Cuando un suceso determinado tiene una duración muy larga, la aproximación informativa que hacen de él los medios de prensa
tiende al aburrimiento y al desinterés. Aburre, porque el impacto de la
revolución digital y el ciclo noticioso de 24 horas, sobre todo en televisión,
ha creado en muchos la falsa percepción de que los informadores abren y cierran
los eventos, o sea que presenciamos el inicio y fin de cualquier cosa que
ocurre siempre y cuando lo televisan. Y como el COVID-19 todavía no
tiene fecha para cuando acabar y quienes lo reportan tampoco saben a ciencia
cierta cómo terminarán estos días de pandemia, se hace difícil mantener el
interés en un recuento diario de contagios, decesos o en medidas
extraordinarias para evitar ambos.
En Austria, donde el gobierno decidió rápidamente decretar el confinamiento, la cifra de fallecidos se informaba al detalle en las primeras semanas. Aunque no eran
mencionados por sus nombres, sí aclaraban algunos datos, por ejemplo, la edad y
si tenían padecimientos previos que el virus habría tornado letales. Sin
embargo, tal balance sólo era posible aquí, donde a pesar de que los infectados aumentaban según pasaban las horas, las muertes no se dispararon como en otras naciones que en esos días eran prácticamente el
epicentro del virus, la vecina Italia, por mencionar una.
No obstante, mientras el virus
se expandía por todo el mundo y añadía más cifras de contagiados, resultaba
difícil seguir los recuentos diarios de estas por su propia naturaleza abrumadora.
Y como casi no abundaban historias personalizadas, conocer a diario el número
de muertos, lejos de asumirlos como evidencia de la fuerza letal de la
enfermedad, creo que terminaba por inmunizarnos contra la empatía. Morían miles
de personas todos los días, pero apenas lo interiorizábamos aunque formaran parte de la
dimensión exacta del impacto del virus.
La trasmisión del COVID-19
seguía imparable, a una velocidad que impedía detenernos a pensar en quienes no
habían logrado superar al virus, esos que también eran padres, hijos, abuelos o parejas de alguien. Todos
quedaban reducidos a un número que apenas nos asombraría, pues era muy
probable que al día siguiente hubiera aumentado desproporcionadamente.
Se podría afirmar que el virus
deshumaniza a la vez que contagia, pues los enfermos solamente alcanzan
notoriedad si sobreviven. Mientras tanto, los muertos siguen añadiéndose a una
masa amorfa, a un ejército de zombis, pues dejan de respirar y –al mismo tiempo- tal parece como si no hubiesen fallecido, pues por ejemplo, a los familiares no se
les permite vivir el duelo de la manera tradicional, lo que le da otra
dimensión muy terrible a estos días de contagio universal.
Sin duda, echamos en falta
muchas historias personales del COVID-19, precisamente debido a la presencia
del virus, pues las restricciones y los confinamientos no han ayudado mucho a
los periodistas que debían y querrían reportar la impronta del virus más allá
de las cifras de contagiados y muertos. Muchos comunicadores han tenido que
hacer su trabajo desde casa, como casi todos los demás mortales; y por cumplir con las medidas
dispuestas por las autoridades de cada país, se han visto obligados a
desestimar la posibilidad de moverse hacia los sitios en los que la enfermedad
se ha cobrado más vidas como centros de salud, hospitales y residencias para ancianos.
Sin embargo, las redes sociales
han ayudado un poco a devolverle la identidad a quienes no superaron al Coronavirus.
Me consta que el Twitter cada día aparecen tweets o hilos que relatan al menos
sucintamente, la existencia anterior de los fallecidos, su paso por este mundo
que el 2020 detuvo por medio de una enfermedad antes desconocida. A los
familiares y amigos les será difícil sobrellevar las ausencias, como es lógico,
a pesar de los homenajes en la red, esos en los que la
promesa del recuerdo eterno parece ser la opción más socorrida.
Y creo que los números, las
cifras totales de contagios y muertes siguen sobrepasando a las de quienes han
sido sacados del anonimato. Mientras escribo, se ha reportado que los contagios
por causa del COVID-19 ya suman más de 10 millones de personas. La cantidad por
sí sola debiera asustarnos si pensamos en el alcance de la pandemia. Sólo poco más
de 80 países de los más de 200 que están reconocidos en nuestro planeta,
cuentan con más habitantes que el total de infectados con el Coronavirus.
Mientras tanto, los políticos
–sobre todo los que alardeaban de poder contener cualquier crisis, excepto una
de este tipo que los ha dejado bastante mal parados, apenas prestan atención a
los números de los que fallecen. Así resumen su estrategia para no cargar con
la culpa, pues mientras más impersonal sea el conteo, más fácil será
convencer a quienes votan de que ante una calamidad insospechada como la que ha
producido el Coronavirus, ellos han actuado “bien”.
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