sábado, mayo 09, 2020

Memorias de la pandemia (1)

Este es el Año del Virus, para qué buscarle otros referentes, digo si es que en los próximos meses no ocurre algún otro acontecimiento capaz de sobrepasar al COVID-19. Y cuando en Austria se van relajando las medidas de confinamiento que nos han tenido limitados por siete semanas, no dejo de pensar en el shock del primer día, aquel en el que reaccionamos con estupor ante lo que se avecinaba.

Una semana antes había tratado de tranquilizar a una de las madres del Kindergarten de mi hija. En nuestra conversación en el parque habíamos repasado los síntomas y evolución de otra enfermedad para mí desconocida, en alemán llamada Pfeiffersches drüsenfieber (Mononucleosis infecciosa). Después ella me preguntó así, sin ninguna intención oculta: ¿y ahora qué nos ocurrirá con este Coronavirus?

Yo diría que por esa fecha andaba en la fase de la negación. El virus se cebaba en una geografía demasiado lejana, allá en Wuhan, China. Había le
ído una entrevista a un estudiante cubano que casualmente pasaba el confinamiento en aquella ciudad, en el epicentro del caos y su relato me asustaba un poco. Él describía el meticuloso ritual de la protección, sus temores al contagio cada vez que tenía que salir a buscar comida. Y a mí me resultaba difícil imaginar un futuro cercano lleno de desinfectantes y de protocolos para evitar infecciones. Todavía no se hablaba de lo que constituiría la “nueva normalidad”.

Lo bueno, le dije por aquel entonces a la mamá-colega, es que al parecer afecta tanto a los niños y señalé al cajón de arena en el que nuestras hijas trataban, palita en mano, de rellenar un pequeño cubo. Sé que en esos días me ocupaba más por vencer la paranoia interna, porque intuía que esta iba a contaminar más fácilmente a demás habitantes del planeta.

Y yo no soy profeta, ni tengo demasiada afición a predecir el futuro. De hecho la reacción del Gobierno Austríaco y la declaración de las medidas que comenzaron con el “Quédate en casa” me tomaron bien desprevenido, como a una gran parte de los vieneses. Sin embargo, a veces me da por pensar que debería haberle prestado más atención a algunas señales previsoras.

Por ejemplo, cuando a fines de febrero mi hija tuvo un poco de fiebre y me llamaron del Kindergarten para que la fuera a recoger pues otros niños de su grupo habían padecido de mononucleosis y temían que mi Silvia fuera la próxima. De la guardería salimos directo a la consulta de la pediatra. Cuando mencioné lo de la fiebre me extrañó que le dieran tanta importancia, pues mientras esperábamos le tomaron una muestra de sangre y le colocaron una sonda para un posible análisis de orina.

 Hasta ahora sólo tengo elogios para el Sistema de Salud Pública de Austria, y de Viena en especial. Siempre lo comparo con el de Londres, donde -por ejemplo- los análisis y tests se realizan solamente en los hospitales, que es donde los especialistas tienen sus consultas. En mis visitas al médico de familia en Londres no recuerdo ninguna orden para un análisis sanguíneo, así que la posibilidad de que a mi niña le extrajeran sangre y la analizaran allí en la misma consulta de nuestra pediatra vienesa, me había causado al mismo tiempo una buena impresión y algo de sorpresa.

La doctora nos recibió con mascarilla y guantes, precavida y profesional, aunque en ese momento lo tomé como un alarde alarmista, a pesar de también me preguntaba si era posible que ella conociera algo de lo que yo no tenía ninguna información, algo preocupante, como que el COVID-19 ya estaba en el país.

Afortunadamente mi pequeña sólo mostraba los indicios de una infección en la garganta o una posible otitis. Un diagnóstico más certero fue imposible, ya que las visitas al médico la dejan demasiado irritada como para cooperar. Silvia se negó a gritos a un reconocimiento más exhaustivo. Sin embargo, un ciclo de antibióticos le bastó para que no tuviera más problemas. Después todo transcurrió hasta aquel viernes del shock.

