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domingo, mayo 17, 2020

Memorias de la pandemia (2)


En los días iniciales del confinamiento, las redes sociales se llenaron de memes humorísticos, porque tal vez así pensábamos que íbamos a superar la paranoia y sobre todo el miedo. Me atrevo a asegurar que a la cuarta semana nadie quería reírse. En mi Facebook, por ejemplo, amigos y conocidos pasaron de culpar a China por el virus, a promover teorías de la conspiración.

Como en cada evento reciente que ha terminado siendo un catalizador de opiniones contrarias en la red, me pareció una buena oportunidad para estudiarlo, o al menos para tratar de entender la radicalización de gente con la que uno compartió experiencias similares en el pasado. Sin embargo, tras una semana de trasnochar y comprobar que carecía del método y la paciencia para elaborar una teoría respetable sobre mi supuesto entendimiento de actitudes humanas, abandoné mi proyecto.

Poco a poco he ido distanciándome de Facebook; pues, como pasa con cada novedad, tras un comienzo aparatoso termina rondando el tedio. Me parece que nunca va a sustituir la cultura de relacionarse que existía antes de que apareciera y uno –como ya tiene cierta edad- cuenta con demasiadas memorias previas a la red azul para que este sitio las sustituya a la velocidad de un click o según las veleidades de un algoritmo. Además, en las redes no había virus, al menos este COVID19 que, fuera de las páginas del “me gusta” y comentarios, nos seguía aterrorizando por su influencia real, palpable, letal.

Y yo me asustaba, claro, cuando leía el email de un amigo en Oslo que trabajaba en la Residencia de Ancianos donde se detectaron los primeros casos de Noruega. O cuando intercambiaba mensajes con otra amiga en Italia, quien me contaba cómo se llevaba un confinamiento mucho más estricto que el de nosotros en Viena.
Ya mencioné mi experiencia con el National Health System de Gran Bretaña en post anteriores. Aquellos dos años de consultas y exámenes clínicos agudizaron mi hipocondría que, como buen padecimiento crónico, se mantiene latente hasta que surge cualquier señal de alarma que lo torna más avasallador que de costumbre.

Por supuesto que durante la primera semana del “Quédate en casa” estaba convencido de que había contraído el virus. Seguíamos en primavera en Austria, con sus días que oscilan entre las temperaturas por debajo de 20 grados y los siguientes en los que el termómetro bajaba a los mismos indicadores de diciembre u otro mes invernal.

La frialdad repentina de uno de estos últimos me emboscó en un “paseo” (una salida disciplinada, siguiendo las indicaciones gubernamentales) de fin de semana. Yo iba desabrigado. Imaginé que la sorpresa del aire frío en los conductos nasales había recorrido todo el cuerpo inmediatamente y de forma invasiva. Y es que también andaba en modo alarmista por esos días, cuando cada salida al supermercado me dejaba en la garganta una sequedad bastante dolorosa que a la hora me hacía volver a comprobar en Internet la lista de síntomas del Coronavirus.

El resfriado me duró una semana en la que reduje a cero las salidas de mi casa. Temía por el posible efecto delator de mi nariz llena de mocos, aunque siempre te tranquilizaban con que el COVID19 no producía secreciones. Pero yo, tan diferente en lo que respecta a enfermedades, hasta pensaba que podía constituir un contagiado sui géneris. Mi estrategia de automedicación, aprendida en la isla en la que nací, me fue aliviando la garganta y las fosas nasales, pero todavía esperaba el momento en el que el termómetro con el que me tomaba la temperatura cada cierto tiempo me confirmara el diagnóstico.

Si bien me aterraba la posibilidad de unas fiebres, más me paralizaba la idea de que el resfriado continuara agravándose en su trayecto por las vías respiratorias y terminara instalándose en mis bronquios, como ha pasado en los últimos cinco años en los que no me he librado de la gripe. Suponía que toda la condescendencia de los locales se iba a poner a prueba si me pillaban tosiendo en medio de una calle. Me veía ya detenido y confinado en algún hospital de campaña.

Mientras el catarro me mantenía en casa, seguía las noticias y las cifras diarias del contagio. Cumplía con un simple afán informativo, porque el día se me iba en atender a mi hija, en repasar las indicaciones de sus pedagogas de la guardería y en buscar juegos y actividades didácticas que la pudieran mantener entretenida mientras continuaba su aprendizaje. Ella, para qué negarlo, se portaba muy bien y por sus reacciones y empeño involuntario en hacernos pasar el confinamiento lo más activos posible, pensaba que a sus 2 años y pocos meses, sus memorias de este tiempo no quedarían tan firmemente grabadas en su mente pequeñita y todavía moldeable.

sábado, mayo 09, 2020

Memorias de la pandemia (1)

Este es el Año del Virus, para qué buscarle otros referentes, digo si es que en los próximos meses no ocurre algún otro acontecimiento capaz de sobrepasar al COVID-19. Y cuando en Austria se van relajando las medidas de confinamiento que nos han tenido limitados por siete semanas, no dejo de pensar en el shock del primer día, aquel en el que reaccionamos con estupor ante lo que se avecinaba.

Una semana antes había tratado de tranquilizar a una de las madres del Kindergarten de mi hija. En nuestra conversación en el parque habíamos repasado los síntomas y evolución de otra enfermedad para mí desconocida, en alemán llamada Pfeiffersches drüsenfieber (Mononucleosis infecciosa). Después ella me preguntó así, sin ninguna intención oculta: ¿y ahora qué nos ocurrirá con este Coronavirus?

