Ocurre que uno escribe y gusta de contar
historias y un día, en un año lleno de incertidumbres personales, se sienta
ante la siempre intrigante cuartilla en blanco y comienza a armar un cuento sobre alguien que no existe, pero que uno conoce, porque casi siempre pasa así
con los personajes que uno crea.
Y sucede también, que al cabo de unos meses
hay un receso en las actividades de la investigación que uno viene realizando y
esta pausa resulta productiva, como para que surja otro cuento que, a pesar de la
distancia temporal que lo separa del anterior, comparte el mismo tema o el
mismo escenario.
Ahí justo cuando termina de conformarse esta
segunda historia, uno se convence de que puede salir una colección de ficciones
similares. Aunque casi enseguida uno rechaza la idea, porque apenas hay tiempo
que emplear en lecturas necesarias para continuar un grado académico y siguen apareciendo
imperiosas presiones cotidianas que pueden poner en peligro cualquier proyecto
personal, sobre todo si es literario.
Sin embargo, llega otro respiro en el largo
proceso de escribir una tesis doctoral y hay disciplina, voluntad e inspiración
para una tercera historia, otra que se concluye. Más de un año después,
uno se las ha arreglado para escribir otro par de cuentos, siguiendo la misma
línea temática, adentrándose en el lento transcurso de 24 horas en las vidas de
un grupo de ancianos habaneros, esos que siguen en la isla o que la han
abandonado físicamente, peor aún es imposible que alguien pueda arrebatársela
de la memoria.
Y con suerte uno termina sus compromisos
académicos, se gradúa, arma un grupo de artículos de investigación; logra, con
mucho esfuerzo, publicarlos en revistas científicas y decide entonces volver a
su colección de historias de cierta Habana que todavía hasta parece dispuesta a
esperar otro par de años hasta que alguna editorial les quiera dar formato de
libro.
Esto afortunadamente sucedió a comienzos de
año. Los de Chiado Editorial, una casa editora luso-española, decidieron incluir
mis cuentos, ahora agrupados bajo el título de Viejos Retratos de La Habana en
su plan de publicaciones para el 2017.
El pasado 27 de septiembre, en la librería
del Centro de Arte Moderno de Madrid, el editor y ensayista Pío E. Serrano lo
presentó ante un grupo de lectores curiosos y unos cuantos muy buenos amigos.
Unas semanas antes el también escritor y
ensayista Carlos Espinosa había publicado en el sitio de Cubaencuentro una
reseña del libro con el título de "No es país para viejos".
Edward Burtynsky es un reconocido fotógrafo
canadiense que se ha especializado en los últimos años en retratar paisajes.
Sin embargo, más que representar la belleza de grandes extensiones de tierra en varias zonas del mundo, Burtynsky se ha destacado por dejar constancia de cómo
estos han ido cambiando en el llamado Período Antropoceno. Su muestra Agua,
parte de un proyecto mayor enfocado a mostrar cómo se manejan y usan los
recursos hídricos, se exhibe actualmente en la galería principal de la
Kunsthaus de Viena hasta el mes de agosto. En ella el artista retrata escenas
impresionantes sobre los efectos que ha dejado el cambio climático y la sobreexplotación
humana en ls paisajes acuáticos de todo el globo.
Tal vez la primera impresión al ver las
grandes y detalladas escenas de Agua, sea la de la incredulidad. En algunas
cuesta un poco equiparar lo que ha captado el lente con las más idílicas y
estereotipadas ideas que cualquiera pueda tener acera de lo que constituye un
paisaje. Porque aunque el fotógrafo ha tomado fotos de zonas específicas del
mundo y aunque uno admita la posibilidad de que existan panoramas lo
más diverso posibles que los cercanos adonde uno vive, es difícil suponer que
las imágenes reflejan espacios de nuestra geografía y no que se trata de
recreaciones pictóricas de otros mundos y planetas.
Como aclara Burtynsky, tales colores y
atmósferas no siempre ocurren de manera natural, pues él, fiel a su estilo,
sabe captar magistralmente también el origen del cambio. Y en casi todos los
ejemplos la transformación ocurre por un efecto antrópico, por la no siempre
efectiva acción del hombre y la tampoco convincente necesidad imperiosa del
progreso.
Con motivo de la apertura de la exposición,
el canadiense viajó a la capital austríaca, donde conversó sobre las fotos
exhibidas y los proyectos en los que trabaja actualmente. Burtynsky parece un
convencido de las posibilidades de la tecnología, pues muchas de sus fotos se
han realizado gracias a cámaras de alta resolución, drones y hasta mediante la
superposición de varias imágenes parciales para formar una especie de lienzo
mayor en el que puedan apreciarse mejor los detalles de la instantánea.
