viernes, noviembre 09, 2012

Sonata de otoño


Tal vez no haya mejor señal que identifique al del otoño que la inminencia del la noche. La corta duración de los días se anuncia en noviembre con la ausencia de luz, cuando esta comienza a desvanecerse a partir de que los relojes, al menos en el hemisferio norte, dan las cuatro de la tarde.

La estación en Londres y en gran parte de las islas británicas, se caracteriza lo mismo por la estereotipada instantánea de los árboles multicolores, debido a las hojas prontas a caer, que por la frecuencia con que la llovizna se inscribe en las escenas cotidianas.

“Noviembre es un mes difícil”, me decían los amigos ya establecidos en la Vieja Europa, cuando escribían correos nostálgicos del trópico y del omnipresente sol cubano. Para convencerme me citaban estadísticas del número de suicidios que, según ellos, aumentaban desmesuradamente en este mes. Yo los leía sin entender mucho, pues en la isla, el onceno mes era un débil indicio de cambio, la antesala para la versión nacional del invierno, ese que desanima tanto a compatriotas convencidos de que los días sin sol no cuentan.

“Es que no ocurre nada”, me cuenta una colega escocesa, habituada a un calendario regido por el consumo. Según su lógica, estos son los treinta días que median hasta que la fiebre de la Navidad se apodera de diciembre  y ayuda a simular un sentimiento colectivo de satisfacción y puede que de optimismo.

“Notarás el cambio”, me expresó un amigo en el ya lejano mes de septiembre del 2004 cuando yo exploraba impresionado los barrios sureños del gran Londres, sorprendido de lo poco que conocía sobre la estación, la capital inglesa y todo el Reino Unido. Mi amigo me pronosticó que detestaría la oscuridad, la sensación de que las horas diurnas nunca alcanzarían para nada en esta ciudad donde la ansiedad supuestamente te obliga a mostrarte productivo más de la cuenta.

“Es relativo”, comentó una profesora sueca, acostumbrada a experiencias otoñales escandinavas. Ella tiene una interesante teoría sobre la manera en la que el otoño influye en la productividad de la gente. “Afuera llueve o apenas queda luz, así que uno se concentra irremediablemente en todo lo que tiene pendiente”, sentenció.

Desde un café con enormes paredes de vidrio, ubicado en el segundo piso de un edificio situado en una bulliciosa avenida del centro comercial londinense, me doy cuenta que la estación ya comienza a exhibir sus señales más características. De un lado al otro pasan transeúntes enfundados en abrigos sombríos, en una armoniosa combinación que interrumpe de vez en cuando alguien abrigado con prendas de colores brillantes. Me separan minutos de las cuatro de la tarde, luego quedará una hora de luz natural, como máximo.

Aún así, a pesar de la consabida queja por nuevamente lamentar la extrema finitud de una jornada, los ocho otoños que he acumulado creo que me garantizan la supervivencia. Los médicos hablan del “cansancio otoñal”, de la manera en que la falta de luz condiciona al cuerpo a que sufra un poco en tanto nos readaptamos al cambio.

Mientras tanto, en esta calle de Londres, los ciudadanos se muestran imperturbables, tal parece que el otoño tiene su música particular y que los londinenses se la saben de memoria. 

lunes, octubre 22, 2012

Nómadas


El escenario fue la ciudad alemana de Heidelberg, pero pudo haber ocurrido en cualquier otro lugar de la Vieja Europa o en otras áreas de la geografía mundial que poco a poco van despojándose del adjetivo monocultural. En las salas del InternationalesWissenschaftsforum de la Ruprecht-Karls-Universität, situado en la calle principal del casco histórico, se celebró una conferencia auspiciada por el Grupo de EstudiosTransculturales de la universidad más antigua de Alemania. 

