En los días iniciales del confinamiento, las redes sociales se llenaron de memes humorísticos, porque tal vez así pensábamos que íbamos a superar la paranoia y sobre todo el miedo. Me atrevo a asegurar que a la cuarta semana nadie quería reírse. En mi Facebook, por ejemplo, amigos y conocidos pasaron de culpar a China por el virus, a promover teorías de la conspiración.
Como en cada evento reciente que ha terminado siendo un catalizador de opiniones contrarias en la red, me pareció una buena oportunidad para estudiarlo, o al menos para tratar de entender la radicalización de gente con la que uno compartió experiencias similares en el pasado. Sin embargo, tras una semana de trasnochar y comprobar que carecía del método y la paciencia para elaborar una teoría respetable sobre mi supuesto entendimiento de actitudes humanas, abandoné mi proyecto.
Poco a poco he ido distanciándome de Facebook; pues, como pasa con cada novedad, tras un comienzo aparatoso termina rondando el tedio. Me parece que nunca va a sustituir la cultura de relacionarse que existía antes de que apareciera y uno –como ya tiene cierta edad- cuenta con demasiadas memorias previas a la red azul para que este sitio las sustituya a la velocidad de un click o según las veleidades de un algoritmo. Además, en las redes no había virus, al menos este COVID19 que, fuera de las páginas del “me gusta” y comentarios, nos seguía aterrorizando por su influencia real, palpable, letal.
Y yo me asustaba, claro, cuando leía el email de un amigo en Oslo que trabajaba en la Residencia de Ancianos donde se detectaron los primeros casos de Noruega. O cuando intercambiaba mensajes con otra amiga en Italia, quien me contaba cómo se llevaba un confinamiento mucho más estricto que el de nosotros en Viena.
Ya mencioné mi experiencia con el National Health System de Gran Bretaña en post anteriores. Aquellos dos años de consultas y exámenes clínicos agudizaron mi hipocondría que, como buen padecimiento crónico, se mantiene latente hasta que surge cualquier señal de alarma que lo torna más avasallador que de costumbre.
Ya mencioné mi experiencia con el National Health System de Gran Bretaña en post anteriores. Aquellos dos años de consultas y exámenes clínicos agudizaron mi hipocondría que, como buen padecimiento crónico, se mantiene latente hasta que surge cualquier señal de alarma que lo torna más avasallador que de costumbre.
Por supuesto que durante la primera semana del “Quédate en casa” estaba convencido de que había contraído el virus. Seguíamos en primavera en Austria, con sus días que oscilan entre las temperaturas por debajo de 20 grados y los siguientes en los que el termómetro bajaba a los mismos indicadores de diciembre u otro mes invernal.
La frialdad repentina de uno de estos últimos me emboscó en un “paseo” (una salida disciplinada, siguiendo las indicaciones gubernamentales) de fin de semana. Yo iba desabrigado. Imaginé que la sorpresa del aire frío en los conductos nasales había recorrido todo el cuerpo inmediatamente y de forma invasiva. Y es que también andaba en modo alarmista por esos días, cuando cada salida al supermercado me dejaba en la garganta una sequedad bastante dolorosa que a la hora me hacía volver a comprobar en Internet la lista de síntomas del Coronavirus.
El resfriado me duró una semana en la que reduje a cero las salidas de mi casa. Temía por el posible efecto delator de mi nariz llena de mocos, aunque siempre te tranquilizaban con que el COVID19 no producía secreciones. Pero yo, tan diferente en lo que respecta a enfermedades, hasta pensaba que podía constituir un contagiado sui géneris. Mi estrategia de automedicación, aprendida en la isla en la que nací, me fue aliviando la garganta y las fosas nasales, pero todavía esperaba el momento en el que el termómetro con el que me tomaba la temperatura cada cierto tiempo me confirmara el diagnóstico.
Si bien me aterraba la posibilidad de unas fiebres, más me paralizaba la idea de que el resfriado continuara agravándose en su trayecto por las vías respiratorias y terminara instalándose en mis bronquios, como ha pasado en los últimos cinco años en los que no me he librado de la gripe. Suponía que toda la condescendencia de los locales se iba a poner a prueba si me pillaban tosiendo en medio de una calle. Me veía ya detenido y confinado en algún hospital de campaña.
Mientras el catarro me mantenía en casa, seguía las noticias y las cifras diarias del contagio. Cumplía con un simple afán informativo, porque el día se me iba en atender a mi hija, en repasar las indicaciones de sus pedagogas de la guardería y en buscar juegos y actividades didácticas que la pudieran mantener entretenida mientras continuaba su aprendizaje. Ella, para qué negarlo, se portaba muy bien y por sus reacciones y empeño involuntario en hacernos pasar el confinamiento lo más activos posible, pensaba que a sus 2 años y pocos meses, sus memorias de este tiempo no quedarían tan firmemente grabadas en su mente pequeñita y todavía moldeable.
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