¿Qué es lo que más me gusta de Inglaterra? De vez en cuando me sorprenden con esa pregunta. Me pillan, porque llega sin previo aviso en el medio de cualquier intercambio informal, en las contadas ocasiones que converso con ingleses. Me resulta curioso que la mayoría de quienes indaguen sean personas de mediana edad a quienes tal vez les resulte imprescindible la contestación. No los debo llevar muy recio. Si se mira de cierto lado, es casi lógico que un recién llegado a un sitio extraño debe tolerar, además del recelo típico con que lo observan los locales, que alguno le suelte de sopetón tal interrogante. Quizá esperan una confirmación de una hipotética grandeza al estilo de “qué bien se está aquí”, quizá aguarden por el menor aviso de inconformidad para responder con una preparada sarta de razones ensalzando las ventajas del lugar.
Reconozco que no ubico a Inglaterra, con ese nombre tan atronador e histórico, entre mis referencias más cercanas. Vivo y no vivo en una ciudad inglesa. Habito por estos días un territorio llamado Londres, una especie de versión anglosajona del punto de encuentro de todas las tribus del planeta. Esta capital es hiperdiversa y multicultural, basta caminar de un barrio a otro, notar las desigualdades, los rostros y las actitudes. Subirse a un autobús es suficiente para escuchar los pequeños diálogos de otros que puede hablen tanto inglés como español, portugués o italiano y también ruso, polaco, árabe, urdu, punjabí o hindi. Por eso mi reacción inicial a la pregunta siempre es cerebral y defensiva: es que yo no vivo en Inglaterra, sino en Londres.
Una explicación simple partiría del hecho de que saliendo de los contornos de la gran urbe, ya se está en territorio digamos que más inglés. Pudiera ser, aunque en realidad no hallo muchas características que diferencien a una comarca (shire) de otra. Las ciudades anglas, salvo por los centros urbanos donde se concentran las principales actividades económicas y culturales, se asemejan demasiado entre sí.
El pasado fin de semana visitamos Oxford. No resultó el paseo habitual y turístico por las antiguas universidades, pues pasamos la mayor parte del tiempo recorriendo los alrededores en una caminata con fines de caridad. Me atrevería a decir que no hallé muchas disparidades entre los paisajes que vi en la campiña de Oxforshire y los del centro de Cuba. Por añadidura, tuvimos un día caluroso y de sol intenso toda la tarde que trajo esa luz tan singular en esta latitud, que dura hasta eso de las diez de la noche.
Las diferencias pueden ser sutiles, tal vez de haber sido una habitual jornada lluviosa y gris, supongo que serían más evidentes. Digo sutiles aunque, por ejemplo, la aparición de una casa campestre, o una granja, con sus arquitecturas singulares bastaría para identificar la vista como inglesa y no cubana. En general, diría que no hallé demasiadas variedades de verdes o azules, esos parches cromáticos que tanto obsesionan a muchos compatriotas. Yo, en lo personal, no creo en los nacionalismos, si bien me gusta distinguir las cuestiones que por historia, tradición o cultura hacen peculiares a las partes de este mundo.
Dos escenas del campo inglés me recordaron momentos de mi niñez y adolescencia, por esas maneras curiosas en que la memoria se activa con ciertas señales. Junto a una cerca clásica, tan de cuento infantil, las amapolas me llevaron a aquel programa Escenario Escolar de finales de los 70 y a una canción específica que decía “novia del campo, amapola”. Un árbol seco, solitario y desafiante, me recordó un casi olvidado poema de Antonio Machado. Sin embargo, ninguna de las asociaciones mentales sirvieron minutos antes para responder a la impertinente pregunta de una no-menos pedante señora sobre qué encontraba desagradable de Inglaterra.
Me digo que, al menos por cortesía, debo ensayar una repuesta para estos casos. La visita a Oxford fue fugaz, dependíamos del horario justo para llegar, dar la caminata y regresar. Apenas quedó tiempo para tomar el Earl Gray de rigor que nuestros anfitriones, todavía sudorosos y colorados, se apresuraron a beber. Yo opté por una cerveza, creo que para sobrevivir a una taza humeante cuando la temperatura roza los 26 grados, hay que tener una predilección sobrenatural por esta infusión o haber nacido en este país. Definitivamente, la invitación a un té en verano es lo que menos me gusta de Inglaterra.