(c) James Seith |
El reciente reestablecimiento de
relaciones diplomáticas entre los gobiernos de Cuba y Estados Unidos ha vuelto
a poner a la isla caribeña en el centro de las miradas de interés de todo el
mundo. A pesar de que el país ha vivido ciertas etapas aperturistas desde que
abriera sus fronteras al turismo internacional a mediados de los años 90, pocos
eventos auguran un impacto mayor que la posibilidad de vínculos regulares y
estables entre estos dos grandes históricos enemigos, cuya rivalidad ha marcado
los últimos 56 años de la reciente historia bilateral.
Si hay una palabra para definir
el sentimiento mutuo con el que ambos países han recibido estos trascendentales
anuncios, más allá del esperado rechazo de los sectores opuestos a tal
acercamiento, tal vez sea curiosidad. Al norte y al sur del Estrecho de la
Florida los habitantes de ambos países, en calidad de espectadores
privilegiados gustarían de acercarse a la realidad de cada orilla, sondear el
paisaje visible, formarse una idea de lo que constituye cada vista, por muy
convencidos que estén de conocer al dedillo cómo funciona cada nación según las
descripciones e imágenes que los medios de prensa de cubanos y norteamericanos,
desde una óptica peculiar y obedeciendo a circunstancias muy coyunturales han
trasmitido durante todos estos años de beligerancia.
Tal vez para adentrarse en
semejante proceso los nacionales cuentan con una clara ventaja. A pesar de que
dentro de las fronteras cubanas se alentó más la desconfianza hacia la naturaleza
decadente del vecino del Norte, también es cierto que en los tiempos de la
Guerra Fría nunca disminuyó el repertorio de imágenes sobre los Estados Unidos
en la televisión y el cine de la isla. De manera que los cubanos disponían de
una representación - si bien imprecisa- de las ciudades, el estilo de vida y
las costumbres norteamericanas. Los del Norte, en cambio, apenas contaron durante
ese tiempo con versiones exactas de Cuba, más allá de las que acompañaron a
esporádicos reportajes críticos con la Revolución. No el balde todavía para una
gran parte de norteamericanos, la primera y puede que única referencia a Cuba
sea la de la Crisis de los Misiles en 1962, cuando la pequeña isla figuró en el
imaginario estadounidense como la presunta amenaza del fin.
Cuando ahora a algunos estadounidenses
les pique la curiosidad por viajar a la isla, es probable que en su plan
exploratorio encontrarán varias sorpresas, propias de la primera vez, de lo
desconocido. Como tantos otros visitantes previos, es lógico el asombro ante
los anacronismos cotidianos, esa percepción inmediata de objetos que insinúan
el arribo a un sitio detenido en el tiempo.
(c) Werner Pawlok |
Sin embargo, la supuesta avalancha de norteamericanos a la que Cuba parece estar condenada, según opinan algunos medios de prensa de Estados Unidos y Europa, también ha encontrado sus críticos. El temor fundamental alude al peligro que representan, además de la llegada masiva de turistas norteamericanos, el arribo de empresarios de ese país y de las conocidas cadenas de comercios y servicios que despojarán a La Habana y al resto de la isla de su actual encanto. Se diría que cunde el pánico ante la inevitable “americanización” de la isla, un término de por sí contradictorio, pues más de un estudio ha demostrado que Cuba y, sobre todo, su capital se moldearon cultural y arquitectónicamente a imagen y semejanza de los Estados Unidos, en especial en las décadas del 40 y el 50.
Cuando el pasado mes de marzo el
popular presentador televisivo norteamericano Conan O’Brien visitó La Habana
para filmar allí una edición especial de su conocido show, también se unió al
creciente coro de los que pronostican un cambio radical. Frente a unos ubicuos
restos de varios edificios, O’Brien nombró a Starbucks, McDonalds, KFC y otras
firmas asociadas a la influencia norteamericana, como las potenciales
inversoras que se instalarían en las ruinas habaneras. Con cierta pesadumbre,
el comediante no celebró la probable recuperación de espacios hoy inutilizados,
cuyas paredes y fragmentos dificultan imaginar el supuesto prodigio
arquitectónico que el edificio representó, puede que apenas dos décadas atrás,
cuando todavía era un inmueble útil y servía de hogar a una o varias familias
habaneras o funcionaba como un local que ofertaba algún que otro servicio a la
comunidad.
