Elena Burke actuó por última vez en el teatro La Caridad el 6 de abril de 1997. Llegó como parte de un espectáculo de revista, de los que abundaron en los años 80. Junto a ella estaban en cartel Alina Torres, Luis Carbonell y Rafael Espín, agrupados en un guión que prometía más para un cabaret que para un teatro, aunque el escenario previsto fuera el coliseo santaclareño.
Elena estaba enferma. Su enfermedad era un misterio y, a la vez, un secreto a voces. Había arribado a la ciudad transformada en una abuelita suspicaz, todo el tiempo atenta a los movimientos de sus nietos y rodeada de familiares que la seguían a cada paso.
Previo a la actuación, en la conferencia de prensa, la Señora Sentimiento tampoco parecía dispuesta a responder preguntas, se ocupaba más de presentar a sus teloneros, en un exceso de modestia que sonaba falso, sobre todo para la imagen que teníamos de ella, siempre primera figura, siempre dueña del espacio, con la sensación avasalladora que le daba su porte de mulata corpulenta y su voz de contralto, capaz de romper por sí sola el silencio de una madrugada, como en los versos de Son al son, el tema que César Portillo de la Luz compuso y que ella hizo eterno y propio.
La función no se podía dejar pasar, no solo para comprobar cuánto de aquella voz le quedaba a la mujer delgada que aún seguía llamándose Elena Burke, sino porque podría ser la última vez que la cantante visitara la ciudad o pisara las tablas de nuestro teatro.
Quizá por esa casi lógica aureola de decadencia que acompaña a los artistas en las etapas finales de su carrera, no hubo mucho público aquella tarde de domingo. Sin embargo, cuando la Burke apareció en escena, de pie, como en su más emblemática canción, y llenó la sala con su misma voz perdurable y cadenciosa, melancólica y vibrante, fue suficiente para que muchos de los que acudieron a verla se asombraran de lo increíble.
La tarde entonces pudo evocarse al ritmo de composiciones de José Antonio Méndez, Paz Martínez, Concha Valdés Miranda, Olga Navarro, Gustavo Rodríguez o Martha Valdés. En un momento, Elena, intensa y dramática, regañó a su nieto, que seguramente andaba correteando entretelones. “Osmel, te oí” —dijo ella, y al mismo tiempo retomó la letra de la canción que había interrumpido, para lucirse en un final de exigencia vocal.
Es que ella también era así, graciosa a su manera, y en aquel último concierto santaclareño tal vez nos estaba mostrando la lección definitiva de las artistas valiosas, la certeza de que en la sencillez estaba la grandeza.