( Kitchen knives' store Kappa-Bashi Kamata Hakensha at Kappabashi-dori, Matsugaya, Taito,) |
Abuela
María pronunciaba siempre una frase intimidatoria cada vez que, de pequeños, nos acercábamos demasiado a los cuchillos. “El Diablo anda suelto”, decía, para
que uno asociara inmediatamente la cercanía de los objetos con la presencia espeluznante
de Satán. Aunque a decir verdad, nadie me había alertado mucho sobre tal ser
todopoderoso al que debía temer, o sobre cuáles eran sus características o las
horas más propicias para sus apariciones.
Eso sí,
desde la corta distancia que abarcaba el campo visual, todavía con minúsculos pedazos de cáscaras
de plátanos, láminas de cebolla o ensangrentados en las ocasiones cuando aun
repartían la carne de la cuota, los cuchillos mantenían una aureola de misterio
y fascinación. Tal vez por la reacción que provocaban en los mayores cuando uno
los tomaba por el mango y los alzaba con un ademán de curiosidad, en un breve e
ingenuo acercamiento a las potencialidades del poder.
La
fascinación venía también de la variedad de armas blancas que ilustraban el
Pequeño Larousse, cuya edición a finales de los 70 fue tan popular entre los escolares cubanos. Junto a dibujos conocidos como los de la espada y el puñal,
aparecían otros tan exóticos como el alfanje y el yatagán. Además, en los
espacios televisivos de finales de aquella época, series tan
populares como "La máscara roja", "Enrique de Lagardere", "El prisionero de Zenda", "El hombre de la máscara de hierro", "El halcón" y "El águila", las armas blancas,
verdaderas y de atrezzo, adquirían un rol casi protagónico en innumerables
escenas de combates y trifulcas.
Los artefactos
filosos ocuparon gran parte de los cuentos que escuché en la escuela primaria,
gracias a la fértil imaginación de un compañero a quien todos llamábamos
Toñito. Su padre (¿o era su tío?) cumplía condena en alguna prisión del centro
de la isla. Nuestro precoz narrador poseía un amplio repertorio de historias en
las que siempre aparecía un “pérfido cortante”, ya fuera un punzón o una
trabajada cuchara de aluminio que tras rasparse repetidamente contra la
mampostería, adquiría el filo necesario para herir la piel humana.
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En el ámbito doméstico, los cuchillos de cocina, lo más semejante a las
sanguinarias armas de la TV, distaban mucho de ser objetos decorativos.
Aquellos hogares que lograron acaparar los mejores utensilios producidos en los
50 y quizás antes del 68, tal vez podían darse el lujo de contar con
herramientas vistosas. Sin embargo, una gran parte de los cubanos, teníamos que
lidiar con instrumentos salidos de la siempre inagotable inventiva criolla, que
al final cumplían su función elemental del corte, pero que no garantizaban un
amplio catálogo operacional.
Quizá
por eso en casa envidiaban la colección de Pepe, el casillero. Sus verdaderos
portentos de hoja afilada y brillante tasajeaban lo mismo el filete que la
piltrafa y hasta los cartílagos más resistentes, sin mencionar que, accionados
por el potente brazo de su dueño, tampoco creían mucho en la consistencia de
los huesos e igual los cercenaban como el serrucho a la madera. Los
cuchillos de casa, además de padecer una evidente crisis de identidad (no sabrían
definirse como cuchillos o mini-machetes), sobresalían por su confección tosca,
por el oscuro material de la hoja carente de letreros a lo Stainless Steel,
garantía de calidad, y por el cabo rústico de madera, ajustado por remaches
también criollos.
