Llevaba tres semanas de confinamiento y seguía aislado del Facebook, pero encontraba en los medios de prensa alternativos y ciertos blogs personales un curioso aliciente en medio del bombardeo informativo. Suponía que mis amigos y conocidos seguían compartiendo en las redes historias horripilantes sobre el origen del virus y sobre lo que ocultaban los gobiernos de los países en los que vivían con el pretexto de contener el contagio. No los culpaba, no podía, pues uno no necesitaba conectarse a Internet para escuchar el recuento pormenorizado de cualquiera de estas teorías.
Un sábado en que la sesión de la mañana con mi hija en el parque me había dejado más cansado que de costumbre, decidí tomar el tranvía para dirigirme al supermercado donde haría la compra de la semana. Hasta ese día siempre había ido y vuelto a pie, en plan de ejercitar las piernas para compensar las semanas en las que no había salido a correr. En Austria nunca prohibieron las salidas para hacer deportes individuales, pero siempre temí que el día en que lo hiciera yo, iba a tener un encuentro desagradable con la policía local. Eran mis reacciones lógicas al cambio que suponía la pandemia, me decía, pues en mis 6 años de vida en Viena nunca me ha parado un agente del orden ni siquiera para aclararme que los semáforos peatonales no se cruzan en rojo.
En el tranvía 42 el trayecto desde Währinger Straße hasta la siguiente estación puede parecer largo, aunque uno se baje allí, cerca del Hospital General. Ya se habían decretado las nuevas normas para viajar en transporte público (uso de mascarillas, guardar las distancia); sin embargo, el vagón en el que monté circulaba con demasiada gente. Tres franceses, sentados cerca de la articulación conversaban con un pasajero de origen serbio, según deduje tras su repaso de la situación sanitaria en la cercana república exyugoslava a la que –se quejaba el hombre- en esos días no se podía viajar.
Los franceses hablaban en inglés. No creo que estuvieran muy interesados en la conversación, pero intervenían lo más cortésmente posible o así lo daban a entender al resto de quienes viajábamos en aquella sección del tranvía sorprendidos como yo del tono y el tema del diálogo. En mi experiencia el transporte público en la ciudad, como en Londres, es más bien silencioso. Conversan quienes se conocen o quienes viajan juntos, la mayoría de las veces en un tono tan bajo que a veces hay que afinar el oído para enterarse del idioma en el que lo hacen. El escándalo identifica a los turistas.
Y aunque ignoraba los minutos que los de Francia venían conversando con su interlocutor, sí era notable que lo hacían por primera vez. Lo que me sorprendió fue que el pensionista serbio (pues en un momento de su exposición aclaró que estaba retirado) fue capaz de relatar, en el tiempo que duró el trayecto, lo que pensaba acerca de la gestión durante la crisis de los gobiernos de tres países diferentes y también de pronosticar lo que nos ocurriría en los próximos días. Profetas de la pandemia abundaban por todos lados, ya lo sabía yo.
Los franceses asentían y lo dejaban explayarse, hasta que justo antes de la parada en la que el relator abandonaría también el tranvía, los dejó pensado con su teoría sobre el origen del mal. “Esto ha sido una conspiración de los poderosos”, soltó: una manera de reducir la población mundial y de librarse de nosotros, los más viejos. Pero, ¿con qué propósito?- le preguntó uno de los galos. “Así evitan tener que pagarnos nuestras pensiones. No les basta habernos tenido trabajando toda la vida, ahora no nos quieren solventar”, prosiguió el iluminado. ¿Pero quien? –volvió a preguntar el francés. “Los ricos, los que gobiernan el mundo”, alegó el orador: Bill Gates, la gente que se enriquece con las vacunas. En YouTube están todos los videos, añadió antes de bajarse del bim 42, que siguió rumbo a su parada final en Antonigasse.
Un sábado en que la sesión de la mañana con mi hija en el parque me había dejado más cansado que de costumbre, decidí tomar el tranvía para dirigirme al supermercado donde haría la compra de la semana. Hasta ese día siempre había ido y vuelto a pie, en plan de ejercitar las piernas para compensar las semanas en las que no había salido a correr. En Austria nunca prohibieron las salidas para hacer deportes individuales, pero siempre temí que el día en que lo hiciera yo, iba a tener un encuentro desagradable con la policía local. Eran mis reacciones lógicas al cambio que suponía la pandemia, me decía, pues en mis 6 años de vida en Viena nunca me ha parado un agente del orden ni siquiera para aclararme que los semáforos peatonales no se cruzan en rojo.
En el tranvía 42 el trayecto desde Währinger Straße hasta la siguiente estación puede parecer largo, aunque uno se baje allí, cerca del Hospital General. Ya se habían decretado las nuevas normas para viajar en transporte público (uso de mascarillas, guardar las distancia); sin embargo, el vagón en el que monté circulaba con demasiada gente. Tres franceses, sentados cerca de la articulación conversaban con un pasajero de origen serbio, según deduje tras su repaso de la situación sanitaria en la cercana república exyugoslava a la que –se quejaba el hombre- en esos días no se podía viajar.
Los franceses hablaban en inglés. No creo que estuvieran muy interesados en la conversación, pero intervenían lo más cortésmente posible o así lo daban a entender al resto de quienes viajábamos en aquella sección del tranvía sorprendidos como yo del tono y el tema del diálogo. En mi experiencia el transporte público en la ciudad, como en Londres, es más bien silencioso. Conversan quienes se conocen o quienes viajan juntos, la mayoría de las veces en un tono tan bajo que a veces hay que afinar el oído para enterarse del idioma en el que lo hacen. El escándalo identifica a los turistas.
Y aunque ignoraba los minutos que los de Francia venían conversando con su interlocutor, sí era notable que lo hacían por primera vez. Lo que me sorprendió fue que el pensionista serbio (pues en un momento de su exposición aclaró que estaba retirado) fue capaz de relatar, en el tiempo que duró el trayecto, lo que pensaba acerca de la gestión durante la crisis de los gobiernos de tres países diferentes y también de pronosticar lo que nos ocurriría en los próximos días. Profetas de la pandemia abundaban por todos lados, ya lo sabía yo.
Los franceses asentían y lo dejaban explayarse, hasta que justo antes de la parada en la que el relator abandonaría también el tranvía, los dejó pensado con su teoría sobre el origen del mal. “Esto ha sido una conspiración de los poderosos”, soltó: una manera de reducir la población mundial y de librarse de nosotros, los más viejos. Pero, ¿con qué propósito?- le preguntó uno de los galos. “Así evitan tener que pagarnos nuestras pensiones. No les basta habernos tenido trabajando toda la vida, ahora no nos quieren solventar”, prosiguió el iluminado. ¿Pero quien? –volvió a preguntar el francés. “Los ricos, los que gobiernan el mundo”, alegó el orador: Bill Gates, la gente que se enriquece con las vacunas. En YouTube están todos los videos, añadió antes de bajarse del bim 42, que siguió rumbo a su parada final en Antonigasse.