Quizás existe una dualidad
irreconciliable entre las percepciones sobre La Habana que se producen dentro y
fuera de Cuba. Fronteras adentro las ruinas se analizan de modo simple, con el
pragmatismo nacional originado en la diversidad de todos los pasados
revolucionarios: el épico, el austero, el de bonanza y el crítico, y matizado por las exigencias de la vida cotidiana. Los restos de derrumbes con los que el
transeúnte se topa, significan para el cubano medio poco más que lo
que son: ruinas. Carecen tal vez de la impresión que provocan en los
visitantes extranjeros, quienes casi siempre aparentan una mayor capacidad para
entender el significado de estructuras que el tiempo ha dejado incompletas. Tal
admiración obedece más a la confirmación de las escalas en una ruta conocida
que a la sorpresa por el
descubrimiento en sí. Como los peregrinos del Camino de Santiago, que acumulan
cuños como prueba de las diferentes etapas hasta la capital gallega, así recorren
las calles habaneras decenas de turistas, cámara en mano, con la expectativa de
que el lente capte los edificios mutilados que encuentran en su camino, que
luego eternizarán la observada realidad citadina, según la llamada Estética del
Período Especial, bajo la cual estudiosos agruparon las varias representaciones
de una Habana en decadencia, a mediados y a finales de la peor crisis vivida
por la ciudad (1990-1995).
En ese entonces y en los albores
de la Internet, comenzaron a circular imágenes de Cuba en las que habitantes y
ruinas convivían en perfecta simbiosis. Tanto unos como otros emergían
semidesnudos: los nacionales, ligeros de ropa ante los rigores del clima
tropical o como resultado de la escasez; las ruinas, carentes de afeites, en su
más puro estado intemporal, como retazos de lo que fueron alguna vez.
II.
Contemplar las ruinas es parte
de la experiencia del visitante. En La Habana actual se trata de una actividad
inevitable, aunque resulte evidente que el propio acto de observación suponga
el reconocimiento de una barrera, una separación entre quien observa y lo
observado, sobre todo en el caso de turistas extranjeros. A ellos corresponde
la expresión lastimera ante el desastre, que puede ser mayor o menor en
dependencia de la información previa de que dispongan acerca de lo que observan,
aunque nunca faltan guías preparados, capaces de comentar la vida anterior de
un inmueble derrumbado. Algunos quizá, hasta recordarán el momento exacto en el
que el antiguo portento arquitectónico dejó de serlo, porque cuando un edificio
se desploma, sucede como un evento inmediato, finito. De golpe se altera el
paisaje de la cuadra donde se localizaba y cambia la vida de sus habitantes, si
es que estos se habían mantenido viviendo con el riesgo del inminente derrumbe
y sobre todo, si lograron salir ilesos de la tragedia. Los sobrevivientes
comprobarán de repente que el espacio familiar ha desaparecido y ahora
desplazados deberán procurar una salida que en la mayoría de los casos implica
la adaptación a otro espacio. De la vivienda anterior sólo quedarán memorias
imposibles de replicar en un nuevo hogar.
(c) Cubaenvivo.net |
No deja de ser curioso imaginar
que con cada derrumbamiento, se esfuman también las dimensiones de una
existencia conocida, la sensación de pertenencia y privacidad que otorgan la
tan ordinaria disposición en el espacio de paredes, puertas y ventanas. Las
ruinas de una edificación, sobre todo las carentes de cualquier exagerado valor
histórico, atesoran sólo recuerdos de vidas anteriores. En ellas, luego de la
inutilidad, no es posible una existencia futura y así languidecen, aunque la
prodiga naturaleza las cubra de follaje y fauna peculiares.
Los humanos, por su parte, las
contemplarán como la señal del descalabro y poco a poco las añadirán al conjunto
personal de visiones intrascendentes, demasiado ocupados como andarán en la sobrevivencia.
De todos modos, cada ciudad tiene sus propias historias de abandono,
ejemplificadas en edificios que dejaron de tener uso o que simplemente perecieron
debido al clima económico de la competencia o a la propia desidia de quienes los
habitaban, cuando estos apenas se interesaron por mantener cualquier detalle
arquitectónico original. Así cierran fábricas, talleres, comercios, librerías,
hasta que aparezcan emprendedores con recursos y con el ánimo de reconvertir
esos difuntos inmuebles en zonas de actividad para el beneficio propio y el de
otros ciudadanos.
