Mis sueños tenían que esperar, podría optar por una universidad cubana, a cuyas aulas, con suerte, podría seguir yendo en botas. Entonces llegó un proceso de selección agotador y estresante, meses de estudio para pruebas de ingreso, y luego incertidumbre ante la perspectiva de pasar doce meses previos a la vida universitaria cumpliendo el Servicio Militar y calzando más botas. Por suerte llegó la confirmación directa a la Universidad de La Habana. Y para la capital, segundo par de zapatillas Tomis, hermosas, fuertes, resistentes. ¡Quién podía imaginar en julio de 1989 que luego de diciembre de ese año no habría más Ceaucescu y, por ende, exportaciones rumanas para el Caribe!
La fortaleza y resistencia duraron hasta mi segundo año, cuando gracias al turismo internacional, un par de colombianos residentes en Nueva York, amigos de mis familiares en New Jersey, aterrizaron en La Habana con un regalo. Cuando los despedí tenía un par de exóticas y hasta escandalosas «superaltas» Hi-Tec. Los visitantes, sin conocer las necesidades criollas, o los hábitos, o las costumbres, o la realidad de la Isla en el año 92, imaginaron que yo era el único beneficiario del dinero que traían, la moneda del enemigo, todavía ilegal en Cuba. Habían comprado como si se tratara de una rutinaria visita a Bloomingdale’s, sin pensar que se trataba de una simple Tecnitienda y sin conocer que sus precios eran el doble o el triple de lo que acostumbraban ver en los establecimientos neoyorquinos.
Con mis superaltas y mi estampa de estrella de la NBA sin estatura, anduve mucho por La Habana del Período Especial. Ellas resultaron de una tremenda ayuda en los momentos difíciles, cuando ya no existían guaguas y había que zapatear de F y 3ª a la Biblioteca Nacional, y de ahí a la agencia de 21 y 4, y en ocasiones, como en los animados de Elpidio Valdés, de Júcaro a Morón y de Morón a Júcaro.
Dejé la capital en el agotador verano de 1994. Ya no calzaba las superaltas, sino unos «toscos», innovadores zapatos de suela gruesa y alta, y materiales de origen desconocido que no guardaban ninguna relación con José Luis Cortés o NG La Banda, que por esos años causaban furor en los barrios habaneros. Me despedí de tantos lugares memorables con el deseo de no regresar jamás a aquellas tardes desoladas y calurosas, a aquellas caminatas interminables en busca de comida, de esperanza. Me dolía, eso sí, perder uno de los pocos eventos culturales que todavía servían para animar la ciudad y dar la impresión de que todavía era posible la vida en ella: el Festival de Cine.
Volví en las ediciones del 95, 96 y 97. En ese último diciembre vi filmes que me emocionaron y compensaron la terrible certeza de que el evento ya no era el punto de reunión de los amigos, que estos comenzaban a emigrar y la ciudad se estaba llenando de fantasmas. En ese año, además de sin amigos, me quedé sin zapatos. Había llegado con dos pares, unos cuya suela luego de una reparación notable había sido pegada, y otros que además de pegados habían sido reforzados con puntillas. La inventiva criolla me daba esperanzas, aunque tal vez intuía que sería ya mi último Festival y estaba decidido a ver la mayor cantidad posible de películas, por lo que sería también el evento de más caminatas.
Y eran agotadoras, aun cuando en algún cine aparecían milagrosamente algunos de los amigos que quedaban en La Habana, y los breves minutos de conversación mitigaban el agotamiento. A mediados de la segunda semana de Festival descubrí que la destreza de los zapateros no era tal, que las puntillas amenazaban con partir toda la suela y llegar al punto en que me sería imposible caminar, o incluirme en un molote festivalero sin causar heridos. Aminoré el paso y el ritmo de películas, pero como en un verso de Vallejo, el clavo, ay, siguió saliendo. La noche antes de mi viaje de regreso a Santa Clara, poco antes de llegar a la casa donde me quedaba en el exclusivo Miramar, mis corte-bajos, con sus clavos salientes, desaparecieron en el fondo de uno de los latones de basura. Descalzo y algo triste, prometí que cuando tuviera dinero, o mejor, mucho dinero, compararía muchos zapatos, terminaría siendo algo así como el hijo predilecto de doña Imelda Marcos.
