ESVOC/IPVCE Ernesto Ché Guevara en Santa Clara, Cuba. En primer plano las piscinas (sin agua desde hace años), al fondo el Gimnasio y a la izquierda el Policlínico. |
No deja de ser curioso que vivir
situaciones extremas, como esta del COVID-19, en la que uno de pronto se
encuentra sin muchos recursos para hallar una salida expedita, nos haga
reflexionar sobre experiencias pasadas. Tal vez la comparación busca restarle
impacto al shock, pues no hay duda de que al final el virus no es ni la única
pandemia que hemos vivido, ni la referencia a una tragedia descomunal que
amenaza con destruir todo lo conocido, por muy espeluznante que parezca.
En mi adolescencia nos tocó
vivir otra, la del SIDA, hecho que muchos han citado cuando se refieren a la
actual emergencia sanitaria por el coronavirus. Y hasta me resulta familiar, no
porque en aquellos años de VIH y pruebas masivas, confinamiento forzado a los
pacientes cubanos, burlas, historias aterradoras sobre auto-inoculación, el
miedo fuera menos palpable que en estos meses del 2020, sino porque viendo
aquellos reportajes sobre la enfermedad fue cuando por primera vez escuché mencionar la palabra pandemia.
La incorporaría completamente a
mi léxico tiempo después, en pleno Período Especial, cuando un amigo, colega de
la Facultad de Periodismo de la Universidad de La Habana, decidió hacer su
tesis de licenciatura sobre el Sanatorio de Santiago de Las Vegas. Ya estábamos
en los años 90 y estos no se había iniciado con eventos menos trágicos, pero la
década anterior nos había dejado un compendio bastante amplio de sucesos nefastos.
La masacre de Jonestown, Bhopal, el terremoto de México y Chernobyl son algunos
ejemplos que, me atrevería a afirmar, quedaron en la memoria colectiva, aunque
nos enteráramos en detalle muchos meses o años después leyendo Sputnik o alguna
otra publicación soviética. Y tales lecturas siempre nos mostraban que el mundo era
muy frágil y que la vida de cualquier humano podía apagarse en un minuto por
cualquier motivo de fuerza mayor.
De adolescentes vivimos
epidemias más banales, incómodas, pero no letales, como la de escabiosis y
pediculosis que se desató en la entonces Escuela Vocacional de Santa Clara. He tratado
de rememorar cómo comenzó, pero mi me memoria me ha fallado estrepitosamente.
Sé que tal vez se activaría si preguntara a alguno de los compañeros que
vivieron también aquellos días, pero ello implicaría romper el boicot personal
a Facebook. En la semanas que he estado ausente de la red social he podido leer
un par de libros que hacía tiempo deseaba terminar, cuyas historias me han
llevado a descubrir personas reales desconocidas, con vidas extraordinarias. A algunos
de mis amigos de Facebook los quiero un montón, pero sé que no son tan eficaces
como para imponerse sobre la nube de ruido, comentarios y memes que el
algoritmo escoge, para presentártelos e intentar convencerte de que son en
realidad lo que te interesa.
Pero volviendo a mi epidemia
banal, hay varios momentos que sí recuerdo con más nitidez, como por ejemplo,
regresar del pase y que los ómnibus en lugar de dejarnos en el sitio habitual
de todos los domingos, lo hicieran en los escalones de la Dirección Central,
donde un grupo de profesores nos revisaría la cabeza buscando piojos o
liendres. Tal vez durante los primeros días, los infectados irían a parar al
Policlínico de la escuela, en el que uno podía quedar ingresado como en cualquier
hospital de la ciudad; pero a medida que el contagio se hizo evidente, estaba
claro que las salas de ingreso no iban a dar abasto.
A la de los “habitantes en el
tejado” le siguió otra enfermedad igual de mundana: la escabiosis. Tampoco me
acuerdo cómo llegó a propagarse tan rápido, si coincidió con una de aquellas
temporadas en las que la Vocacional se quedaba sin suministro de agua, a pesar
de contar con un imponente depósito: un tanque elevado que como un hongo
gigantesco, parecía vigilar las seis unidades estudiantiles. Lo cierto es que
el número de contagios aumentó exponencialmente hasta que fue necesaria una
solución espeluznante para librarnos de todo mal.
Supongo que nos informaron sobre
el proceso, como hacían cuando se aproximaba algún evento que implicaba a todos
los alumnos. Me imagino también que, a pesar de las explicaciones, debimos de
haberlas tomado con la despreocupación propia de la edad. No había otra manera
para adolescentes saturados de discursos sobre responsabilidad y disciplina.
Entonces llegó el día del ritual
purificador. Debíamos esperar en fila con nuestra ropa colgada en percheros
mientras fumigaban los albergues, nuestras camas y taquillas. Las filas
terminaban en unos camiones enormes, propiedad de las Fuerzas Armadas, en los que
nuestras pertenencias serían rociadas al vapor con un desinfectante.
Luego deberíamos volver al
albergue y desnudarnos hasta quedar en ropa interior y así pasar al área de las
duchas, donde alguien nos fumigaría también, como si fuéramos ejemplares de un
cultivo priorizado que estaban siendo atacados por plagas. El equipo de fumigación
era bastante similar al que había visto en reportajes sobre la agricultura en
la TV o en casa de unos parientes que vivían en el campo, muy cerca del mismísimo
centro de Cuba.
Nos rociaron con un líquido
blanquecino, pastoso, uno de los profesores de la Unidad, ante quien, uno a
uno, nos tuvimos que bajar los calzoncillos para que aquella mezcla se pegara en nuestras partes más púberes. Ahora no recuerdo si las niñas del aula nos
relataron su experiencia en los mismos términos. Tal vez sí, al final ha pasado
mucho tiempo.
Luego hubo que esperar un par de
horas con la solución medicinal seca en el cuerpo, hasta que nos indicaron que
podíamos pasar a las duchas, esta vez para limpiarnos de aquella mezcla.
Tiempo después, mientras veía La lista de Schindler, la escena de la llegada a Auschwitz me trajo de vuelta a
aquel día de mediados de los 80 en la ESVOC. Claro que no hay comparación
posible en las reacciones de aquellas pobres mujeres judías y la nuestra. Sin
embargo, viendo el filme por primera vez no pude dejar de pensar en nuestra
experiencia aquella mañana de 1984 o 1985, cuando nosotros, los alumnos de la
élite escolar de la provincia, éramos conducidos a la purificación obligatoria
por habernos tornado una masa impersonal de piojosos y sarnosos.