En las ciudades, el impacto de
tales cierres y posterior decadencia de antiguos inmuebles utilitarios se
limita a la zona donde se ubican y generalmente casi nunca se extienden más allá del barrio, quedan en las lamentaciones de los vecinos o antiguos propietarios o empleados. Las zonas
urbanas ejemplifican la relación estrecha que existe entre el deterioro y el renacimiento,
como si fueran parte del movimiento cotidiano que glorifica su efectividad. En
los pueblos, por otro lado, existe una dinámica diferente entre espacios que
desaparecen y otros que surgen para llenar ese vacío. Como la geografía es
menor, los derrumbes se distinguen con más facilidad, pues agrandan los agujeros en
la actividad cotidiana, ya que pasan a ser zonas prácticamente sin atractivos,
al menos al principio, en el período que sigue al desplome. Después el vacío se
incorpora al ritmo del día al día y a la experiencia de los pobladores, quienes lo
utilizarán como un marcador temporal o como un simple punto de referencia. Y
si, como sucede en muchos asentamientos de la hoy depauperada industria
azucarera cubana, en que toda la
actividad cotidiana giraba en torno a ese Central actualmente paralizado o
desmantelado por completo, el vacío deja de ser una localización específica,
identificable y pasa a ocupar un área mucho más extensa.
III.
Hace unos años, en las páginas
del rotativo británico The Guardian, uno
podía leer anuncios de paquetes turísticos hacia Cuba enfocados en La Habana y en la
posibilidad única –anunciaban ellos- de presenciar un notable esplendor
colonial a punto del desplome. La imagen que ilustraba tales ofertas mostraban
al omnipresente almendrón o auto norteamericano antiguo, quizás el más claro
ejemplo de que la grandiosidad de antaño no siempre se desvanece, sino que
todavía cumple una función que va más allá de la estética.
Como los viejos Chevrolets y
Cadillacs que aun circulan por las calles y carreteras cubanas, los espacios
que atestiguan construcciones derrumbadas, también tienen un uso constante,
como si se reciclaran para dar servicio a una población que se reconoce en la
calle más que en ningún otro sitio, según el eufemismo local que define la vitalidad
de los cubanos: resolver.
Tal vez en otras épocas los
derrumbes eran menos publicitados y, por lo tanto, menos destacados. Es lógico
que por su fecha de construcción muchos de los inmuebles hoy desaparecidos lucirían
mejor preparados para llegar en pie a las décadas del 70 y del 80, cuando el
deterioro se hizo más notable y a la vez prevalecía un contexto económico más
favorable para la esperanza de la restauración. A mediados de los 80, cuando
llegaban los ecos de la Perestroika soviética y las autoridades abogaban por
imponer “la rectificación de errores y tendencias negativas”, si uno reparaba
en el cambio discursivo de la prensa oficial, advertía cierta propensión al uso
de la palabra edificar, a crear estructuras preferiblemente de hormigón armado. “Ahora sí vamos a
construir el socialismo” publicaba a toda página el diario Granma el 27 de
diciembre de 1986, en la tipografía roja reservada a los grandes anuncios.
El acontecer cotidiano, tras aquella sentencia, se representaba en los medios al nivel de la euforia. Una lectura rápida a cientos de páginas en periódicos y revistas que aún se imprimían en la década y que desaparecían en la siguiente, bastaba para intuir la constatación de aquel lema de los inicios del “proceso” que, transformado en lumínico, podía verse en el punto más alto de la fachada del edificio que albergaba al Ministerio de la Construcción: Revolución es construir. Lástima que, como el cartel lumínico que casi nunca podía leerse en su totalidad por causa de varias letras apagadas, aquel ímpetu creador solo se materializó en contadas obras constructivas que cautivaron a unos pocos.
El acontecer cotidiano, tras aquella sentencia, se representaba en los medios al nivel de la euforia. Una lectura rápida a cientos de páginas en periódicos y revistas que aún se imprimían en la década y que desaparecían en la siguiente, bastaba para intuir la constatación de aquel lema de los inicios del “proceso” que, transformado en lumínico, podía verse en el punto más alto de la fachada del edificio que albergaba al Ministerio de la Construcción: Revolución es construir. Lástima que, como el cartel lumínico que casi nunca podía leerse en su totalidad por causa de varias letras apagadas, aquel ímpetu creador solo se materializó en contadas obras constructivas que cautivaron a unos pocos.
En los suburbios capitalinos y
de otras ciudades del país, surgieron y se ampliaron barriadas de rectangulares
edificios de prefabricado, destinados a resolver el siempre acuciante problema
de la vivienda. Hoy muchas de ellas resisten como la evidencia del intento
masivo de adaptar la experiencia soviética al entorno insular, pues tanto en
las ahora independientes ex repúblicas de la URSS, como en los también
independizados estados de la Europa del Este, tales edificios multifamiliares,
ubicados casi siempre en la periferia urbana, persisten cual testimonio de una
época, aunque para la inmensa mayoría, como ocurre también en Cuba, esas torres
rectangulares con ventanas y balcones constituyan la única posibilidad de
vivienda para quienes todavía las habitan.