El 14 de marzo fue un breve día normal. Dejé a mi hija en el Kindergarten y decidí pasar por uno de los supermercados cerca de la casa. Ocurre que en Viena, a diferencia de Londres, es difícil toparse con uno en el que encuentres todo lo que buscas. De modo que me he adaptado a comprar ciertos productos en el Hofer, otros en el Spar, otros en el Billa y así hemos ido sobrellevando la ausencia de un Sainbury’s inglés. Ese viernes tocaba entrar al Pennymarkt.

Siempre había pasado por la filial de Gentzgasse en la mañana, después de dejar a Silvia, porque nunca hay nadie a esa hora, nunca hasta aqu
el viernes en el que entré a un local abarrotado de consumidores en el que todas las cajas registradoras estaban abiertas. Lo nunca visto.
Cajas vacías en el Pennymarkt

La sorpresa mayor me esperaba en los anaqueles de harina y pastas, donde sólo quedaban cajas vacías. Todavía no eran las diez de la mañana, pero ya había cundido el pánico y mis conciudadanos habían salido a acaparar la mayor cantidad de productos posibles.

Es una locura, pensaba y lo comentaba por la tarde con una de las pedagogas del Kindergarten cuando había ido a recoger a mi hija. En el súper de su barrio, en el distrito 22, también había irrumpido el día anterior una turba en pánico dispuesta a agotar todas las reservas de harina, papel higiénico, fideos y latas de conservas.


Al día siguiente, cuando ya el gobierno había comunicado oficialmente las medidas del confinamiento, todavía fui a otro supermercado en el que también comenzaban a notarse los efectos del desabastecimiento. Pensé en La Habana en el lejano año 91, cuando poco a poco fueron cerrando los otrora populares Mercaditos.

Revisando lo que había quedado estaba cuando se me acercó una anciana para que la ayudara a encontrar sal. Fui al lugar donde siempre estaban los paquetitos venidos de Bad Ischl, y ¡no quedaba ninguno! Miré a la viejecita con mi mejor cara de incredulidad y le indiqué que todavía quedaban pomitos de sal marina, de los que vienen con un triturador acoplado a la tapa. “Ah, pero esos son más caros” me dijo ella. Por lo que me explicó seguidamente me dio a entender que mover la tapa y triturar las pequeñas piedras le supondría un esfuerzo imposible.

No he dejado de pensar en la pobre abuela, paralizada por la imposibilidad de completar una tarea tan rutinaria y cotidiana, que probablemente habría hecho por años y años. ¿Quién podría pensar que se agotaría la sal, aquí, en Austria?

La semana siguiente comenzamos el confinamiento.

martes, noviembre 19, 2019

Sobre grandes (des)conocidos


Casi siempre que se dan a conocer los premiados con el Nobel del Literatura hay un par de preguntas que escritores y lectores deberían hacerse, digamos que de la manera más elemental posible: ¿los conozco? ¿Debería conocerlos? Sin embargo, en estos tiempos de redes sociales y la propensión general de unos a convertirse en influencer a toda costa, tales preguntas no se hacen. Se prefieren sentencias demoledoras al estilo de “no los conozco” y algunos, no contentos con tan poca arrogancia, añaden: ¡nadie los conoce! 

Resulta al menos gracioso que en tiempos de increíble acceso a diversas fuentes de información, cuando se cuenta con el mayor repositorio de datos que jamás se imaginó, existan miembros de esta tribu que se vanaglorien de ya saberlo todo y por ende, de conocer a todo el mundo.