Pero más que de las sesiones, interesantes para quien sigue investigaciones vinculadas a las cocinas nacionales en este cambiante planeta, me sorprendieron las interacciones fuera del plenario. Los organizadores, tal vez previendo que este sería un encuentro académico relativamente pequeño (poco más de una veintena de participantes), se ocuparon de ofrecer espacios para conversar, degustar las especialidades locales e intercambiar experiencias e intereses investigativos.

Estaba por primera vez en Alemania, mi primer viaje como ciudadano europeo, rodeado de expertos para quienes aquello del lugar de origen no tenía ninguna importancia. Así me lo expresó A, alemana, esposa de un canadiense de origen jamaicano, para quien cualquier lugar del mundo bastaría para vivir, sobre todo si se tienen las condiciones que precisa un matrimonio con hijos pequeños. También me lo confirmó R, belga por su pasaporte o flamenca por la región dónde nació, en un español perfecto, saturado de manierismos cubanos o tal vez caribeños, pues Cuba y la República Dominicana son destinos habituales de sus viajes de investigación.

En español conversé también con R, ibérica, aunque por su dominio del alemán intuí que sería más internacional que peninsular. En efecto, vivió durante años en Bremen, allí aprendió el idioma, aunque ahora precise más del inglés para sus clases en la isla antillana de Antigua. Otra charla con P, gallega de origen, habitante de Nueva Jersey por adopción, me ilustró sobre los contrastes del sistema educativo norteamericano. En Orlando, Florida, donde se ubica su college, apenas utiliza el inglés para comunicarse, pues sus clases son de y en castellano.

Imaginé que en este universo actual, los humanos estamos más acostumbrados a pasar de un lado a otro, a itinerarios increíbles, como el la de la familia de D, con apellido hispano y fisonomía propia del subcontinente indio. Aunque lo que él llamaría “su casa” son los barrios de Toronto en los que creció, luego de que sus padres emigraran desde Trinidad y Tobago, país al que muchos años antes fueron destinados sus antepasados desde el Indostán.

No menos apasionante habrá sido la de D, de apellido italiano, a pesar de haber nacido en Bavaria, región a la que seguro viajaron sus ancestros, en la Europa que Saskia Sassen ha definido como el producto de siglos enteros de migraciones. O la de S, de padre alemán y madre indonesia, o la de M, berlinesa con predecesores en la antigua Yugoslavia. 

Es curioso que los representantes de tantas mezclas se habían reunido para conversar sobre las particularidades de las recientes de las diásporas de este siglo. Porque estos recuentos de desarraigos y repoblaciones no terminan con la historia de generaciones anteriores. Los humanos continúan empeñados en cambiar de territorios, ya sean obligados por las circunstancias o porque tengan el convencimiento de que es necesario partir. Sólo queda esperar que en el futuro estos movimientos de un lado a otro se conviertan en algo común y natural y lo “local” vaya quedando como una referencia al pasado. 

lunes, septiembre 10, 2012

Otra vez pensando en Cuba en Londres


En los años 80, la revista Somos Jóvenes, en aquel entonces una de las más seguidas por los adolescentes y jóvenes que, como yo, habitábamos una escuela interna, recomendó cien libros para la juventud. La lista, con sus claras omisiones (sólo incluían a los publicados en Cuba), se mantuvo durante esos años como una especie de guía para quienes buscaban un conocimiento mucho más abarcador que el que propiciaban aulas y maestros.

Y que conste, a pesar del lógico adoctrinamiento (eran todavía tiempos de la Guerra Fría) y la enseñanza orientada a la exaltación del socialismo como el mejor sistema posible, en aquellos años se premiaba al interés por indagar más allá de los programas y planes de estudios. Antes que preocuparse por cuán bien se dominara el “pensamiento” de históricos líderes revolucionarios, algunos profesores se interesaban más porque nos ocupáramos de la gran literatura o las historias interesantes y asombrosas que propiciaban las ciencias exactas, gracias a los volúmenes de Física y Matemáticas Recreativas del gran Yákov Perelmán.

