A
inicios de los 90, el mundo se reducía a las calles y casas del Vedado. Pero la
atracción del barrio no se debía únicamente a la limpieza del entorno, los
árboles “de boliches verdes”, como decía Carlos Varela, o la aparente
tranquilidad que envolvía a aquellas villas y palacetes, casi siempre sedes de
embajadas o residencias diplomáticas.
En
realidad, apenas nos movíamos fuera de un trayecto conocido: Fy3ra-Facultad-Biblioteca
Central o Nacional, durante la semana o paseos a todo lo largo de Línea, G o
23, rumbo a las tandas de Cinemateca en el cine La Rampa. Para aventurarse
hacia lo desconocido hacía falta una motivación enorme. Eran los años del
escasísimo transporte público, de los ruteros y el incipiente camello. Alamar,
La Lisa, Regla eran viajes que se nos antojaban imposibles. Cuando escuchábamos
los relatos de condiscípulos que habitaban esas y otras zonas tan alejadas de
nuestro centro habanero, sitios como Santa Fe o Cojímar, que se atrevían a
diario a viajes de ida y regreso hacia tales destino, me sentía con deseos de
llamarlos héroes.
Nunca,
pensaba yo, podría aspirar a tal heroicidad. En la lucha diaria contra la
desidia y el peso enorme de la incertidumbre, desnutridos como estábamos, el
agotamiento no era una reacción lógica del cuerpo a los estímulos exteriores,
sino más bien un efecto secundario. Se trataba de una condición permanente,
como si uno siempre estuviera
cansado. Por eso los parques del Vedado, con sus bancos desolados y sus árboles
todavía verdes, aparecían como el mejor sitio para el descanso. Allí llegábamos
tras largas sesiones de caminata que serían impensables en la década anterior,
pues todavía existían rutas de guaguas para tales trayectos cortos que se extinguirían en los años siguientes.
(c) Somos Jóvenes |
De
todos los espacios verdes prefería el de 21 y H. A pesar de la cercanía con
calles bulliciosas, repletas de transeúntes, en la manzana que cubría el parque
siempre reinaba la tranquilidad. Así lo preferíamos también muchos colegas de la
Facultad de G y 23, las veces en que faltaba algún profesor o en las tardes
después de clases.
En los
bancos del parque tuvimos conversaciones memorables sobre literatura, cine,
actitudes necesarias para la supervivencia, estrategias para escapar de la banalidad
o posibilidades de reclamar el futuro. A veces pensaba que nos movíamos
dentro de burbujas, como un método personal para evitar el colapso. Parecía que
con las escaseces la gente perdía a diario las esperanzas, en un agotador
proceso que erosionaba lentamente la hasta ese momento salvadora colectividad,
aunque el discurso oficial se afanaba en rescatarla, apelando a simples
mensajes televisivos que equiparaban patria con familia.
Sin
embargo, cuando uno entraba en las inmediaciones del parque de 21 y H, la
burbuja personal cedía ante la proximidad de un espacio protegido. Al menos así lo entendíamos unos
pocos, tal vez porque los encuentros allí nunca terminaron en experiencias
desagradables. Afuera la ciudad y sus habitantes se desesperaban, se desvanecían
gradualmente o de un golpe con la fatalidad de un derrumbe. Algunos parques
también desaparecían cuando sus bancos perdían los travesaños de madera o sus
asientos de mármol o concreto.
El de
21 y H sobrevivió a los desastres cotidianos y a la contagiosa propensión de lo
demás en convertirse en ruinas. Yo dejé La Habana a inicios del verano de 1994,
unos meses antes del Maleconazo. Volví un año después y repetí en los
siguientes diciembres con motivo del Festival de Cine hasta que desistí. Cada
visita al evento habanero se podía traducir como la dolorosa evidencia de que
la ciudad iba perdiendo, primero los rostros entrañables y luego, los
conocidos. Hasta las caras habituales de la farándula cinematográfica habanera
cambiaban de un año a otro.
Volví
al parque en el verano del 2001. Allí, en uno de aquellos bancos, me encontré
con mi amiga Katherine luego de siete años sin vernos. Terminamos en el parque
casi por accidente, tras una caminata desde su antiguo apartamento de solar en
Cayo Hueso hasta los paisajes antaño frecuentados cerca de la Facultad. Ella ahora
vivía en Suiza y desde nuestra graduación no habíamos tenido oportunidad de
vernos cara a cara. Un banco de aquellos sirvió para descansar y continuar con
nuestro diálogo de ponernos al día.
En
medio de la conversación, se nos aproximó un hombre de mediana edad, en el que
ni siquiera habíamos reparado. Por un instante supuse que nos pediría algo,
aunque mi amiga distaba de la pretendida clásica imagen de alguien llegado “de afuera”.
Sin embargo, cuando llegó junto a nosotros solo admitió haber estado
espiándonos desde la esquina. “Yo vengo todos los días a esta hora a sentarme
en ese banco, pero al verlos a ustedes conversar con tanto entusiasmo, se los
voy a dejar hoy”.
Cuando
pienso en aquella tarde, post-desastre, estoy seguro de que nunca le
agradecimos lo suficiente. Luego yo abandoné la isla, regresé ocho años después,
pero apenas estuve unas horas en La Habana antes de tomar el avión de vuelta a
Londres. En junio del 2012 hacía mucho calor y de haber tenido tiempo, la sombra
de los árboles de 21 y H tal vez habría ayudado a sopesar las fatigas del
regreso, la inclemencia solar del trópico. De cualquier modo hoy ya sé que esa
manzana en medio del Vedado, como toda la zona que conforman las fronteras de la
mayor isla del Caribe, solo existe en mi memoria.