Casualmente, este año los dos ganadores me resultaron demasiado familiares. Radicado en Austria desde el 2013 y en el edificio donde viviera un escritor famoso, cualquier pesquisa literaria me iba a llevar tarde o temprano a Peter Handke, el premiado autor austríaco. Aunque debo admitir he leído más textos sobre su trayectoria que lo que el propio Handke ha escrito. Y de sus creaciones, por así decirlo, sólo sabía que había sido el guionista de una de las películas excepcionales de Win Wenders: El cielo sobre Berlín.

A la segunda ganadora, la polaca Olga Tokarczuk, diría que la conozco mejor, aunque también mi noción de su obra es muy limitada. Sin embargo, tengo la suerte de haberla encontrado en un evento que, aunque se pretendía ostentoso a juzgar por su sede, el Royal Festival Hall de Londres, terminó siendo –como sucede tantas veces en esa ciudad diversa y multicultural- una velada más mesurada e íntima. 

Olga Tokarczuk formaba parte de un cuarteto de escritores que irían a leer sus textos en el complejo cultural ubicado en la rivera sur del Támesis. Junto a ella estarían un conocido nuestro, el portugués Gonçalo M. Tavares y otros dos que ignorábamos, pero que causaron una grata sorpresa, la catalana Mercé Ibarz y el bosnio Aleksandar Hemon, también editor del volumen donde se incluían los tres primeros, titulado simplemente como Lo mejor de la ficción europea en el 2011

Los escritores procedieron a leer sus historias en su idioma original y luego los traductores leerían los mismos fragmentos en inglés. El cuento de la Tokarczuk se titulaba La mujer más fea del mundo, una especie de fábula contemporánea que, a pesar de lo breve (porque ninguno llegó a leer la historia completa) se me quedó en el recuerdo. “Nadie escribe así”, pensé en lo que fue una valoración rápida, marcada por el entusiasmo. 

Después de aquella tarde he intentado seguir a la escritora polaca, la mujer pequeña de piercings y rastas, cuyos libros pronto empezarían a llegar la mercado británico. Pero dejamos Londres en 2013 y aún no me he enfrentado a la –para mí- agotadora experiencia de leer literatura en alemán, pues los libros de la Tokarczuk también cuentan con traducciones en ese idioma. De modo que su lectura sigue pendiente. No obstante, pude regresar a las memorias de aquella tarde en el Royal Festival Hall el año pasado (2018) cuando se anunció que Olga Tokarczuk había ganado el premio Booker Internacional.  

Cuando aterricé en Gran Bretaña en el ya lejano agosto de 2004 y comencé mis estudios en la capital del País de Gales, me tocó vivir la experiencia de la entrega del Booker a Alan Hollinghurst un par de meses después. Para mí fue revelador porque descubrí la manera en que se le daba cobertura a un evento cultural y, como en muchos de aquellos primeros tiempos fuera de Cuba, una alerta notable sobre mi nivel de ignorancia. Desde entonces, cuando llegan las fechas del anuncio del ganador de este premio, intento enterarme de quién lo obtiene y procuro buscar sus textos más notables, para incorporarlos a una lista de lo que hay que leer, una lista que tal parece que nunca se terminará. 

Y aunque a la Tokarczuk hace años que la incluí, tal vez por su relevancia este año, debo moverla un poco hacia las lecturas más urgentes.

miércoles, abril 04, 2018

Ella, toda ella

Hace casi 14 años, en la primera etapa del proceso de adaptación a la vida fuera de Cuba, un colega danés de mi curso, algo sorprendido ante mi falta de inspiración para un trabajo de clase, me pidió que escribiera sobre las celebridades de la isla.“Es que no hay”, le dije yo, convencido de la total ausencia de celebrities Made in Cuba al estilo de Paris Hilton o Nicole Ritchie, quienes por aquellos años pre-Kardashians eran omnipresentes en los tabloides sensacionalistas británicos.  

