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lunes, enero 12, 2015

Una vida de perros


Quizás antes de surgiera el calificativo de “mejor amigo del hombre”, el perro ya había ocupado un lugar privilegiado en nuestra imaginación colectiva. Humanos y mascotas abundaban por doquier compartiendo el mismo espacio, de ahí que esa coexistencia evolucionara hasta nuestros días a lo que algunos exhiben como una relación demasiado cercana. Así lo creen quienes la observan desde la distancia, incapaces de comprender cómo es posible tanta química entre humanoides y cuadrúpedos.

Tal vez esa incomprensión se justifica por el miedo, por el hándicap sensorial y físico que marca distancias entre animales y personas. Mientras unos no admiten tales separaciones, hay otros que se la pasan creando fronteras imaginarias alrededor de sus cuerpos, una especie de expandible burbuja personal para repeler cualquier premonición de peligro. Y aunque quienes contemplan en el fondo desearían prodigarle a esas extrañas criaturas innumerables mimos y caricias, intuyen que hasta que no superen la barrera invisible del temor, solo pueden aspirar a mirarlos desde lejos, viendo cómo se revuelcan juguetones en la hierba o responden a las instrucciones precisas de sus amos.

Me cuento entre tales espectadores. Perros y yo nunca hemos hecho buenas migas, a pesar del esfuerzo -de mi parte, claro- por superar nuestras diferencias. Por ejemplo, cuando entre los animales y yo ha mediado la amistad de sus dueños, he tenido que meditar sobre cómo responder a la invitación a una visita a sus casas, a sabiendas de que, por muy interesante que resulte la conversación con mis amigos, estaré más atento a cómo se comporta el animal. Si alguien –ajeno a mi miedo y antecedentes- presta atención a la posible escena de seguro ignorará el verdadero significado de cada mirada entre el animal y yo, de cada reconocimiento mutuo.

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lunes, septiembre 29, 2014

Para una postal de Budapest

Hace muchos años, de regreso a casa tras una jornada de trabajo irrelevante y agotadora, por lo intrascendente, encontré al abrir la puerta, en el suelo, una postal con la imagen del Parlamento húngaro. Mi amiga Kathy, desde la distancia, había decidido compartir su admiración por la ciudad a la que había llegado de visita. Yo también estaba sorprendido, no solo por la belleza del edificio impreso en el recuadro de cartón, sino también porque a principios de los 2000, en Cuba, el servicio de correos parecía tan anacrónico que uno pensaba que ya no podían suceder hechos tan mundanos como esa acción simple, la de recibir postales. Creo que nunca pude agradecerle al cartero del barrio, su dedicación al oficio y su personal e incorruptible escala de valores.

Tal vez pensé, aquella noche, luego de leer el texto de la postal y reparar en los detalles de la fotografía, en el Budapest de mis memorias, aunque yo nunca hubiese puesto un pie en aquella ciudad. Sin embargo, para alguien acostumbrado al cosmopolitismo socialista de los 70s y 80s, mis recuerdos de Hungría eran solo referentes culturales: animados de los Estudios Pannonia, filmes de István Szabó  y unas cantas melodías representativas de la fiebre de música disco de ese país en las voces de Judith Szücs  y Newton Family. Por aquellos años estaba enamorado de Éva Csepregi, la cantante rubia de los Neotón. La había visto en algunos videoclips que transmitían a menudo y en algún que otro mini-recital dramatizado en el que ella aparecía interpretando sus melodías, mientras recorría calles y lugares de una ciudad que bien habría podido ser Budapest.

Siempre recuerdo que, para la representación del mundo socialista que nos llegaba al Caribe, Hungría aparecía como la versión más cercana a la idea del paraíso, al menos en la materialidad de ese edén imaginado. Los húngaros, a diferencia de los soviéticos, los polacos y los alemanes del este, al menos se vestían de modo poco convencional, con más color, más accesorios y aparentaban una actitud más liberal hacia la vida.

A mí me atraía además el idioma y su sonoridad tan peculiar y lo hubiera aprendido de haber tenido la oportunidad. Tal vez, en el futuro luminoso y lleno de opciones profesionales que en los 80s nos prometían en la isla, estaba la posibilidad de un viaje o una estancia prolongada tras la Cortina de Hierro, allí donde –gracias a nuestra ingenuidad y desinformación- “se vivía tan bien”.


Hace unas semanas, ferrocarril mediante, llegamos a la estación de Keleti, ese centro del nudo ferroviario que conecta a la capital húngara con el resto de Europa y, en otras épocas, con el mundo de las diferencias que se extendía Danubio arriba. Y aunque la primera impresión no resultó demasiado halagüeña, tampoco pareció activar en los recuerdos la más mínima coincidencia con un paisaje imaginado.

