(Gleb Garanich/Reuters) |
Un fotógrafo de Reuters publica esta semana
la foto simple de una tragedia. Aunque su impacto es inmediato, crudo, es
posible que pronto sea olvidada, en el remolino de imágenes que produce un
conflicto actual y todavía sin visos de terminarse. Fue tomada por Gleb Garanich
en una ciudad hasta ahora insignificante, Kramatorsk, en la región de Donetsk,
al este de Ucrania. Es de esos sitios en la geografía de la antigua república
soviética de los que apenas habíamos oído hablar, como Chernobil antes de 1986.
La única diferencia es que en Kramatorsk no
ha habido un desastre nuclear y allí la vida de sus habitantes prosigue. Así lo
muestra, paradójicamente, la foto de Garanich, aunque en su primer plano la
mujer que yace enfundada en un largo abrigo negro de plumón y botas hasta la
rodilla, haya fallecido puede que horas antes debido a la explosión de un
mortero disparado desde las filas prorrusas. O tal vez no fueron ellos, se
esforzarán en argumentar los defensores de ese bando, mientras sus oponentes se
desgañiten alegando la culpabilidad de los otros y mostrando evidencias del
entrometimiento, como el Presidente Poroshenko, que en la reunión de hace unos
días en Munich, posaba con los pasaportes rusos de soldados capturados por
fuerzas ucranianas en la región separatista.
Ese es el escenario más conocido de las
guerras, el de las facciones en pugna, en constante trueque de acusaciones, como
un siniestro juego de niños: tú dices, yo digo. Solo que en este escenario,
además de las palabras, las posiciones se dirimen con disparos y bombas. “¿A quién se le ocurre ir a una guerra con un
pasaporte?”, dirían algunos, tal vez pensando en la idea clásica de un combate,
esa más propia de las secuencias de un filme bélico que recrea batallas típicas
del siglo XIX, cuando los soldados combatían y se asesinaban frente a frente,
en el más ridículo y puro estilo militar. No obstante, en este siglo, las
guerras carecen de campos de batallas, pues transcurren en cualquier espacio donde rompan de golpe la rutina del día a día, como en Kramatorsk, Ucrania.
En la foto de Garanich se nota, al lado del
cuerpo, el bolso que –es probable– la mujer llevara todos los días en su salida
al trabajo o en el recorrido para procurar qué comer, algo tan
normal cuando se vive en zonas de guerra. En la imagen, en lo que parece ser ya una
costumbre, puede verse además un gorro de invierno cubriéndole la cara, ocultando la
muerte. A lo mejor es un sistema de aviso por si aparecen a llevarse el
cadáver, si es que eso llega a ocurrir, nunca se sabe. Mientras tanto, como
también muestra la fotografía y las siguientes, la vida en la
ciudad continúa.
La mujer yace sola, en medio de la nieve que
ha quedado en esta zona residencial flanqueada por los edificios de la cuadrada
arquitectura soviética. A unos metros, otros habitantes de Kramatorsk, los que
han tenido la suerte de no ser alcanzados por un mortero o sus esquirlas,
prosiguen con sus tareas habituales, pues cuando se vive en medio de conflictos
que se prolongan indefinidamente, la tragedia adquiere un matiz menos
sobrecogedor, más corriente. Hay quienes, por ejemplo, se retratan junto a los
restos de un mortero, ese mismo que quizás minutos antes haya acabado con la
tranquilidad de una familia, por no decir con la vida de uno o varios
ciudadanos. “Es la guerra” – dirán unos. Es lo estúpido
de su naturaleza, digo yo, y pienso en la pobre mujer de la foto: esposa,
madre, hermana o abuela de alguien, tirada en la nieve, desarmada, víctima.
La fotografía de Garanich, en su simpleza y
reflejo de lo cotidiano, me recordó a una semejante, sobrecogedora e
inexplicable, que encontré en un periódico español en 1992. En una calle de
Sarajevo, una mujer había sido abatida por un francotirador. Arropada igual
por un largo abrigo, la también madre, esposa, hermana de alguien, había
quedado inmóvil todavía asegurando dos grandes bolsas con las compras del día. Apenas llegaban noticias sobre la guerra en
Bosnia a La Habana de los 90, fuera de las que pasaban por el complaciente
tamiz (proserbio) de la censura oficial, de modo que era casi imposible
llevarse una idea exacta de la magnitud de la contienda en aquella región
inestable. Para colmo nosotros en la isla también andábamos ocupados en
procurar alimentos, viviendo en una zona de guerra, aunque no había disparos o
explosiones y las víctimas se cuantificaban en desconocidos padecimientos o
desaparecían en el mar rumbo al Norte. En medio de tanta incertidumbre, la
fotografía de aquella mujer se me había revelado como una certeza, la perturbadora
potencia de las guerras para devastar la vida allí en el mismo sitio en que
esta sucedía como un evento ordinario, terrenal.
Como en Bosnia, los hombres de un lado y del
otro del conflicto del este de Ucrania, se parapetan detrás de ametralladoras y
piezas de artillerías y gruñen sus amenazas. Cualquiera que los ve y se asusta,
puede llegar a pensar que les corresponden a ellos los roles principales de
guerreros, la insulsa heroicidad que otros les atribuirán. Sin embargo, las
guerras, como muestra y, desgraciadamente, seguirán mostrando periodistas y fotógrafos –Gleb Garanich en este caso– ocurren en espacios más mundanos y terminan por
afectar siempre a quienes intentan sobrevivir pensando que, pese a todo, la
vida debe continuar.
"En nombre d #Ucrania", graffiti pro-ucraniano cerca del CabodaRoca, #Lisboa, #Portugal, justo donde empieza #Europa. pic.twitter.com/Kk6XKlDFJd
— Ivan Darias Alfonso (@IvandariasA) December 19, 2014