En Europa atravesar países y
ciudades es tan fácil que un viaje pierde toda esa aureola de grandiosidad que
alguna vez le endilgamos nosotros, los que vivíamos en una isla de la que era
casi imposible escaparse. Cuando a finales de los 90 las autoridades permitieron
las salidas a cuentagotas, muchos amigos comenzaron a viajar y a establecerse
fuera del Caribe. Algunos aterrizaron en naciones europeas o latinoamericanas y desde allí con el tiempo planearon sus vacaciones y futuras estancias en otros
países y ciudades. Sus mensajes, fotos y correos electrónicos, reavivaron en mí la
curiosidad por las exploraciones.
Pasado el tiempo yo también emigré y comencé a acumular espacios
en los que fui yo y feliz. Son esos los que a la larga van conformando mi noción de patria,
un concepto personal y flexible que cada día se aleja más de los limitados
cercos que los líderes nacionalistas establecen en una Europa sin fronteras y
en un mundo que en realidad busca cada vez más la eliminación total de muros que impidan el
libre tránsito de humanos, información y mercancías.
Si me comparo con otros compatriotas
y hasta con conocidos de la diáspora, he viajado poco. Sé de algunos que han
recorrido el planeta de cabo a rabo, con estancias en sitios tan alejados y
exóticos como Mongolia o la Polinesia Francesa. Yo no he llegado tan lejos,
aunque espero poder alcanzar tales destinos en un futuro cercano. En los
últimos tiempos, al estar basado en Viena me hallo en un punto del continente
donde, como en siglos anteriores, es común que se crucen rutas que conectaban
todo el mundo conocido. Otra ventaja también, es el hecho de que la cercanía de
algunos lugares diferentes por explorar propicia que uno deseche el avión como
medio de transporte y vuelva a transitar como antaño por vías férreas o por
carretera.
Es cierto que recorrí caminos
británicos durante el año que viví en la capital galesa, pero allí estos viajes
los hice con tal de evitar los cada vez más caros pasajes de tren. El Reino
Unido posee una impresionante red de autopistas que alejan del trayecto a pueblos y ciudades, de modo que no abundan vistas espectaculares
cuando uno se traslada por estas. Solo una vez, debido a un accidente de
grandes proporciones en la M-4, tuve un breve acercamiento a lo que podría ser
un viaje diferente. El chofer había tenido que desviarse y tomar las carreteras
estrechas que conectaban el sur rural de Somerset y por tanto nos tocó atravesar
pequeñas aldeas y campos roturados, para sorpresa de los habitantes, quienes, a
juzgar por sus reacciones, nunca habían visto una guagua de National Express
por aquella zona.
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En bus pasando por la Plaza Trafalgar en Londres |
En tales viajes, a diferencia de
los que he hecho últimamente, a pesar de que casi siempre los realicé en buses
llenos a tope, apenas recuerdo una conversación con algún otro pasajero. Tampoco
guardo en la memoria algún diálogo interesante en los recorridos en tren por el sur de
Inglaterra. Si en el 2004, cuando aterricé en Londres, los viajeros se aislaban
de toda su circunstancia en derredor mediante los audífonos, ahora lo hacen con
sus teléfonos móviles y tabletas. Nadie parece interesado en conversar con
quien viaja a su lado, solo lo hacen quienes abordan los transportes en grupo o
en familia, por lo que a veces es más fácil escuchar lo que comentan otros, que
arriesgarse a conocer cómo piensan los compañeros de viaje. Y está claro que
estos no siempre resultan los protagonistas de un diálogo agradable.
De uno de aquellos emails
iniciales, de conocidos que se establecían fuera de Cuba, recuerdo el relato de
una amiga residente en Bélgica, cuando se embarcó en un largo viaje en tren rumbo a
Italia. Le tocó un asiento junto a un pasajero quien, tras intercambiar saludos
amables al inicio, cuando descubrió que mi amiga provenía de Cuba le espetó un
“yo no hablo con comunistas” y acto seguido cambió la mirada hacia el pasillo y
no volvió a dirigirle la palabra en las dos horas que duró su viaje.
Por eso en ciertos trayectos me
da por imaginar posibles conversaciones que hubiera tenido con algunos
compañeros de viaje. Son razones puramente especulativas las que guardo como
justificación para un determinado diálogo, pues si este nunca ocurre se debe
sólo a mi probable timidez o a la del pasajero, o por insistir yo en respetar
el derecho de cada quien a su privacidad. Sin embargo, las conversaciones quedan
casi siempre como parte de las memorias del viaje, aunque nunca se hayan escenificado.
