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jueves, enero 15, 2009

Lecciones de Historia: Curso 87-88


Recuerdo 1987 como el año de la Perestroika, aunque también se habló mucho en él de la Rectificación de Errores, el tímido equivalente cubano de la gran oleada reformista que envolvió a más de un país de Europa del Este y que, a la postre, acabaría con el socialismo como sistema. Es curioso, los nacidos en ese año, como mi sobrina Anna, no tienen memoria de la Unión Soviética, ni de cómo era la vida en la parte del Viejo Continente que siempre aparecía sombreada en rojo en los atlas impresos en Alemania (“¿democrática?”) que nos distribuían como material escolar.


El 87-88 aparentaba ser un curso de cambios, al menos una especie de llamada de alerta sobre lo que hasta ese tiempo había sido el país, y el mundo en el que habitaba tranquilamente mi generación. Y digo tranquilo, porque comparados con la década siguiente, cuando ambos lugares sí experimentaron transformaciones radicales, los finales de los 80, para un estudiante de undécimo grado, resultaban intrascendentes.

Visto desde la distancia y de un presente con más preocupaciones, aquel año se me antoja educativamente aburrido, aunque en lo personal estaría marcado por sucesos impactantes y dolorosos. En el mes de julio mi padre se despedía de la vida, dejándonos a mi hermano y a mí un tanto incapaces de valorar la magnitud de la tragedia. En el mismo verano, acostumbrándome a la ausencia de mi viejo, los Juegos Panamericanos de Indianápolis despertaron un desconocido espíritu competitivo y voluntarioso. Los amigos marcarían ese septiembre como el de mi interés por los récords de atletismo y las carreras de medio y largo fondo.

No tengo memoria del acontecer diario, del entusiasmo que las jornadas de discursos, eventos y congresos sobre la “rectificación” debieron causar en mis compatriotas. Supongo que vivíamos sin expectativas, creyendo en la súper publicitada frase relativa a la grandiosidad del año 2000. Nosotros éramos la generación del futuro y sólo a este debíamos rendirle cuentas; el presente transcurría como una larga y estupefaciente época en la que estábamos inmersos. Por cierto, el dos mil llegó más desapercibido de lo que se esperaba, como dirían los aseres del barrio: nos dejó tremenda raya.

Quizá la señal más evidente del cambio en el curso escolar 87-88 lo fueron nuestras asignaturas, sobre todo Historia. Hasta ese grado habíamos recibido instrucción según manuales voluminosos que abarcaban períodos anteriores al contemporáneo. Ahora estudiaríamos los acontecimientos del siglo XX e incluso nuestras propias décadas anteriores. Para mayor sorpresa, los volúmenes del programa no eran los acostumbrados textos encuadernados en tapa dura, sino unos cuadernos menos gruesos.

Por la tipografía, similar a la de las páginas salidas de un habitual mimeógrafo, era fácil adivinar que habían sido impresos a la carrera, tal vez en los mismos meses veraniegos en los que yo disfrutaba de los triunfos de los atletas en los Panamericanos. No sé si seguirían el estilo de Sputniks y Novedades de Moscú, pero los textos traían un poco más de información sobre los sucesos de Hungría en el 56 y las huelgas del sindicato Solidaridad en la Polonia del 80.

Aquel tema nos era desconocido por completo. Residíamos en una nación “emergente” y nos educaban según un modelo de conocimiento en el que, como ya dije, interesaba más el futuro que el presente, y el pasado aparecía tan fragmentado y lleno de zonas oscuras que a veces resultaba mejor no preocuparse demasiado por él, y darle más crédito la idea casi lógica de que era un tiempo “superado”, derrotado por la avasalladora presencia de nuestra actualidad.

Sin embargo, creo que los nuevos libros de Historia avivaron en algunos de nosotros un interés por mirar al pasado de otra manera. Sería muy pretencioso afirmar que contribuyeron a darnos cuenta de que estudiábamos una versión editada de los acontecimientos anteriores, pues nuestras fuentes de información eran tan selectas y similares que no había casi margen para comparar. Así y todo, tales clases y debates espontáneos que empezaban justo cuando terminaban las lecciones, dejaron un sentimiento de decepción y desconfianza.