Supongo que algunos tomaron la lista de Somos Jóvenes y decidieron, en el espíritu competitivo de aquella edad, leer uno por uno los libros seleccionados. Otros, con la holgazanería propia de la adolescencia y la sensación de que había demasiado tiempo en el futuro para todo, se consolaron pensando que muchos de los títulos de la lista serían incluidos en actuales y futuros cursos de Literatura Universal, Medieval, Española o Hispanoamericana. ¿Para qué apurarse entonces?

Entre las obras enlistadas había una que no apuntaba a elementales referencias literarias (al estilo de Cien Años de Soledad, Las Ilusiones Perdidas o La Ilíada), aunque sí se anunciaba de manera muy grandilocuente y ridícula: Decadencia y caída de casi todo el mundo. Su autor, Will Cuppy, resultaba un perfecto desconocido, incluso para entusiastas de la lista que uno encontraba en su círculo más cercano de la ESVOC Ernesto Guevara en Santa Clara, por supuesto, el sitio donde ocurrían todos los eventos en mi vida de escolar adolescente.

Lo que ese estudiante de secundaria desconocía era que aquel pequeño texto de tapa verde o blanca (según la edición que uno poseyera) se había convertido en una especie de libro de culto y en virtud de tal status, había desaparecido de la gran mayoría de librerías cubanas. Con el tiempo descubrí a más de una generación de humoristas visiblemente influenciados por la prosa y picardía de Cuppy, desde los Nos-y-otros Luis Felipe Calvo y Eduardo del Llano hasta el coterráneo Carlos Fundora.

Sin embargo, mi primer encuentro con el ejemplar ocurrió muchos años después de la publicación de aquella lista. Había leído fragmentos aparecidos en otras revistas o seriados en formato de historieta en la propia Somos Jóvenes, pero no había podido hacerme del texto completo. Sobre él conversé algunas veces con mi amigo Frank, que comenzaba a fanatizarse con la historia y sus grandes personajes. Hablábamos de la capacidad de Cuppy para entretener, para narrar de manera real tantos disparates cometidos en nombres de la fe o de las ideologías y nos preguntábamos, claro está, si todo lo que aparecía en las páginas de aquel librito sería creíble.

Al poco tiempo, Frank me sorprendió con un regalo, nada menos que The decline and fall of practically everybody, la edición de 1971, Instituto Cubano del Libro, la famosa de tapa verde, pues había otra, perteneciente a la Colección Cocuyo con portada y reverso en fondo blanco. Aquel libro, con una dedicatoria insuperable, como la que escriben los buenos amigos, fue motivo de lecturas y re-lecturas y de muchas tardes de incontables risotadas. Para mí sería el mejor antídoto para enfrentar el clima de desánimo e incertidumbre que ensombrecía La Habana y todo el país durante lo más especial del “Período”, según un poeta villaclareño.

Terminado el año 93 y concentrado en otras lecturas, Decadencia… pasó a ser un ejemplar de referencia en un lugar privilegiado del pequeño librero tras la puerta de la sala. Sin embargo, ahí no duró mucho. Mi primo Camilo lo descubrió en uno de sus viajes de avituallamiento a Santa Clara y se lo llevó con él para su apartamento en La Campana, en las lomas del Escambray. Y allá quedó también para ser leído y re-leído.

Una vez que intenté recuperarlo me fue prácticamente imposible. Camilo había quedado tan entusiasmado con las historias de Will Cuppy, que le resultaba inadmisible separarse de mi ejemplar. Por suerte, me topé con otro gracias al empeño de aquellos emprendedores libreros por cuenta propia de la calle Marta Abreu, cuando aún esa actividad no se había vuelto tan popular. Entonces se lo troqué a mi primo por el casi cuaderno verde con la dedicatoria de Frank que volvió a su puesto en el improvisado librero.