II.
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Tranvía en Budapest |
El trayecto en tren de Viena a
Budapest dura poco más de tres horas. Lo hicimos en septiembre del 2014. Se
trata del recorrido que antes de 1989 conectaba dos mundos bien diferentes
atravesando la inexistente, pero efectiva Cortina de Hierro. Aún hoy, más de
veinticinco años después, cualquiera puede notar las diferencias entre ambas partes. Las
pintorescas imágenes de aldeas austríacas en medio de los campos cultivados en
los que sobresalen gigantescas turbinas eólicas, dan paso a un paisaje rural
más desaliñado, con improvisadas casuchas de madera y metal que lucen
comparativamente más empobrecidas que las del país vecino. En la primera parada en
territorio húngaro, Mosonmagyaróvár, la estación de pasajeros es apenas una
plataforma con techo en medio de un área con varias líneas férreas, que
evidencian una actividad anterior mucho más intensa de la que ahora transcurre en el lugar.
Allí subió a nuestro vagón un
peculiar viajero al que le calculé unos sesenta años. Era un día nublado de inicios
del otoño, muchos andábamos ya de mangas largas, enfundados en chaquetas
monocromáticas, como son las destinadas a esta estación del año en
la que prima la uniformidad, pues la mayoría de la gente sale a la calle con
abrigos negros o grises. Nuestro compañero de viaje, en contraste, vestía un
atuendo mucho más vistoso: pantalón color vino, chaqueta roja, boina también colorida y
zapatos marrones. Llevaba además un bigote boscoso, pero bien cuidado, de
esos que sugieren varios minutos de preparación previa ante el espejo.
Reclinado en su asiento, frente a nosotros, leía ensimismado un libro en
húngaro del que no recuerdo el autor, pero cuya lectura le fascinaba a juzgar por la
expresión de su rostro y el nivel de concentración con que seguía las páginas.
Antes de sentarse y comenzar la
lectura nos había saludado con una sonrisa. Apenas miraba el paisaje que
aparecía tras la ventanilla, por lo que intuí que lo conocía de memoria.
Tampoco mostró demasiado interés en los demás que lo acompañaban en el vagón más allá de la lógica interrupción que supone una parada momentánea en la que descendían unos y subían otros. Más de
uno de estos le dedicó una mirada de inspección, aunque sin mucho detenimiento. Podía
resumirse en un breve reconocimiento de su presencia, seguido de un rápido
retorno a la rutina personal, como si nuestro exótico
pasajero fuera alguien conocido o un acompañante habitual del trayecto.
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Café Águila Azul, Praga
(Kavárna Modrý Orel)
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A mí, en cambio, me seguía
pareciendo admirable, una pieza que no encajaba en toda la escena de la que
formábamos parte, con su contexto y expectativas. Viajaba por primera vez a
un país exsocialista en el que esperaba encontrar referencias a un pasado que
suponía compartido, al menos a gran escala, en esa especie de esfera invisible en la
que los ideales sobrepasaban a las naciones y los pueblos, en la aspiración de un bienestar común que –según nos decían a finales de los 70 y principios de los 80- aventajaba en humanismo al resto de las sociedades
del planeta.
Nuestro extravagante compañeros
de viaje debió haberse formado también a esa época, con todo lo que implicaría vivir en un país del Segundo Mundo. Lo imaginé tan entusiasmado, si era posible, como aquella mañana gris
del trayecto, como protagonista de cualquier día similar previo a 1989. Y
confieso, me hubiera gustado mucho escuchar su narración, suponiendo que la imaginaria
asociación que había comenzado a construir desde que subiera al tren en
Mosonmagyaróvár tenía sentido, que esa actitud ante la vida, tan irreverente y
segura de sí mismo lo había definido a través de los tiempos, sobre todo en
épocas donde la abrumadora versión de la mayoría se ocupaba de condenar al
olvido a toda expresión de diferencia.