Con
todo este preámbulo, no hay que sorprenderse de que mi madre, por ejemplo,
celebrara los cuchillos de Marina (la esposa de mi primo), en especial uno de
hoja fina y cabo blanco, comprado en algún establecimiento de Frunze, en la antigua
RSS de Kirguizia. Aquella maravilla de las últimas producciones del campo
socialista, garantizaba el éxito en cualquier cocina. Por eso cuando en 1990,
Marina visitó por última vez su tierra natal, mamá solo le pidió que le trajera
de regalo un cuchillo tan eficiente como aquel. Ambas, por un momento, puede
que por la poca experiencia en viajes de avión, olvidaron las estrictas normas
del equipaje para vuelos transatlánticos que impedían el transporte de armas blancas. Y tal regalo nunca llegó a materializarse, también debido a cierta
superstición del Asia Central donde viajar con semejantes instrumentos
presagiaba mala suerte.
En los
inicios de las Shoppings, cuando aparecieron productos de dudosa calidad otrora
extinguidos y los nacionales vivimos brevemente la ilusión de una oferta
variada, descubrí en una limitada sección de ferretería, un juego de cuchillos.
Empaquetados en una caja transparente y dispuestos como si se tratara de un
juguete para niños, me llamaron la atención. Decidí entonces invertir parte de
mi salario, como aún hoy hacen muchos compatriotas, en llevarme una de aquellas
cajas con 5 utensilios cortantes, dignos de todo un chef, según se leía en
algún lugar del envoltorio, no lejos del Made in China.
Sin
embargo, aquellos relucientes y dolarizados implementos no duraron mucho. El
mismo día de su estreno, mi hermano se apareció con unas tilapias recién
compradas al pescador del barrio y escogió, para filetearlas, uno de los
cuchillos de la caja, el de hoja cuadrada y ancha, tan familiar en los restaurantes
asiáticos. Bastaron dos o tres golpes contundentes para que cabo y hoja se
despegaran como si nunca hubieran formado parte de una sola herramienta. Igual
o peor suerte corrieron los demás integrantes del conjunto que previamente algún
empleado del Ministerio de Comercio Interior de Cuba había valorado en 5 CUC.
En
Londres, vigilantes desde los anaqueles de los supermercados o en las súper
ordenadas tiendas de cocina, la diversidad de cuchillos pone a prueba cualquier
amplia colección de memorias sobre similares implementos originados en la isla
en los años 70. Como en todos los destinos en los que la variedad se valora y
tasa, los hay para innumerables usos y operaciones de corte y troceado. Por
desgracia, muchos terminan en los bolsillos de adolescentes pandilleros y
sirven para zanjar las más estúpidas discusiones en esos barrios donde los
inadaptados se pelean por nimiedades y distorsionan los significados de
lealtad, orgullo y valor. Y aunque hoy abundan restricciones para la venta, del
mismo modo que para el expendio de alcohol, a cada rato aparecen noticias sobre
jóvenes apuñalados, narradas con tantos detalles que convencerían a mi abuela
de la imposibilidad eterna para volver a apresar al Diablo.
Caminando
por las calles de Viena, me he topado con vidrieras de tiendas especializadas
en cuchillos. Allí, a la vista de turistas y locales, se exhiben desde
profesionales utensilios de cocinas, navajas suizas o de marcas no tan
populares, hasta curiosos ejemplares cortantes, especiales para la caza o la
pesca. Mi primera reacción siempre es de sorpresa, aunque por unos breves
momentos vuelva con curiosidad infantil a los oxidados cuchillos de mi
infancia. Sin embargo, basta una inspección más detallada a las muestras en
exhibición para comprobar que la variedad es más un alarde exhibicionista que
un signo de cuántas ventas se logran. En muchas de las piezas a la vista sobresale
el polvo acumulado por los años que llevan colgadas, observando la vida que se
mueve del otro lado del cristal en la antigua capital del Imperio Austro-Húngaro.
Otra
inspección rápida a estos escaparates de
cristal y una investigación no menos breve, bastan para comprobar la antigüedad de los productos en muestra. Algunas marcas ya se fabricaban desde el siglo XIX. De modo que
siempre pienso, tal vez con la misma aprehensión antigua acerca de la
posibilidad de un demonio al acecho, que en los años 70 los niños austríacos
tendrían una relación diferente con los cuchillos.