Luego le perdí la pista. Yo emigré y mi casa cambió de dueño. Algunos libros se salvaron, otros quién sabe dónde terminaron. Todo este preámbulo sirve para ilustrar la sorpresa que me llevé hace pocos días, paseando por el elegante barrio de Marylebone, que es famoso por sus boutiques y cafés exclusivos, pero también por una tienda de libros de segunda mano en la que se encuentran verdaderos tesoros literarios y musicales.

Allí, en la sección de humorismo, me topé con el viejo Cuppy. Al hojear el texto, comprobé que la tan entrañable edición cubana es sólo un fragmento de la que el escritor norteamericano consideró su obra maestra. En ella trabajó durante años, con la profundidad de un conocedor y la rigurosidad de un académico y es que, por muy cómico que parezca, ningún dato que ofrecen las viñetas del libro resulta desacertado.

Helena me lo compró, imagino que también con la curiosidad de quién ha escuchado más de una vez referirse a The decline… y justo a pocos pasos de la librería comencé a leer y a comparar. Quería comprobar si en el inglés original, el autor sonaba tan hilarante como en la versión cubana. Dos o tres carcajadas más tarde, no me quedaba ninguna duda.

Pensé que mi amigo Frank, sea cual sea la dimensión en la que se encuentre, estaría la mar de contento. 

miércoles, agosto 15, 2012

Londres olímpica: versión de una ciudad en movimiento

(Publicado en Diario de Cuba)

© Helena Soares
El pasado domingo 12 de agosto, una sinfonía de color y música puso fin a la trigésima olimpiada de la era contemporánea, celebrada en Londres. Tras los Juegos de la Austeridad en 1948, luego del desastre que significó la Segunda Guerra Mundial, la capital inglesa se preparó por tercera vez para organizar olimpiadas en una Europa que, a juzgar por el panorama imperante en el Viejo Continente, bien podrían llamarse los Juegos de la Crisis. Más de diez mil atletas de 204 países se concentraron en la ciudad para optar por las preseas de oro, plata y bronce, pero solo representantes de 85 naciones lograron alcanzarlas.

De cualquier manera, los alarmistas salieron más derrotados que quienes no consiguieron medallas. Estos juegos se adecuaban al habitual estereotipo de los británicos, reacios al entusiasmo. La queja es una actitud característica aquí, donde convergen las más disímiles tribus urbanas. Fallaron desde los que pronosticaron un caos total justo al primer día de competencias, hasta los que esperaban que colapsaran, según efecto dominó, el transporte público, los servicios de sanidad y que en el centro se aglomeraran hordas de turistas indisciplinados. Para rematar quedaba la siempre inoportuna sospecha de un atentado terrorista que impediría la normal continuidad del evento o su suspensión indefinida. No por gusto los juegos atraían una indeseable asociación con el fundamentalismo islámico. Sólo un día después del anuncio de la concesión de la sede, apenas transcurridas unas horas de que una multitud lo celebrara en la Plaza Trafalgar, Londres se unió a la lista de ciudades víctimas del terrorismo.

Sin embargo, aún en la primera semana, toda Londres y puede que hasta la Gran Bretaña, comenzaron a despojarse poco a poco de los malos presagios y decidieron, si es cabe semejante acción, disfrutar del espectáculo. Los londinenses, fuera de los miles de voluntarios uniformados de violeta y rojo que partían a animar las sedes de las diversas competencias, continuaron sus vidas con metódica normalidad. Mientras acontecían dramáticos torneos o parsimoniosos desafíos olímpicos, los puntos más neurálgicos del atareo londinense apenas mostraban alteraciones. Porque, claro, no se puede hablar de un “centro” en un Londres que crece y se divide en cuanto a barrios temáticos, solventes y depauperados. No obstante, la Calle Oxford, Leicester Square, Covent Garden y hasta el marchoso Camden Town, lucían semi-vacíos en estos días olímpicos.


