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domingo, julio 05, 2020

Memorias de la pandemia (5)

Cuando un suceso determinado tiene una duración muy larga, la aproximación informativa que hacen de él los medios de prensa tiende al aburrimiento y al desinterés. Aburre, porque el impacto de la revolución digital y el ciclo noticioso de 24 horas, sobre todo en televisión, ha creado en muchos la falsa percepción de que los informadores abren y cierran los eventos, o sea que presenciamos el inicio y fin de cualquier cosa que ocurre siempre y cuando lo televisan. Y como el COVID-19 todavía no tiene fecha para cuando acabar y quienes lo reportan tampoco saben a ciencia cierta cómo terminarán estos días de pandemia, se hace difícil mantener el interés en un recuento diario de contagios, decesos o en medidas extraordinarias para evitar ambos.

En Austria, donde el gobierno decidió rápidamente decretar el confinamiento, la cifra de fallecidos se informaba al detalle en las primeras semanas. Aunque no eran mencionados por sus nombres, sí aclaraban algunos datos, por ejemplo, la edad y si tenían padecimientos previos que el virus habría tornado letales. Sin embargo, tal balance sólo era posible aquí, donde a pesar de que los infectados aumentaban según pasaban las horas, las muertes no se dispararon como en otras naciones que en esos días eran prácticamente el epicentro del virus, la vecina Italia, por mencionar una.

No obstante, mientras el virus se expandía por todo el mundo y añadía más cifras de contagiados, resultaba difícil seguir los recuentos diarios de estas por su propia naturaleza abrumadora. Y como casi no abundaban historias personalizadas, conocer a diario el número de muertos, lejos de asumirlos como evidencia de la fuerza letal de la enfermedad, creo que terminaba por inmunizarnos contra la empatía. Morían miles de personas todos los días, pero apenas lo interiorizábamos aunque formaran parte de la dimensión exacta del impacto del virus.

La trasmisión del COVID-19 seguía imparable, a una velocidad que impedía detenernos a pensar en quienes no habían logrado superar al virus, esos que también eran padres, hijos, abuelos o parejas de alguien. Todos quedaban reducidos a un número que apenas nos asombraría, pues era muy probable que al día siguiente hubiera aumentado desproporcionadamente.

Se podría afirmar que el virus deshumaniza a la vez que contagia, pues los enfermos solamente alcanzan notoriedad si sobreviven. Mientras tanto, los muertos siguen añadiéndose a una masa amorfa, a un ejército de zombis, pues dejan de respirar y –al mismo tiempo- tal parece como si no hubiesen fallecido, pues por ejemplo, a los familiares no se les permite vivir el duelo de la manera tradicional, lo que le da otra dimensión muy terrible a estos días de contagio universal.

Sin duda, echamos en falta muchas historias personales del COVID-19, precisamente debido a la presencia del virus, pues las restricciones y los confinamientos no han ayudado mucho a los periodistas que debían y querrían reportar la impronta del virus más allá de las cifras de contagiados y muertos. Muchos comunicadores han tenido que hacer su trabajo desde casa, como casi todos los demás mortales; y por cumplir con las medidas dispuestas por las autoridades de cada país, se han visto obligados a desestimar la posibilidad de moverse hacia los sitios en los que la enfermedad se ha cobrado más vidas como centros de salud, hospitales y residencias para ancianos.

Sin embargo, las redes sociales han ayudado un poco a devolverle la identidad a quienes no superaron al Coronavirus. Me consta que el Twitter cada día aparecen tweets o hilos que relatan al menos sucintamente, la existencia anterior de los fallecidos, su paso por este mundo que el 2020 detuvo por medio de una enfermedad antes desconocida. A los familiares y amigos les será difícil sobrellevar las ausencias, como es lógico, a pesar de los homenajes en la red, esos en los que la promesa del recuerdo eterno parece ser la opción más socorrida.

Y creo que los números, las cifras totales de contagios y muertes siguen sobrepasando a las de quienes han sido sacados del anonimato. Mientras escribo, se ha reportado que los contagios por causa del COVID-19 ya suman más de 10 millones de personas. La cantidad por sí sola debiera asustarnos si pensamos en el alcance de la pandemia. Sólo poco más de 80 países de los más de 200 que están reconocidos en nuestro planeta, cuentan con más habitantes que el total de infectados con el Coronavirus.

