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domingo, febrero 10, 2013

La risa, ese consabido antídoto y salvavidas


Mis visitas al salón de Gëzim, mi barbero kosovar, siempre incluyen alguna conversación sobre nuestro pasado en tiempos de la Guerra Fría, cuando todavía los países del bloque socialista formaban parte de un supuesto Segundo Mundo. La denominación resultaba tan discutible como la que todavía designa a los países subdesarrollados. De cualquier manera, sobre todo hasta principios de los 90, nunca estuvimos muy claros, al menos en la isla, de cómo nos clasificaban los demás.

En poco más de dos años de visitas al Salón Arte, Gëzim y yo hemos conversado una y otra vez sobre pasadas experiencias comunes: él, en la antigua Yugoslavia; yo, en el Caribe Rojo. Nuestros intercambios, curiosamente, apenas se refieren a los líderes, sobre todo a los famosos e históricos, hoy apenas mencionados y de seguro ya parte de la acabada  Historia del Siglo XX. Alguna que otra vez hemos nombrado al tristemente célebre Enver Hoxha, pues para mi barbero, por pertenecer a la mayoría albanesa de Kosovo, la colección de anécdotas sobre el presidente de la Albania comunista le son harto conocidas.

No tengo mucha práctica en conversaciones de barberías, salvo algunas excepciones. En Cuba, a finales de los 70, en mis sesiones en el inmenso salón frente al Supermercado Luis en mi Placetas natal, mis rutinas del corte de cabello se reducían a sentarme en el sillón y esperar porque el barbero de turno acabara de recortar mi pelo, mientras conversaba con algún otro cliente conocido o con uno de sus colegas. Luego en Santa Clara, en el difunto Salón Parisién, terminé de habitual con Lorenzo hasta que este se retiró y la barbería fue clausurada poco después y añadida a las oficinas de un banco. Lorenzo conversaba según lo hiciera el cliente, aunque supongo que todos los barberos desconfiaran de mi timidez adolescente y de mis pocos deseos de chacharear sobre algunos de los temas recurrentes (baseball y misoginia), si bien debo aclarar que allí también se hablaba de lo humano y lo divino.

Mi siguiente barbero, Efrén, tampoco trababa conversación fácilmente y su espectacular habilidad con las tijeras hacía que mi tiempo en el sillón pasara volando. Teníamos, eso sí, el parco entendimiento de dos viejos conocidos, aunque a veces lo dejara rascándose la cabeza en señal de alarma, cuando le pedía algún pelado innovador o exótico. Después me adapté a pelarme con una vecina los domingos por la tarde, su único día disponible tras una semana de trabajo y labores domésticas. Luego encontré a otra peluquera unisex con la que era difícil mantenerse al margen de sus tertulias, pues en mi sesión de corte siempre me acompañaba una muy buena amiga que vivía cerca y aprovechábamos mi turno para repasar historias del barrio, la ciudad y nuestro siempre sorprendente centro laboral.

En Londres, en mi primer año, visité a un barbero chipriota de Stockwell. Recuerdo que las paredes de su salón, adornadas con fotos de George Michael, Stelios Haji-Ioannou, Peter Andre y otros famosos de su tierra o de la diáspora, contaban el devenir del negocio familiar en un barrio demasiado variopinto. En nada se parecía al espacioso salón Capello en Whitchurch Road, Cardiff, que frecuenté durante mi año de estudios en la capital galesa, en el que también describí escenas de la isla, sobre todo relacionadas con el buceo o con las imágenes paradisíacas de algún brochure turístico. Mi barbero temporal, de quien he olvidado el nombre, planeaba desembarcar en las playas cubanas como tantos compatriotas suyos.

Antes de convertirme al estilo simple, pero exacto de mi barbero kosovar, fui cliente en varias ocasiones de un atareado salón unisex cercano a la estación de Finchley Road, en el noroeste londinense, casualmente administrado por otro empresario originario de Kosovo. La relación entre la peluquería y los habitantes de la ex región autónoma yugoslava merecería una investigación aparte, pues no muy lejos de allí existe Mimosa, otro salón de belleza administrado por una albano-kosovar.

