martes, noviembre 19, 2019

Sobre grandes (des)conocidos


Casi siempre que se dan a conocer los premiados con el Nobel del Literatura hay un par de preguntas que escritores y lectores deberían hacerse, digamos que de la manera más elemental posible: ¿los conozco? ¿Debería conocerlos? Sin embargo, en estos tiempos de redes sociales y la propensión general de unos a convertirse en influencer a toda costa, tales preguntas no se hacen. Se prefieren sentencias demoledoras al estilo de “no los conozco” y algunos, no contentos con tan poca arrogancia, añaden: ¡nadie los conoce! 

Resulta al menos gracioso que en tiempos de increíble acceso a diversas fuentes de información, cuando se cuenta con el mayor repositorio de datos que jamás se imaginó, existan miembros de esta tribu que se vanaglorien de ya saberlo todo y por ende, de conocer a todo el mundo.

Casualmente, este año los dos ganadores me resultaron demasiado familiares. Radicado en Austria desde el 2013 y en el edificio donde viviera un escritor famoso, cualquier pesquisa literaria me iba a llevar tarde o temprano a Peter Handke, el premiado autor austríaco. Aunque debo admitir he leído más textos sobre su trayectoria que lo que el propio Handke ha escrito. Y de sus creaciones, por así decirlo, sólo sabía que había sido el guionista de una de las películas excepcionales de Win Wenders: El cielo sobre Berlín.

A la segunda ganadora, la polaca Olga Tokarczuk, diría que la conozco mejor, aunque también mi noción de su obra es muy limitada. Sin embargo, tengo la suerte de haberla encontrado en un evento que, aunque se pretendía ostentoso a juzgar por su sede, el Royal Festival Hall de Londres, terminó siendo –como sucede tantas veces en esa ciudad diversa y multicultural- una velada más mesurada e íntima. 

Olga Tokarczuk formaba parte de un cuarteto de escritores que irían a leer sus textos en el complejo cultural ubicado en la rivera sur del Támesis. Junto a ella estarían un conocido nuestro, el portugués Gonçalo M. Tavares y otros dos que ignorábamos, pero que causaron una grata sorpresa, la catalana Mercé Ibarz y el bosnio Aleksandar Hemon, también editor del volumen donde se incluían los tres primeros, titulado simplemente como Lo mejor de la ficción europea en el 2011

Los escritores procedieron a leer sus historias en su idioma original y luego los traductores leerían los mismos fragmentos en inglés. El cuento de la Tokarczuk se titulaba La mujer más fea del mundo, una especie de fábula contemporánea que, a pesar de lo breve (porque ninguno llegó a leer la historia completa) se me quedó en el recuerdo. “Nadie escribe así”, pensé en lo que fue una valoración rápida, marcada por el entusiasmo. 

Después de aquella tarde he intentado seguir a la escritora polaca, la mujer pequeña de piercings y rastas, cuyos libros pronto empezarían a llegar la mercado británico. Pero dejamos Londres en 2013 y aún no me he enfrentado a la –para mí- agotadora experiencia de leer literatura en alemán, pues los libros de la Tokarczuk también cuentan con traducciones en ese idioma. De modo que su lectura sigue pendiente. No obstante, pude regresar a las memorias de aquella tarde en el Royal Festival Hall el año pasado (2018) cuando se anunció que Olga Tokarczuk había ganado el premio Booker Internacional.  

Cuando aterricé en Gran Bretaña en el ya lejano agosto de 2004 y comencé mis estudios en la capital del País de Gales, me tocó vivir la experiencia de la entrega del Booker a Alan Hollinghurst un par de meses después. Para mí fue revelador porque descubrí la manera en que se le daba cobertura a un evento cultural y, como en muchos de aquellos primeros tiempos fuera de Cuba, una alerta notable sobre mi nivel de ignorancia. Desde entonces, cuando llegan las fechas del anuncio del ganador de este premio, intento enterarme de quién lo obtiene y procuro buscar sus textos más notables, para incorporarlos a una lista de lo que hay que leer, una lista que tal parece que nunca se terminará. 

Y aunque a la Tokarczuk hace años que la incluí, tal vez por su relevancia este año, debo moverla un poco hacia las lecturas más urgentes.

miércoles, abril 04, 2018

Ella, toda ella

Hace casi 14 años, en la primera etapa del proceso de adaptación a la vida fuera de Cuba, un colega danés de mi curso, algo sorprendido ante mi falta de inspiración para un trabajo de clase, me pidió que escribiera sobre las celebridades de la isla.“Es que no hay”, le dije yo, convencido de la total ausencia de celebrities Made in Cuba al estilo de Paris Hilton o Nicole Ritchie, quienes por aquellos años pre-Kardashians eran omnipresentes en los tabloides sensacionalistas británicos.  

 

Pasó la fecha límite del ensayo y escribí sobre otra cosa, aunque me quedé pensando en la propuesta del colega. A decir verdad, había conocido a varias personalidades de las artes, la música, el deporte y la academia cubanas, esas que hubieran aparecido también en portadas de revistas del corazón, de haber contado el país con publicaciones de ese corte. Sin embargo, mi experiencia no me parecía tan extraordinaria porque cada encuentro ocurría en un contexto muy definido por mi actividad profesional. Simplemente yo era un periodista a quien casualmente le habían asignado cubrir un determinado evento en el que cierta personalidad aparecería. 

 

Creía entonces que describir un encuentro con una celebridad resultaba más revelador desde el anonimato de un espectador, una persona cualquiera que se topara con la otra famosa, y desde un ambiente más ordinario, el que propiciaba cualquier interacción cotidiana. Si me ubico en un tiempo específico, La Habana de finales de los 80, creo que basta como escenario para describir interacciones más comunes entre ciudadanos de a pie y famosos del mundo del arte pre-revolucionario. Me refiero a una época que sólo si se compara con los primeros años de la década siguiente, puede justificar cierta ilusión de país “normal” con la que muchos nacionales convivíamos por aquella época, sobre todo si aún eras un adolescente medianamente informado acerca de lo que consistía dicha normalidad. 

 

Durante esos años cualquier noción de La Habana podía reducirla yo al escenario que se divisaba desde la entonces amplia terraza del apartamento de mi tía Lola en Línea entre D y E en el Vedado. Uno podía pasarse horas sentado al balcón, extasiado por la diversidad e intensidad del tráfico, como debía ser el de una capital en movimiento, sumun de la urbanidad y el desarrollo. Enfrente, más allá de un pequeño parque en cuchilla donde paraba la ya desaparecida ruta 27, se alzaba desmedido y extraordinario el edificio Someca.

