Pasó el
verano. Mientras unos hacían planes para viajes internacionales en medio de la
pandemia, nosotros otra vez más, disciplinadamente nos preparábamos para pasar
la temporada en casa. Como en otros años hubiéramos preferido la playa de
Muchavista en el litoral de la Comunidad Valenciana, pero de España continuaban llegando malas noticias sobre el control del virus y además, aventurarse fuera
de las fronteras austríacas suponía demasiado agobio.
Tras el
confinamiento de primavera, agosto parecía sugerir que ya habíamos superado
todo: el virus, su trasmisión, su peligrosidad. Una de las madres del
Kindergarten de mi hija preguntaba por lugares para visitar en Austria, para
luego quejarse de la tradición veraniega nacional de hospedarse cerca de un lago, cuando ella
prefería el litoral turco del Mediterráneo, que en su opinión nunca podría compararse a la oferta local.
Para nosotros las
opciones se centraron en la piscina del Währinger Park. Llevábamos desde el año anterior
preparando una mudanza para un apartamento nuevo en un nuevo proyecto
arquitectónico de la ciudad de Viena, en otro distrito diferente; pero la emergencia
sanitaria del COVID-19 había atrasado las obras, la terminación del edificio y
la entrega de las llaves. Nuestro contrato de arrendamiento
terminaba en agosto; sin embargo, nuestra casera nos permitió quedarnos hasta
que nos concedieran la otra vivienda.
Las
visitas a la piscina del parque también sugerían que la vida ocurría en otra burbuja.
Parecía no haber peligro. Si bien este verano habían limitado la entrada de
bañistas, una vez dentro todos lucían más relajados. No había razón para
juzgarlos, la mayoría eran padres como yo, que habíamos pasado el primer
confinamiento con dificultad al tener los pequeños en casa sin muchas
opciones, toda vez que las áreas de juegos estuvieron cerradas. De modo que supongo que todos agradecíamos cómo se divertían los niños en el agua.
Mi
hija, que el año anterior había preferido caminar por el borde de la piscina
intentando arrancar las piedrecitas de las lozas, parecía haber descubierto las
bondades de la alberca. El agua continuaba fría, como en todos los veranos
vieneses, pero ella había superado la curiosidad y sus propios temores y viéndola sorprenderse de la
aparente inmensidad de la piscina del barrio, uno hasta se sentía complacido.
Se
hablaba poco del virus o se atenuaba un poco su mortalidad, digo yo. Los
restaurantes habían abierto, las máscaras seguían de uso obligatorio en el transporte
público y de cuando en cuando alguien predecía que la temporada otoñal sería
difícil.
Antes del receso veraniego los padres del Kindergarten habíamos vivido varios
días angustiosos ante la espera de resultados de la prueba del virus en otras
familias. Todos dieron negativo, pero luego de la vuelta a las actividades
se repitieron escenas similares: llegaba un email de los administradores de la
guardería con noticias sobre una familia que, debido a los síntomas, había
decidido hacerse la prueba del COVID. Y luego a esperar 24, 48 horas hasta que
estuviera un resultado.
No sé
cómo calibrar la respuestas de los niños ante la situación derivada de la
pandemia, sobre todo en los más pequeños. La mía no parece entender mucho la razón del por
qué ha habido cambios. Siempre nos habían dicho que antes de los tres años
convenía mantener un ambiente estable, pocas variaciones en el día a día, así que uno procuraba seguir la receta de la rutina inamovible. Es que se
avecinaban mudanzas grandes: cambio de casa, cambio de guardería, despedida de los
ya muy queridos primeros amigos.
Me
gusta creer que ella se ha adaptado a todo, porque alguna vez leí sobre la
capacidad de adaptación de los más pequeños en estudios que aludían a
situaciones muy estresantes, como guerras y desplazamientos forzados. De
todas formas, le agradezco enormemente su adaptabilidad. Sus padres, luego de
haber resistido también jornadas de mucho estrés, lograron negociar un último día
en el Kindergarten que iba a coincidir con el de la mudanza. Idealmente
lograríamos trasladar todas las cosas antes de que terminara su jornada en la
guardería, pero cuando uno va a cambiarse de casa es cuando descubre que ha
acumulado tantas objetos que apenas tras colocar los primeros tarecos en el
camión de la mudada, se convence de que no va a terminar en un día. Algún ser
más organizado habrá por ahí, seguro, alguien que tal vez lea esto.
Cuando
mi pequeña y su madre llegaron a casa, todavía estábamos por terminar de poner
todas las cajas en el nuevo apartamento. Ella notó la gente extraña, pero no reaccionó
con el temor acostumbrado. Ya le habíamos dicho que tendría una casa nueva y
por suerte habíamos podido poner todas sus pertenencias en su nuevo cuarto, así
que se quedó tranquila, jugando, inspeccionando el espacio.
Una
semana después de la mudanza decretaron en Austria el Segundo Confinamiento.