De lo que ella dialogará con sus clientes no tengo la menor idea, mas dudo que los temas de conversación ronden la vida cotidiana en los antiguos países socialistas. Y claro, aunque los cubanos nos acostumbramos a imaginar cómo se vivía allá, en realidad solo teníamos acceso a una representación más o menos aséptica de la vida cotidiana. A nos ser por medio de algún familiar o vecino allegado que hubiera estudiado o trabajo en las antiguas URSS, RDA o Checoslovaquia, las historias del Este llegaban por televisión, en dramatizados y series policiales o mediante el cinematógrafo. Lo sorprendente, sobre todo para alguien como yo, que tenía a estas naciones como el modelo de sociedad a la que algún día llegaría mi país, es comprobar como las similitudes con el nuestro sobrepasaban la política y la ideología.

Gëzim y yo hemos conversado además sobre literatura y la lengua albanesa. Le he escuchado breves charlas sobre el origen del idioma con el que los habitantes de extensas áreas en los Balcanes se han comunicado durante siglos. También hemos compartido referencias sobre Ismail Kadaré, el célebre escritor albanés. Aún no termino la lectura de El Concierto, donde Kadaré explora la relación entre Hoxha y Mao Zedong y la influencia discutible que ambos países ejercieron uno sobre el otro en la época en que eran sendos bichos raros en el desafinado concierto de las naciones de los sesenta y setenta. Sin embargo, gracias a mi barbero tengo en la lista de libros por leer a El Castillo y El general del Ejército Muerto. Hasta comenzar El Concierto, inicialmente publicado en 1988, no sabía mucho del hoy reconocido autor, salvo por el filme Abril Despedaçado, en el que Walter Salles trasladó las historias de las montañas del norte de Albania al Nordeste brasileño. Las narraciones de ajustes de cuentas, nociones familiares sobre el honor y la venganza, todavía pueden suceder, tal como lo reseñó El País hace unos meses. Sin embargo, Gëzim y yo hemos charlado poco sobre este atrasado pedazo de la geografía europea tan único y a la vez tan similar a otras atrasadas zonas de nuestro planeta.

Cada mes y medio, cuando mi cabello empieza a crecer lateral y desmesuradamente, la obligatoria visita al Art Salon me anima a pensar en la posibilidad de nuevas anécdotas. Aunque, a decir verdad, puede que el interés no sea mutuo. Para Gëzim, el capítulo de su vida socialista tiene un inicio y un final delimitados en el tiempo. Por ende, comparar los aún eventos cotidianos en una isla caribeña con su vida anterior es solo un ejercicio de su memoria, porque en su natal Kosovo el comunismo dejó de ser tal a partir de los años 90, hace ya más de dos décadas.

En nuestro último encuentro comentamos sobre un reciente programa de la BBC sobre Cuba tras lo que se ha dado en llamar “reformas económicas”. El reportaje, en el que Simon Reeve vuelve a la isla con el objetivo de conocer en qué medida ha habido una mejoría, muestra a varios nuevos emprendedores de La Habana y provincias cercanas. Amén de alegrarnos porque mis compatriotas hayan ganado algo de respiro, Gëzim y yo, cual conocedores escépticos, especulamos sobre la duración de tal apertura. “Es que la vida (-En Cuba- pensé yo) en el socialismo (añadió él) es muy difícil”. Para ejemplificarlo habló de su experiencia personal de las colas para comprar leche, harina, de las colas como rasgo fundamental de la existencia en el comunismo. ¡Y todavía los ingleses se jactan de haberlas inventado ellos!

Yo, que sé muy poco sobre la vida en la antigua Yugoslavia y que mi única referencia es el alocado retrato de los balcánicos en Montenegro de Dusan Makavejev, le comenté sobre el famoso texto de la croata Slavenka Drakulic, How we survived communism and even laughed. Le hablé de un pasaje específico del libro referido a la costumbre de la abuela de la autora de acaparar papel sanitario. Es curioso que a tantos kilómetros de distancia y sin ningún conocimiento de tal conducta, mi abuela María tenía la misma preocupación. Existía un rincón en su escaparate donde se acumulaban rollos para alguna emergencia, lo que la mayoría de las veces significaba un inesperado ingreso en un hospital.

Cuando le comenté a Gëzim que en la isla, a excepción tal vez de La Habana, durante la mayor parte de los  sesenta y ochenta, el papel higiénico era poco menos que un lujo, su reacción fue la típica de alguien que entendía muy bien de lo que yo estaba hablando. Me narró entonces cómo, casi de la misma manera que nosotros, recortaban las páginas de los periódicos para usarlas con un fin menos instructivo. “Al menos nos reíamos” –añadió para rematar, con el consabido chiste –también popular en tierras cubanas- sobre la potencial capacidad intelectual de nuestros traseros.