 

En muchas ocasiones, las largas sesiones de contemplación de la vida del Vedado se dividía entre miradas hacia abajo, hacia las sendas de la avenida, siempre atiborradas de vehículos o hacia arriba, a aquellos altos balcones azul celeste, puntos de observación insuperables en cuanto a vistas de la ciudad y el mar. 

 

Una de las residentes más célebres de aquel rascacielos era Celeste Mendoza, por entonces todavía llamada la Reina del Guaguancó, aunque no apareciera muy a menudo en los programada de la Televisión Nacional. Para ser alguien acostumbrada en los años 50 al glamour de los escenarios, Celeste se paseaba muy austeramente vestida por las calles de su barrio tres décadas después. 

 

En las pantallas de la TV cubana, aún en blanco y negro para la mayoría de los espectadores, ella lucía con frecuencia fastuosos atuendos de brillo y lentejuelas y su habitual turbante enrollado varios centímetros por encima de su cabeza. Sin embargo, en las calles aledañas al Someca, cualquiera tendría dificultad en reconocerla en su disfraz de simple vecina, oculta tras unas abarcadoras gafas de sol, con su famoso turbante camuflado en lo que para algunos pasaría como un discreto gorro, similar a los que se habían puesto de moda a finales de los 70. 

 

Con tal pose de comadre, si es que tal personaje alguna vez habitó las calles del Vedado, se la encontró mi tía a través de los años en sitios muy mundanos: la cola del pan, la de la bodega, a la salida del Punto de Leche, locales, muchos de los cuales hace años que desaparecieron de la sociedad habanera al igual que se extinguieron también las rutinas asociadas a ellos. Con el paso de los años mi tía y la Reina establecieron una amistad que al menos permitió el tuteo mutuo, el intercambio de alguna que otra receta culinaria y tal vez comentarios sorprendentes sobre cómo iba cambiando el país.  

 

Y en tales cuestiones Celeste no se cohibía de dar sus opiniones, casi siempre radicales y avasalladoras. Ya no sacaba discos como antaño o acudía a los escenarios para actuar en vivo en los programas de televisión, pero la seguían invitando para comentar eventos muy puntuales. Recuerdo dos entrevistas cortas que me parecen bastante ilustrativas de esta etapa, una en el programa A Capella y la otra en el famoso y aniquilado Contacto. 

 

En el primero, a principios de los 90, a propósito del éxito que Natalie Cole había alcanzado con el disco homenaje a su padre, Guille Villar y su equipo habían preguntado a la Reina sobre las actuaciones de Nat King Cole en los cabarets de La Habana pre-revolucionaria. En alguna ocasión el célebre baladista norteamericano había aterrizado en la capital cubana acompañado por su esposa y su entonces pequeña hija. Para la Mendoza, más de treinta y cinco años después y a pesar de la impresionante carrera como cantante de Natalie Cole, ella seguía siendo “aquella chiquilla”. 

 

En la sala de Contacto, su conductora Rakel Mayedo la había invitado para conversar, entre otros temas propicios al escapismo en la Cuba del Período Especial, sobre novelas de televisión. Eran los tiempos en los que la producción brasileña de turno, La sucesora, una realización de 1978, no gozaba de tanta popularidad como las anteriores series llegadas del país sudamericano. Y la Reina confesó que la seguía sin mucho entusiasmo, resumiendo quizá el sentir nacional en años en los que escaseaban las opciones para el entretenimiento. A la protagonista la hallaba demasiado sosa y ante la insistencia de la entrevistadora, tal vez con el ánimo de cerrar el segmento con una de sus ocurrencias le espetó: en mi país no pasa eso.  

 

Igual de ocurrente la recordaba mi tía, sobre todo en los días que siguieron a su muerte, demasiado triste para una celebridad local. La Reina del Guaguancó falleció sola en su apartamento del piso 18, pero los vecinos sólo se enteraron días después por las sirenas de los bomberos quienes procedieron a derribar la puerta para encontrar el cadáver. Desde su terraza, adonde se asomó tras escuchar el ruido de bomberos, policías y ambulancias, mi tía nunca imaginó que fuera su amiga del barrio la protagonista de tanto alboroto. Se lo confirmó desde la acera, otra amiga común, Nancy Robinson, periodista de Trabajadores, quien también vivía en los alrededores. 

 

Luego leímos una nota en Granma y en los días siguientes mi tía se esforzó por recordar alguna anécdota sobre sus tropiezos con su famosa conocida. Me comentó unas cuantas, pero ninguna tan espectacular como la del encuentro a media mañana en las inmediaciones del Punto de Leche un día a finales de los 80. Celeste salía con su jaba y cuando descubrió a mi tía que se acercaba, apuro el paso y justo al llegar junto a ella se quitó las gafas, abrió desmesuradamente los ojos y le dijo: Lola, pónle un vaso de agua a tu mamá. Mi tía, sorprendida y halagada al mismo tiempo, comentó: pero, Celeste, si mi mamá está viva. Y la Reina, todavía con un aura profética en su mirada desproporcionada remató: “bueno, hija, a tu papá” y siguió su camino. 

 

Tal vez, para el trabajo de clase de mi primer curso en la capital galesa habría podido escribir esta historia y hasta creo que mi colega danés entendería bastante por qué me parecía extraordinaria, pues no por gusto él tenía entre su colección de mp3s un disco de Compay Segundo. Sin embargo, como ya empezaba a ser habitual cada vez que intentaba explicar cualquier estampa de la Cuba que había dejado atrás, sospechaba que la narración se alargaría demasiado por la necesidad de ilustrar un tejido social que pocos en Dinamarca, o lo que es lo mismo, en el resto del mundo dominaban o entendían.  

 

La frase del vaso de agua quedó de comodín entre un grupo de amigos cercanos quienes la intercambiábamos con cualquier otra célebre salida vista en un filme cubano o en una conocida -al menos para nosotros- obra de teatro. Nacionales, al fin, no necesitábamos ninguna aclaración relativa al contexto.

 

jueves, octubre 19, 2017

Un libro...


