdan
aquella futura sede del Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME) reflejo también
inconcluso del intento nacional por proclamar a Cuba como una nación avanzada,
“en vías de desarrollo”, poseedora de un diversificada industria, como repetían
los medios de prensa del país. A mediados de los 90, luego de un complicado
proceso que incluyó explosivos y varias alertas a la población de los alrededores,
el edificio despareció, como desapareció también el CAME y en su lugar quedó un
área extensa, desolada, que poco a poco fue llenándose de bancos y farolas
según un apresurado boceto de parque en el que hoy se sientan viajeros
esperanzados y negociantes parlanchines que seguramente apenas hablan de lo que
existió allí antes por considerarlo de una importancia menor, irrelevante.
Hospital Infantil Pedro Borrás (c) Arquitectura Cuba |
V.
De los espacios incompletos que
a la vez terminaron siendo áreas de abandono y chatarra, tal vez no haya uno
que resuma de modo tan excelente el contraste entre el contexto y la utopía,
como los restos de la proyectada Central Electronuclear (CEN) de Juraguá en
Cienfuegos. Luego de la incertidumbre que ensombreció, a inicios de los 90, el
patriotismo militante de otras épocas y tras las subsiguiente desaparición de
la URSS y campo socialista, la “Obra del Siglo” fue finalmente paralizada en
1998.
Como Chernobil, Juraguá evoca desastre, un punto en el mapa nacional, donde casi nadie se aventura, a
sabiendas de que el panorama no ofrece muchos atractivos, si acaso el asombro
ante gigantescas estructuras de concreto y materiales estratégicos entre las
que resalta el inacabado primer reactor. A diferencia de muchas otras ruinas
que uno encuentra en recorridos por la isla, la armazón constructiva apenas cuenta
algo de la vida anterior, pues esta solo existe en referencia a un futuro que
nunca se tornó presente. Son ruinas sin utilidad histórica, apenas parte
de un proyecto que alcanzaría toda su importancia en el porvenir, cuando se
concluyera el improbable complejo que garantizaría de una vez y por todas la
energía imprescindible para el desarrollo.
Como en Chernobil, el sitio goza
de un extraordinario renacer natural en el que la maleza y la vida salvaje
tratan de recuperar el territorio usurpado por el progreso. Aunque si en la
contaminada zona ucraniana, los científicos se sorprenden del renacer de la
flora y la fauna; en Juraguá tal parece que nadie se interesa por descubrir
cualquier cosa en esa región casi olvidada. Para ilustrarlo basta indagar por
Internet y descubrir imágenes como las de vacas que deambulan por los restos de
una antigua carretera en la que a lo lejos se divisa la imponente presencia del
inconcluso reactor.
Para quienes cuentan con acceso
ilimitado a Internet y pueden realizar una pesquisa fotográfica, el significado
de la magnitud de una obra como la CEN puede resumirse esa foto de animales
vagabundos en los confines de una antigua zona industrial. Tal vez fueron
tomadas por turistas en plan kamikaze, imbuidos por la aventura de conocer el
verdadero país, el que no muestran las guías, o por compatriotas de la
diáspora, en viajes de regreso a la patria, motivados por un afán reporteril
para mostrarle al mundo el estado actual de lo que décadas atrás representaba la
utopía.
VI.
La llamada Estética del Período
Especial ha trascendido fundamentalmente como un término acuñado por investigadores académicos para englobar al repertorio de imágenes que comenzaron a aparecer a
mediados de los 90 sobre Cuba, en especial La Habana y su entorno decadente,
con las heridas frescas del deterioro provocado por los años más terribles de
la crisis económica y estructural que siguió a la caída del bloque socialista.
La representación de la capital como una ciudad ataviada con galas
inimaginables al borde del hundimiento, denotaban una imbricación peculiar
entre el pasado y el presente. La peculiaridad estaba dada por lo novel que
resultaban las imágenes para una gran parte del mundo occidental que hasta esos
años de ligera apertura apenas conocía de su existencia. La Habana era, para
un limitado número de interesados turistas de Occidente, en su mayoría
simpatizantes con la Revolución Cubana, una no menos limitada área cuyos puntos
culminantes eran la Plaza de la Catedral y La Bodeguita del Medio, atracciones
generalmente ofrecidas como parte de un paquete turístico que incluía días de
sol y playa en la entonces casi carente de infraestructuras Varadero. Las
impresiones sobre la ciudad y su gente se reducían a estas áreas mejor
conservadas de un entorno todavía lejos de ser descubierto. Por semejante
lógica, barrios como Centro Habana o El Cerro, apenas clasificaban en las
posibles postales capitalinas. Ni siquiera el hoy visitado Barrio Chino existía
en su actual proyecto de restaurantes y mercaderías.
(c) John Seith |
Con los planes iniciales para
desarrollar el turismo internacional, una de las estrategias salvadoras de la
economía nacional del gobierno cubano, arribaron a la ciudad los primeros
turistas con un marcado interés por saltarse los entonces circuitos turísticos
carentes de cubanos por obra y gracia de la legalidad socialista y aventurarse
por los recovecos de la vida cotidiana. Fuera de los hoteles, la ciudad se
presentaba sin cosmética, con las huellas propias de la escasez, la innovación
criolla y el haber sobrevivido a un Período Especial en Tiempos de Paz que se
asemejaba más al momento en que ha culminado una larga guerra.