Con tal idea viajó, por ejemplo a Kenya en
abril de 2016, para presenciar la operación internacional organizada por el
presidente Uhuru Kenyatta para la destrucción de más de 100 toneladas de
marfil, en un intento por eliminar el tráfico internacional y concientizar al
mundo sobre la protección de los elefantes. Once piras gigantes de colmillos
que pudieron haber pertenecido a cerca de 6000 paquidermos fueron armadas en el
Parque Nacional de Nairobi, en una "ceremonia" a la que también fueron invitados
varios presidentes africanos.
Burtynsky acudió con su equipo y pudo filmarlas
antes de que ardieran. En su conferencia en Viena explicó que, gracias a la
tecnología actual, es posible –mediante un software que almacena y clasifica
las fotografías- crear un modelo tridimensional de las montañas de colmillos. Dicha
reconstrucción, pródiga en detalles, sería exhibida en algún museo para que el
visitante, tal vez mediante realidad virtual, pudiera apreciar una inexistente
armazón de pormenorizadas superficies de lo que una vez perteneció a un
majestuoso animal.
Se tratará, sin dudas, de una experiencia
curiosa. Uno podría encontrarse ante la restauración de algo que ya no existe, representado como si se tratara de un ente real. Esto conformaría una exposición singular, pues
no serían meras reproducciones de objetos, sino que constituirían piezas totalmente nuevas.
A diferencia de una expo regular, o una foto cualquiera que mostrara una
pieza desaparecida, estática y distante, en esta los visitantes podrían
interactuar propiamente con la reproducción virtual, explorar sus
características más notables. A esto se le añadiría la confirmación de que las supuestas
copias originales tampoco existirán ya, pues fueron destruidas por el fuego en
el 2016, lo que a la vez impediría descubrirlas en su estado anterior, es decir,
partes vivas de un organismo no menos vital. Parece una metáfora algo cruel
para los tiempos que corren.
Burtynsky aclara que no le interesa hacer
una declaración política, que le importa solamente mostrar el cambio en el
paisaje, una mutación que, a pesar de ser artificial no deja de resultar
sorprendente. Sin embargo, volviendo a la posible exposición virtual de los
colmillos apilados antes de ser consumidos por el fuego, imagino que cualquiera
pueda cuestionarse la necesidad de tal proyecto. No se trata de denigrar el
propio objetivo de la futura muestra, porque una vez más servirá para exaltar
las ventajas de la tecnología, sino de reflexionar sobre su posible contexto.
Tal vez baste una pequeña nota para entender que cada pieza, aunque sea
ficticia y muestre pormenores exactos del original, fue parte de algo mayor y
por ende, más importante, un animal que ya tampoco existe. No obstante, como
pieza histórica, no va a encontrar destino mejor que la sala de un museo y así,
tal vez, en lo que probablemente iniciará una tendencia que copiarán las demás
instituciones del mundo, las instalaciones de realidad virtual desplazarán poco
a poco a las actuales colecciones de animales disecados que se acumulan en los
museos de Historia Natural de todo el mundo, como muestra de la biodiversidad
del planeta.
Mientras esperamos por tal exposición, el
fotógrafo canadiense seguirá retratando paisajes a gran escala, mostrándonos cómo
cambia el mundo por la acción y efecto de la humanidad en modos que a veces
despojan a espacios conocidos de toda imaginaria familiaridad terrícola.
It could have been any given morning in a primary school in Placetas, Villa Clara, in the late 1970s. Because yours was the last classroom in the hall, you can peek from the back windows into the vast domain of the schoolyard. Right at the back, where a tall concrete fence surrounds the field, there is a white bust of José Martí and a nickel-plated pole where everyday the flag is hoisted, signaling the beginning of a school day. From the windows on the side, you can see the typical greenery, the pointy leaves of a mango tree, and tall avocado, or tamarind, or guanábana trees that grow in that part of the Caribbean, in that big piece of land that, you are told, was once called the most beautiful island in the world. And it’s there, in the middle of paradise, you hunch forward in your silla de paleta, attempting to draw a perfect acorn.
You have never seen, touched, or tasted one. But they’re found in Europe, and pigs eat them, you are told. For a child in Soviet Cuba, that is enough to dream about a foreign land. After all, it is not that difficult to draw them, just a slightly elongated oval shape, with a semicircle on top. The surface details and the right shade of brown depend upon recalling pictures of them you had once seen, maybe in that rare book Las maravillas de la naturaleza. It is a beautiful hardcover that you thumb through once or twice at a friend’s house, marveling at the full-colored pages, with photographs of all the places in the world you have never been. There are mountains and jungles, but also meeker images of the European countryside. In them everything seems perfect, like an acorn.