Supongo que desde siempre me hayan alertado
sobre el paso del tiempo, sobre cómo a veces lo podría percibir aceleradamente
o de manera lenta e imperceptible. Todavía tengo la impresión de que puedo
reconocerme en instantes muy específicos de mi pasado, pero es una sensación
muy volátil, pues me ocurre que me olvido de muchas cosas en estos tiempos o a
esta edad.
Hace veinte años del 11 de septiembre, tal
vez el primer anuncio de que la visión personal que tenía del mundo se iba a
hacer añicos, como las torres gemelas del World Trade Center. Por muchas
circunstancias, recuerdo exactamente dónde estaba cuando todo ocurría, aunque
la dimensión exacta del hecho no la empezaría a apreciar hasta muchas horas
después.
Ese día llego a mi oficina del Periódico
Vanguardia de Santa Clara, uno de los pocos puntos de la ciudad –y puede que
del país– con acceso a Internet. He hecho una “actualización” del sitio web,
revisado los emails y en minutos me llamarán para una reunión con un “experto”
venido de La Habana. Es un año de muchos viajes y encuentros, me gusta decir
que ando atareado en el diseño de una estrategia para la prensa digital en
Cuba, (ya sé, la oficialista, la única que puede plantearse semejante
proyecto), pero dicho así sería darle un orden, coherencia e importancia a
aquellas sesiones que nunca los tuvieron.
La reunión con el experto habanero apenas
puede comenzar tras el recibimiento y las palabras iniciales, ni siquiera
llegamos a sentarnos en la oficina del director, ese lugar tan tedioso e
impersonal que luego denominaré como la cámara de torturas; sin embargo, es
septiembre de 2001 y aún me quedan unos gramos de optimismo. En mi
mente todavía ronda el pensamiento de que pronto se cumplirán 14 meses de la
muerte de mi madre, no tengo espacio para mucho más.
Justo antes de entrar, el experto ha
recibido una llamada de la capital, de alguien probablemente encargado de un
medio digital mil veces mejor equipado que el nuestro, en la que le han dicho
que un avión ha impactado contra un edificio en Nueva York.
Volvemos entonces a mi oficina sin ventanas
o con ellas, pero cubiertas por grandes cartulinas que alguien puso para
justificar el uso de un aire acondicionado. Es una chapucería de las típicas de
mi país, pero al menos el tapiado temporal ha servido para sostener el cartel
de Sin Aliento, que mi amiga Adriana trajo de Londres y que nunca usó para
decorar la casa que alquiló en La Habana. De modo que Belmondo, quien nos dejó
hace unos días, y Jean Seberg han sido mis acompañantes durante los
meses pasados y al menos lo seguirán siendo hasta inicios del 2004.
Me conecto. Es una actividad hoy casi olvidada, los ruidos característicos de la conexión vía módem. No creo
que haya tenido una concurrencia tan nutrida como la de esa mañana y eso que el
resto de los colegas del semanario no tienen la más mínima idea de que ha
ocurrido algo tan tremendo. Voy a la página de la CNN, entonces una de los más
populares a la hora de buscar información rápida. Colapsada. Nunca antes me ha
ocurrido algo similar, es también la primera vez que podemos apreciarlo en
tiempo real. Por un instante, como en el día de la visita de Juan Pablo II a
Santa Clara en 1998, me siento una persona que vive “dentro” del mundo.
Cambio rápidamente a El País y aparece
entonces una nota que intenta resumir lo poco que se sabe hasta ese momento. Se trata de
una historia que se va a alargar durante ese día y los siguientes y que seguirá
contándose, desentrañándose y hasta falseándose durante los próximos veinte años.
A pesar del shock inicial, de cierto
sentimiento de tranquilidad al pretender saber qué ha ocurrido, las
“actividades programadas” se retomaron. Nos reunimos y hasta tengo el recuerdo
de que resultó una conversación algo productiva. Tal vez me engañaba pensando que
era parte del aprendizaje, de las responsabilidades de un puesto nuevo. Al
terminar y despedir al experto, algunos colegas comentaban la emisión del
mediodía del noticiero televisivo. La historia ahora incluía dos aviones para
aumentar nuestra curiosidad e ignorancia.
CNN seguía imposible, así que buscaba
informaciones en otros medios. Surgían datos nuevos sobre el ataque,
especulaciones. Por la tarde, noche en Europa, los amigos que vivían en esa
parte del mundo se asomaban al Messenger de Hotmail para compartir lo que
habían visto en los telediarios de sus países. Si alguna vez me había cuidado
de que la ventanita del socorrido software no se mostrar en pantalla para no azuzar la inclinación perversa de algún visitante inesperado, ese día me
tenía sin cuidado. Los acontecimientos, hubiera dicho como justificación y le
habría echado toda la culpa posible a la noticia. “Aquí acusan a un tal Bin
Laden” me aclaraba una amiga desde Lausana. Tendré que hacer algunas búsquedas,
pensaba yo, seguro de que no me sonaba el nombre de tan macabro personaje.
Me gustaría decir que llegó la hora de
salir, que revisé el sitio tras la última actualización, apagué la computadora
y dejé el periódico en bicicleta calle Maceo abajo rumbo a Villa Josefa, pero
sólo estaría relatando la secuencia de eventos de un jornada normal de trabajo.
¿Cómo se mide la normalidad?- pienso ahora que ha pasado tanto tiempo.
Cuando llegué a casa de mi cuñada, mi
sobrino –que ya me supera en altura y en el largo del cabello- jugaba
tranquilamente en su cuna. A esa hora, el suceso dominaba todas las
conversaciones y las imágenes iban saliendo, enfocadas en el impacto del choque
del segundo avión contra la estructura de una de las torres; eran parte del arsenal fílmico que se iba integrando a la memoria en un esfuerzo intelectual para
comprender la intensidad del hecho, su significación, su relevancia, como si
tal cosa fuera posible aquella hora.
-Las dos torres ya se desplomaron- me dijo
alguien.
Ahora me parece que escucho nuevamente esa
frase con sorpresa, pero sin aprensión. Vuelvo la vista y han pasado dos
décadas.
* Al cabo del tiempo