Anfitriones, el antes y el después


En el 2004, la actuación británica se redujo a los éxitos de Kelly Holmes, los relevistas del 4x100, los ciclistas Chris Hoy y Bradley Wiggins, un jinete, dos tripulaciones de velas y un bote de remos. Cuatro años más tarde, el equipo británico llegó a Beijing con la indiferencia de los principales medios de prensa. Antes del 2008, las noticias sobre la mayoría de los deportes olímpicos ocupaban minúsculas columnas en las páginas finales de los diarios, mientras que el resto se llenaba con entrevistas, reportajes y moralizantes comentarios sobre fútbol, cricket, rugby, tenis, carreras de caballos o de automóviles fórmula 1.

Grandes cantidades de tinta apuntalaban la grandeza de un espíritu deportivo enraizado en tradiciones y anticuadas nociones de nobleza o localismos. Y siempre desde la perspectiva clasista que aún rige la nación inglesa, según la cual los niños de bien juegan al cricket, visten de blanco y compiten en inmaculados estadios de césped reluciente, mientras que los pobres tienen que conformarse con la vulgaridad de correr tras un balón blanquinegro acosados por igualmente vulgares espectadores.

Para sorpresa de comentaristas, la delegación regresó de Beijing con 47 medallas, diez de oro más que en Atenas y con el rompecabezas que significaba entender posible tal éxito. Por ejemplo, los dos oros de la nadadora Rebecca Adlington nadie los había pronosticado por lo imposible de que surgiera un campeón de natación si en la ciudad australiana de Sydney existen más piscinas olímpicas que en todo el Reino Unido.

De modo que tras el voto de confianza por el desempeño en el 2008, los británicos se prepararon para más sorpresas en Londres 2012. La preparación, no obstante, puede considerarse mesurada en un año en que Isabel II debía celebrar, por todo lo alto, sus seis décadas en el trono. Doce meses antes del comienzo, las vallas publicitarias se llenaron de aspirantes olímpicos. Algunos como Hoy y Jessica Ennis partían como favoritos en sus eventos; otros, como Liam Tancock y Phillips Idowu terminaron la olimpiada sin medallas. Peor fue el caso del vallista William Sharman, que ni siquiera llegó a integrar el equipo a pesar de que las gigantografías con su rostro todavía adornan algunas gasolineras en Gran Bretaña.


En la Olimpiada de las marcas y las grandes transnacionales, el “Equipo GB” logró adueñarse de una fuerte identidad corporativa, un símbolo que, con los colores de la Bandera de la Unión, fue apropiado por participantes y espectadores. Así lo mostraron en las competiciones de los días iniciales, cuando la exigua cosecha de medallas de oro parecía darle la razón a los escépticos de scones y té con leche. Así también lo agitaron en la segunda semana cuando el país se despertó sorprendido y hasta asustado de ubicarse en el tercer lugar en la tabla de medallas y de calificarse como una potencia deportiva.


Para cualquier analista formado en los tiempos de la Guerra Fría, cuando el deporte se usaba con fines políticos, ligado a esa débil construcción social que es el patriotismo, la actuación de los anfitriones viene a ser una continuidad. Para quien escuchó a los atletas británicos hablar de su preparación, de los triunfos y sobre todo de la amargura de fracasar cuando se esperaba tanto de ellos, los juegos fueron una simple oportunidad para pasarla bien y competir.

Habrá más de un interesado en teorías conspirativas que se atreva a descontextualizar eventos y a presentarlos como una estratégica labor de los británicos para despojar de medallas a contrarios más débiles. Es posible que otros se empeñen en demostrar que las victorias locales fueron pura casualidad. Quedará; sin embargo, una gran masa de voluntarios, londinenses de origen y por adopción, que cuando se apagaron las últimas luces del estadio tras la ceremonia de clausura sintieron que las palabras de Sebastian Coe agradeciéndoles el haber hecho posible Londres 2012 tenían un significado especial.