Ocurre que uno escribe y gusta de contar historias y un día, en un año lleno de incertidumbres personales, se sienta ante la siempre intrigante cuartilla en blanco y comienza a armar un cuento sobre alguien que no existe, pero que uno conoce, porque casi siempre pasa así con los personajes que uno crea.
Y sucede también, que al cabo de unos meses hay un receso en las actividades de la investigación que uno viene realizando y esta pausa resulta productiva, como para que surja otro cuento que, a pesar de la distancia temporal que lo separa del anterior, comparte el mismo tema o el mismo escenario.
Ahí justo cuando termina de conformarse esta segunda historia, uno se convence de que puede salir una colección de ficciones similares. Aunque casi enseguida uno rechaza la idea, porque apenas hay tiempo que emplear en lecturas necesarias para continuar un grado académico y siguen apareciendo imperiosas presiones cotidianas que pueden poner en peligro cualquier proyecto personal, sobre todo si es literario.
Sin embargo, llega otro respiro en el largo proceso de escribir una tesis doctoral y hay disciplina, voluntad e inspiración para una tercera historia, otra que se concluye. Más de un año después, uno se las ha arreglado para escribir otro par de cuentos, siguiendo la misma línea temática, adentrándose en el lento transcurso de 24 horas en las vidas de un grupo de ancianos habaneros, esos que siguen en la isla o que la han abandonado físicamente, peor aún es imposible que alguien pueda arrebatársela de la memoria.
Y con suerte uno termina sus compromisos académicos, se gradúa, arma un grupo de artículos de investigación; logra, con mucho esfuerzo, publicarlos en revistas científicas y decide entonces volver a su colección de historias de cierta Habana que todavía hasta parece dispuesta a esperar otro par de años hasta que alguna editorial les quiera dar formato de libro.
Esto afortunadamente sucedió a comienzos de año. Los de Chiado Editorial, una casa editora luso-española, decidieron incluir mis cuentos, ahora agrupados bajo el título de Viejos Retratos de La Habana en su plan de publicaciones para el 2017.
El pasado 27 de septiembre, en la librería del Centro de Arte Moderno de Madrid, el editor y ensayista Pío E. Serrano lo presentó ante un grupo de lectores curiosos y unos cuantos muy buenos amigos.

Unas semanas antes el también escritor y ensayista Carlos Espinosa había publicado en el sitio de Cubaencuentro una reseña del libro con el título de "No es país para viejos"
Y uno, al final, se alegra. 

sábado, abril 01, 2017

Paisajes de este y otro planeta

Edward Burtynsky es un reconocido fotógrafo canadiense que se ha especializado en los últimos años en retratar paisajes. Sin embargo, más que representar la belleza de grandes extensiones de tierra en varias zonas del mundo, Burtynsky se ha destacado por dejar constancia de cómo estos han ido cambiando en el llamado Período Antropoceno. Su muestra Agua, parte de un proyecto mayor enfocado a mostrar cómo se manejan y usan los recursos hídricos, se exhibe actualmente en la galería principal de la Kunsthaus de Viena hasta el mes de agosto. En ella el artista retrata escenas impresionantes sobre los efectos que ha dejado el cambio climático y la sobreexplotación humana en ls paisajes acuáticos de todo el globo.
Tal vez la primera impresión al ver las grandes y detalladas escenas de Agua, sea la de la incredulidad. En algunas cuesta un poco equiparar lo que ha captado el lente con las más idílicas y estereotipadas ideas que cualquiera pueda tener acera de lo que constituye un paisaje. Porque aunque el fotógrafo ha tomado fotos de zonas específicas del mundo y aunque uno admita la posibilidad de que existan panoramas lo más diverso posibles que los cercanos adonde uno vive, es difícil suponer que las imágenes reflejan espacios de nuestra geografía y no que se trata de recreaciones pictóricas de otros mundos y planetas.
Como aclara Burtynsky, tales colores y atmósferas no siempre ocurren de manera natural, pues él, fiel a su estilo, sabe captar magistralmente también el origen del cambio. Y en casi todos los ejemplos la transformación ocurre por un efecto antrópico, por la no siempre efectiva acción del hombre y la tampoco convincente necesidad imperiosa del progreso.
Con motivo de la apertura de la exposición, el canadiense viajó a la capital austríaca, donde conversó sobre las fotos exhibidas y los proyectos en los que trabaja actualmente. Burtynsky parece un convencido de las posibilidades de la tecnología, pues muchas de sus fotos se han realizado gracias a cámaras de alta resolución, drones y hasta mediante la superposición de varias imágenes parciales para formar una especie de lienzo mayor en el que puedan apreciarse mejor los detalles de la instantánea. 
Con tal idea viajó, por ejemplo a Kenya en abril de 2016, para presenciar la operación internacional organizada por el presidente Uhuru Kenyatta para la destrucción de más de 100 toneladas de marfil, en un intento por eliminar el tráfico internacional y concientizar al mundo sobre la protección de los elefantes. Once piras gigantes de colmillos que pudieron haber pertenecido a cerca de 6000 paquidermos fueron armadas en el Parque Nacional de Nairobi, en una "ceremonia" a la que también fueron invitados varios presidentes africanos.
Burtynsky acudió con su equipo y pudo filmarlas antes de que ardieran. En su conferencia en Viena explicó que, gracias a la tecnología actual, es posible –mediante un software que almacena y clasifica las fotografías- crear un modelo tridimensional de las montañas de colmillos. Dicha reconstrucción, pródiga en detalles, sería exhibida en algún museo para que el visitante, tal vez mediante realidad virtual, pudiera apreciar una inexistente armazón de pormenorizadas superficies de lo que una vez perteneció a un majestuoso animal.
Se tratará, sin dudas, de una experiencia curiosa. Uno podría encontrarse ante la restauración de algo que ya no existe, representado como si se tratara de un ente real. Esto conformaría una exposición singular, pues no serían meras reproducciones de objetos, sino que constituirían piezas totalmente nuevas. A diferencia de una expo regular, o una foto cualquiera que mostrara una pieza desaparecida, estática y distante, en esta los visitantes podrían interactuar propiamente con la reproducción virtual, explorar sus características más notables. A esto se le añadiría la confirmación de que las supuestas copias originales tampoco existirán ya, pues fueron destruidas por el fuego en el 2016, lo que a la vez impediría descubrirlas en su estado anterior, es decir, partes vivas de un organismo no menos vital. Parece una metáfora algo cruel para los tiempos que corren.
Burtynsky aclara que no le interesa hacer una declaración política, que le importa solamente mostrar el cambio en el paisaje, una mutación que, a pesar de ser artificial no deja de resultar sorprendente. Sin embargo, volviendo a la posible exposición virtual de los colmillos apilados antes de ser consumidos por el fuego, imagino que cualquiera pueda cuestionarse la necesidad de tal proyecto. No se trata de denigrar el propio objetivo de la futura muestra, porque una vez más servirá para exaltar las ventajas de la tecnología, sino de reflexionar sobre su posible contexto. Tal vez baste una pequeña nota para entender que cada pieza, aunque sea ficticia y muestre pormenores exactos del original, fue parte de algo mayor y por ende, más importante, un animal que ya tampoco existe. No obstante, como pieza histórica, no va a encontrar destino mejor que la sala de un museo y así, tal vez, en lo que probablemente iniciará una tendencia que copiarán las demás instituciones del mundo, las instalaciones de realidad virtual desplazarán poco a poco a las actuales colecciones de animales disecados que se acumulan en los museos de Historia Natural de todo el mundo, como muestra de la biodiversidad del planeta.
Mientras esperamos por tal exposición, el fotógrafo canadiense seguirá retratando paisajes a gran escala, mostrándonos cómo cambia el mundo por la acción y efecto de la humanidad en modos que a veces despojan a espacios conocidos de toda imaginaria familiaridad terrícola.