Y es que también lo encontraba
más interesante por esa actitud que por su apariencia excéntrica, por ese
aspecto que confiere la evidencia de haber vivido unas cuantas décadas. Meses
atrás, el encuentro con dos jóvenes húngaros, quienes por edad debían de haber
vivido siempre en la era postcomunista, había terminado en decepción. Habíamos
sido colegas de un curso de alemán, en un grupo que, casualmente, estaba dominado
por estudiantes del antiguo bloque socialista (2 húngaros, 2 eslovacas, 1
croata, 1 polaca, 2 rusas y 1 ucraniana). A medida que avanzaron los contenidos
del curso los estudiantes intercambiaron, además de las dificultades propias
de aprender a funcionar en otra lengua, sus prejuicios y resquemores. Y si
estos se enunciaron con más cuidado ante el profesor, se soltaban sin
restricción alguna ante el resto de los colegas. Comentarios homófobos y
racistas, al estilo de “el gobierno debería expulsar a todos los gitanos”, o
“los gays pueden hacer todo lo que quieran en sus casas, pero andar de manos
dadas o besarse en la calle no está bien”. Solamente yo y otro colega escocés
parecíamos escandalizados ante tanta juventud y conservadurismo.
Es probable que a nuestro pasajero
de enfrente tales opiniones no le hubiera hecho mucha gracia. Resulta imposible
asegurarlo de manera rotunda, pero uno en aquella mañana de septiembre, camino
a la capital húngara, alcanzaba a suponerlo. Apenas habíamos intercambiado un
par de ademanes corteses; sin embargo, yo creía conocerlo de toda la vida.
III.
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Gatos en Viseu, Portugal. |
Cada viaje a Portugal implica
algún trayecto por carretera. Nosotros preferimos el tren, pero hay ciudades,
como Viseu -el lugar obligado de todas las vacaciones- que desde hace años
perdieron su estación de ferrocarril y con ella la posibilidad de interconectarse de
manera rápida a otras zonas importantes del país. Así que siempre terminamos
rodando por la asombrosa red de autopistas portuguesas. Estas, financiadas
con presupuestos de la Unión Europea, parecen haber sido concebidas para otros
tiempos de bonanza.
En Portugal el auto privado
sigue siendo un fuerte indicativo de estatus y los gobernantes de turno se
ocuparon a finales de los 90 de crear una gran infraestructura vial para que todos
la utilizaran cuando consideraran imprescindible moverse de un lugar a otro sobre cuatro ruedas. La estrategia discriminó el aumento de las líneas férreas y dió
prioridad a la construcción de autopistas. Sin
embargo, con la llegada de la crisis en el 2008, conducir por las llamadas autoestradas se ha vuelto costosa para los choferes portugueses, por la cantidad de puestos de peaje que
el gobierno ha instalado en aras de recaudar fondos para las exiguas obras
públicas. Por eso existen hoy carreteras interprovinciales llenas de vehículos,
mientras en las autopistas el tránsito es mucho menor que en los años de
euforia y de mensajes triunfalistas que parecían parodiar aquel famoso lema de
los años 50: Usted sí puede tener un Buick.
En los autobuses portugueses, lo
mismo que en el tren, tampoco es fácil entablar una conversación entre
pasajeros. Allí, como en el resto del mundo, los jóvenes permanecen
indiferentes a todo lo que ocurre fuera de las pantallas de sus dispositivos, a
excepción de las veces en que el conductor pasa inspeccionando tickets. Los menos
jóvenes también se ocupan de emplear la duración del viaje en actividades que
excluyan una conversación casual sobre cualquier tema. En tal contexto no es de
extrañarse que uno termine como oyente involuntario de conversaciones de
otros.
De todos los viajes recuerdo dos
particularmente reveladoras, de esas que a la larga le sirven a los recién
llegados para llevarse una idea bastante representativa de cómo anda el país.
La primera ocurrió en un bus en la Terminal de Oporto, donde estuvimos
retenidos cerca de veinte minutos cuando el chofer, al intentar salir del
andén, no calculó bien la distancia entre su bus y el que estaba parqueado en
el andén contiguo y terminó golpeando su espejo retrovisor, que cayó y se
estrelló en el suelo. Entonces hubo que esperar porque lo reemplazaran, lo que
puso de mal humor a un portugués residente en Francia, quien comenzó un
discurso ácido contra el país y las autoridades. El hombre alegaba que por la
demora iba a perder la conexión con el siguiente bus en una de las paradas del
recorrido y cargaba contra la desidia de los trabajadores del transporte que
permitían semejantes retrasos, cuando en Francia, desde donde había volado esa
mañana, tales percances eran impensables.