Héroes y heroínas de lidias y arenas


© Helena Soares
Como en pasados eventos similares, muchos deportistas llegaron con el adjetivo de superfavoritos, pero cada jornada, ante el empuje de adolescentes y la habilidad de vencer de los más experimentados, demostró la veracidad de aquel viejo refrán de que lo difícil no es llegar sino mantenerse. Se recordarán estos juegos como los probables últimos del nadador norteamericano Michael Phelps, pero su actuación estará para siempre relacionada con la de los no menos talentosos Yannick Agnel (FRA) y Chad Le Clos (RSA), quienes impidieron que la cuenta total de medallas del más laureado deportista de nuestros días fuese aún mayor.

De los adolescentes, la lituana Ruta Meilutyte se reveló como una excepcional pechista para quien el epíteto de campeona olímpica, a los 15 años, todavía no tiene una dimensión extraordinaria. El que sí no tendrá ninguna duda al respecto es el velocista jamaicano Usain Bolt, quien con otras tres doradas tras igual éxito en Beijing, se autocalificó como una leyenda. Legendario fue también el triunfo de la gimnasta Gabrielle Douglas, primera afro-americana en conseguir el título de máxima acumuladora, o del luchador uzbeko Artur Taymázov, campeón de lucha libre por tercera vez consecutiva, o de la esgrimista italiana Valentina Vezzali, quien se llevó sus medallas número 8 y 9 compitiendo desde Atlanta 1996.

No obstante, pese a la avasalladora imagen de los campeones, queda siempre la menos complaciente versión de quienes no alcanzaron lugares en el podio. Las pantallas reflejaron la representación de la derrota, aunque algo diferente ocurriera en la arena donde acontecieron los eventos. El caso del maratón es bien ilustrativo: un puñado de corredores que se aprestan a alcanzar la gloria, aunque esta en teoría corresponda solo a tres escogidos. Sin embargo, recompensa ver como los espectadores británicos, londinenses y visitantes, apostados a ambos lados de la enorme avenida The Mall, permanecían en sus puestos aplaudiendo y vitoreando hasta que pasaba el último deportista. Para ellos, la consabida sentencia de que lo importante es competir, justificaba todo el reconocimiento.

La celebración, más tarde, corría a cargo de los compatriotas residentes en la urbe británica, a veces tan hiperdiversa como para asociarla al resto de las ciudades inglesas. Porque cualquier deportista extranjero puede encontrar, si los busca, a entusiastas de su nación de origen en Londres. En estos días, así sucedió con las decenas de orgullosos seguidores que se reunían en la gradas, fuera de las diferentes sedes o simplemente aparecían por la calle, con la sonrisa y la bandera de su país anudada al cuello. Y estas podían ser símbolos familiares, como las de los antiguos dominios coloniales del imperio, ahora miembros de la Mancomunidad de Naciones (Kenya, Uganda, Jamaica); o exóticas y ajenas como las de Armenia o Timor Oriental.

La isla y los juegos

Sobre la actuación de los cubanos baste decir que la obtención de medallas resultó menos agónica que hace cuatro años. Dos títulos dorados en boxeo aliviaron la supuesta vergüenza de la capital china y complacieron a una afición todavía apasionada por esos aires de superioridad nacional tan socorridos en un ambiente de competición internacional. El super-pesado luchador Mijaín López, tal vez el deportista con mejores credenciales según la prensa especializada británica, volvió a demostrar por qué es el mejor en su categoría.

Y es que, a excepción de conocidos nombres del atletismo nacional, los miembros de la delegación cubana eran una verdadera incógnita. El por qué lo resumió la comentarista Nicola Fairbrother, de la BBC, cuando aseguró que los cubanos participaban tan poco en el circuito internacional que resultaba imposible emitir un vaticinio sobre ellos. Por muy bien que lucieran en las sesiones eliminatorias, se contaba con tan pocas referencias sobre pasadas actuaciones que escogerlos como favoritos parecía demasiado. Los del campo y pista, al menos los habituales en torneos internacionales como la Liga del Diamante, merecerían otro comentario. De cualquier manera, ningún seguidor de tales competencias esperaba una actuación descomunal de Dayron Robles, mucho menos el título como en Beijing. Quizá el revés de la capital china y el discreto, pero admirable desempeño en Londres, signifique que ya es tiempo de adaptar las expectativas nacionales de la isla a las realidades de un movimiento olímpico que no reacciona siempre según redundantes referentes culturales y geopolíticos.