martes, marzo 07, 2017

Strange Fruits

It could have been any given morning in a primary school in Placetas, Villa Clara, in the late 1970s. Because yours was the last classroom in the hall, you can peek from the back windows into the vast domain of the schoolyard. Right at the back, where a tall concrete fence surrounds the field, there is a white bust of José Martí and a nickel-plated pole where everyday the flag is hoisted, signaling the beginning of a school day. From the windows on the side, you can see the typical greenery, the pointy leaves of a mango tree, and tall avocado, or tamarind, or guanábana trees that grow in that part of the Caribbean, in that big piece of land that, you are told, was once called the most beautiful island in the world. And it’s there, in the middle of paradise, you hunch forward in your silla de paleta, attempting to draw a perfect acorn.

You have never seen, touched, or tasted one. But they’re found in Europe, and pigs eat them, you are told. For a child in Soviet Cuba, that is enough to dream about a foreign land. After all, it is not that difficult to draw them, just a slightly elongated oval shape, with a semicircle on top. The surface details and the right shade of brown depend upon recalling pictures of them you had once seen, maybe in that rare book Las maravillas de la naturaleza. It is a beautiful hardcover that you thumb through once or twice at a friend’s house, marveling at the full-colored pages, with photographs of all the places in the world you have never been. There are mountains and jungles, but also meeker images of the European countryside. In them everything seems perfect, like an acorn.

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lunes, diciembre 26, 2016

Diciembre en Venecia sin Charles Aznavour


Debido a su origen y leyenda, tal vez muchos imaginen que a Venecia solo se accede por mar; por eso llegar de tren, atravesando la laguna, a través del puente más largo de Italia, tiene un atractivo especial. Sin embargo, la llegada no deja de ser una introducción confusa, apenas un fragmento de lo que pudiera entenderse como el normal arribo a un destino desconocido, por mucho que uno haya leído sobre la legendaria ciudad. 

Hasta la Estación de Santa Lucía casi nada parece prepararte para el punto final del viaje, a no ser esa espectacular vista de la inmensidad lacustre, como si el tren fuera a naufragar antes de que la vía férrea tocara tierra otra vez.


Uno sale de la estación y se enfrenta a la actividad caótica de lo cotidiano. Allí, donde las calles son demasiado estrechas para la gran cantidad de turistas y viajeros que vienen y van, hay que sortear además de a los locales, a los vendedores ambulantes y a quienes promueven rutas y viajes en góndola o en los vaporettos que, como los buses en una ciudad tradicional, la recorren de una punta a la otra.

Gran Canal
En las orillas del Gran Canal las calles son más amplias y es casi posible caminar sin colisiones, con el acompañamiento de vistas icónicas, esas que han figurado en tantas fotografías, postales y filmes. Sin embargo, cualquier recorrido interior, de una isla a la siguiente, por callejones en los que a veces solo hay espacio para un transeúnte, puede significar todo un reto. Y es que Venecia, para el visitante, es un enigma que sobrepasa cualquier explicación relativa al surgimiento de la ciudad para abarcar también cualquier razón que justifique su supervivencia.

Desaparecerá un día, nos dijo con cierta pesadumbre nuestra guía Simona Slionskyte, citando las amenazas que se ciernen sobre la ciudad ante el aumento del nivel de los mares a consecuencia del Cambio Climático. Su tour por las zonas menos céntricas, lo más alejado posible de la Plaza San Marco, ayuda a comprender mejor cómo los locales, desde los mismos orígenes de La Serenissima, aprendieron a sobreponerse a los desafíos que representaba la subsistencia en un enclave tan inusual.

Y ella, una lituana casada con un veneciano y asentada allí por más de una década, lo cuenta de manera práctica, con ejemplos concretos, como el de las cisternas que ayudaban a recolectar el agua de lluvia, o como el de las mujeres del Renacimiento, que recurrían a experimentos casi salvajes para teñirse el cabello al estilo rojo Tiziano y aspirar tal vez a quedar inmortalizadas en los cuadros del genial pintor, también un habitante conocido de la Venecia del siglo XVI.

El tour de Simona termina donde comienza, en el Campo Santi Apostoli de la zona de Cannaregio. Desde allí y en dirección a la Ferrovía (uno de los puntos cardinales para orientarse en Venecia) uno accede fácilmente al Ghetto judío, el primero que se estableció en una ciudad europea. Se trata de un área pequeña, que se destaca por sus construcciones relativamente más altas que las del resto de la ciudad, un museo que recoge la historia del asentamiento y las antiguas sinagogas. Como en tantos sitios del Viejo Continente, esta es un área donde la historia local se construye con relatos de pérdidas y expulsiones, pues casi la totalidad de habitantes del Ghetto fue enviada a campos de exterminio en la Alemania nazi.


A pesar de ello, la influencia judía puede todavía apreciarse en las pequeñas calles del lugar y más allá de la isla, conectada a otras por puentes y recorridos fluviales, en un plato tradicional que acompaña a encuentros breves en los que los locales comentan sobre sucesos recientes o sobre su día a día, bebiendo un Spritz o un buen vino de la región del Veneto, una delicia llamada sarde in sour (sardinas en salsa agridulce). En los cafés y restaurantes del viejo Ghetto aseguran que es una receta de la tradición hebrea; en el resto de Venecia, lo presentan como un platillo local. En ambos casos, luego de que uno lo ordena recibe siempre la sonrisa del camarero como confirmación de que se ha elegido de manera correcta.

Pero allí, en la antigua República, es muy fácil equivocarse, sobre todo andando entre locales y turistas por callejuelas que solo guían hasta determinados sitios del centro. De manera que es muy probable que uno se pierda en Venecia, tras confiar demasiado en un mapa impreso que tal vez no se corresponda con el trazado real del área. Google Maps tampoco ayuda mucho, aunque no hay que desesperarse, pues los locales tratarán de ayudarte con una sonrisa, sin aparentar demasiada perturbación, porque todos parecen tener bien claras sus prioridades como para que alguien venido del continente pretenda alterárselas. 
Palazzo Ducale 

Siguiendo unas de las rutas que se anuncian con placas y flechas en algunas de las calles, uno llega a la famosa Plaza San Marco, tal vez uno de los sitios más reconocibles de Venecia, Italia o Europa. Como en tantos otros similares, es imposible descartar la idea de que la visita no se compartirá con un centenar de espectadores. 