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Tranvía en el Barrio Alto, Lisboa. |
A las críticas se le unieron
otros viajeros para quienes el gobierno nacional no le merecía el menor
respeto. Parecía el inicio de una pequeña revolución ciudadana en el reducido
espacio del ómnibus. Por un breve segmento de todo el intercambio los
pasajeros le dieron la razón al emigrante, mientras aportaban más anécdotas
sobre lo mal que funcionaba el país en tiempos de crisis. El debate tal vez
alcanzó un punto de no retorno cuando un anciana comenzó a quejarse también del
rumbo que tomaba la nación y la comparó con los "mejores" años del pasado, cuando -según dijo- ella vivía en Angola y todo el país bajo una dictadura retrógrada,
aunque claro, no mencionó este calificativo. Luego el bus se puso en marcha y los participantes del
debate fueron poco a poco regresando a los silencios habituales del viaje.
Nadie más creyó oportuno continuar argumentando sobre otras cuestiones que en
algún otro lugar, con lo polarizado que anda el mundo en octubre de 2016,
serían calificadas de antipatrióticas.
En otro trayecto en guagua, esta
vez desde Lisboa a Viseu, me sorprendió que nuestra vecina en el asiento de
delante, no contestó su teléfono tras sonar dos veces a la salida de la Terminal de Siete Ríos. Fue minutos más tarde, cuando ya andábamos en plena autopista,
bastante alejados de los límites territoriales de la Gran Lisboa, que la
muchacha tomó el teléfono y marcó un número. “Padre”, saludó a alguien del otro
lado y acto seguido contó un relato pesado e impactante, de los que te
muestran la cercanía de un hecho sobre el que has leído desde la distancia de
un reporte estadístico impersonal, pero con el que nunca te habías topado hasta
ahora. La chica, al teléfono, le contaba a su padre que se había ido de casa, luego
de una discusión con su novio o marido y que regresaba a vivir con ellos. Sin embargo, no era una simple
discordia entre los miembros de una pareja. “Esta vez él fue muy lejos” decía
la pasajera, ya entre las lágrimas y la vergüenza de tener que dar más detalles en
un sitio carente de privacidad.
Mientras seguíamos impresionados
el relato de la mujer, nos mirábamos tratando de pensar en alguna manera de darle
apoyo. Aunque en el país los hechos de violencia de género no llegan a los
niveles de la vecina España, también son comunes y en algunos casos, de consecuencias
fatales. Creo que a nivel nacional prevalecen los dictados patriarcales, por lo
que las mujeres suelen cargar con la culpa. Lo que al final nos sirvió de alivio fue
intuir que la protagonista de esta historia contaba con una familia que, según
indicaba la conversación que estaba teniendo con ellos, la iban a apoyar. No
creo que las demás víctimas puedan decir lo mismo. De todas formas, nos hubiera
gustado haber podido ayudarla a pasar el mal rato, hacerle saber que no estaba
sola.
Y aunque la conversación por
teléfono se extendió más allá del anuncio inicial que le había hecho a su
padre, los minutos siguientes no aportaron muchos detalles más acerca de la situación que había vivido, aunque esos
fueran lo menos que uno deseaba escuchar. Por suerte la atormentada pasajera
fue recuperando la calma y cuando terminó de hablar parecía más resuelta.
Imaginamos que viviría unas semanas difíciles, pero con la esperanza de que tal
vez los días terribles habrían pasado. Fue entonces, en el primer alto del
camino en Fátima, que la joven mujer bajó del bus hacia donde la esperaban sus
familiares.
IV.
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Costa sur inglesa en la distancia |
No todas las conversaciones
tienen que resultar imaginadas, algunas suceden espontáneamente. En el 2012
viajé por primera vez a Alemania, a la hermosa y acogedora ciudad de
Heidelberg. Habíamos decidido previamente, de mutuo acuerdo con unos amigos
franceses de la Lorena, que pasaríamos el fin de semana con ellos. Yo iría a
una conferencia por dos días y luego me uniría a ellos viajando de Heidelberg a
Karlsruhe, de ahí a Estrasburgo y luego hasta Sarrebourg, una pequeña ciudad
cercana a Nancy. Helena viajaría directo desde Londres. Hice todas las reservas
por Internet, primero el viaje en avión hasta un aeródromo en el sur alemán y
luego los consiguientes trayectos en tren. Tenía ciertos temores antes de
comenzar, que se resumían en el viaje hacia un país del que no dominaba
la lengua, por más que muchos me calmaran diciendo que sería posible orientarme
en inglés, que todo el mundo hablaría ese idioma.
Volé en Ryanair hasta lo que
anunciaban como el Aeropuerto Internacional de Baden-Baden/Karlsruhe. Al final
resultó ser una antigua base aérea norteamericana de postguerra que
acondicionaron como terminal aérea, muy pequeña si se comparaba con otros aeropuertos continentales y, lo peor de todo, muy alejada de las dos ciudades
alemanas que el vuelo aseguraba conectar. Quedaba en un punto medio de la nada, desde
el que había que esperar por un autobús para trasladarse a cualquier núcleo
urbano importante.