Yo diría que por esa fecha andaba en la fase de la negación. El virus se cebaba en una geografía demasiado lejana, allá en Wuhan, China. Había le
ído una entrevista a un estudiante cubano que casualmente pasaba el confinamiento en aquella ciudad, en el epicentro del caos y su relato me asustaba un poco. Él describía el meticuloso ritual de la protección, sus temores al contagio cada vez que tenía que salir a buscar comida. Y a mí me resultaba difícil imaginar un futuro cercano lleno de desinfectantes y de protocolos para evitar infecciones. Todavía no se hablaba de lo que constituiría la “nueva normalidad”.

Lo bueno, le dije por aquel entonces a la mamá-colega, es que al parecer afecta tanto a los niños y señalé al cajón de arena en el que nuestras hijas trataban, palita en mano, de rellenar un pequeño cubo. Sé que en esos días me ocupaba más por vencer la paranoia interna, porque intuía que esta iba a contaminar más fácilmente a demás habitantes del planeta.

Y yo no soy profeta, ni tengo demasiada afición a predecir el futuro. De hecho la reacción del Gobierno Austríaco y la declaración de las medidas que comenzaron con el “Quédate en casa” me tomaron bien desprevenido, como a una gran parte de los vieneses. Sin embargo, a veces me da por pensar que debería haberle prestado más atención a algunas señales previsoras.

Por ejemplo, cuando a fines de febrero mi hija tuvo un poco de fiebre y me llamaron del Kindergarten para que la fuera a recoger pues otros niños de su grupo habían padecido de mononucleosis y temían que mi Silvia fuera la próxima. De la guardería salimos directo a la consulta de la pediatra. Cuando mencioné lo de la fiebre me extrañó que le dieran tanta importancia, pues mientras esperábamos le tomaron una muestra de sangre y le colocaron una sonda para un posible análisis de orina.

 Hasta ahora sólo tengo elogios para el Sistema de Salud Pública de Austria, y de Viena en especial. Siempre lo comparo con el de Londres, donde -por ejemplo- los análisis y tests se realizan solamente en los hospitales, que es donde los especialistas tienen sus consultas. En mis visitas al médico de familia en Londres no recuerdo ninguna orden para un análisis sanguíneo, así que la posibilidad de que a mi niña le extrajeran sangre y la analizaran allí en la misma consulta de nuestra pediatra vienesa, me había causado al mismo tiempo una buena impresión y algo de sorpresa.

La doctora nos recibió con mascarilla y guantes, precavida y profesional, aunque en ese momento lo tomé como un alarde alarmista, a pesar de también me preguntaba si era posible que ella conociera algo de lo que yo no tenía ninguna información, algo preocupante, como que el COVID-19 ya estaba en el país.

Afortunadamente mi pequeña sólo mostraba los indicios de una infección en la garganta o una posible otitis. Un diagnóstico más certero fue imposible, ya que las visitas al médico la dejan demasiado irritada como para cooperar. Silvia se negó a gritos a un reconocimiento más exhaustivo. Sin embargo, un ciclo de antibióticos le bastó para que no tuviera más problemas. Después todo transcurrió hasta aquel viernes del shock.

El 14 de marzo fue un breve día normal. Dejé a mi hija en el Kindergarten y decidí pasar por uno de los supermercados cerca de la casa. Ocurre que en Viena, a diferencia de Londres, es difícil toparse con uno en el que encuentres todo lo que buscas. De modo que me he adaptado a comprar ciertos productos en el Hofer, otros en el Spar, otros en el Billa y así hemos ido sobrellevando la ausencia de un Sainbury’s inglés. Ese viernes tocaba entrar al Pennymarkt.

Siempre había pasado por la filial de Gentzgasse en la mañana, después de dejar a Silvia, porque nunca hay nadie a esa hora, nunca hasta aqu
el viernes en el que entré a un local abarrotado de consumidores en el que todas las cajas registradoras estaban abiertas. Lo nunca visto.
Cajas vacías en el Pennymarkt

La sorpresa mayor me esperaba en los anaqueles de harina y pastas, donde sólo quedaban cajas vacías. Todavía no eran las diez de la mañana, pero ya había cundido el pánico y mis conciudadanos habían salido a acaparar la mayor cantidad de productos posibles.

Es una locura, pensaba y lo comentaba por la tarde con una de las pedagogas del Kindergarten cuando había ido a recoger a mi hija. En el súper de su barrio, en el distrito 22, también había irrumpido el día anterior una turba en pánico dispuesta a agotar todas las reservas de harina, papel higiénico, fideos y latas de conservas.


Al día siguiente, cuando ya el gobierno había comunicado oficialmente las medidas del confinamiento, todavía fui a otro supermercado en el que también comenzaban a notarse los efectos del desabastecimiento. Pensé en La Habana en el lejano año 91, cuando poco a poco fueron cerrando los otrora populares Mercaditos.

Revisando lo que había quedado estaba cuando se me acercó una anciana para que la ayudara a encontrar sal. Fui al lugar donde siempre estaban los paquetitos venidos de Bad Ischl, y ¡no quedaba ninguno! Miré a la viejecita con mi mejor cara de incredulidad y le indiqué que todavía quedaban pomitos de sal marina, de los que vienen con un triturador acoplado a la tapa. “Ah, pero esos son más caros” me dijo ella. Por lo que me explicó seguidamente me dio a entender que mover la tapa y triturar las pequeñas piedras le supondría un esfuerzo imposible.

No he dejado de pensar en la pobre abuela, paralizada por la imposibilidad de completar una tarea tan rutinaria y cotidiana, que probablemente habría hecho por años y años. ¿Quién podría pensar que se agotaría la sal, aquí, en Austria?

La semana siguiente comenzamos el confinamiento.