Llenos de turistas estarán también las atracciones cercanas, la Basílica de San Marco, el impresionante Palazzo Ducale y el Museo Correr. Y si uno se decide por la antigua Catedral bizantina y sube a la terraza, coronada por las estatuas de la Cuadriga Triunfal, accederá a una vista impresionante de la plaza, el Canal y las islas cercanas, como la de San Giorgio Maggiore.


Otro trayecto siempre recomendable es el viaje a las que forman la localidad de Murano, famosa por sus cristales y artesanos del vidrio. Se trata de una comunidad tranquila, también adaptada para turistas que arriban para apreciar la destreza de los maestros del soplado, en coreografiados shows en los que estos exhiben su tradicional maestría. 
Maestro vidriero de Murano 

En las numerosas tiendas que muestran desde minimalistas piezas de diseño local hasta complejas esculturas de vidrios y colores, cualquiera puede leer carteles de alerta contra falsificaciones. Al parecer la industria local, a pesar de contar con la protección del estado italiano, ha encontrado una feroz competencia de falsas artesanías producidas en serie en otros lugares y vendidas como auténticas venecianas en varios kioskos y tiendas de la ciudad. 

De vuelta a Venecia, a pesar de la notable afluencia de visitantes, de los vaporettos cargados de personas que recorren de un extremo a otro el Canal Grande y enlazan las islas aledañas, y tras 72 horas negociando distancias entre puentes y canales, uno no puede evitar cierta apreciación al vuelo. Y es que la villa en su acontecer parece una cualquiera de economía precaria, un entorno provinciano. Y sí, aquí ocurren la Biennale y el conocidísimo Festival de Cine, hay una porción del Dorsoduro donde se dice que existe la mayor concentración de galerías de arte moderno del mundo, varios museos han recopilado lo mejor de la pintura y la música local y universal, pero debido a su geografía es difícil percatarse de las opciones culturales de la ciudad.


Una parada obligatoria tiene por objetivo visitar la residencia de la coleccionista norteamericana Peggy Guggenheim, donde se guarda una extraordinaria y selecta muestra de los grandes nombres de las vanguardias artísticas del siglo XX. Entre cuadros y esculturas que llenan los salones y antiguas habitaciones del inconcluso Palazzo Venier dei Leoni, es posible imaginar la extensa labor de la famosa galerista que fijó residencia en Venecia en 1951 y residió allí hasta su muerte en 1979.

En invierno, cuando cae la tarde, a veces la ciudad queda en penumbras. Las callejuelas se alumbran malamente y aunque todos aseguran que la criminalidad es muy baja, casi nula, una caminata nocturna por esa Venecia lo sitúa a uno, involuntariamente, en el escenario de una representación teatral misteriosa, algo aterradora, como las escenas más inquietantes de Don’t look now, la célebre película de Nicholas Roeg que unió a la ciudad con Donald Sutherland y
Julie Christie como protagonistas en 1973.
Iglesia de La Salute bajo la niebla

El ambiente puede hasta tornarse más asustador si uno experimenta la súbita llegada de la neblina, que envuelve de repente a las numerosas islas y canales, de modo que es casi imposible discernir un ensombrecido paisaje en el que nada parece lo que realmente es. Entre sombras, el mar también se asemeja a una escenografía más lúgubre, desde la que en cualquier momento puede surgir una criatura desconocida con la intención de destruirlo todo a su paso.

Sin embargo, en Venecia nadie, sobre todo si vive allí, parece dar fe a la presencia de monstruos desconocidos escondidos en la niebla, aunque se comenta que los locales suelen ser supersticiosos. De cualquier manera ellos se mueven a un paso peculiar que a la larga conforma el propio ritmo de la ciudad, tal vez demasiado tranquilo para quienes llegan buscando emociones fuertes, tal vez demasiado intangible para quienes no logren comprender de primer intento cómo es posible una localidad tan inusual haya sobrevivido tantos siglos.

jueves, octubre 20, 2016

Pasajeros

Estatua de Sir John Betjeman,
Estación de Trenes de Kings Cross,
Londres
Viajar es un verbo tan importante como vivir. Se enuncia y asume con la misma convicción que implica realizar cualquier otra actividad relativa a la existencia. Al menos así es para mí, según me lo hicieron saber desde que era pequeño cuando mi familia decidía dejar nuestra casa para aventurarnos a explorar territorios más lejanos.

La distancia no era importante, podía ser un recorrido largo o un trayecto fugaz en un autobús local. La excitación era la misma y así se mantuvo hasta que, una década más tarde, en los tiempos del Período Especial trasladarse terminó siendo una actividad más abrumadora que placentera. Y uno se lanzaba a la carretera más por necesidad que por gusto, con la esperanza de que todo terminaría pronto, para volver a casa a arroparse de protección y sosiego. No obstante, hubo en ese triste período, viajes también agradables, que removieron los recuerdos de otras épocas, cuando salir de los dominios conocidos representaba toda una aventura.

En Europa atravesar países y ciudades es tan fácil que un viaje pierde toda esa aureola de grandiosidad que alguna vez le endilgamos nosotros, los que vivíamos en una isla de la que era casi imposible escaparse. Cuando a finales de los 90 las autoridades permitieron las salidas a cuentagotas, muchos amigos comenzaron a viajar y a establecerse fuera del Caribe. Algunos aterrizaron en naciones europeas o latinoamericanas y desde allí con el tiempo planearon sus vacaciones y futuras estancias en otros países y ciudades. Sus mensajes, fotos y correos electrónicos, reavivaron en mí la curiosidad por las exploraciones. 


Pasado el tiempo yo también emigré y comencé a acumular espacios en los que fui yo y feliz. Son esos los que a la larga van conformando mi noción de patria, un concepto personal y flexible que cada día se aleja más de los limitados cercos que los líderes nacionalistas establecen en una Europa sin fronteras y en un mundo que en realidad busca cada vez más la eliminación total de muros que impidan el libre tránsito de humanos, información y mercancías.


Si me comparo con otros compatriotas y hasta con conocidos de la diáspora, he viajado poco. Sé de algunos que han recorrido el planeta de cabo a rabo, con estancias en sitios tan alejados y exóticos como Mongolia o la Polinesia Francesa. Yo no he llegado tan lejos, aunque espero poder alcanzar tales destinos en un futuro cercano. En los últimos tiempos, al estar basado en Viena me hallo en un punto del continente donde, como en siglos anteriores, es común que se crucen rutas que conectaban todo el mundo conocido. Otra ventaja también, es el hecho de que la cercanía de algunos lugares diferentes por explorar propicia que uno deseche el avión como medio de transporte y vuelva a transitar como antaño por vías férreas o por carretera.