Mientras tanto, los políticos –sobre todo los que alardeaban de poder contener cualquier crisis, excepto una de este tipo que los ha dejado bastante mal parados, apenas prestan atención a los números de los que fallecen. Así resumen su estrategia para no cargar con la culpa, pues mientras más impersonal sea el conteo, más fácil será convencer a quienes votan de que ante una calamidad insospechada como la que ha producido el Coronavirus, ellos han actuado “bien”.

viernes, junio 19, 2020

Memorias de la pandemia (4)

ESVOC/IPVCE Ernesto Ché Guevara en Santa Clara, Cuba. En primer plano las piscinas
(sin agua desde hace años), al fondo el Gimnasio y a la izquierda el Policlínico.
No deja de ser curioso que vivir situaciones extremas, como esta del COVID-19, en la que uno de pronto se encuentra sin muchos recursos para hallar una salida expedita, nos haga reflexionar sobre experiencias pasadas. Tal vez la comparación busca restarle impacto al shock, pues no hay duda de que al final el virus no es ni la única pandemia que hemos vivido, ni la referencia a una tragedia descomunal que amenaza con destruir todo lo conocido, por muy espeluznante que parezca.

En mi adolescencia nos tocó vivir otra, la del SIDA, hecho que muchos han citado cuando se refieren a la actual emergencia sanitaria por el coronavirus. Y hasta me resulta familiar, no porque en aquellos años de VIH y pruebas masivas, confinamiento forzado a los pacientes cubanos, burlas, historias aterradoras sobre auto-inoculación, el miedo fuera menos palpable que en estos meses del 2020, sino porque viendo aquellos reportajes sobre la enfermedad fue cuando por primera vez escuché mencionar la palabra pandemia.

La incorporaría completamente a mi léxico tiempo después, en pleno Período Especial, cuando un amigo, colega de la Facultad de Periodismo de la Universidad de La Habana, decidió hacer su tesis de licenciatura sobre el Sanatorio de Santiago de Las Vegas. Ya estábamos en los años 90 y estos no se había iniciado con eventos menos trágicos, pero la década anterior nos había dejado un compendio bastante amplio de sucesos nefastos. La masacre de Jonestown, Bhopal, el terremoto de México y Chernobyl son algunos ejemplos que, me atrevería a afirmar, quedaron en la memoria colectiva, aunque nos enteráramos en detalle muchos meses o años después leyendo Sputnik o alguna otra publicación soviética. Y tales lecturas siempre nos mostraban que el mundo era muy frágil y que la vida de cualquier humano podía apagarse en un minuto por cualquier motivo de fuerza mayor.

De adolescentes vivimos epidemias más banales, incómodas, pero no letales, como la de escabiosis y pediculosis que se desató en la entonces Escuela Vocacional de Santa Clara. He tratado de rememorar cómo comenzó, pero mi me memoria me ha fallado estrepitosamente. Sé que tal vez se activaría si preguntara a alguno de los compañeros que vivieron también aquellos días, pero ello implicaría romper el boicot personal a Facebook. En la semanas que he estado ausente de la red social he podido leer un par de libros que hacía tiempo deseaba terminar, cuyas historias me han llevado a descubrir personas reales desconocidas, con vidas extraordinarias. A algunos de mis amigos de Facebook los quiero un montón, pero sé que no son tan eficaces como para imponerse sobre la nube de ruido, comentarios y memes que el algoritmo escoge, para presentártelos e intentar convencerte de que son en realidad lo que te interesa.

Pero volviendo a mi epidemia banal, hay varios momentos que sí recuerdo con más nitidez, como por ejemplo, regresar del pase y que los ómnibus en lugar de dejarnos en el sitio habitual de todos los domingos, lo hicieran en los escalones de la Dirección Central, donde un grupo de profesores nos revisaría la cabeza buscando piojos o liendres. Tal vez durante los primeros días, los infectados irían a parar al Policlínico de la escuela, en el que uno podía quedar ingresado como en cualquier hospital de la ciudad; pero a medida que el contagio se hizo evidente, estaba claro que las salas de ingreso no iban a dar abasto.

A la de los “habitantes en el tejado” le siguió otra enfermedad igual de mundana: la escabiosis. Tampoco me acuerdo cómo llegó a propagarse tan rápido, si coincidió con una de aquellas temporadas en las que la Vocacional se quedaba sin suministro de agua, a pesar de contar con un imponente depósito: un tanque elevado que como un hongo gigantesco, parecía vigilar las seis unidades estudiantiles. Lo cierto es que el número de contagios aumentó exponencialmente hasta que fue necesaria una solución espeluznante para librarnos de todo mal.