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Por la ribera del Lago Lemán, Suiza. |
En la cola para comprar el
boleto del bus, me situé detrás de un estudiante que también venía de Londres.
Cuando llegó al mostrador comprendió que se había olvidado de cambiar las
libras esterlinas, de modo que no podía comprar su ticket, pues la cajera del
buró de turismo no aceptaba tarjetas. Él se retiró a buscar un cajero
automático, pero regresó frustrado a los pocos minutos, pues la terminal
también carecía de tal servicio. Yo había comprado ya mi ticket, pero aún
estaba cerca del buró revisando el itinerario de los buses, para asegurarme de
que tomaría el indicado. Entonces, el estudiante se me acercó, me explicó su
problema y me pidió si le podía comprar su ticket en euros, que él me pagaría
la equivalencia en libras. Acepté, sin problemas, había notado que él hablaba
alemán, cosa que yo no hacía, y que dominaba también la manera de conducirse en
un terreno extraño para mí.
Entonces nos presentamos, de ahí
supe que estudiaba Física y completaba su doctorado en Oxford, pero que había
nacido en Frankfurt, donde sus padres habían emigrado desde Irán. No recuerdo
su nombre, tal vez porque lo dijo demasiado rápido, pero sí que conversamos
mucho mientras esperábamos por el bus y en el corto trayecto hacia una extraña
estación de tren desde donde debí tomar un suburbano hacia la Hauptbahnhof de
Karlsruhe.
Yo le hablé de mi investigación
y de la ponencia que presentaría en Heidelberg y él también me explicó la suya.
Supongo que le advertí que había estudiado Física en mi preuniversitario de
Ciencias Exactas, en largas jornadas de experimentos y de resolver problemas y
ejercicios complicados de un compendio elaborado por una autora soviética de
origen judío: Valentina Wolkenstein, pero es muy probable que le haya
confirmado el haber olvidado aquellas
lecciones y fórmulas.
Él me comentó sobre su elección
de Oxford y sobre sus deseos de regresar a Alemania, el país que consideraba su
casa. Lo imagino ahora en algún puesto en un importante centro de
investigación, pues además de inteligente y honesto, me sorprendió su nivel de
resolución, su convencimiento de haber escogido la profesión con la que se
sentía más a gusto.
Mientras intercambiábamos
opiniones, el bus atravesaba el paisaje rural del sur germano, pasando por
aldeas de construcciones casi perfectas, como de juguete. En algún momento le
comenté a mi interlocutor mi desconcierto ante las vistas de nuestro recorrido.
Sabía de la fama que acompaña a los destinos de Ryanair, la compañía aérea notable
por usar aeropuertos que distan bastante de la ciudad que indica el vuelo, pero
en esta ocasión, creo que se habían llevado el Premio Gordo.
Cuando llegamos a la estación de
Rastatt y nos despedimos, cada uno para proseguir viaje en dos direcciones
diferentes, ya habían desaparecido todos mis temores iniciales acerca de viajar
hacia lo desconocido. El estudiante de Oxford me había dado indicaciones
precisas, así que tomé el tren hacia Karlsruhe y en minutos estaba allí, a la
espera del próximo tren a Heidelberg. Europa Central aparecía muy bien
conectada, pensé mientras aprovechaba el acceso a Internet para comentarle a
una amiga en Madrid sobre el éxito de haber llegado ileso. Ella y su marido, que nos habían visitado meses antes en Londres, me
habían confesado su reticencia a moverse hacia otros destinos europeos, pues
imaginaban que tendrían muchas dificultades para hacerse entender en inglés.
Yo, por mi parte, les aseguraba ahora que todo era posible.
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Dejando Lausana en 2005 |
Quiero imaginar que me esperan
muchos viajes en el futuro. Sigo pensando que dejar los sitios en los que uno
ha estado durante mucho tiempo hace bien al cuerpo y a la mente. Por supuesto,
hablo de movimiento voluntarios, pues no hay nada más traumático que tener que abandonar
por la fuerza el lugar donde se vive, donde uno ha echado raíces. Espero también que en los próximos trayectos, así vaya bien acompañado, encuentre pasajeros asombrosos,
de esos con los que me gustaría entablar conversaciones reveladoras e inquietantes
aunque al final estas solo ocurran en mi hasta ahora siempre activa imaginación.
(c) Fotos: Helena Soares