Barrio de edificios soviéticos en Budapest |
Y si tal visión asombra, el
hecho de que nunca fueran utilizados, de que nunca sirvieran para su propósito
final, al menos los salva de recibir el premio al mejor ejemplo del
voluntarismo de otras épocas. Resisten, a lo sumo, como una chapucería más, al
estilo de las que ilustraban varias escenas del ahora casi olvidado documental
del mismo nombre, realizado por Enrique Colina en 1987. Sin embargo, otros duelen
más, aunque sobrevivan también como ruinas del despilfarro, cementerios
verticales de un pasado en el que paradójicamente se intentaba construir el
futuro.
Como en una excursión a Topes,
cualquier viaje por la isla que alterne paisajes citadinos con otros campestres,
en esa zona que los habaneros denominan por hegemonía “el interior”, puede
terminar fácilmente con una colección de estructuras ya abandonadas que
décadas atrás sirvieron de sede a las verdaderas fábricas del Hombre Nuevo,
según la doctrina Guevariana. Conocidos por su siglas terminadas en EC (en el
campo), las Escuelas Secundarias e Institutos Preuniversitarios que en los 70 y
80 se llenaron de niños y adolescentes igualados en los tonos azules de un
uniforme escolar, hoy también aparecen en medio de la nada, en paisajes a veces
tan desolados que resulta imposible imaginar la actividad anterior al desastre,
cuando los espacios conectados por inmensos pasillos de granito servían de
escenario a existencias típicas de personas en pleno desarrollo.
En esos lugares, a diferencia de
los edificios del Escambray, o de los restos de un derrumbe capitalino, el
espacio no cumple ninguna función utilitaria. Los otrora complejos
educacionales, famosos por sus edificios Docente e Internado, sus comedores y
plazas de bancos de cemento, jardineras cúbicas y semi-profesionales canchas
deportivas languidecen ante la indolencia o se reconocen a duras penas,
víctimas de una práctica bautizada por la sabiduría popular como canibalismo, que designa al acto de
usurparle al inutilizado inmueble partes o accesorios que pueden reutilizarse
en otras viviendas cubanas.
Ruinas de la ESBEC 14 Carlos J. Finlay (Isla de la Juventud) |
Algunas de estas escuelas fantasmas son custodiadas por guardianes cuyo ejercicio del poder se resume en la capacidad de que dispongan para romper el silencio o más bien el panorama sonoro que propician los ruidos del monte. Su radio de acción tampoco cubre toda la extensión del antiguo centro escolar, pues casi siempre se limita a un pequeño puesto a la entrada del edificio fantasma, desde donde pueden dominar todo el espacio que a cualquier niño o adolescente que lo conoció en décadas anteriores se le antojaba inmenso.
Muchos turistas, cuando aterrizan
en la isla, refieren experimentar la sensación de haber arribado a un lugar de
otra época. Sin embargo, aunque se hospeden en un típico edificio colonial
restaurado o viajen en una rodante reliquia de carrocería estadounidense, podrán
notar que, pese a los anacronismos, el tiempo transcurre. Se vive a pesar de
todo. Por el contrario, no hay vida en las abandonadas edificaciones de las
Escuelas en el Campo, a no ser en
las esquinas que muestran los esfuerzos de la naturaleza por recuperar
lentamente los dominios que una vez le arrebataron: un panal de avispas aquí,
una copiosa enredadera florecida por allá, un nido de pájaros. Para los
críticos de la idea inicial de aquellos centros, tal abandono constituye la
mejor evidencia del fracaso de una política, una prueba que adquiere en su
imponente visibilidad, en su aparición en medio de la naturaleza, desconchada,
oxidada, pero aún desproporcionada e impactante, una magnitud demasiado
acusatoria. Para quienes pasaron allí tres o seis años de sus vidas, tales
imágenes se transforman en un recuerdo enmarañado cuando se evocan desde el
nebuloso mundo de la memoria, donde todo no es necesariamente lo que parecía,
mucho menos desde la visión que puede aportar el presente.