Supongo que nos informaron sobre el proceso, como hacían cuando se aproximaba algún evento que implicaba a todos los alumnos. Me imagino también que, a pesar de las explicaciones, debimos de haberlas tomado con la despreocupación propia de la edad. No había otra manera para adolescentes saturados de discursos sobre responsabilidad y disciplina.

Entonces llegó el día del ritual purificador. Debíamos esperar en fila con nuestra ropa colgada en percheros mientras fumigaban los albergues, nuestras camas y taquillas. Las filas terminaban en unos camiones enormes, propiedad de las Fuerzas Armadas, en los que nuestras pertenencias serían rociadas al vapor con un desinfectante.

Luego deberíamos volver al albergue y desnudarnos hasta quedar en ropa interior y así pasar al área de las duchas, donde alguien nos fumigaría también, como si fuéramos ejemplares de un cultivo priorizado que estaban siendo atacados por plagas. El equipo de fumigación era bastante similar al que había visto en reportajes sobre la agricultura en la TV o en casa de unos parientes que vivían en el campo, muy cerca del mismísimo centro de Cuba.

Nos rociaron con un líquido blanquecino, pastoso, uno de los profesores de la Unidad, ante quien, uno a uno, nos tuvimos que bajar los calzoncillos para que aquella mezcla se pegara en nuestras partes más púberes. Ahora no recuerdo si las niñas del aula nos relataron su experiencia en los mismos términos. Tal vez sí, al final ha pasado mucho tiempo.

Luego hubo que esperar un par de horas con la solución medicinal seca en el cuerpo, hasta que nos indicaron que podíamos pasar a las duchas, esta vez para limpiarnos de aquella mezcla.

Tiempo después, mientras veía La lista de Schindler, la escena de la llegada a Auschwitz me trajo de vuelta a aquel día de mediados de los 80 en la ESVOC. Claro que no hay comparación posible en las reacciones de aquellas pobres mujeres judías y la nuestra. Sin embargo, viendo el filme por primera vez no pude dejar de pensar en nuestra experiencia aquella mañana de 1984 o 1985, cuando nosotros, los alumnos de la élite escolar de la provincia, éramos conducidos a la purificación obligatoria por habernos tornado una masa impersonal de piojosos y sarnosos.

 

domingo, mayo 17, 2020

Memorias de la pandemia (2)


En los días iniciales del confinamiento, las redes sociales se llenaron de memes humorísticos, porque tal vez así pensábamos que íbamos a superar la paranoia y sobre todo el miedo. Me atrevo a asegurar que a la cuarta semana nadie quería reírse. En mi Facebook, por ejemplo, amigos y conocidos pasaron de culpar a China por el virus, a promover teorías de la conspiración.

Como en cada evento reciente que ha terminado siendo un catalizador de opiniones contrarias en la red, me pareció una buena oportunidad para estudiarlo, o al menos para tratar de entender la radicalización de gente con la que uno compartió experiencias similares en el pasado. Sin embargo, tras una semana de trasnochar y comprobar que carecía del método y la paciencia para elaborar una teoría respetable sobre mi supuesto entendimiento de actitudes humanas, abandoné mi proyecto.

Poco a poco he ido distanciándome de Facebook; pues, como pasa con cada novedad, tras un comienzo aparatoso termina rondando el tedio. Me parece que nunca va a sustituir la cultura de relacionarse que existía antes de que apareciera y uno –como ya tiene cierta edad- cuenta con demasiadas memorias previas a la red azul para que este sitio las sustituya a la velocidad de un click o según las veleidades de un algoritmo. Además, en las redes no había virus, al menos este COVID19 que, fuera de las páginas del “me gusta” y comentarios, nos seguía aterrorizando por su influencia real, palpable, letal.

Y yo me asustaba, claro, cuando leía el email de un amigo en Oslo que trabajaba en la Residencia de Ancianos donde se detectaron los primeros casos de Noruega. O cuando intercambiaba mensajes con otra amiga en Italia, quien me contaba cómo se llevaba un confinamiento mucho más estricto que el de nosotros en Viena.
Ya mencioné mi experiencia con el National Health System de Gran Bretaña en post anteriores. Aquellos dos años de consultas y exámenes clínicos agudizaron mi hipocondría que, como buen padecimiento crónico, se mantiene latente hasta que surge cualquier señal de alarma que lo torna más avasallador que de costumbre.

Por supuesto que durante la primera semana del “Quédate en casa” estaba convencido de que había contraído el virus. Seguíamos en primavera en Austria, con sus días que oscilan entre las temperaturas por debajo de 20 grados y los siguientes en los que el termómetro bajaba a los mismos indicadores de diciembre u otro mes invernal.