El único impedimento técnico para mi promesa era la realidad cubana. No bastaba ahorrar, porque los precios siempre estaban por encima de las posibilidades del profesional medio, y tampoco se podía confiar mucho en la oferta. Así llegó el 2000, un año de terribles sucesos personales, y paradójicamente el de mejor situación financiera y el de mis primeras sandalias Práctica. Parecían el mejor antídoto contra el calor y se me antojaban relajantes y hasta terapéuticas. Sentí mucho que se incluyeran en el botín de un robo con fuerza del que mi casa fue víctima, mas lo tomé como una señal del destino. Había que seguir adelante y seguir caminando. Ya para esa época mis zapatos estaban en la etapa más transgresora posible. Calzado mediante, parecía como si estuviera dispuesto o mejor equipado para dejar atrás las convenciones de una sociedad todavía moralista («las personas decentes no andan con zapatos sucios»), homófoba («no hay cosa más fea que un hombre sin medias») y racista («andar en chancletas es cosa de negros»).
1 comentario:
Hola Iván:
No me acuerdo de tus "superaltas", pero es que en ese tiempo nos vimos poco. Yo te puedo contar que apenas recuerdo de todos los zapatos que usé entonces. Sí te digo que alguna vez, me vi tan mal de zapatos que tuve que llevar un día esos "kikos" plásticos, que daban en los pies muy mal olor y que eran el símbolo de lo más bajo que se podía usar en zapatos en Cuba. Yo tenía conmigo un par de kikos en el fondo de mi zapatero, como última tabla de salvación. Y sí, alguna vez me tocó llevarlos a la universidad. Tengo el recuerdo de unas zapatillas azules oscuro, (no me preguntes la marca, pues no me fijo en esas cosas)que compré vendiendo una antiquísima cadena de oro reliquía familiar, que convertimos en tres pares de zapatos, uno para cada uno de los tres hermanos. Esos zapatos me los compraron para ir medianamente decente a la fiesta de graduación de la Vocacional.
¿Recuerdas el robo que hubo en el privado de química donde muchos estudiantes dejaron sus ropas elegantes?
Recuerdo que los de la policía nos pusieron en fila y nos miraron las huellas de las manos para identificar al lafrón. Yo estaba muy nervioso, porque casualmente la policía iba separando y poniendo como posibles ladrones, a todos los negros de la fila. A mí por suerte, no me incluyeron. Luego nos fuimos a almorzar. Había pollo frito, y muchas chicas sin deseos de comer, por los nervios, pero yo siempre tuve buen apetito y aquel día me di un gran atracón de pollo, que me regalaban los amigos inapetentes.
Esos zapatos azules se rompieron, por debajo, pero me vi obligado a rescatarlos y recauchutarlos varias veces, así que estuvieron conmigo mucho tiempo, y cuando salí de Cuba, aún estaban conmigo. Ya no los usaba, porque sabes que desde que apareció en mi vida mi novia española y actual mujer, dejé atrás ese sueño raro, por no decir pesadilla que fue en nuestras vidas el "Período Especial".
Tuve también unos tennis que me regaló un amigo paraguayo, y que les di un buen uso, y bueno, también unas botas de esas como de militar.
También recuerdo que me compré unos zapatos chinos en las choping, unos de esos que quería para ir elegante a discutir la tesis, pero me los empecé a poner antes por la necesidad, y el dia de la tesis ya estaban rotos, así que me compré unos artesanales, que dejé en Cuba aún enteros. Unos raros zapatos de punta metálica. Con ellos discutí la tesis.
A españa llegué con unas zapatillas "Converse", ya algo agujereadas en la punta, que mi mujer se encargó de echar en la basura en cuanto puse los pies en casa, vaya, que parte de mí no pasó la aduana del primer mundo.
Sólo contar dos anécdotas más.
Una, que cuando estudiábamos en la ESVOC, y nos ponían a jugar al futbol, a uno de nuestros profesores se le ocurrió la "brillante idea", de hacer que todos jugáramos descalzos para que no se sintieran mal aquellos niños que no tenían zapatillas deportivas. De esa idea "genial", aún conservo un par de uñas de uno de mis pies, medio enfermas.
Y la otra anécdota es que siempre fui muy vago para limpiar los zapatos. Además, se me llenaban de polvo en el camino hasta el PRE donde daba clases, así que mis alumnas, que siempre se encargaron de analizar punto por punto la indumentaria de sus profes, se me acercaban y me decían: "Profe, ¿por qué no limpia un poco sus zapatos? a los que yo respondía con aquello de:
"Mis zapatos son mis esclavos. Jamás seré yo esclavo de mis zapatos".
De ahi que ellas comenzaran a decir aquello de:
"Por ahí viene el profesor de Marxismo con "los esclavos".
Un abrazo:
TADEO
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