Además, vale recordar que quienes compiten hoy, sobre todo los más jóvenes, fueron los niños y adolescentes del llamado Período Especial. Ellos nunca pudieron aspirar a la formación atlética de sus predecesores, a entrenarse en instalaciones modernas o elementales, a satisfacer necesidades nutritivas propias de su actividad o a contar con asesoría técnica extranjera, aunque esta viniera del campo socialista. Tampoco sacaron provecho del otrora eficiente sistema de alto rendimiento originado en un “área especial” de base, debido a que según avanzó la crisis, contaron cada vez con menos y menos recursos, a veces importados, pero otras tan de sentido común como el de tener una piscina, con agua, para entrenarse todos los días. Cuando estos niños promesas despuntaron en sus disciplinas, se encontraron también sin muchos entrenadores, esparcidos ahora por varias naciones ya fuera siguiendo un proyecto personal, o alguna alocada o consciente misión a lo internacionalismo proletario.

Pero en la Mayor de las Antillas, las estructuras deportivas tampoco escapan al anacronismo imperante en las demás esferas de la sociedad. Tal vez la ausencia de nacionales en las competiciones por equipos, en otro tiempo fuente de incontables premios y emociones, quede como el mejor ejemplo de que los proyectos colectivos cubanos pasaron a mejor vida. Lógicamente, algunos cuestionarán tal sentencia, apelarán a la casualidad, a la pretendida injusticia de la clasificación y puede que tengan razón. Sin embargo, si algún espectador curtido en los torneos de los ochentas observó con detenimiento los partidos de volleyball femenino, dos posibles dudas le vendrán a la mente: o las “Morenas del Caribe” andan muy necesitadas de una potente dosis de amor propio, de ahí su ausencia, o el nivel del juego de net y pelota ha decaído extraordinariamente.

© Helena Soares
En los setentas cuando aún no eran tan frecuentes los escándalos por dopaje, la frase “el extra de los campeones” resumía el complemento esencial que garantizaba cualquier hazaña deportiva. Se precisaba de una excelente forma física, de visualizar el triunfo como una actividad natural, pero dado el nivel de la competencia –Juegos Olímpicos- cualquier esfuerzo extra era primordial. Si algo distinguió a los anfitriones y pocos cubanos mostraron, fue el ansia de competir y ganar: competir como un premio al desgaste previo, a las jornadas interminables de entrenamientos, pero con el beneficio de pasarla bien; ganar, como el mayor estímulo a una decisión personal y autoindulgente, por mucha presión que hubiera para que los británicos se lucieran en casa. Aunque para vencer a este nivel, la victoria no puede dejarse a la providencia, al criterio subjetivo de un panel de árbitros y jueces, hay que desearla más que nada.

En la clausura del evento, entre los reflejos coloridos de los miles de focos y al compás de un repertorio representativo de la producción musical británica, podían verse tímidas banderitas cubanas siendo agitadas por manos perdidas en el concierto gestual de los deportistas. Habrían sido más si a los nacionales no los forzaran a regresar a la isla una vez terminadas las competiciones en las que toman parte.

Para un cubano nacido a inicios de los 70, con vagas memorias de la Olimpiada de Moscú, privado de disfrutar las dos citas estivales siguientes, los Juegos Olímpicos de Barcelona seguirán siendo una referencia demasiado fuerte como para calificar estos de Londres “los mejores de la historia”. Para un londinense por adopción, no obstante, estas poco más de dos semanas sirvieron para añadirle a la ciudad el mérito de agrupar a entusiastas de todo el mundo que la despojaron de ser simplemente el mero espacio de mi acontecer cotidiano. A gente se vê no Rio!