Londres se define como hiper diversa. Conozco varios estudios sobre este tema, varias caracterizaciones de barrios enteros no sólo interesantes para académicos preocupados por entender un poco el planeta partiendo del análisis de esta capital, punto de reunión de tribus humanas. Sus peculiares zonas devienen en campos de batalla para los políticos y en fuente inagotable de inspiración para comediantes. Cada una es particular en su geografía cotidiana, además de en su arquitectura, en sus habitantes y en la importancia que adquieren como referente de toda la ciudad.
Camden Town pusiera ser, por ejemplo, una de esas plazas singulares en el panorama londinense. No es fácil caracterizarlo con una simple palabra, aunque cosmopolita le venga bien. Este trazado urbano que se extiende al norte se asemeja a una especie de muestrario diverso de una agitada urbe. Hay áreas más organizadas y otras más de vanguardia; sin embargo, todo aparenta estar en una invisible vidriera para que cada quien o cada cosa se exhiba tal cual es.
A veces desconfío del adjetivo “alternativo” usado en demasía para referirse a esta parte de Londres famosa a inicios de los 90 en las acciones anti-globalización. Hoy es difícil distinguir, entre los miles de personas y personajes transitando de un límite a otro del barrio, a aquellos esforzados en un activismo específico, tal vez porque en el trayecto hay espacio para todo, desde la compra y venta de objetos inusuales como los de The Hemp Store, confeccionados con fibras de cannabis, hasta las tan vilipendiadas o codiciadas zapatillas Nike de JDSports.
En Camden Town cabe todo y caben todos. Empezando por las tiendas de los más recientes productos de la industria musical, y siguiendo por otras de discos de acetato, verdaderas joyas míticas de un pasado musical esplendoroso, un pasado que sugiere estar muy vinculado al barrio. En este punto del paisaje londinense la música no se encarece. Ya sea en clubes para saltar y ocupar la noche a las órdenes de djs de culto, o en santuarios de las bandas más de moda (Koko), pasando por oasis de intimidad e improvisación (Jazz Café) y recalando en lo que anuncian como la esquina más habanera de la Londres (The Cuban).
Si bien en estos se encuentran las melodías más tradicionales, hay otros sonidos que quizás no puedan grabarse para ser interpretados a puertas cerradas, aunque alguien siempre quiera intentarlo. Porque Camden es el escenario donde la ciudad ejecuta su sinfonía urbana más anárquica e innovadora, no solo a través de las bocinas de los comercios y restaurantes. La composición surge del aleteo de palomas asustadas, del pregonar de los vendedores, de cláxones y silbatos del tráfico imparable, del concierto de voces e idiomas, o de las emisiones de un paquebote interrumpiendo el aburrimiento de las aguas del canal.
Sin embargo, nada define tanto al lugar como sus habitantes, diversos e irreverentes como el planeta, esquivos y exhibicionistas, como todos los capitalinos. Y puede que la atracción por esta zona se remonte a otras épocas. No es únicamente el sitio preferido por peculiares ejemplos de la farándula contemporánea al estilo de Amy Winehouse, o la mejor galería abierta de Banksy, artista del graffiti. En Royal College Street vivieron, se amaron y pelearon dos poetas malditos (Rimbaud y Verlaine). A principios de siglo pintores ingleses como Walter Richard Sickert, Spencer Gore, y Robert Bevan, entre otros, recrearon en lienzos imágenes del entorno camdeano y aún es posible encontrar por aquí a entusiastas del punk, con sus pelos coloreados, estirados, pavoneándose por esas calles como si todavía les pertenecieran, atentos a las cámaras que intentan capturarlos, a cuyos dueños no reparan en recordarle que todo tiene un precio, así sea un inocente encuadre como recuerdo de una visita.
Entre el bullicio, el ir y venir de ingenuos y esperanzados, de melancólicos y aventureros, de desesperados y curiosos, asoman igualmente los góticos con sus vestimentas sombrías, confundidos con turistas, casi siempre españoles seguros de que un recorrido turístico sin pasar por Camden Town no cuenta, porque aquí es donde único se aprecia la “mucha marcha” de la capital inglesa. Y llegan además las procesiones de escolares desafiantes, escandalosos y gregarios, como felinos marcando el territorio a conquistar,
Aunque las marcas no se distingan, pues aquí no se piensa tanto en lo de la burbuja personal como en otras partes de la urbe británica. Sobre todo hay que moverse, no basta imaginar el ritmo del lugar, es preciso sentirlo. La inmovilidad no tiene cabida en este entorno a veces destartalado y frágil como una edificación de La Habana, luego del paso de un huracán.
Y si es difícil permanecer inmóvil es imposible mantenerse inerte, porque el espacio agudiza los sentidos exige un sensorial estado de alerta. ¡Cómo no escuchar la polifonía del barrio! ¡Cómo no ver los contrastes, los rostros, los colores! ¡Cómo limitar el tacto a un mero reconocimiento de superficies! ¡Cómo resistirse a los olores de humeantes combinaciones asiáticas, medio-orientales, mediterráneas, africanas e incluso centroamericanas! ¡Cómo no sentir este pedazo de Londres!
Semanas atrás un incendio devastó parte del barrio. Las llamas se elevaron lo suficiente como para presagiar la completa destrucción de esta especie de pulmón norteño londinense. No obstante, el fuego sólo consumió un puñado de edificaciones, lo que apenas influyó en el palpitar constante de todo el barrio.
La vida, al parecer, empieza y continúa aquí, a juzgar por ese gesto de invitación con que ofrecen montañas de fideos las vendedoras chinas, el buen talante de la joyera lituana que negocia con ámbar del Báltico, la indiferencia del anticuario, la complacencia del moderno mercader de alfombras marroquíes, la alegría casi bovina del traficante invitándote a ya sabes qué viajes, o la apatía del simple ciudadano que, camino al trabajo, advierte su llegada a Camden Town por la ventanilla del autobús. Mientras él pasa, la ciudad indiscutiblemente se mueve y zumba, como dijera un gran amiga, al ritmo de una colmena atareada.