Como espacios deshabitados,
resulta casi imposible resistirse a compararlos con un cementerio, si bien uno
que no guarda restos humanos, sino los constituyentes de un universo limitado y
utópico, una especie de “Camposanto de las Ideas”. Aunque, casualmente, las
ideas nunca fueron más omnipresente en el discurso oficial, que cuando esos
edificios en medio del campo comenzaban a ser despojados de su utilidad.
Ruinas de La ESBEC # 35 Pedro Bueno Fuentes (Isla de la Juventud) |
Y si un encuentro con similares
edificaciones fantasma a lo largo del país espanta a posibles espectadores, no
es una reacción nada comparable a la que provocaría un recorrido por la Isla de
la Juventud, donde decenas de centros escolares fueron edificados en los 70 no
sólo para internar nacionales, sino también a niños y adolescentes de varios países del
mal llamado Tercer Mundo. De manera que en esas decenas de kilómetros de
edificios abandonados yacen junto a las memorias truncadas de varios cubanos, las de nicaragüenses, angolanos, congoleses, sudaneses,
norcoreanos y de otras muchas naciones, quienes llegaron a creer que les
esperaría un futuro luminoso y por ende más fácil, dentro de las fronteras de
un universo tranquilo y caluroso, alejado de guerras y enfermedades. Si las
ESBECs e IPUECs abandonados a lo largo y ancho del país pueden asociarse a la
imagen de un cementerio; los de la Isla de Pinos conformarían una inmensa
necrópolis. En aquella porción externa del territorio nacional, el abandono
ocupa un área inmensa, llena de estructuras que rememoran el fin de un pasado
más cosmopolita que el gris presente.
IV.
En La Habana, la geografía local
exhibe ahora espacios vacíos que la cotidianidad ha tornado comunes,
ordinarios. Son pocos los que por ellos transitan y se detienen a reparar qué
utilidad tuvieron, veinte o treinta años atrás, como son pocos también los que se
sorprenden ante esas cifras, pues haber sobrevivido a tantos días pierde su
significado cuando la supervivencia es una tarea inconclusa. En el discurso
oficial cualquier retrospectiva ha sido reservada para la glorificación de un
pasado no muy distante en el tiempo, construido también en oposición a una
historia republicana que culmina, como casi todo en Cuba, en el año 1959.
Fuera de ese período que se
estudia, se invoca y se repite en muy señaladas ocasiones, la historia común
resucita siempre y cuando responda a una inquietud individual, emotiva, una
anécdota peculiar de quien recuerda, o en la memoria colectiva de una
remembranza también personal que alude a etapas vencidas, pero que a la vez se
diferencia del acto heroico de la memoria cultural. El pasado, entonces, se
recupera gracias a una voluntad personal, limitada, a veces demasiado vinculada
a las emociones propias de los diferentes fases de la existencia humana. Se
rememora y aunque es imposible separarlo de su contexto, se advierte tal vez
un punto en el que las asociaciones con el pasado quedan sin un referente
físico, una reliquia que sirva de punto de partida para relatar esa parte de
la historia que es común y recuperable.
No es casual que el mismo año de
la proclamación del Período Especial y su espeluznante Opción Cero, el nadir
posible de la experiencia revolucionaria, ilustrado con escenarios de ollas
colectivas, los cubanos no renunciaran a la predisposición nacional a mostrar
la mejor cara ante la adversidad. De ese modo, cuando el cambiante y casi exsocialista
1990 transitaba por su duodécimo mes, se escuchaba el popular chiste alusivo al
año siguiente bautizado ya por los compatriotas como “El Año del Té”, en un siempre
discernible intento de burla ante una oficialidad nominativa que desde el mismo
59 había insistido en nombrar cada año de modo altisonante y patriotero. Solo
que en su afán de eternos comediantes, los cubanos no se referían a la infusión
de origen asiático, sino a una reducción de la coloquial frase “¿te acuerdas?”
que iba a dominar las conversaciones del nuevo año y los consiguientes, cuando
desaparecerían productos, servicios y estructuras. Así, recordar sería a la vez
evocación a lo perdido, pero también la imposibilidad de contar con memorias
comunes.
Tal vez el impacto inicial que la creciente escasez en el mundo de las limitadas ofertas de la Cuba del Período Especial tuvo en el paladar de los nacionales, haya sido el de más efímera duración, pues con las primeras medidas oficiales para paliar la crisis a mediados de los 90 y el auge de restaurantes privados, retornaron a la escena culinaria cubana olores y sabores otrora desaparecidos. En el entorno post-soviético, bastaba disponer de capital para recuperar la memoria gustativa, lo que a la vez complicaba la recordación del pasado reciente en términos de equidad o igualitarismo, pues la crisis además de erosionar el panorama cotidiano por las pérdidas y desapariciones, también había agudizado la brecha entre quienes tenían y quienes no, y para estos últimos, recuperar los olores y sabores de antaño siguió siendo difícil.
