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domingo, junio 04, 2006

Habana a cuatro manos


“Me perdí en La Habana”, me dijo mi amigo John al volver de su primer viaje a la capital cubana, y me pareció que me estaba tomando el pelo. En su mochila asomaban las fotos de la visita, las clásicas frente al Capitolio y la Plaza de Armas, y los mapas arrugados por el uso, desteñidos por el sudor. “John no puede perderse en Cuba” pensé, porque es un occidental habituado a interpretar mapas a velocidades impresionantes, aunque a veces, humano al fin, se pierda en carreteras rurales. En Cuba tampoco podía perderse, no hay mejor lugar para comprobar la consabida frase de que preguntando se llega a Roma y su español era suficiente para evitar a los jineteros y jineteras, sobre todo si el viaje formaba parte de una misión que nada tenía que ver con semejantes personajes.

Escogió la fecha precisa, el Festival Jazz Plaza 2001, precisa para sus motivaciones para un viaje a la capital cubana, precisa porque mi amigo iba tras la pista de un músico cubano, un pianista de jazz. De antecedentes solo tenía un disco, nada original, una copia de una copia, de un amigo de un amigo; alguien que, conociendo su interés en el piano, le regaló un CD malamente identificado como Cuban Music.

La primera vez que lo escuchamos, le dije que podían ser varios los intérpretes, aunque primero imaginé que podía ser Gonzalo Rubalcaba. Desde que se publicaron las últimas noticias respecto a su decisión de fijar residencia fuera de la isla, fue difícil seguirle la pista estando en Cuba. Prácticamente uno se enteraba de que se mantenía creativo por los comentarios de los músicos y por sus nominaciones al Grammy. Y el último disco suyo que llegó a mis manos, Inner Voyage, casi no lo reconocí como de su autoría. En Cuba Gonzalo sorprendió desde joven por su vitalidad y energía y en aquel disco se escuchaba demasiado sosegado, lírico, sereno, aunque igual de intenso y memorable.

John tampoco creía que se tratase de Rubalcaba. De los jazzistas cubanos conocía bien a Chucho Valdés, pero mi amigo a decir verdad, prefiere la música clásica. En su casa las grabaciones apenas caben en las repisas y andan por el suelo, fáciles de alcanzar según se necesiten. Un día puede poner a Martha Argerich tocando a Schumann, o Boris Berezovski interpretando a Chopin o la colección completa de Evgueni Kissin. Mientras los escucha, mi amigo tal vez piensa en cómo se concibe una sonata, o qué hace a determinado intérprete tan maravilloso. Luego los estudia en el piano y si su ocupación habitual le deja tiempo, puede que se lo consulte a su profesora de piano, que por obra y gracia de la casualidad es nieta del gran Horowitz.

Pero aquel disco sin etiquetas impresionó a mi amigo, al punto de embarcarse en un proyecto de viaje a Cuba. No dejaba de sonarme exótica la idea de que un nativo de Essex fuera a La Habana, decidido a completar un rompecabezas enorme, armado sólo de un producto anónimo. Pero tras una rápida consulta a Internet y otra más demorada, con cubanos de la diaspora que milagrosamente siguen a sus compatriotas músicos, concordamos en que la mejor fecha para el viaje era durante la celebración del Festival de Jazz y descartando otras posibles opciones, le propuse a mi amigo que no se perdiera uno de los conciertos que daría Ramón Valle.

A mediados de los años 90, Valle despuntó como un intérprete curioso, improvisador nato y compositor increíble. Coincidió con cierto empeño de las disqueras cubanas, muchas de las cuales surgieron en esos años, de presentar las creaciones menos favorecidas por la promoción. Y mientras la mayoría de los medios saturaba las ondas con los salseros y timberos, un grupo de jazzistas pudo armar en formato de disco sus leyendas personales.

Sin embargo, el primer mensaje de John desde La Habana afirmaba que tampoco su viaje terminaba en Valle. Mi colaboración en la pesquisa terminó con la noticia. Confiaba en el instinto de mi amigo, en sus habilidades pianísticas y en su experiencia previa en Latinoamérica, para abrirse paso en una ciudad tan llena de música. Sin embargo, supuse que ya no lo podía ayudar.

En uno de aquellos días, John en Cuba; yo, paseando por el Soho londinense camino al Ronnie Scott's, pensé en Omar Sosa. Era posible, Sosa indiscutiblemente tenía talento para ser el autor o el intérprete de aquellas melodías del disco sospechoso y era tan desconocido en la Cuba y conocido en Europa, como para que alguien totalmente ajeno a ambas realidades catalogara su música simple y ambiguamente como “Cuban”. Sin embargo, ya mi amigo se encaminaba a los conciertos y era demasiado improbable que Omar Sosa estuviera en La Habana.

Además de los escenarios del Jazz Plaza, le había indicado algunos sitios en la capital donde pudieran orientarlo. A esas alturas ya estaba casi tan curioso como él por averiguar el nombre tras aquellas melodías rítmicas y un tanto libres, e internamente casi no podía perdonarme tal ignorancia.

Por eso cuando recibí a John tras regresar de Cuba, su primera frase me resultó increíble. Luego me contó que alguien, justo en uno de los conciertos del festival, cuando escuchó maravillado a Hilario Durán y compró todos sus discos disponibles, le dijo que el autor del ya dichoso compacto, podía ser un tal Pucho López y que si lo quería conocer tendría que ir para Santa Clara. Y allá fue el inglés para descubrir que Pucho estaba por Canarias. ¡Madre mía! Pensé cuando escuchaba el relato.