Quizás no haya un método eficaz para acercarse a una ciudad desconocida. No importa cuánta información previa uno pueda acumular, cuán capaz se sienta uno para amaestrar la imaginación con tal de concebir escenarios posibles. Nada te prepara para la experiencia de lo real, el contacto con las sensaciones que provoca un espacio. Sería pueril afirmar que Budapest posee una magia, el encantamiento propio de un enclave urbano con demasiada historia, pero cuando uno se topa con ese famoso paisaje a ambos lados de la ribera del Danubio, la vista puede que no de crédito y entonces uno acude a lo sobrenatural para explicársela.
Vista desde Pest


Viniendo de Viena y cansado de escuchar historias acerca de la grandeza y majestuosidad de la antigua capital imperial, cualquiera espera encontrar en Budapest a una ciudad menor. Sin embargo, las comparaciones no son posibles, a no ser las que afirmen, aún cuando escandalicen, que ante Buda y Pest, la capital austríaca se reduce a una villa de provincias, disminuida, tosca.

De historias y memorias particularmente incómodas

Cuando llegué, como es lógico, intenté encontrar mientras caminaba, algunas huellas del pasado más reciente, ese que se emparentaba con el de mi isla en aquella época de supuestos intereses comunes. Así lo han hecho otros compatriotas con anterioridad, como si se tratara de una tradición, como si nos identificara ese afán por descubrir semejanzas, aunque haya pasado el tiempo, aunque el trauma nacional de 1989 pertenezca a la historia. Sin embargo, de algún modo, precisamente por esas asociaciones traumáticas con las fechas, uno se siente tentado a pensar que todo sucedió el día anterior, y luego no entiende posibles actitudes de los locales que ante cualquier pregunta te responden como si el comunismo, así, con todas sus letras, es un período que se menciona sin que importe mucho para el día al día, porque al final, todo ocurrió hace tanto tiempo
Monumento a las víctimas de la invasión nazi de 1944

Puede que 25 años sea demasiado para dejar  huellas del pasado, de un modo de gobernar, de vivir. Lo cierto es que  si quedan rezagos, la mayoría, sobre todo los intangibles, han sido borrados por el incontenible ritmo de la vida cotidiana. Pues Budapest es una capital en marcha, donde –a pesar de cualquier crítica basada en prejuicios o estereotipos- y a pesar también de la mala publicidad que genera el actual primer ministro, hay un movimiento que demuestra el pulso vital de una ciudad. 

Memoria es una palabra peculiar en la Hungría de Viktor Orbánquien al parecer, heredó de la tan por él odiada Escuela Soviética, el gusto por las conmemoraciones y los monumentos. Y hay varios en las calles y avenidas de Budapest. Desde los que conmemoran la grandeza de la nación, como en la Plaza de los Héroes, hasta los que datan del Período Imperial y las revoluciones de los siglos XIX y XX. Algunos, sin embargo, han aparecido recientemente, erigidos a toda prisa, como si el país necesitara una nueva fecha histórica con urgencia.

Meses atrás se levantó en las inmediaciones del Parlamento, un grotesco complejo escultórico que ha suscitado más de una polémica y el rechazo de la intelectualidad húngara. Una estructura con columnas griegas se erige detrás de una estatua del arcángel Gabriel, que a la vez simboliza a Hungría en su papel de víctima ante una inminente invasión nazi. La Alemania del Tercer Reich está representada por un águila a punto de hundir sus garras en la figura inferior. Tal infantil proyecto, resulta tan falso como risible.

Sin embargo, más que la estética del conjunto, lo que le critican los intelectuales y familiares de las verdaderas víctimas, es que tal adefesio es uno de los más recientes intentos de re-escribir la historia que se le atribuyen a Orbán y sus seguidores. Frente al monumento, ahora vigilado por la policía, se ha acumulado el rechazo popular. Además de mensajes y notas explicando sus motivos, familiares y amigos han dejado objetos y réplicas de pertenencias de los cerca de 50 000 judíos que perecieron no sólo en campos de concentración, sino masacrados o ejecutados por militares húngaros.


