lunes, noviembre 14, 2005

En estos tiempos de guerras y TV

En una escena de Tierra de nadie (No man’s land), la película con la que Danis Tanovic (Bosnia) alcanzó el premio Oscar 2002, un soldado bosnio se vuelve hacia una periodista occidental y le reclama: “Nuestra miseria es rentable, ¿no?” Para la reportera del filme lo único importante es su cámara de TV, sobre todo en esos minutos finales en la vida del soldado y de su colega serbio, quienes hasta ese momento han sido los protagonistas de toda la historia.

Mientras veía esta semana las escenas de No man’s land, recordaba otra cinta ambientada en la Guerra de los Balcanes, La mirada de Ulises, del griego Theo Angelopoulos. Las dos me han convencido de la necesidad casi nula que los humanos tenemos de las guerras. Una, desde la evocación más personal y poética; la otra, con el argumento de que en los tiempos actuales los paradigmas occidentales y los cascos azules han caído en el descrédito.

Años antes, otra película premiada, El prisionero del Cáucaso, había mostrado desde una perspectiva diferente el conflicto checheno. Otro ejemplo pudiera ser Kandahar, cuyo nombre por sí solo es una referencia a las armas. Sin embargo, lo curioso es que los filmes han aparecido después que los conflictos han cesado o se han reducido a focos de menor intensidad. Los cineastas debieron esperar por que las respectivas guerras fueran desplazadas de los espacios prominentes en los informativos de todo el mundo, y tuvieron que luchar contra la versión mediática que ya se había enraizado en los espectadores.

Ocurre que asistimos, televisión occidental por medio, a una versión parcial de los combates. Y la frecuencia de los reportes, unida a la rivalidad acérrima de las partes y a los intereses que impiden una solución negociada, alargan las coberturas de prensa. A ello se añade la saturación y el rechazo. De modo que al final optamos por no seguir el sin sentido y poco a poco nos llenamos de indiferencia. Luego quizás aparece una película que nos asombra y puede que nos lleve a cuestionarnos lo que vimos con anterioridad en la televisión.

Aunque los intelectuales (cineastas) se empeñan en demostrar que más allá de la rivalidad posible los humanos tienen una naturaleza común, continúan apareciendo nuevas guerras en este planeta. Estas tienen el mayor impacto en las poblaciones donde se originan, a pesar de que en otras latitudes se proteste hasta lo indecible para que cesen las hostilidades. Por estos días el escenario es Iraq, país del que a diario vemos el reporte de las principales acciones bélicas sin que a veces tengamos una conciencia clara de todo lo que implican.

Por eso, cuando vi Tierra de nadie, enseguida pensé en el país árabe y en los reporteros que quizás ahora mismo estén a la caza de la escena más aterradora. Más tarde la difundirán por todo el mundo buscando reacciones emocionales, no opiniones o valoraciones de lo que es o no justo. Lo único que las imágenes serán reales y no actuadas, como las que concibió Tanovic para su película.

Eso sí, dentro de cinco años —suponiendo que la actual situación no dure más que ese período—, tal vez un cineasta iraquí se anime a mostrar una versión de la guerra y hasta le concedan un Oscar, y la veamos en el cine para sorprendernos y emocionarnos. Lo terrible sería, de continuar el mundo como anda, que nosotros —espectadores al fin— estuviéramos ya muy distantes de la historia que cuente esa película y puede que ni nos acordemos de quiénes fueron, en la vida real, los verdaderos protagonistas.

Los caballeros del jazz las prefieren rubias

Dicen que el jazz tiene sus reglas; algunas no se escriben, pero se pregonan por ahí. Las hay que limitan el género, que reducen su variante acústica solo a pocos escenarios, que conminan a sus intérpretes a que no sueñen con discos de oro o con encabezar las listas de la Billboard en otro apartado que no sea el específico de esa forma de hacer música.