La frialdad repentina de uno de estos últimos me emboscó en un “paseo” (una salida disciplinada, siguiendo las indicaciones gubernamentales) de fin de semana. Yo iba desabrigado. Imaginé que la sorpresa del aire frío en los conductos nasales había recorrido todo el cuerpo inmediatamente y de forma invasiva. Y es que también andaba en modo alarmista por esos días, cuando cada salida al supermercado me dejaba en la garganta una sequedad bastante dolorosa que a la hora me hacía volver a comprobar en Internet la lista de síntomas del Coronavirus.

El resfriado me duró una semana en la que reduje a cero las salidas de mi casa. Temía por el posible efecto delator de mi nariz llena de mocos, aunque siempre te tranquilizaban con que el COVID19 no producía secreciones. Pero yo, tan diferente en lo que respecta a enfermedades, hasta pensaba que podía constituir un contagiado sui géneris. Mi estrategia de automedicación, aprendida en la isla en la que nací, me fue aliviando la garganta y las fosas nasales, pero todavía esperaba el momento en el que el termómetro con el que me tomaba la temperatura cada cierto tiempo me confirmara el diagnóstico.

Si bien me aterraba la posibilidad de unas fiebres, más me paralizaba la idea de que el resfriado continuara agravándose en su trayecto por las vías respiratorias y terminara instalándose en mis bronquios, como ha pasado en los últimos cinco años en los que no me he librado de la gripe. Suponía que toda la condescendencia de los locales se iba a poner a prueba si me pillaban tosiendo en medio de una calle. Me veía ya detenido y confinado en algún hospital de campaña.

Mientras el catarro me mantenía en casa, seguía las noticias y las cifras diarias del contagio. Cumplía con un simple afán informativo, porque el día se me iba en atender a mi hija, en repasar las indicaciones de sus pedagogas de la guardería y en buscar juegos y actividades didácticas que la pudieran mantener entretenida mientras continuaba su aprendizaje. Ella, para qué negarlo, se portaba muy bien y por sus reacciones y empeño involuntario en hacernos pasar el confinamiento lo más activos posible, pensaba que a sus 2 años y pocos meses, sus memorias de este tiempo no quedarían tan firmemente grabadas en su mente pequeñita y todavía moldeable.

sábado, mayo 09, 2020

Memorias de la pandemia (1)

Este es el Año del Virus, para qué buscarle otros referentes, digo si es que en los próximos meses no ocurre algún otro acontecimiento capaz de sobrepasar al COVID-19. Y cuando en Austria se van relajando las medidas de confinamiento que nos han tenido limitados por siete semanas, no dejo de pensar en el shock del primer día, aquel en el que reaccionamos con estupor ante lo que se avecinaba.

Una semana antes había tratado de tranquilizar a una de las madres del Kindergarten de mi hija. En nuestra conversación en el parque habíamos repasado los síntomas y evolución de otra enfermedad para mí desconocida, en alemán llamada Pfeiffersches drüsenfieber (Mononucleosis infecciosa). Después ella me preguntó así, sin ninguna intención oculta: ¿y ahora qué nos ocurrirá con este Coronavirus?

Yo diría que por esa fecha andaba en la fase de la negación. El virus se cebaba en una geografía demasiado lejana, allá en Wuhan, China. Había le
ído una entrevista a un estudiante cubano que casualmente pasaba el confinamiento en aquella ciudad, en el epicentro del caos y su relato me asustaba un poco. Él describía el meticuloso ritual de la protección, sus temores al contagio cada vez que tenía que salir a buscar comida. Y a mí me resultaba difícil imaginar un futuro cercano lleno de desinfectantes y de protocolos para evitar infecciones. Todavía no se hablaba de lo que constituiría la “nueva normalidad”.

Lo bueno, le dije por aquel entonces a la mamá-colega, es que al parecer afecta tanto a los niños y señalé al cajón de arena en el que nuestras hijas trataban, palita en mano, de rellenar un pequeño cubo. Sé que en esos días me ocupaba más por vencer la paranoia interna, porque intuía que esta iba a contaminar más fácilmente a demás habitantes del planeta.

Y yo no soy profeta, ni tengo demasiada afición a predecir el futuro. De hecho la reacción del Gobierno Austríaco y la declaración de las medidas que comenzaron con el “Quédate en casa” me tomaron bien desprevenido, como a una gran parte de los vieneses. Sin embargo, a veces me da por pensar que debería haberle prestado más atención a algunas señales previsoras.