No deja de sorprender, como reza el título de la Drakulic, que los períodos de escaseces más profundas nunca lograron que los habitantes del mundo socialista perdieran la capacidad de reflexionar jocosamente sobre las carencias cotidianas. 

jueves, enero 15, 2009

Lecciones de Historia: Curso 87-88


Recuerdo 1987 como el año de la Perestroika, aunque también se habló mucho en él de la Rectificación de Errores, el tímido equivalente cubano de la gran oleada reformista que envolvió a más de un país de Europa del Este y que, a la postre, acabaría con el socialismo como sistema. Es curioso, los nacidos en ese año, como mi sobrina Anna, no tienen memoria de la Unión Soviética, ni de cómo era la vida en la parte del Viejo Continente que siempre aparecía sombreada en rojo en los atlas impresos en Alemania (“¿democrática?”) que nos distribuían como material escolar.


El 87-88 aparentaba ser un curso de cambios, al menos una especie de llamada de alerta sobre lo que hasta ese tiempo había sido el país, y el mundo en el que habitaba tranquilamente mi generación. Y digo tranquilo, porque comparados con la década siguiente, cuando ambos lugares sí experimentaron transformaciones radicales, los finales de los 80, para un estudiante de undécimo grado, resultaban intrascendentes.

Visto desde la distancia y de un presente con más preocupaciones, aquel año se me antoja educativamente aburrido, aunque en lo personal estaría marcado por sucesos impactantes y dolorosos. En el mes de julio mi padre se despedía de la vida, dejándonos a mi hermano y a mí un tanto incapaces de valorar la magnitud de la tragedia. En el mismo verano, acostumbrándome a la ausencia de mi viejo, los Juegos Panamericanos de Indianápolis despertaron un desconocido espíritu competitivo y voluntarioso. Los amigos marcarían ese septiembre como el de mi interés por los récords de atletismo y las carreras de medio y largo fondo.

No tengo memoria del acontecer diario, del entusiasmo que las jornadas de discursos, eventos y congresos sobre la “rectificación” debieron causar en mis compatriotas. Supongo que vivíamos sin expectativas, creyendo en la súper publicitada frase relativa a la grandiosidad del año 2000. Nosotros éramos la generación del futuro y sólo a este debíamos rendirle cuentas; el presente transcurría como una larga y estupefaciente época en la que estábamos inmersos. Por cierto, el dos mil llegó más desapercibido de lo que se esperaba, como dirían los aseres del barrio: nos dejó tremenda raya.

Quizá la señal más evidente del cambio en el curso escolar 87-88 lo fueron nuestras asignaturas, sobre todo Historia. Hasta ese grado habíamos recibido instrucción según manuales voluminosos que abarcaban períodos anteriores al contemporáneo. Ahora estudiaríamos los acontecimientos del siglo XX e incluso nuestras propias décadas anteriores. Para mayor sorpresa, los volúmenes del programa no eran los acostumbrados textos encuadernados en tapa dura, sino unos cuadernos menos gruesos.

Por la tipografía, similar a la de las páginas salidas de un habitual mimeógrafo, era fácil adivinar que habían sido impresos a la carrera, tal vez en los mismos meses veraniegos en los que yo disfrutaba de los triunfos de los atletas en los Panamericanos. No sé si seguirían el estilo de Sputniks y Novedades de Moscú, pero los textos traían un poco más de información sobre los sucesos de Hungría en el 56 y las huelgas del sindicato Solidaridad en la Polonia del 80.

Aquel tema nos era desconocido por completo. Residíamos en una nación “emergente” y nos educaban según un modelo de conocimiento en el que, como ya dije, interesaba más el futuro que el presente, y el pasado aparecía tan fragmentado y lleno de zonas oscuras que a veces resultaba mejor no preocuparse demasiado por él, y darle más crédito la idea casi lógica de que era un tiempo “superado”, derrotado por la avasalladora presencia de nuestra actualidad.

Sin embargo, creo que los nuevos libros de Historia avivaron en algunos de nosotros un interés por mirar al pasado de otra manera. Sería muy pretencioso afirmar que contribuyeron a darnos cuenta de que estudiábamos una versión editada de los acontecimientos anteriores, pues nuestras fuentes de información eran tan selectas y similares que no había casi margen para comparar. Así y todo, tales clases y debates espontáneos que empezaban justo cuando terminaban las lecciones, dejaron un sentimiento de decepción y desconfianza.