Es cierto que recorrí caminos británicos durante el año que viví en la capital galesa, pero allí estos viajes los hice con tal de evitar los cada vez más caros pasajes de tren. El Reino Unido posee una impresionante red de autopistas que alejan del trayecto a pueblos y ciudades, de modo que no abundan vistas espectaculares cuando uno se traslada por estas. Solo una vez, debido a un accidente de grandes proporciones en la M-4, tuve un breve acercamiento a lo que podría ser un viaje diferente. El chofer había tenido que desviarse y tomar las carreteras estrechas que conectaban el sur rural de Somerset y por tanto nos tocó atravesar pequeñas aldeas y campos roturados, para sorpresa de los habitantes, quienes, a juzgar por sus reacciones, nunca habían visto una guagua de National Express por aquella zona.
En bus pasando por la Plaza Trafalgar en Londres

En tales viajes, a diferencia de los que he hecho últimamente, a pesar de que casi siempre los realicé en buses llenos a tope, apenas recuerdo una conversación con algún otro pasajero. Tampoco guardo en la memoria algún diálogo interesante en los recorridos en tren por el sur de Inglaterra. Si en el 2004, cuando aterricé en Londres, los viajeros se aislaban de toda su circunstancia en derredor mediante los audífonos, ahora lo hacen con sus teléfonos móviles y tabletas. Nadie parece interesado en conversar con quien viaja a su lado, solo lo hacen quienes abordan los transportes en grupo o en familia, por lo que a veces es más fácil escuchar lo que comentan otros, que arriesgarse a conocer cómo piensan los compañeros de viaje. Y está claro que estos no siempre resultan los protagonistas de un diálogo agradable.

De uno de aquellos emails iniciales, de conocidos que se establecían fuera de Cuba, recuerdo el relato de una amiga residente en Bélgica, cuando se embarcó en un largo viaje en tren rumbo a Italia. Le tocó un asiento junto a un pasajero quien, tras intercambiar saludos amables al inicio, cuando descubrió que mi amiga provenía de Cuba le espetó un “yo no hablo con comunistas” y acto seguido cambió la mirada hacia el pasillo y no volvió a dirigirle la palabra en las dos horas que duró su viaje.

Por eso en ciertos trayectos me da por imaginar posibles conversaciones que hubiera tenido con algunos compañeros de viaje. Son razones puramente especulativas las que guardo como justificación para un determinado diálogo, pues si este nunca ocurre se debe sólo a mi probable timidez o a la del pasajero, o por insistir yo en respetar el derecho de cada quien a su privacidad. Sin embargo, las conversaciones quedan casi siempre como parte de las memorias del viaje, aunque nunca se hayan escenificado.

II.

Tranvía en Budapest
El trayecto en tren de Viena a Budapest dura poco más de tres horas. Lo hicimos en septiembre del 2014. Se trata del recorrido que antes de 1989 conectaba dos mundos bien diferentes atravesando la inexistente, pero efectiva Cortina de Hierro. Aún hoy, más de veinticinco años después, cualquiera puede notar las diferencias entre ambas partes. Las pintorescas imágenes de aldeas austríacas en medio de los campos cultivados en los que sobresalen gigantescas turbinas eólicas, dan paso a un paisaje rural más desaliñado, con improvisadas casuchas de madera y metal que lucen comparativamente más empobrecidas que las del país vecino. En la primera parada en territorio húngaro, Mosonmagyaróvár, la estación de pasajeros es apenas una plataforma con techo en medio de un área con varias líneas férreas, que evidencian una actividad anterior mucho más intensa de la que ahora transcurre en el lugar.

Allí subió a nuestro vagón un peculiar viajero al que le calculé unos sesenta años. Era un día nublado de inicios del otoño, muchos andábamos ya de mangas largas, enfundados en chaquetas monocromáticas, como son las destinadas a esta estación del año en la que prima la uniformidad, pues la mayoría de la gente sale a la calle con abrigos negros o grises. Nuestro compañero de viaje, en contraste, vestía un atuendo mucho más vistoso: pantalón color vino, chaqueta roja, boina también colorida y zapatos marrones. Llevaba además un bigote boscoso, pero bien cuidado, de esos que sugieren varios minutos de preparación previa ante el espejo. Reclinado en su asiento, frente a nosotros, leía ensimismado un libro en húngaro del que no recuerdo el autor, pero cuya lectura le fascinaba a juzgar por la expresión de su rostro y el nivel de concentración con que seguía las páginas.

Antes de sentarse y comenzar la lectura nos había saludado con una sonrisa. Apenas miraba el paisaje que aparecía tras la ventanilla, por lo que intuí que lo conocía de memoria. Tampoco mostró demasiado interés en los demás que lo acompañaban en el vagón más allá de la lógica interrupción que supone una parada momentánea en la que descendían unos y subían otros. Más de uno de estos le dedicó una mirada de inspección, aunque sin mucho detenimiento. Podía resumirse en un breve reconocimiento de su presencia, seguido de un rápido retorno a la rutina personal, como si nuestro exótico pasajero fuera alguien conocido o un acompañante habitual del trayecto.


Café Águila Azul, Praga
(Kavárna Modrý Orel)
A mí, en cambio, me seguía pareciendo admirable, una pieza que no encajaba en toda la escena de la que formábamos parte, con su contexto y expectativas. Viajaba por primera vez a un país exsocialista en el que esperaba encontrar referencias a un pasado que suponía compartido, al menos a gran escala, en esa especie de esfera invisible en la que los ideales sobrepasaban a las naciones y los pueblos, en la aspiración de un bienestar común que –según nos decían a finales de los 70 y principios de los 80- aventajaba en humanismo al resto de las sociedades del planeta.

Nuestro extravagante compañeros de viaje debió haberse formado también a esa época, con todo lo que implicaría vivir en un país del Segundo Mundo. Lo imaginé tan entusiasmado, si era posible, como aquella mañana gris del trayecto, como protagonista de cualquier día similar previo a 1989. Y confieso, me hubiera gustado mucho escuchar su narración, suponiendo que la imaginaria asociación que había comenzado a construir desde que subiera al tren en Mosonmagyaróvár tenía sentido, que esa actitud ante la vida, tan irreverente y segura de sí mismo lo había definido a través de los tiempos, sobre todo en épocas donde la abrumadora versión de la mayoría se ocupaba de condenar al olvido a toda expresión de diferencia.