Por ejemplo, cuando a fines de febrero mi hija tuvo un poco de fiebre y me llamaron del Kindergarten para que la fuera a recoger pues otros niños de su grupo habían padecido de mononucleosis y temían que mi Silvia fuera la próxima. De la guardería salimos directo a la consulta de la pediatra. Cuando mencioné lo de la fiebre me extrañó que le dieran tanta importancia, pues mientras esperábamos le tomaron una muestra de sangre y le colocaron una sonda para un posible análisis de orina.

 Hasta ahora sólo tengo elogios para el Sistema de Salud Pública de Austria, y de Viena en especial. Siempre lo comparo con el de Londres, donde -por ejemplo- los análisis y tests se realizan solamente en los hospitales, que es donde los especialistas tienen sus consultas. En mis visitas al médico de familia en Londres no recuerdo ninguna orden para un análisis sanguíneo, así que la posibilidad de que a mi niña le extrajeran sangre y la analizaran allí en la misma consulta de nuestra pediatra vienesa, me había causado al mismo tiempo una buena impresión y algo de sorpresa.

La doctora nos recibió con mascarilla y guantes, precavida y profesional, aunque en ese momento lo tomé como un alarde alarmista, a pesar de también me preguntaba si era posible que ella conociera algo de lo que yo no tenía ninguna información, algo preocupante, como que el COVID-19 ya estaba en el país.

Afortunadamente mi pequeña sólo mostraba los indicios de una infección en la garganta o una posible otitis. Un diagnóstico más certero fue imposible, ya que las visitas al médico la dejan demasiado irritada como para cooperar. Silvia se negó a gritos a un reconocimiento más exhaustivo. Sin embargo, un ciclo de antibióticos le bastó para que no tuviera más problemas. Después todo transcurrió hasta aquel viernes del shock.

El 14 de marzo fue un breve día normal. Dejé a mi hija en el Kindergarten y decidí pasar por uno de los supermercados cerca de la casa. Ocurre que en Viena, a diferencia de Londres, es difícil toparse con uno en el que encuentres todo lo que buscas. De modo que me he adaptado a comprar ciertos productos en el Hofer, otros en el Spar, otros en el Billa y así hemos ido sobrellevando la ausencia de un Sainbury’s inglés. Ese viernes tocaba entrar al Pennymarkt.

Siempre había pasado por la filial de Gentzgasse en la mañana, después de dejar a Silvia, porque nunca hay nadie a esa hora, nunca hasta aqu
el viernes en el que entré a un local abarrotado de consumidores en el que todas las cajas registradoras estaban abiertas. Lo nunca visto.
Cajas vacías en el Pennymarkt

La sorpresa mayor me esperaba en los anaqueles de harina y pastas, donde sólo quedaban cajas vacías. Todavía no eran las diez de la mañana, pero ya había cundido el pánico y mis conciudadanos habían salido a acaparar la mayor cantidad de productos posibles.

Es una locura, pensaba y lo comentaba por la tarde con una de las pedagogas del Kindergarten cuando había ido a recoger a mi hija. En el súper de su barrio, en el distrito 22, también había irrumpido el día anterior una turba en pánico dispuesta a agotar todas las reservas de harina, papel higiénico, fideos y latas de conservas.


Al día siguiente, cuando ya el gobierno había comunicado oficialmente las medidas del confinamiento, todavía fui a otro supermercado en el que también comenzaban a notarse los efectos del desabastecimiento. Pensé en La Habana en el lejano año 91, cuando poco a poco fueron cerrando los otrora populares Mercaditos.

Revisando lo que había quedado estaba cuando se me acercó una anciana para que la ayudara a encontrar sal. Fui al lugar donde siempre estaban los paquetitos venidos de Bad Ischl, y ¡no quedaba ninguno! Miré a la viejecita con mi mejor cara de incredulidad y le indiqué que todavía quedaban pomitos de sal marina, de los que vienen con un triturador acoplado a la tapa. “Ah, pero esos son más caros” me dijo ella. Por lo que me explicó seguidamente me dio a entender que mover la tapa y triturar las pequeñas piedras le supondría un esfuerzo imposible.

No he dejado de pensar en la pobre abuela, paralizada por la imposibilidad de completar una tarea tan rutinaria y cotidiana, que probablemente habría hecho por años y años. ¿Quién podría pensar que se agotaría la sal, aquí, en Austria?

La semana siguiente comenzamos el confinamiento.