Tal vez el impacto inicial que la creciente escasez en el mundo de las limitadas ofertas de la Cuba del Período Especial tuvo en el paladar de los nacionales, haya sido el de más efímera duración, pues con las primeras medidas oficiales para paliar la crisis a mediados de los 90 y el auge de restaurantes privados, retornaron a la escena culinaria cubana olores y sabores otrora desaparecidos. En el entorno post-soviético, bastaba disponer de capital para recuperar la memoria gustativa, lo que a la vez complicaba la recordación del pasado reciente en términos de equidad o igualitarismo, pues la crisis además de erosionar el panorama cotidiano por las pérdidas y desapariciones, también había agudizado la brecha entre quienes tenían y quienes no, y para estos últimos, recuperar los olores y sabores de antaño siguió siendo difícil.
Sin embargo, tal vez en todos
aquellos años trascendentales de cambios en actitudes, a contrapelo de una
jerarquía estática que se resistía al menor movimiento institucional y que aún
hoy reacciona con exasperación ante la más mínima crítica a su inmovilismo, el
“¿te acuerdas?” nunca dejó de sonar tan extraño, como cuando era usado en
referencia a extensas áreas dejadas a la intemperie o rápidamente convertidas
en inusuales parques sin árboles o diversiones.
Existe en lo que puede llamarse el corazón de la capital, un espacio significativo que ejemplifica ese vacío y que ilustra a la vez el desinterés por el pasado y la fuerza con que lo cotidiano reemplaza cualquier uso anterior. Justo en la misma avenida de Rancho Boyeros, frente al edificio del Ministerio de las Comunicaciones por una parte, la Biblioteca Nacional y la Terminal Nacional de Ómnibus, por las otras se extiende una zona en la que hoy pululan choferes e intermediarios dispuestos a embarcar a viajeros hacia cualquier destino accesible por carretera, pero que hace apenas 25 años ocupaba un edificio con una leyenda bastante peculiar.
Existe en lo que puede llamarse el corazón de la capital, un espacio significativo que ejemplifica ese vacío y que ilustra a la vez el desinterés por el pasado y la fuerza con que lo cotidiano reemplaza cualquier uso anterior. Justo en la misma avenida de Rancho Boyeros, frente al edificio del Ministerio de las Comunicaciones por una parte, la Biblioteca Nacional y la Terminal Nacional de Ómnibus, por las otras se extiende una zona en la que hoy pululan choferes e intermediarios dispuestos a embarcar a viajeros hacia cualquier destino accesible por carretera, pero que hace apenas 25 años ocupaba un edificio con una leyenda bastante peculiar.
Tal vez pocos hoy recuerdan
aquella futura sede del Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME) reflejo también
inconcluso del intento nacional por proclamar a Cuba como una nación avanzada,
“en vías de desarrollo”, poseedora de un diversificada industria, como repetían
los medios de prensa del país. A mediados de los 90, luego de un complicado
proceso que incluyó explosivos y varias alertas a la población de los alrededores,
el edificio despareció, como desapareció también el CAME y en su lugar quedó un
área extensa, desolada, que poco a poco fue llenándose de bancos y farolas
según un apresurado boceto de parque en el que hoy se sientan viajeros
esperanzados y negociantes parlanchines que seguramente apenas hablan de lo que
existió allí antes por considerarlo de una importancia menor, irrelevante.
Hospital Infantil Pedro Borrás (c) Arquitectura Cuba |
V.
De los espacios incompletos que
a la vez terminaron siendo áreas de abandono y chatarra, tal vez no haya uno
que resuma de modo tan excelente el contraste entre el contexto y la utopía,
como los restos de la proyectada Central Electronuclear (CEN) de Juraguá en
Cienfuegos. Luego de la incertidumbre que ensombreció, a inicios de los 90, el
patriotismo militante de otras épocas y tras las subsiguiente desaparición de
la URSS y campo socialista, la “Obra del Siglo” fue finalmente paralizada en
1998.