Y hasta causa risa, pues ahí estábamos, en la Escuela de Nuevo Tipo, la institución donde se formaban quienes sacarían al país del subdesarrollo. Para ello recibíamos el doble de contenidos que nuestros colegas de otros pre-universitarios, nos esforzábamos por resolver complejos problemas de Matemáticas y Física, y pasábamos mañanas y tardes en laboratorios de Química y Biología. En aquellas sesiones, algunos profesores se entusiasmaban con nuestro aprendizaje y nos conminaban a dudar de todo, y a creer en las posibilidades infinitas de teorías y experimentos. De esa manera se nos preparaba, decían, para el futuro.

Quizá el optimismo de nuestros maestros de ciencias era circunstancial y hasta puede que subversivo. Lo cierto es que las lecciones de Historia, amén de las discusiones y lo “nuevo” del programa generalmente no propiciaban los mismos niveles de excitación. A lo mejor los propios profesores tuvieron parte de responsabilidad, pero no quiero culparlos. Fue justo en aquel curso 87-88 en el que nos enteramos de los “problemas” del socialismo europeo, cuando descubrimos además que el novedoso programa también tenía sus limitaciones.

Lo supimos de golpe cuando llegó la temporada de exámenes. Antes nos habían repetido hasta la saciedad, que el programa de la asignatura se debía a la política de Rectificación de Errores y Tendencias Negativas que meses atrás había emprendido el gobierno y que, por si a alguno de nosotros se le había olvidad la cantaleta de la lucha ideológica, probaban una vez más que el socialismo era irreversible.

En la pregunta que incluyeron sobre el tema en el examen final cualquiera podía intuir que buscaban una respuesta así de lapidaria. Solo que nuestras pruebas, concebidas en las oficinas habaneras del MINED*, no sólo venían con incisos que debíamos contestar para obtener las codiciadas notas, sino también con repuestas. Ignoro de qué modo suponían que todos los estudiantes del país arribaríamos a las mismas conclusiones, pero por sí o por no, cada examen llegaba con su correspondiente “clave” que nuestros profesores luego usarían para revisar y calificar, es decir, una lista a veces bastante corta de lo que debíamos haber respondido para conseguir la máxima puntuación.

La clave de aquel curso trajo un polémico y, para nosotros escandaloso, acápite respecto a la pregunta sobre los sucesos en Europa Oriental. No importaba cuán exhaustivo hubiéramos hecho el recuento de lo ocurrido, o cuán perfecta hubiera sido nuestra redacción, si no aparecía textualmente que los eventos evidenciaban que “el socialismo era superior al capitalismo” perdíamos dos miserables, pero a la larga importantes, puntos.

De poco valieron protestas, reuniones y si se quiere explicaciones influenciadas por conocimientos de semiótica que no poseíamos. La frase tenía que mostrarse exacta en los exámenes, nada de “está implícita” o “se infiere”. Muchos terminamos con 98 en Historia y puede que con la certeza de que nuestra educación, tan avanzada y vasta en el apartado de las ciencias exactas, dejaba mucho que desear en las asignaturas que también debían ayudarnos a pensar y a formarnos una idea de quiénes éramos y de cómo era el país donde por azar, o por ley universal, residíamos.

Tal vez en aquellos años cualquiera podía imaginar que el futuro nos transformaría a todos en autómatas programables cuya única preocupación sería la conquista del porvenir, porque para eso se vivía en el presente y el pasado no importaba pues entonces la tecnología era atrasada e ineficiente. Y puede que en las noches nos asaltaran esas pesadillas futuristas aún cuando muchos todavía vivíamos en casas con paredes de madera, cocinábamos con queroseno y veíamos la televisión en blanco y negro.

De la superioridad del socialismo... en realidad no nos dimos cuenta. El curso siguiente no incluyó a Historia en la lista de asignaturas. En los años posteriores pasamos de estudiantes a protagonistas o espectadores de los acontecimientos que vendrían y para entonces las “claves” habían dejado de ser necesarias. La sucesión de eventos, las llamadas de atención, las lecturas, los turistas, la crisis y el copón divino se ocuparon de poner en su lugar a los funcionarios que a finales de los 80 habían intentado convencernos de que la ideología y los dogmas podían reformar la eternidad para beneficio propio, o que la Historia era sólo una versión retocada y selectiva de acontecimientos, o que el conocimiento, para que surtiera efecto, debía ser reducido y limitado.

*Ministerio de Educación en Cuba