Las palabras casi proféticas del
personaje de Diego en la multipremiada e icónica película Fresa y Chocolate quizás podrían explicar a la vez el disparatado interés foráneo e igual nivel de
estupefacción entre los cubanos. Tras contemplar la ciudad en su predecible
colapso y poco antes de su partida hacia el exilio, Diego exclama que viven en
una de las ciudades más maravillosas del mundo. La historia literaria original
ocurre en los años 70, pero la del filme tiene lugar en un tiempo más cercano
al 1993 en que se rodó. La cámara, de modo más bien profético, se detuvo en las
edificaciones finiseculares, ampulosas, llenas de ornamentos, maltratadas por
el salitre o tiznadas del hollín del tráfico habanero. En la amplia colección
de imágenes que presentaban a la capital como obra de arte, si bien decadente y
frágil, temporal, la prioridad la ocuparon aquellas en que el esplendor de
antaño había perdido, en apariencia, toda la importancia en la vida cotidiana.
Podía ser la impresionante instantánea de un edificio ya desplomado, que
únicamente conservaba en pie la antigua fachada con algunos de sus elementos
arquitectónicos todavía visibles o la sobrecogedora escena de un habanero emprendedor,
dedicado al entonces casi lucrativo negocio de rellenar fosforeras, en un
portal majestuoso flanqueado por columnas, carente de la mayoría de los
mosaicos del piso.
Los visitantes encontraban
reveladores tales encuadres inéditos. Los cubanos, al inicio, se cuestionaban
qué particular atractivo podían tener semejantes ruinas. Hasta que el ímpetu de
progresar y la siempre evocadora necesidad de salir adelante, propició en los
nacionales el convertir las descuidadas estructuras en sitios de renovada
actualidad y así tornarlas en ofertas atractivas para el ahora siempre
creciente interés foráneo. Surgieron hostales y restaurantes
en aquellas otrora ruinosas edificaciones. Y en algunas, a pesar de los
inobjetables beneficios del negocio, sus dueños decidieron alterar lo menos
posible la impresión de finitud, de proximidad al colapso. De manera que en
muchos de los nuevos establecimientos las reparaciones y remodelaciones fueron
limitadas a contener el peligro de caída total. Lo demás se adaptó a las
exigencias de una ya existente demanda por una representación específica del
antiguo esplendor. La Habana de entonces comenzaba a ser una ciudad semi-eterna,
obligada a detenerse aún más en el tiempo, para satisfacer a una audiencia atraída
por una ya establecida imagen de la ciudad que propiciaba a la vez la
rentabilidad necesaria para que el esplendor colonial a punto del desplome
continuara manteniéndose inmutable.
Por aquellos años, una canción
dedicada a la urbe de más de dos millones de habitantes pasaba a colocarse como
la representación más auténtica de la capital. “Sábanas blancas” de Gerardo
Alfonso, resumía la afectividad habanera con la enumeración de zonas
distintivas de la geografía local y el posible efecto devastador de la
distancia, adosada con un virginal comienzo en tiempo de guaguancó que
proseguía in crescendo hacia sonoridades más elaboradas. La renovada atracción
que La Habana causaba en el extranjero parecía haber encontrado en el panorama
nacional una contraparte más festiva, tal vez más auténtica que el optimista,
pero imposiblemente inclusivo lema de “la capital de todos los cubanos”, que
también comenzaba a asociarse con La Habana.
Poco tiempo después, luego del
éxito global del Buena Vista Social Club (disco, proyecto musical y documental
de Win Wenders), la nostalgia se añadió a los remanentes del período
republicano y las ruinas encontraron otra audiencia interesada en sus
historias con el añadido de temas musicales también anclados en el amplio catálogo
discográfico de las creaciones de los años 40 y 50. Aunque el espíritu retro
sigue considerándose una importación, una capacidad de
observación que pertenece más al visitante que al habitante local, en especial
en lo relacionado con los sonidos musicales de la ciudad. Los cubanos, en un
número cada vez más creciente van pasando de la Estética de la Necesidad a la
del Consumismo. Y como ocurre en los videoclips de los reggaetoneros, lo antiguo se
valida siempre que su estado actual no comprometa también su antiguo valor y
sugerencia de estatus. Como ornamento, como telón de fondo, son parte de una
lista pretenciosa de efectos de consumo, bienes para adquirir, en un claro
objetivo exhibicionista de esos cantores de gruesas cadenas doradas, tatuajes
multicolores y cabezas entorchadas de gel, reflejo de las actuales divisiones
sociales del país. Se prefieren las viejas mansiones y autos, siempre que
brillen, que mantengan el lustre y valor añadido de antaño.
Las ruinas, los espacios vacíos,
permanecen en silencio, ajenos a toda creación musical, a no ser que algún otro
emprendedor nacional los utilice para rodearlos de bocinas y amplificadores e
invite a una multitud perennemente deseosa de mover el cuerpo a convertirlos
en calientes pistas de baile. Y esas también cautivarán la atención de
visitantes, incluyendo a la supuesta avalancha de norteamericanos, a quienes tanta
alegría en medio de tanto abandono y precariedad les parecerá otro de los
enigmas indescifrables de la isla caribeña que en esta ocasión escogieron como
destino turístico.
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