Cada día recibo clientes en la biblioteca donde trabajo (lo mismo jóvenes que ya de cierta edad) cuyas demandas me sugieren que, de estar en un espacio abierto, convendría mirar a ambos lados para descubrir si la nave espacial que los trajo de su planeta todavía tiene los motores calientes debido al reciente aterrizaje. O sea, me da por observarlos y preguntarme, eso sí, con decencia y en voz baja, ¿de dónde rayos saliste tú?
Semanas atrás, una abuelita, muy aplicada ella, vino buscando un libro de cierto autor japonés. Mi respuesta de que teníamos sólo una copia y que estaba en préstamo no fue suficiente. Dispuesta a no darse por vencida tan temprano, me sacó la lista de bibliografía de su curso e indagó si, por alguna casualidad, había en nuestros estantes algo de otro escritor, también del Japón, de apellido Tanizaki.
¿Junichiro Tanizaki? – le pregunté yo, acordándome del novelista de Hay quien prefiere las ortigas, texto editado y reeditado en la isla. La ancianita, impresionada ella, me suelta: ¿ah, lo conoce? Yo, “sí, claro (con énfasis adverbial, en tono de: sí-inglesa-prepotente-imperialista-snob-usted-también-lo-debiera-conocer-pues-es-un-escritor-universal). Accioné unas teclas, le busqué el título que pedía, no teníamos ejemplares en inglés sino en japonés. Y en español en mi país—pensé – ¡Viva la Imprenta Nacional de Cuba!
Supongo que la lectura en caracteres chinos debe haberle parecido insuperable y, decepcionada, la mujer insistió con otro autor asiático, esta vez Eileen Chang. Me quedé meditando mientras escribía su nombre en el buscador del catálogo. “Ah, ¿esa no es la de la película? (Lust, Caution, de Ang Lee). Mi cliente, con algo de sorpresa, me dice: sí, sí, es la de la película, es que tengo que hacer un ensayo sobre ella. Encontré uno de sus libros y le anoté la clasificación.
Y, por último, como si faltara alguna opción en el “servicio completo”, la mujer vuelve a la carga, entre apurada y dudosa: ¿y no sabrá si tienen aquí alguna película en DVD de este realizador chino... ¿Cuál? —le pregunto. “Este que hizo... ah, ¿cómo se llamaba esta película... La linterna roja?”. ¿Zhang Yimou? — imposible olvidar el título de aquel filme que tuvimos que ver y editar simultáneamente, pues la proyeccionista del Acapulco comenzó por el rollo dos. “Ah, sí, ese mismo” me responde y añade: Oiga, pero usted lo sabe todo.
Yo, modesto al fin, le contesté que no, como quien desea añadir: para eso trabajo en una biblioteca. Aunque en realidad y en mi mente, siempre con la voz interior, siempre cortés, le fui soltando aquello de: ¡toma!, de tres, tres; o tres a cero, porque uno tiene que darse su lugar, así sea de manera diplomática en este país donde de vez en cuando aparecen personajes con aires de lords y ladies que resultan respingadamente insoportables.