Como Chernobil, Juraguá evoca desastre, un punto en el mapa nacional, donde casi nadie se aventura, a
sabiendas de que el panorama no ofrece muchos atractivos, si acaso el asombro
ante gigantescas estructuras de concreto y materiales estratégicos entre las
que resalta el inacabado primer reactor. A diferencia de muchas otras ruinas
que uno encuentra en recorridos por la isla, la armazón constructiva apenas cuenta
algo de la vida anterior, pues esta solo existe en referencia a un futuro que
nunca se tornó presente. Son ruinas sin utilidad histórica, apenas parte
de un proyecto que alcanzaría toda su importancia en el porvenir, cuando se
concluyera el improbable complejo que garantizaría de una vez y por todas la
energía imprescindible para el desarrollo.
Como en Chernobil, el sitio goza
de un extraordinario renacer natural en el que la maleza y la vida salvaje
tratan de recuperar el territorio usurpado por el progreso. Aunque si en la
contaminada zona ucraniana, los científicos se sorprenden del renacer de la
flora y la fauna; en Juraguá tal parece que nadie se interesa por descubrir
cualquier cosa en esa región casi olvidada. Para ilustrarlo basta indagar por
Internet y descubrir imágenes como las de vacas que deambulan por los restos de
una antigua carretera en la que a lo lejos se divisa la imponente presencia del
inconcluso reactor.
Para quienes cuentan con acceso
ilimitado a Internet y pueden realizar una pesquisa fotográfica, el significado
de la magnitud de una obra como la CEN puede resumirse esa foto de animales
vagabundos en los confines de una antigua zona industrial. Tal vez fueron
tomadas por turistas en plan kamikaze, imbuidos por la aventura de conocer el
verdadero país, el que no muestran las guías, o por compatriotas de la
diáspora, en viajes de regreso a la patria, motivados por un afán reporteril
para mostrarle al mundo el estado actual de lo que décadas atrás representaba la
utopía.
VI.
La llamada Estética del Período
Especial ha trascendido fundamentalmente como un término acuñado por investigadores académicos para englobar al repertorio de imágenes que comenzaron a aparecer a
mediados de los 90 sobre Cuba, en especial La Habana y su entorno decadente,
con las heridas frescas del deterioro provocado por los años más terribles de
la crisis económica y estructural que siguió a la caída del bloque socialista.
La representación de la capital como una ciudad ataviada con galas
inimaginables al borde del hundimiento, denotaban una imbricación peculiar
entre el pasado y el presente. La peculiaridad estaba dada por lo novel que
resultaban las imágenes para una gran parte del mundo occidental que hasta esos
años de ligera apertura apenas conocía de su existencia. La Habana era, para
un limitado número de interesados turistas de Occidente, en su mayoría
simpatizantes con la Revolución Cubana, una no menos limitada área cuyos puntos
culminantes eran la Plaza de la Catedral y La Bodeguita del Medio, atracciones
generalmente ofrecidas como parte de un paquete turístico que incluía días de
sol y playa en la entonces casi carente de infraestructuras Varadero. Las
impresiones sobre la ciudad y su gente se reducían a estas áreas mejor
conservadas de un entorno todavía lejos de ser descubierto. Por semejante
lógica, barrios como Centro Habana o El Cerro, apenas clasificaban en las
posibles postales capitalinas. Ni siquiera el hoy visitado Barrio Chino existía
en su actual proyecto de restaurantes y mercaderías.
(c) John Seith |
Con los planes iniciales para
desarrollar el turismo internacional, una de las estrategias salvadoras de la
economía nacional del gobierno cubano, arribaron a la ciudad los primeros
turistas con un marcado interés por saltarse los entonces circuitos turísticos
carentes de cubanos por obra y gracia de la legalidad socialista y aventurarse
por los recovecos de la vida cotidiana. Fuera de los hoteles, la ciudad se
presentaba sin cosmética, con las huellas propias de la escasez, la innovación
criolla y el haber sobrevivido a un Período Especial en Tiempos de Paz que se
asemejaba más al momento en que ha culminado una larga guerra.
Las palabras casi proféticas del
personaje de Diego en la multipremiada e icónica película Fresa y Chocolate quizás podrían explicar a la vez el disparatado interés foráneo e igual nivel de
estupefacción entre los cubanos. Tras contemplar la ciudad en su predecible
colapso y poco antes de su partida hacia el exilio, Diego exclama que viven en
una de las ciudades más maravillosas del mundo. La historia literaria original
ocurre en los años 70, pero la del filme tiene lugar en un tiempo más cercano
al 1993 en que se rodó. La cámara, de modo más bien profético, se detuvo en las
edificaciones finiseculares, ampulosas, llenas de ornamentos, maltratadas por
el salitre o tiznadas del hollín del tráfico habanero. En la amplia colección
de imágenes que presentaban a la capital como obra de arte, si bien decadente y
frágil, temporal, la prioridad la ocuparon aquellas en que el esplendor de
antaño había perdido, en apariencia, toda la importancia en la vida cotidiana.
