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(c) Jean Jullien |
Los ataques de extremistas islámicos en la
ciudad de París son tristemente una nueva acción en la lista de eventos que nos
dejan desesperanzados y ansiosos. Terrorismo y extremismo son sinónimos, pienso
yo, fenómenos que hasta en el mejor de los casos pueden incluirse en una
relación causal: los extremistas, en muchas ocasiones, llegan a entender el
terror como la mejor arma, la más certera justificación para su causa. Estos
días de tragedia en la Ciudad Luz y en otros tantos lugares siempre me
recuerdan a todas las víctimas de estos hechos, las que mueren en el acto y las
que perecen luego, por reacciones derivadas del extremismo, en circunstancias
más bien absurdas.
Jean Charles de Menezes, el brasileño
asesinado por error por oficiales de la Policía Metropolitana de Londres, sería
un ejemplo de hasta dónde puede llegar el extremismo. Para quienes lo tomaron
como sospechoso del frustrado plan para repetir los atentados del 7-7, él
“parecía” árabe; para el oficial encubierto que lo vigilaba de cerca y que tal
vez nunca en su vida le había prestado atención a la melodía característica del
portugués de Brasil, Jean Charles hablaba un idioma parecido al árabe. Por eso
cuando el muchacho entró apurado en la estación de Stockwell, con su mochila al
hombro y arrancó a correr con tal de no perder el tren al que le faltaban pocos
segundos para iniciar viaje, los guardias que lo seguían decidieron en cuestión
de instantes que el joven era un terrorista e iba dispuesto a inmolarse. Lo
acribillaron.
Por esos días me alojaba en casa de un amigo
en el barrio de Stockwell. El trayecto hacia la estación era mi ruta diaria hacia
otros lados de la ciudad. En las jornadas posteriores a la muerte de Jean
Charles y la captura de los verdaderos implicados, no lejos del sitio donde el
brasileño fue abatido, la estación de Stockwell permaneció bajo un estricto
control policial, de policías portando armas, lo que es raro en Londres, a no
ser que se trate de esos días cuando los niveles de alerta se disparan.
Yo seguí yendo a la estación, a pesar de que
podía haber optado por trayectos alternativos, comenzar el viaje en Brixton, pues
esa otra estación quedaba casi a la misma distancia de la casa de mi amigo.
Alguna vez pensé en dejar mi mochila en casa, mas terminé siempre llevándola
conmigo, porque quién iba a sospechar de aquella bolsa verde con cuadernos y
bolígrafos. Pero sin dudas mi mayor confianza era mi origen, pues intuía que
todos en ese Londres tan híper diverso eran capaces de distinguirme como cubano.
Eso, pensaba yo, me protegería, como si fuera tan fácil darse cuenta, como si
los compatriotas que en La Habana o Trinidad me pedían limosnas, artículos y
jabón tomándome por un “yuma” nunca hubieran existido.
Así que uno de esos días de película, de
estación tomada por miembros de la Policía Metropolitana con armas automáticas
y chalecos antibalas, justo cuando iba a pasar mi tarjeta Oyster por el
dispositivo que abría el torniquete de acceso al metro, dos de aquellos
oficiales me pararon. Es que yo –no me dijeron- parecía brasileño,
o árabe, o persa, cualquier cosa menos originario de una isla a la que ellos
probablemente ni siquiera lograrían ubicar en un mapa. Me preguntaron adónde
iba, qué hacía en la ciudad. Me pidieron la mochila, la separaron con cuidado y
trajeron a un perro que la olisqueó aburrido. Todo se desarrolló a la vista de
los demás ciudadanos que avanzaban imperturbables rumbo al metro, aunque no dejaron de
dirigirme miradas de desconfianza.
Los oficiales determinaron que yo no representaba
una amenaza, solo entonces me preguntaron de dónde venía. El país de origen le
resultó extraño al policía que, a pesar de su aspecto imponente, conservó
durante todo el tiempo su aplomo y amabilidad. Supongo que yo comenzaba a
quedarme nervioso, que supuse debía maldecir a algún antepasado del Magreb que
se había aventurado a las Canarias, por eso casi ni reparé en el chiste del
policía británico que me había dicho: Espero que usted no sea uno de esos que
vienen en balsas. Yo lo tranquilicé, Londres estaba demasiado lejos como para
intentar llegar en una embarcación rústica zarpando desde el Caribe.
Luego me dieron una especie de recibo al
terminar, no recuerdo si por si pretendía quejarme. Bajé a la plataforma, tomé
el tren, no sin antes enfrentar alguna que otra mirada de reconocimiento y
cambié de línea en la primera intersección. Cuando llegué a mi destino y salí
del metro, pensé que Jean Charles, de haber sido yo, tal vez estaría vivo, no porque
viniera de mi misma isla, sino porque le habrían dado la misma oportunidad que
a mí. Al final era posible que yo hubiera terminado baleado en la
estación de Stockwell. Yo y tantos otros compatriotas de facciones
mediterráneas y ni hablar de otros tantos con nombres del Medio Oriente tan
comunes en Cuba. Cuando los extremos se entronizan y la división se limita a “nosotros”
o “ellos”, poco importa que tengas apellido ibérico cuando te llamas Omar,
Ahmed o Jair.
Porque hay dos realidades o muchas más que
dos y somos diferentes cuando abandonamos los lugares en los que la mayoría
piensa y asume que somos como ellos. Y yo era cubano en Cuba, pero fuera de
ella ya mi nacionalidad no era tan evidente, si es que alguna vez lo fue cuando
viví allá. Por eso es tan frecuente que me confundan con nacionalidades que
nunca imaginé. Así me han preguntado si soy portugués en Suiza, español en
Portugal, iraní en Londres, turco en Viena. Y por supuesto, en Cuba, ahora casi
nadie me toma por nacional.
Por eso cuando veo y leo lo que comentan
algunos compatriotas, me doy cuenta que aún creen que su origen étnico les
ofrece una protección infranqueable y que esta es universal, válida en todos
los contextos, porque el mundo se reduce a Cuba y su diáspora. Lo demás no
importa; los demás, tampoco.
Son esos quienes tal vez nunca contemplarían
hablarle a un musulmán para evitar asociaciones, como antes no le hablaron a un
negro o a un homosexual. No se han detenido a pensar que fuera de esos lugares donde
son mayoría, donde insisten en descalificar a quienes no apoyan la necesidad de
esa mayoría, pocos los salvarían de ser considerados diferentes, sospechosos,
una amenaza interna. Pues en un ambiente tan radicalizado y extremista ¿quién
va a creer en la excepcionalidad de una isla fuera de sus propios habitantes?
Casi nadie.
Sin embargo, ellos insisten en analizarlo todo
según la filosofía isleña, a caballo entre el totalitarismo y el egocentrismo,
la hipocresía y las mejores técnicas de acoso aprendidas en Cuba. De ahí que en
estos días de luto por tantas víctimas del terrorismo, también me sorprenda y
acongoje que haya tanto extremista, tanto radicalismo que, sin duda –y espero
que el futuro me desmienta-, dará lugar a más actos de terror contra esta
humanidad que somos todos.