 

Pasó la fecha límite del ensayo y escribí sobre otra cosa, aunque me quedé pensando en la propuesta del colega. A decir verdad, había conocido a varias personalidades de las artes, la música, el deporte y la academia cubanas, esas que hubieran aparecido también en portadas de revistas del corazón, de haber contado el país con publicaciones de ese corte. Sin embargo, mi experiencia no me parecía tan extraordinaria porque cada encuentro ocurría en un contexto muy definido por mi actividad profesional. Simplemente yo era un periodista a quien casualmente le habían asignado cubrir un determinado evento en el que cierta personalidad aparecería. 

 

Creía entonces que describir un encuentro con una celebridad resultaba más revelador desde el anonimato de un espectador, una persona cualquiera que se topara con la otra famosa, y desde un ambiente más ordinario, el que propiciaba cualquier interacción cotidiana. Si me ubico en un tiempo específico, La Habana de finales de los 80, creo que basta como escenario para describir interacciones más comunes entre ciudadanos de a pie y famosos del mundo del arte pre-revolucionario. Me refiero a una época que sólo si se compara con los primeros años de la década siguiente, puede justificar cierta ilusión de país “normal” con la que muchos nacionales convivíamos por aquella época, sobre todo si aún eras un adolescente medianamente informado acerca de lo que consistía dicha normalidad. 

 

Durante esos años cualquier noción de La Habana podía reducirla yo al escenario que se divisaba desde la entonces amplia terraza del apartamento de mi tía Lola en Línea entre D y E en el Vedado. Uno podía pasarse horas sentado al balcón, extasiado por la diversidad e intensidad del tráfico, como debía ser el de una capital en movimiento, sumun de la urbanidad y el desarrollo. Enfrente, más allá de un pequeño parque en cuchilla donde paraba la ya desaparecida ruta 27, se alzaba desmedido y extraordinario el edificio Someca.

 

En muchas ocasiones, las largas sesiones de contemplación de la vida del Vedado se dividía entre miradas hacia abajo, hacia las sendas de la avenida, siempre atiborradas de vehículos o hacia arriba, a aquellos altos balcones azul celeste, puntos de observación insuperables en cuanto a vistas de la ciudad y el mar. 

 

Una de las residentes más célebres de aquel rascacielos era Celeste Mendoza, por entonces todavía llamada la Reina del Guaguancó, aunque no apareciera muy a menudo en los programada de la Televisión Nacional. Para ser alguien acostumbrada en los años 50 al glamour de los escenarios, Celeste se paseaba muy austeramente vestida por las calles de su barrio tres décadas después. 

 

En las pantallas de la TV cubana, aún en blanco y negro para la mayoría de los espectadores, ella lucía con frecuencia fastuosos atuendos de brillo y lentejuelas y su habitual turbante enrollado varios centímetros por encima de su cabeza. Sin embargo, en las calles aledañas al Someca, cualquiera tendría dificultad en reconocerla en su disfraz de simple vecina, oculta tras unas abarcadoras gafas de sol, con su famoso turbante camuflado en lo que para algunos pasaría como un discreto gorro, similar a los que se habían puesto de moda a finales de los 70. 

 

Con tal pose de comadre, si es que tal personaje alguna vez habitó las calles del Vedado, se la encontró mi tía a través de los años en sitios muy mundanos: la cola del pan, la de la bodega, a la salida del Punto de Leche, locales, muchos de los cuales hace años que desaparecieron de la sociedad habanera al igual que se extinguieron también las rutinas asociadas a ellos. Con el paso de los años mi tía y la Reina establecieron una amistad que al menos permitió el tuteo mutuo, el intercambio de alguna que otra receta culinaria y tal vez comentarios sorprendentes sobre cómo iba cambiando el país.  

 

Y en tales cuestiones Celeste no se cohibía de dar sus opiniones, casi siempre radicales y avasalladoras. Ya no sacaba discos como antaño o acudía a los escenarios para actuar en vivo en los programas de televisión, pero la seguían invitando para comentar eventos muy puntuales. Recuerdo dos entrevistas cortas que me parecen bastante ilustrativas de esta etapa, una en el programa A Capella y la otra en el famoso y aniquilado Contacto. 