Sin embargo, desde la década pasada, hay una canadiense que se ha reído de esas supuestas regulaciones, y a fuerza de creer en lo que hace, y a costa de un trabajo perfeccionista en cada nuevo proyecto, se ha impuesto en el panorama musical. Ella es Diana Krall.

Rubia, hermosa, sensata y emotiva, la joven pianista y cantante, nacida en la isla de Vancouver en 1965, acaba de sumar otro premio Grammy a su carrera. Su disco Live in Paris, una selección de los conciertos que durante noviembre y diciembre del 2001 ofreció en el teatro Olimpia de la capital francesa, viene a ser el volumen que la consagra en la disquera Verve, a la cual pertenece, y en el selecto grupo de las grandes voces.

Porque Diana canta y sabe cómo hacerlo, se trata de una intérprete que moldea su voz y la adapta a cada tema. De su colega Tony Bennet le quedó el consejo de que hay que comunicar con la música, contar una historia, pero dejarle al público la valoración definitiva. A tal sentencia le agrega la Krall su capacidad de convertir cada canción en un instante preciso, capaz de tocar fibras íntimas, aunque a ella le vaya mejor esa sensación que trasmite y que parece decir que no está haciendo la versión de una pieza conocida, pues la ha desmenuzado, separado en frases y cadencias, le ha añadido su voz y su piano y el resultado es lo que se escucha.

Un ejemplo: su más reciente compacto, que sigue al hasta ahora más buscado y reverenciado: The look of love (2001). Antes, en 1998, When I look in your eyes también logró ventas millonarias y resultó nominado al Grammy en la categoría de Mejor del año, compitiendo con Santana, TLC y Backstreet Boys. Hacía 50 años que un disco de jazz no aspiraba a tanto.

La historia de esta joven diva pudiera ser tema de una anécdota clásica, pues en un bar de Nanaimo, su ciudad natal, Ray Brown, el famoso bajista norteamericano, la descubrió cuando era apenas una adolescente. No obstante, si se conoce que comenzó a tocar piano a los 4 años, que creció en una familia de músicos amantes del jazz y que, todavía estudiante de bachillerato ganó una beca para el Berklee Music College de Boston, se comprenderá que Diana podía sorprender a cualquiera.

De hecho lo hizo. Toni LiPuma, por ejemplo, creyó en ella y aún la tiene como una de sus mejores adquisiciones. Bajo su producción se han concebido todos los discos de la Krall, desde Only trust your heart hasta el último y más famoso. Ambos conforman un equipo creativo que completan los músicos, algunos habituales en el séquito de la cantante y otros invitados de ocasión. A ellos corresponde el mérito de ponerle ritmo y novedad a temas tan clásicos e insuperables como Fly me to the moon, esa deliciosa pieza de swing que Diana se encargó de inscribirla en su repertorio personal.

Si bien ha grabado temas en español, pocos en Latinoamérica la conocen. Lo cierto es que ha paseado su estilo por casi todos los escenarios importantes para los jazzistas, entre ellos los tradicionales eventos europeos. Pero se resiste a que la incluyan en un circuito determinado, por eso no fue casual su participación en el Lilith Fair, un festival concebido por su compatriota Sarah Maclachlan para las mujeres que cantan.

Los que siguen su carrera, puede que ya se anden preguntando qué será lo próximo, qué nuevo número pasará a sus recitales, qué sorpresa aguardará a los que la escuchen o cuántas influencias de leyendas como Ella Fitzgerald, Billie Hollyday, Nina Simone; más cercanas en el tiempo como Natalie Cole y Dee Dee Bridgewater, o contemporáneas como Cassandra Wilson, podrán apreciarse en sus interpretaciones.Por ahora está su disco, al que le espera mucho más, máxime si puede anunciarse con el adjetivo de “premiado”. La única regla que Diana Krall no pretende romper, sino más bien confirmar, es quizás esa que tampoco se ha escrito y que se refiere a la importancia de París como ciudad imprescindible a la hora de mostrar el talento jazzístico; aunque claro, para eso había que grabar un disco, promoverlo, presentarlo y esperar tranquilamente por la fama.