Y es que también lo encontraba más interesante por esa actitud que por su apariencia excéntrica, por ese aspecto que confiere la evidencia de haber vivido unas cuantas décadas. Meses atrás, el encuentro con dos jóvenes húngaros, quienes por edad debían de haber vivido siempre en la era postcomunista, había terminado en decepción. Habíamos sido colegas de un curso de alemán, en un grupo que, casualmente, estaba dominado por estudiantes del antiguo bloque socialista (2 húngaros, 2 eslovacas, 1 croata, 1 polaca, 2 rusas y 1 ucraniana). A medida que avanzaron los contenidos del curso los estudiantes intercambiaron, además de las dificultades propias de aprender a funcionar en otra lengua, sus prejuicios y resquemores. Y si estos se enunciaron con más cuidado ante el profesor, se soltaban sin restricción alguna ante el resto de los colegas. Comentarios homófobos y racistas, al estilo de “el gobierno debería expulsar a todos los gitanos”, o “los gays pueden hacer todo lo que quieran en sus casas, pero andar de manos dadas o besarse en la calle no está bien”. Solamente yo y otro colega escocés parecíamos escandalizados ante tanta juventud y conservadurismo.

Es probable que a nuestro pasajero de enfrente tales opiniones no le hubiera hecho mucha gracia. Resulta imposible asegurarlo de manera rotunda, pero uno en aquella mañana de septiembre, camino a la capital húngara, alcanzaba a suponerlo. Apenas habíamos intercambiado un par de ademanes corteses; sin embargo, yo creía conocerlo de toda la vida.

III.

Gatos en Viseu, Portugal.
Cada viaje a Portugal implica algún trayecto por carretera. Nosotros preferimos el tren, pero hay ciudades, como Viseu -el lugar obligado de todas las vacaciones- que desde hace años perdieron su estación de ferrocarril y con ella la posibilidad de interconectarse de manera rápida a otras zonas importantes del país. Así que siempre terminamos rodando por la asombrosa red de autopistas portuguesas. Estas, financiadas con presupuestos de la Unión Europea, parecen haber sido concebidas para otros tiempos de bonanza.

En Portugal el auto privado sigue siendo un fuerte indicativo de estatus y los gobernantes de turno se ocuparon a finales de los 90 de crear una gran infraestructura vial para que todos la utilizaran cuando consideraran imprescindible moverse de un lugar a otro sobre cuatro ruedas. La estrategia discriminó el aumento de las líneas férreas y dió prioridad a la construcción de autopistas.  Sin embargo, con la llegada de la crisis en el 2008, conducir por las llamadas autoestradas se ha vuelto costosa para los choferes portugueses, por la cantidad de puestos de peaje que el gobierno ha instalado en aras de recaudar fondos para las exiguas obras públicas. Por eso existen hoy carreteras interprovinciales llenas de vehículos, mientras en las autopistas el tránsito es mucho menor que en los años de euforia y de mensajes triunfalistas que parecían parodiar aquel famoso lema de los años 50: Usted sí puede tener un Buick.

En los autobuses portugueses, lo mismo que en el tren, tampoco es fácil entablar una conversación entre pasajeros. Allí, como en el resto del mundo, los jóvenes permanecen indiferentes a todo lo que ocurre fuera de las pantallas de sus dispositivos, a excepción de las veces en que el conductor pasa inspeccionando tickets. Los menos jóvenes también se ocupan de emplear la duración del viaje en actividades que excluyan una conversación casual sobre cualquier tema. En tal contexto no es de extrañarse que uno termine como oyente involuntario de conversaciones de otros.

De todos los viajes recuerdo dos particularmente reveladoras, de esas que a la larga le sirven a los recién llegados para llevarse una idea bastante representativa de cómo anda el país. La primera ocurrió en un bus en la Terminal de Oporto, donde estuvimos retenidos cerca de veinte minutos cuando el chofer, al intentar salir del andén, no calculó bien la distancia entre su bus y el que estaba parqueado en el andén contiguo y terminó golpeando su espejo retrovisor, que cayó y se estrelló en el suelo. Entonces hubo que esperar porque lo reemplazaran, lo que puso de mal humor a un portugués residente en Francia, quien comenzó un discurso ácido contra el país y las autoridades. El hombre alegaba que por la demora iba a perder la conexión con el siguiente bus en una de las paradas del recorrido y cargaba contra la desidia de los trabajadores del transporte que permitían semejantes retrasos, cuando en Francia, desde donde había volado esa mañana, tales percances eran impensables.
Tranvía en el Barrio Alto, Lisboa.
A las críticas se le unieron otros viajeros para quienes el gobierno nacional no le merecía el menor respeto. Parecía el inicio de una pequeña revolución ciudadana en el reducido espacio del ómnibus. Por un breve segmento de todo el intercambio los pasajeros le dieron la razón al emigrante, mientras aportaban más anécdotas sobre lo mal que funcionaba el país en tiempos de crisis. El debate tal vez alcanzó un punto de no retorno cuando un anciana comenzó a quejarse también del rumbo que tomaba la nación y la comparó con los "mejores" años del pasado, cuando -según dijo- ella vivía en Angola y todo el país bajo una dictadura retrógrada, aunque claro, no mencionó este calificativo.  Luego el bus se puso en marcha y los participantes del debate fueron poco a poco regresando a los silencios habituales del viaje. Nadie más creyó oportuno continuar argumentando sobre otras cuestiones que en algún otro lugar, con lo polarizado que anda el mundo en octubre de 2016, serían calificadas de antipatrióticas.

En otro trayecto en guagua, esta vez desde Lisboa a Viseu, me sorprendió que nuestra vecina en el asiento de delante, no contestó su teléfono tras sonar dos veces a la salida de la Terminal de Siete Ríos. Fue minutos más tarde, cuando ya andábamos en plena autopista, bastante alejados de los límites territoriales de la Gran Lisboa, que la muchacha tomó el teléfono y marcó un número. “Padre”, saludó a alguien del otro lado y acto seguido contó un relato pesado e impactante, de los que te muestran la cercanía de un hecho sobre el que has leído desde la distancia de un reporte estadístico impersonal, pero con el que nunca te habías topado hasta ahora. La chica, al teléfono, le contaba a su padre que se había ido de casa, luego de una discusión con su novio o marido y que regresaba a vivir con ellos. Sin embargo, no era una simple discordia entre los miembros de una pareja. “Esta vez él fue muy lejos” decía la pasajera, ya entre las lágrimas y la vergüenza de tener que dar más detalles en un sitio carente de privacidad.