 

En el primero, a principios de los 90, a propósito del éxito que Natalie Cole había alcanzado con el disco homenaje a su padre, Guille Villar y su equipo habían preguntado a la Reina sobre las actuaciones de Nat King Cole en los cabarets de La Habana pre-revolucionaria. En alguna ocasión el célebre baladista norteamericano había aterrizado en la capital cubana acompañado por su esposa y su entonces pequeña hija. Para la Mendoza, más de treinta y cinco años después y a pesar de la impresionante carrera como cantante de Natalie Cole, ella seguía siendo “aquella chiquilla”. 

 

En la sala de Contacto, su conductora Rakel Mayedo la había invitado para conversar, entre otros temas propicios al escapismo en la Cuba del Período Especial, sobre novelas de televisión. Eran los tiempos en los que la producción brasileña de turno, La sucesora, una realización de 1978, no gozaba de tanta popularidad como las anteriores series llegadas del país sudamericano. Y la Reina confesó que la seguía sin mucho entusiasmo, resumiendo quizá el sentir nacional en años en los que escaseaban las opciones para el entretenimiento. A la protagonista la hallaba demasiado sosa y ante la insistencia de la entrevistadora, tal vez con el ánimo de cerrar el segmento con una de sus ocurrencias le espetó: en mi país no pasa eso.  

 

Igual de ocurrente la recordaba mi tía, sobre todo en los días que siguieron a su muerte, demasiado triste para una celebridad local. La Reina del Guaguancó falleció sola en su apartamento del piso 18, pero los vecinos sólo se enteraron días después por las sirenas de los bomberos quienes procedieron a derribar la puerta para encontrar el cadáver. Desde su terraza, adonde se asomó tras escuchar el ruido de bomberos, policías y ambulancias, mi tía nunca imaginó que fuera su amiga del barrio la protagonista de tanto alboroto. Se lo confirmó desde la acera, otra amiga común, Nancy Robinson, periodista de Trabajadores, quien también vivía en los alrededores. 

 

Luego leímos una nota en Granma y en los días siguientes mi tía se esforzó por recordar alguna anécdota sobre sus tropiezos con su famosa conocida. Me comentó unas cuantas, pero ninguna tan espectacular como la del encuentro a media mañana en las inmediaciones del Punto de Leche un día a finales de los 80. Celeste salía con su jaba y cuando descubrió a mi tía que se acercaba, apuro el paso y justo al llegar junto a ella se quitó las gafas, abrió desmesuradamente los ojos y le dijo: Lola, pónle un vaso de agua a tu mamá. Mi tía, sorprendida y halagada al mismo tiempo, comentó: pero, Celeste, si mi mamá está viva. Y la Reina, todavía con un aura profética en su mirada desproporcionada remató: “bueno, hija, a tu papá” y siguió su camino. 

 

Tal vez, para el trabajo de clase de mi primer curso en la capital galesa habría podido escribir esta historia y hasta creo que mi colega danés entendería bastante por qué me parecía extraordinaria, pues no por gusto él tenía entre su colección de mp3s un disco de Compay Segundo. Sin embargo, como ya empezaba a ser habitual cada vez que intentaba explicar cualquier estampa de la Cuba que había dejado atrás, sospechaba que la narración se alargaría demasiado por la necesidad de ilustrar un tejido social que pocos en Dinamarca, o lo que es lo mismo, en el resto del mundo dominaban o entendían.  

 

La frase del vaso de agua quedó de comodín entre un grupo de amigos cercanos quienes la intercambiábamos con cualquier otra célebre salida vista en un filme cubano o en una conocida -al menos para nosotros- obra de teatro. Nacionales, al fin, no necesitábamos ninguna aclaración relativa al contexto.