Tal vez a principios de 2021, la diferencia más notable respecto al año que dejábamos atrás fue que aumentó
la disponibilidad de tests del COVID en Austria. El gobierno apostó por la estrategia de
chequear al mayor número posible de sus ciudadanos, como medida para controlar
el contagio. Según fueron levantando las restricciones, la evidencia de
un resultado negativo se hizo imprescindible para acceder a algunos de los servicios
que reabrían para así darle al país un cierto aire de normalidad.
Con rapidez se habilitaron los llamados Centros
de Análisis (Teststraße) a los que se podía llegar en auto o a pie para
hacerse la prueba del virus. A uno de ellos, en la antigua Orangerie del
Palacio de Schönbrunn, acudí un par de veces por su cercanía a mi casa; pero también por el incentivo adicional que implicaba el entrar en una
de las antiguas salas de la empleomanía del Imperio Austrohúngaro.
Los Centros sorprendían por su organización,
la rapidez con que tomaban la muestra de tu nariz y la disciplina de todos los
que estaban, como uno, esperando un desenlace optimista para continuar con sus
vidas. Tal vez, como ya llevábamos
varios meses de limitaciones y medidas de contención, quienes aguardábamos en
uno de los grandes espacios de la antigua Orangerie lo hacíamos con resignación y
parsimonia.
Una de las visitas a la Teststraße la
hice con mi esposa. Ambos necesitábamos la prueba
para un acto más bien mundano, el de llevar a nuestra hija a la única peluquera
en Viena con la que consiente en cortarse el cabello. Llegamos, nos separamos
en la mesa donde comprobaban nuestros datos y luego seguí hasta la otra donde uno de los sanitarios me haría el ya familiar test.
Luego pasé a otra sala de espera y me senté
cerca de la puerta para saber cuando mi mujer apareciera. Sin embargo,
ella demoró más de lo habitual. Sucedió que el paramédico, luego de tomar la
muestra, no atinó a ponerla en el tubo de ensayo y tuvo que pedirle disculpas a
Helena y enviarla otra vez a que otro de sus colegas repitiera el test. Y ella,
disciplinada al fin, volvió a la mesa inicial y al final de la cola que formaban quienes habían
llegado después de nosotros.
Nada de esto sabía yo, que ya andaba
preocupado, pensando en cómo reaccionarían los ordenados trabajadores de la
salud de la Orangerie ante un caso positivo. Me venían a la mente
los escenarios más exagerados, como si estuviera en una película
norteamericana de serie B. Se me aparecerían dos o tres miembros del personal
enfundados en los trajes protectores y me informaban que el test de mi esposa
había dado positivo y que debía de acompañarlos.
Me imaginaba la incertidumbre de los demás que esperaban en la sala, tal vez la cara de pánico en alguna viejita de
esas vienesas tan estereotipadas y la de perplejidad de cualquier otro espectador quien estaría cuestionándose si la distancia que habíamos mantenido antes de
llegar a la sala de espera había sido la correcta.
Por fin apareció Helena, casi a tiempo de
saber el resultado de mi test y de que me tocara abandonar el salón. Pensé en cómo
sería la actividad en esa zona del antiguo Palacio Imperial en un día
cualquiera del verano de finales del siglo XIX. Mientras los emperadores y los
miembros de la corte pasearían en los amplios jardines o debatirían sobre las
posiciones lejanas del dominio austrohúngaro, los empleados andarían en su
ajetreo habitual. ¿Cómo habrían sobrevivido a una pandemia?
Helena salió y me relató toda su aventura
previa. Por suerte ambos habíamos recibido nuestros resultados negativos y al
día siguiente podíamos hacer la prometida visita al Salón de la diestra Denise en el Distrito 18.
Según pasaron las semanas la
estrategia del gobierno austríaco continuó centrada en la disponibilidad de
pruebas del virus. El uso de mascarillas continuaba siendo obligatorio y -aunque sea una
realidad que aterre a los antivacunas y propagadores de las teorías
conspirativas sobre el COVID-19- uno ya se había acostumbrado a su uso. Los
tests ahora estaban disponibles en las farmacias, por lo que no había que
trasladarse a los antiguos dominios de la corte imperial o se podían comprar
en algunos supermercados, realizarlos en casa a través de un sitio web,
depositarlos en buzones habilitados para ello y esperar 24 horas por el
resultado.
Mi mujer prefirió este método. Cada
vez que le era necesario trasladarse hacia la oficina en el centro de Viena, se
ocupaba el día antes del ritual del Gurgeltest. A mí me gustaba más la alternativa de
la farmacia. Iba a la más cercana a la casa, esperaba por que saliera el paramédico
y en 10-15 minutos recibía el certificado impreso de los resultados de la
prueba.
Desde el 1ro de Julio el Gobierno
Federal ha levantado algunas restricciones en el país, aunque el ayuntamiento
de Viena ha sido más cauteloso. Todavía quedan algunas, como por ejemplo la necesidad de mostrar los resultados negativos de un test como condición previa para a entrar a restaurantes, atracciones y museos.
He ido unas cuantas veces a la
Farmacia de la Spinnerin am Kreuz en la Wienerberg Strasse, en la que siempre
me recibe un sanitario amable, pero con la expresión de alguien que luce
agotado, ya sea por lo repetitivo de su labor o porque -como todos- no ve la
hora de que la vida retorne a la verdadera normalidad, si es que tal objetivo será posible en 2021. Hablamos poco, lo normal en estos casos cuando no eres el único
cliente y detrás de ti esperan otros también impacientes y preocupados, pero
tengo la impresión de que ya nos conocemos.
No creo que él me recuerde porque como la
farmacia queda en el camino de casi todas mis rutas cotidianas, todos los días compruebo
que hay muchos interesados; aún así le agradezco que siempre me entregue la página
impresa con mucho optimismo, como si el resultado fuera un auténtico alivio
para la ansiedad y no un requerimiento para proseguir con cualquier actividad
de las más terrenales del día a día.
Es cierto que algunas veces sí llegué con
incertidumbre. Ha sido un año en
que la omnipresencia del virus nos ha hecho dudar de lo que en otras épocas eran
resfriados de temporada. Pero al final, supongo, el paramédico se limita a
realizar el test y a protegerse lo mejor posible en caso de que alguno de quienes lo visitan se confirme como portador del virus, por lo que no le hace demasiado caso a la cara que traigas.
Si en los inicios se impuso la protección,
el afán por cumplir con las medidas para evitar el contagio, un año después prima
la necesidad de mantenerse saludable, lo que en estos tiempos se traduce como "libre de COVID-19". Por suerte el programa de vacunación avanza y en una semana
me toca la segunda dosis. Uno trata de mantenerse al tanto de las nuevas
variantes del virus, atento a las cifras de contagio, aunque también quiera convencerse
de que el cierre de este capítulo infernal llamado pandemia está cada vez más
cerca.