Dicen que el jazz tiene sus reglas; algunas no se escriben, pero se pregonan por ahí. Las hay que limitan el género, que reducen su variante acústica solo a pocos escenarios, que conminan a sus intérpretes a que no sueñen con discos de oro o con encabezar las listas de la Billboard en otro apartado que no sea el específico de esa forma de hacer música.
Sin embargo, desde la década pasada, hay una canadiense que se ha reído de esas supuestas regulaciones, y a fuerza de creer en lo que hace, y a costa de un trabajo perfeccionista en cada nuevo proyecto, se ha impuesto en el panorama musical. Ella es Diana Krall.
Rubia, hermosa, sensata y emotiva, la joven pianista y cantante, nacida en la isla de Vancouver en 1965, acaba de sumar otro premio Grammy a su carrera. Su disco Live in Paris, una selección de los conciertos que durante noviembre y diciembre del 2001 ofreció en el teatro Olimpia de la capital francesa, viene a ser el volumen que la consagra en la disquera Verve, a la cual pertenece, y en el selecto grupo de las grandes voces.
Porque Diana canta y sabe cómo hacerlo, se trata de una intérprete que moldea su voz y la adapta a cada tema. De su colega Tony Bennet le quedó el consejo de que hay que comunicar con la música, contar una historia, pero dejarle al público la valoración definitiva. A tal sentencia le agrega la Krall su capacidad de convertir cada canción en un instante preciso, capaz de tocar fibras íntimas, aunque a ella le vaya mejor esa sensación que trasmite y que parece decir que no está haciendo la versión de una pieza conocida, pues la ha desmenuzado, separado en frases y cadencias, le ha añadido su voz y su piano y el resultado es lo que se escucha.
Un ejemplo: su más reciente compacto, que sigue al hasta ahora más buscado y reverenciado: The look of love (2001). Antes, en 1998, When I look in your eyes también logró ventas millonarias y resultó nominado al Grammy en la categoría de Mejor del año, compitiendo con Santana, TLC y Backstreet Boys. Hacía 50 años que un disco de jazz no aspiraba a tanto.
La historia de esta joven diva pudiera ser tema de una anécdota clásica, pues en un bar de Nanaimo, su ciudad natal, Ray Brown, el famoso bajista norteamericano, la descubrió cuando era apenas una adolescente. No obstante, si se conoce que comenzó a tocar piano a los 4 años, que creció en una familia de músicos amantes del jazz y que, todavía estudiante de bachillerato ganó una beca para el Berklee Music College de Boston, se comprenderá que Diana podía sorprender a cualquiera.
De hecho lo hizo. Toni LiPuma, por ejemplo, creyó en ella y aún la tiene como una de sus mejores adquisiciones. Bajo su producción se han concebido todos los discos de la Krall, desde Only trust your heart hasta el último y más famoso. Ambos conforman un equipo creativo que completan los músicos, algunos habituales en el séquito de la cantante y otros invitados de ocasión. A ellos corresponde el mérito de ponerle ritmo y novedad a temas tan clásicos e insuperables como Fly me to the moon, esa deliciosa pieza de swing que Diana se encargó de inscribirla en su repertorio personal.
Si bien ha grabado temas en español, pocos en Latinoamérica la conocen. Lo cierto es que ha paseado su estilo por casi todos los escenarios importantes para los jazzistas, entre ellos los tradicionales eventos europeos. Pero se resiste a que la incluyan en un circuito determinado, por eso no fue casual su participación en el Lilith Fair, un festival concebido por su compatriota Sarah Maclachlan para las mujeres que cantan.
Los que siguen su carrera, puede que ya se anden preguntando qué será lo próximo, qué nuevo número pasará a sus recitales, qué sorpresa aguardará a los que la escuchen o cuántas influencias de leyendas como Ella Fitzgerald, Billie Hollyday, Nina Simone; más cercanas en el tiempo como Natalie Cole y Dee Dee Bridgewater, o contemporáneas como Cassandra Wilson, podrán apreciarse en sus interpretaciones.Por ahora está su disco, al que le espera mucho más, máxime si puede anunciarse con el adjetivo de “premiado”. La única regla que Diana Krall no pretende romper, sino más bien confirmar, es quizás esa que tampoco se ha escrito y que se refiere a la importancia de París como ciudad imprescindible a la hora de mostrar el talento jazzístico; aunque claro, para eso había que grabar un disco, promoverlo, presentarlo y esperar tranquilamente por la fama.