Y hasta causa risa, pues ahí estábamos, en la Escuela de Nuevo Tipo, la institución donde se formaban quienes sacarían al país del subdesarrollo. Para ello recibíamos el doble de contenidos que nuestros colegas de otros pre-universitarios, nos esforzábamos por resolver complejos problemas de Matemáticas y Física, y pasábamos mañanas y tardes en laboratorios de Química y Biología. En aquellas sesiones, algunos profesores se entusiasmaban con nuestro aprendizaje y nos conminaban a dudar de todo, y a creer en las posibilidades infinitas de teorías y experimentos. De esa manera se nos preparaba, decían, para el futuro.

Quizá el optimismo de nuestros maestros de ciencias era circunstancial y hasta puede que subversivo. Lo cierto es que las lecciones de Historia, amén de las discusiones y lo “nuevo” del programa generalmente no propiciaban los mismos niveles de excitación. A lo mejor los propios profesores tuvieron parte de responsabilidad, pero no quiero culparlos. Fue justo en aquel curso 87-88 en el que nos enteramos de los “problemas” del socialismo europeo, cuando descubrimos además que el novedoso programa también tenía sus limitaciones.

Lo supimos de golpe cuando llegó la temporada de exámenes. Antes nos habían repetido hasta la saciedad, que el programa de la asignatura se debía a la política de Rectificación de Errores y Tendencias Negativas que meses atrás había emprendido el gobierno y que, por si a alguno de nosotros se le había olvidad la cantaleta de la lucha ideológica, probaban una vez más que el socialismo era irreversible.

En la pregunta que incluyeron sobre el tema en el examen final cualquiera podía intuir que buscaban una respuesta así de lapidaria. Solo que nuestras pruebas, concebidas en las oficinas habaneras del MINED*, no sólo venían con incisos que debíamos contestar para obtener las codiciadas notas, sino también con repuestas. Ignoro de qué modo suponían que todos los estudiantes del país arribaríamos a las mismas conclusiones, pero por sí o por no, cada examen llegaba con su correspondiente “clave” que nuestros profesores luego usarían para revisar y calificar, es decir, una lista a veces bastante corta de lo que debíamos haber respondido para conseguir la máxima puntuación.

La clave de aquel curso trajo un polémico y, para nosotros escandaloso, acápite respecto a la pregunta sobre los sucesos en Europa Oriental. No importaba cuán exhaustivo hubiéramos hecho el recuento de lo ocurrido, o cuán perfecta hubiera sido nuestra redacción, si no aparecía textualmente que los eventos evidenciaban que “el socialismo era superior al capitalismo” perdíamos dos miserables, pero a la larga importantes, puntos.

De poco valieron protestas, reuniones y si se quiere explicaciones influenciadas por conocimientos de semiótica que no poseíamos. La frase tenía que mostrarse exacta en los exámenes, nada de “está implícita” o “se infiere”. Muchos terminamos con 98 en Historia y puede que con la certeza de que nuestra educación, tan avanzada y vasta en el apartado de las ciencias exactas, dejaba mucho que desear en las asignaturas que también debían ayudarnos a pensar y a formarnos una idea de quiénes éramos y de cómo era el país donde por azar, o por ley universal, residíamos.

Tal vez en aquellos años cualquiera podía imaginar que el futuro nos transformaría a todos en autómatas programables cuya única preocupación sería la conquista del porvenir, porque para eso se vivía en el presente y el pasado no importaba pues entonces la tecnología era atrasada e ineficiente. Y puede que en las noches nos asaltaran esas pesadillas futuristas aún cuando muchos todavía vivíamos en casas con paredes de madera, cocinábamos con queroseno y veíamos la televisión en blanco y negro.

De la superioridad del socialismo... en realidad no nos dimos cuenta. El curso siguiente no incluyó a Historia en la lista de asignaturas. En los años posteriores pasamos de estudiantes a protagonistas o espectadores de los acontecimientos que vendrían y para entonces las “claves” habían dejado de ser necesarias. La sucesión de eventos, las llamadas de atención, las lecturas, los turistas, la crisis y el copón divino se ocuparon de poner en su lugar a los funcionarios que a finales de los 80 habían intentado convencernos de que la ideología y los dogmas podían reformar la eternidad para beneficio propio, o que la Historia era sólo una versión retocada y selectiva de acontecimientos, o que el conocimiento, para que surtiera efecto, debía ser reducido y limitado.

*Ministerio de Educación en Cuba