De modo que en Santa Clara, y sorprendido por una noche con otros amigos en El Mejunje, oyendo a un irreverente Trio Enserie, John optó por regresar a la capital. Y esta vez, casi asalta las tiendas de discos, pero sin los resultados que esperaba. Trajo, eso sí, mucha música, y mucho piano: Ernán López Nussa, Frank Emilio, Rubén González, Aldo López-Gavilán, Emiliano Salvador, Roberto Fonseca... Ahora cuando los escuchamos, siempre aparece alguna anécdota habanera: el comentario suspicaz de algún vendedor de discos, la historia de algún callejero autotitulado conocedor de la música con el que se tropezó, el encuentro con otros turistas tan desorientados como él en cuanto a la música de la isla. Mi amigo sigue diciendo que se perdió en La Habana, y ya he optado por creerle. A fin de cuentas en Cuba la música puede ser como una buena brújula, y hay que saberla manejar bien para no perderse entre tantas calles y entre tanta gente que camina de un lado al otro, a veces silbando una melodía.

lunes, noviembre 14, 2005

Los caballeros del jazz las prefieren rubias

Dicen que el jazz tiene sus reglas; algunas no se escriben, pero se pregonan por ahí. Las hay que limitan el género, que reducen su variante acústica solo a pocos escenarios, que conminan a sus intérpretes a que no sueñen con discos de oro o con encabezar las listas de la Billboard en otro apartado que no sea el específico de esa forma de hacer música.

Sin embargo, desde la década pasada, hay una canadiense que se ha reído de esas supuestas regulaciones, y a fuerza de creer en lo que hace, y a costa de un trabajo perfeccionista en cada nuevo proyecto, se ha impuesto en el panorama musical. Ella es Diana Krall.

Rubia, hermosa, sensata y emotiva, la joven pianista y cantante, nacida en la isla de Vancouver en 1965, acaba de sumar otro premio Grammy a su carrera. Su disco Live in Paris, una selección de los conciertos que durante noviembre y diciembre del 2001 ofreció en el teatro Olimpia de la capital francesa, viene a ser el volumen que la consagra en la disquera Verve, a la cual pertenece, y en el selecto grupo de las grandes voces.

Porque Diana canta y sabe cómo hacerlo, se trata de una intérprete que moldea su voz y la adapta a cada tema. De su colega Tony Bennet le quedó el consejo de que hay que comunicar con la música, contar una historia, pero dejarle al público la valoración definitiva. A tal sentencia le agrega la Krall su capacidad de convertir cada canción en un instante preciso, capaz de tocar fibras íntimas, aunque a ella le vaya mejor esa sensación que trasmite y que parece decir que no está haciendo la versión de una pieza conocida, pues la ha desmenuzado, separado en frases y cadencias, le ha añadido su voz y su piano y el resultado es lo que se escucha.

Un ejemplo: su más reciente compacto, que sigue al hasta ahora más buscado y reverenciado: The look of love (2001). Antes, en 1998, When I look in your eyes también logró ventas millonarias y resultó nominado al Grammy en la categoría de Mejor del año, compitiendo con Santana, TLC y Backstreet Boys. Hacía 50 años que un disco de jazz no aspiraba a tanto.

La historia de esta joven diva pudiera ser tema de una anécdota clásica, pues en un bar de Nanaimo, su ciudad natal, Ray Brown, el famoso bajista norteamericano, la descubrió cuando era apenas una adolescente. No obstante, si se conoce que comenzó a tocar piano a los 4 años, que creció en una familia de músicos amantes del jazz y que, todavía estudiante de bachillerato ganó una beca para el Berklee Music College de Boston, se comprenderá que Diana podía sorprender a cualquiera.

De hecho lo hizo. Toni LiPuma, por ejemplo, creyó en ella y aún la tiene como una de sus mejores adquisiciones. Bajo su producción se han concebido todos los discos de la Krall, desde Only trust your heart hasta el último y más famoso. Ambos conforman un equipo creativo que completan los músicos, algunos habituales en el séquito de la cantante y otros invitados de ocasión. A ellos corresponde el mérito de ponerle ritmo y novedad a temas tan clásicos e insuperables como Fly me to the moon, esa deliciosa pieza de swing que Diana se encargó de inscribirla en su repertorio personal.

Si bien ha grabado temas en español, pocos en Latinoamérica la conocen. Lo cierto es que ha paseado su estilo por casi todos los escenarios importantes para los jazzistas, entre ellos los tradicionales eventos europeos. Pero se resiste a que la incluyan en un circuito determinado, por eso no fue casual su participación en el Lilith Fair, un festival concebido por su compatriota Sarah Maclachlan para las mujeres que cantan.

Los que siguen su carrera, puede que ya se anden preguntando qué será lo próximo, qué nuevo número pasará a sus recitales, qué sorpresa aguardará a los que la escuchen o cuántas influencias de leyendas como Ella Fitzgerald, Billie Hollyday, Nina Simone; más cercanas en el tiempo como Natalie Cole y Dee Dee Bridgewater, o contemporáneas como Cassandra Wilson, podrán apreciarse en sus interpretaciones.Por ahora está su disco, al que le espera mucho más, máxime si puede anunciarse con el adjetivo de “premiado”. La única regla que Diana Krall no pretende romper, sino más bien confirmar, es quizás esa que tampoco se ha escrito y que se refiere a la importancia de París como ciudad imprescindible a la hora de mostrar el talento jazzístico; aunque claro, para eso había que grabar un disco, promoverlo, presentarlo y esperar tranquilamente por la fama.