Podía ser la impresionante instantánea de un edificio ya desplomado, que
únicamente conservaba en pie la antigua fachada con algunos de sus elementos
arquitectónicos todavía visibles o la sobrecogedora escena de un habanero emprendedor,
dedicado al entonces casi lucrativo negocio de rellenar fosforeras, en un
portal majestuoso flanqueado por columnas, carente de la mayoría de los
mosaicos del piso.
Los visitantes encontraban
reveladores tales encuadres inéditos. Los cubanos, al inicio, se cuestionaban
qué particular atractivo podían tener semejantes ruinas. Hasta que el ímpetu de
progresar y la siempre evocadora necesidad de salir adelante, propició en los
nacionales el convertir las descuidadas estructuras en sitios de renovada
actualidad y así tornarlas en ofertas atractivas para el ahora siempre
creciente interés foráneo. Surgieron hostales y restaurantes
en aquellas otrora ruinosas edificaciones. Y en algunas, a pesar de los
inobjetables beneficios del negocio, sus dueños decidieron alterar lo menos
posible la impresión de finitud, de proximidad al colapso. De manera que en
muchos de los nuevos establecimientos las reparaciones y remodelaciones fueron
limitadas a contener el peligro de caída total. Lo demás se adaptó a las
exigencias de una ya existente demanda por una representación específica del
antiguo esplendor. La Habana de entonces comenzaba a ser una ciudad semi-eterna,
obligada a detenerse aún más en el tiempo, para satisfacer a una audiencia atraída
por una ya establecida imagen de la ciudad que propiciaba a la vez la
rentabilidad necesaria para que el esplendor colonial a punto del desplome
continuara manteniéndose inmutable.
Por aquellos años, una canción
dedicada a la urbe de más de dos millones de habitantes pasaba a colocarse como
la representación más auténtica de la capital. “Sábanas blancas” de Gerardo
Alfonso, resumía la afectividad habanera con la enumeración de zonas
distintivas de la geografía local y el posible efecto devastador de la
distancia, adosada con un virginal comienzo en tiempo de guaguancó que
proseguía in crescendo hacia sonoridades más elaboradas. La renovada atracción
que La Habana causaba en el extranjero parecía haber encontrado en el panorama
nacional una contraparte más festiva, tal vez más auténtica que el optimista,
pero imposiblemente inclusivo lema de “la capital de todos los cubanos”, que
también comenzaba a asociarse con La Habana.
Poco tiempo después, luego del
éxito global del Buena Vista Social Club (disco, proyecto musical y documental
de Win Wenders), la nostalgia se añadió a los remanentes del período
republicano y las ruinas encontraron otra audiencia interesada en sus
historias con el añadido de temas musicales también anclados en el amplio catálogo
discográfico de las creaciones de los años 40 y 50. Aunque el espíritu retro
sigue considerándose una importación, una capacidad de
observación que pertenece más al visitante que al habitante local, en especial
en lo relacionado con los sonidos musicales de la ciudad. Los cubanos, en un
número cada vez más creciente van pasando de la Estética de la Necesidad a la
del Consumismo. Y como ocurre en los videoclips de los reggaetoneros, lo antiguo se
valida siempre que su estado actual no comprometa también su antiguo valor y
sugerencia de estatus. Como ornamento, como telón de fondo, son parte de una
lista pretenciosa de efectos de consumo, bienes para adquirir, en un claro
objetivo exhibicionista de esos cantores de gruesas cadenas doradas, tatuajes
multicolores y cabezas entorchadas de gel, reflejo de las actuales divisiones
sociales del país. Se prefieren las viejas mansiones y autos, siempre que
brillen, que mantengan el lustre y valor añadido de antaño.
Las ruinas, los espacios vacíos,
permanecen en silencio, ajenos a toda creación musical, a no ser que algún otro
emprendedor nacional los utilice para rodearlos de bocinas y amplificadores e
invite a una multitud perennemente deseosa de mover el cuerpo a convertirlos
en calientes pistas de baile. Y esas también cautivarán la atención de
visitantes, incluyendo a la supuesta avalancha de norteamericanos, a quienes tanta
alegría en medio de tanto abandono y precariedad les parecerá otro de los
enigmas indescifrables de la isla caribeña que en esta ocasión escogieron como
destino turístico.
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