Mientras seguíamos impresionados el relato de la mujer, nos mirábamos tratando de pensar en alguna manera de darle apoyo. Aunque en el país los hechos de violencia de género no llegan a los niveles de la vecina España, también son comunes y en algunos casos, de consecuencias fatales. Creo que a nivel nacional prevalecen los dictados patriarcales, por lo que las mujeres suelen cargar con la culpa. Lo que al final nos sirvió de alivio fue intuir que la protagonista de esta historia contaba con una familia que, según indicaba la conversación que estaba teniendo con ellos, la iban a apoyar. No creo que las demás víctimas puedan decir lo mismo. De todas formas, nos hubiera gustado haber podido ayudarla a pasar el mal rato, hacerle saber que no estaba sola.

Y aunque la conversación por teléfono se extendió más allá del anuncio inicial que le había hecho a su padre, los minutos siguientes no aportaron muchos detalles más acerca de la situación que había vivido, aunque esos fueran lo menos que uno deseaba escuchar. Por suerte la atormentada pasajera fue recuperando la calma y cuando terminó de hablar parecía más resuelta. Imaginamos que viviría unas semanas difíciles, pero con la esperanza de que tal vez los días terribles habrían pasado. Fue entonces, en el primer alto del camino en Fátima, que la joven mujer bajó del bus hacia donde la esperaban sus familiares.

IV.

Costa sur inglesa en la distancia
No todas las conversaciones tienen que resultar imaginadas, algunas suceden espontáneamente. En el 2012 viajé por primera vez a Alemania, a la hermosa y acogedora ciudad de Heidelberg. Habíamos decidido previamente, de mutuo acuerdo con unos amigos franceses de la Lorena, que pasaríamos el fin de semana con ellos. Yo iría a una conferencia por dos días y luego me uniría a ellos viajando de Heidelberg a Karlsruhe, de ahí a Estrasburgo y luego hasta Sarrebourg, una pequeña ciudad cercana a Nancy. Helena viajaría directo desde Londres. Hice todas las reservas por Internet, primero el viaje en avión hasta un aeródromo en el sur alemán y luego los consiguientes trayectos en tren. Tenía ciertos temores antes de comenzar, que se resumían en el viaje hacia un país del que no dominaba la lengua, por más que muchos me calmaran diciendo que sería posible orientarme en inglés, que todo el mundo hablaría ese idioma.

Volé en Ryanair hasta lo que anunciaban como el Aeropuerto Internacional de Baden-Baden/Karlsruhe. Al final resultó ser una antigua base aérea norteamericana de postguerra que acondicionaron como terminal aérea, muy pequeña si se comparaba con otros aeropuertos continentales y, lo peor de todo, muy alejada de las dos ciudades alemanas que el vuelo aseguraba conectar. Quedaba en un punto medio de la nada, desde el que había que esperar por un autobús para trasladarse a cualquier núcleo urbano importante.


Por la ribera del Lago Lemán, Suiza.
En la cola para comprar el boleto del bus, me situé detrás de un estudiante que también venía de Londres. Cuando llegó al mostrador comprendió que se había olvidado de cambiar las libras esterlinas, de modo que no podía comprar su ticket, pues la cajera del buró de turismo no aceptaba tarjetas. Él se retiró a buscar un cajero automático, pero regresó frustrado a los pocos minutos, pues la terminal también carecía de tal servicio. Yo había comprado ya mi ticket, pero aún estaba cerca del buró revisando el itinerario de los buses, para asegurarme de que tomaría el indicado. Entonces, el estudiante se me acercó, me explicó su problema y me pidió si le podía comprar su ticket en euros, que él me pagaría la equivalencia en libras. Acepté, sin problemas, había notado que él hablaba alemán, cosa que yo no hacía, y que dominaba también la manera de conducirse en un terreno extraño para mí.

Entonces nos presentamos, de ahí supe que estudiaba Física y completaba su doctorado en Oxford, pero que había nacido en Frankfurt, donde sus padres habían emigrado desde Irán. No recuerdo su nombre, tal vez porque lo dijo demasiado rápido, pero sí que conversamos mucho mientras esperábamos por el bus y en el corto trayecto hacia una extraña estación de tren desde donde debí tomar un suburbano hacia la Hauptbahnhof de Karlsruhe.

Yo le hablé de mi investigación y de la ponencia que presentaría en Heidelberg y él también me explicó la suya. Supongo que le advertí que había estudiado Física en mi preuniversitario de Ciencias Exactas, en largas jornadas de experimentos y de resolver problemas y ejercicios complicados de un compendio elaborado por una autora soviética de origen judío: Valentina Wolkenstein, pero es muy probable que le haya confirmado el haber olvidado aquellas lecciones y fórmulas.

Él me comentó sobre su elección de Oxford y sobre sus deseos de regresar a Alemania, el país que consideraba su casa. Lo imagino ahora en algún puesto en un importante centro de investigación, pues además de inteligente y honesto, me sorprendió su nivel de resolución, su convencimiento de haber escogido la profesión con la que se sentía más a gusto.

Mientras intercambiábamos opiniones, el bus atravesaba el paisaje rural del sur germano, pasando por aldeas de construcciones casi perfectas, como de juguete. En algún momento le comenté a mi interlocutor mi desconcierto ante las vistas de nuestro recorrido. Sabía de la fama que acompaña a los destinos de Ryanair, la compañía aérea notable por usar aeropuertos que distan bastante de la ciudad que indica el vuelo, pero en esta ocasión, creo que se habían llevado el Premio Gordo.

Cuando llegamos a la estación de Rastatt y nos despedimos, cada uno para proseguir viaje en dos direcciones diferentes, ya habían desaparecido todos mis temores iniciales acerca de viajar hacia lo desconocido. El estudiante de Oxford me había dado indicaciones precisas, así que tomé el tren hacia Karlsruhe y en minutos estaba allí, a la espera del próximo tren a Heidelberg. Europa Central aparecía muy bien conectada, pensé mientras aprovechaba el acceso a Internet para comentarle a una amiga en Madrid sobre el éxito de haber llegado ileso. Ella y su marido, que nos habían visitado meses antes en Londres, me habían confesado su reticencia a moverse hacia otros destinos europeos, pues imaginaban que tendrían muchas dificultades para hacerse entender en inglés. Yo, por mi parte, les aseguraba ahora que todo era posible.


Dejando Lausana en 2005
Quiero imaginar que me esperan muchos viajes en el futuro. Sigo pensando que dejar los sitios en los que uno ha estado durante mucho tiempo hace bien al cuerpo y a la mente. Por supuesto, hablo de movimiento voluntarios, pues no hay nada más traumático que tener que abandonar por la fuerza el lugar donde se vive, donde uno ha echado raíces. Espero también que en los próximos trayectos, así vaya bien acompañado, encuentre pasajeros asombrosos, de esos con los que me gustaría entablar conversaciones reveladoras e inquietantes aunque al final estas solo ocurran en mi hasta ahora siempre activa imaginación.

(c) Fotos: Helena Soares