La otra nostalgia


Tras recorrer la amplia muestra de recuerdos dejados frente al monumento, pensé que tal vez las referencias al pasado que encontraría estarían dominadas por esta narrativa oficial antisemita. Pero paseando por las calles del quinto distrito, nos topamos con la vitrina del Café Táskarádió Eszpresszó y en mi memoria se me fueron aclarando algunas imágenes de la tierra magyar que nos llegaron a la Cuba de los 70s y 80s. Este café, versión húngara de la Ostalgie alemana, está decorado con objetos y fotografías que ilustran la vida en la Hungría socialista y hasta forma parte de giras que pueden hacerse por la ciudad para turistas interesados.
Táskarádió Eszpresszó

De entre la variedad de animados que veía en la tele de mi infancia, siempre prefería las alocadas aventuras de Aladár Mézga, con su nave espacial inflable, ilusión colectiva de viajes al cosmos, cantaría Vanito. Cuando se lo comenté a una amiga húngara de Helena, antes de irse de vacaciones a la isla, se quedó muy sorprendida de que alguien en Cuba conociera a tal personaje de su niñez. En la mía y también procedente de Hungría, me persiguieron las imágenes y angustias de Juan el Paladín (János Vitéz), un legendario héroe magyar inmortalizado en animados psicodélicos. Sobre él esperaba encontrar más referencias en Budapest, ¡no por gusto hasta inspiró un poema de Sandor Petófi!, pero no hallé su imagen ni en las tiendas de souvenirs, ni en las de antigüedades.

Táskarádió Eszpresszó (interior)
Por Vitéz indagué con un amistoso vendedor de artesanías cerca de la Fortaleza del Pescador. También sorprendido de que conociera al héroe y la película de animados, me dijo –con pesar- que en estos tiempos ya a nadie le interesaban “esas cosas”. Ahora todo es norteamericano, me aclaró, no sin antes asegurarme de que tiene en su casa aún una copia en DVD del filme en dibujos animados, que muestra con frecuencia y orgullo a su hija pequeña. Ambos coincidimos en la calidad de la animación, que para la época se asemejaba más al Sergeant Pepper de los Beatles que a la representación ilustrada de un monumento literario.

Curioseando en otra de las tiendas cercanas, otra vendedora volvería a admirarse cuando descubrí entre sus mercancías, un pequeño cuadro de barro, donde se ilustraba otro personaje de mi niñez. Luego de preguntarme por mi origen y vanagloriarse de haber presenciado el que fuera tal vez el último concierto de Omara Portuondo en la ciudad, mientras envolvía cuidadosamente el cuadro que ilustraba al cuento del dragón Süsü, insistía en que le aclarase como era posible que conociera yo a semejante historia y protagonista. Lo compré más por la sorpresa, aunque desde el estante donde permanece ahora, me resulta demasiado familiar, como si hubiera estado entre mis pertenencias desde hacía mucho tiempo, el noble dragón que en el Krim 218 de mi niñez cantaba aquello de: oh dulce princesa, eres bella como una flor.

Sin embargo, no solo los re-encuentros con los recuerdos infantiles se sucedieron en este viaje. Justo el primer día, acabado de salir de la estación de Keleti, rumbo a nuestro apartamento rentado en la calle Dob del barrio judío, una Ikarus roja, como las de hace 25 años en La Habana, que apareció tan campante por la avenida, había sido el primer flashazo de una predecible retrospectiva. En Budapest son trolebuses, otra palabra sacada del diccionario de influencias soviéticas, y siguen rodando como si nada, entre una abundante flota de modernos Mercedes Benz y BMWs. En Cuba, parece que ya transcurrió todo un siglo desde que se extinguieron de las calles de la nación caribeña.


Epílogo

Dejamos el paisaje entrañable y prometimos volver. A pesar de las largas sesiones de caminata a un lado y otro del río, nunca alcanzan cuatro días para descubrir lo que ocultan todos los rincones.  Cuando llegó aquella postal del Parlamento, allá por el año 2001, me prometí escribir alguna historia centrada en la ciudad. Tenía en mi mesa de trabajo una versión de la entonces muy popular Enciclopedia Encarta, con su entrada sobre la capital húngara y sus lugares famosos. Algunas tardes de aburrimiento, todavía soñando con la posibilidad de un viaje, aunque ya no existieran fronteras o socialismo en la Europa continental, me pasaba horas jugando con las imágenes en 360 grados que mostraban retazos de Budapest. Moviendo el cursor muy lentamente, era posible llegar a admirar los detalles de aquellas vistas panorámicas, definidas con lujo de detalles en la pantalla de mi computadora.

Yo, con el tiempo, creí haberme aprendido todos los pormenores de aquellas vistas, como para nunca perderme en el supuesto de que algún día fuera a parar a aquella ciudad maravillosa. Sin embargo, cuando este septiembre visité sus calles y palacios, recorrí avenidas y explanadas a la vera del río, no pude reconocer en las vistas reales, ninguno de aquellos paisajes de recorridos virtuales con movimientos panorámicos en las fotos de la Encarta.

Ah, la memoria, pensé cuando el tren de regreso a Viena, hizo la primera parada en los límites urbanos de la ciudad, poco tiempo después de cruzar uno de esos impresionantes puentes sobre el Danubio.

sábado, diciembre 21, 2013

Aquellos parques del Vedado

A inicios de los 90, el mundo se reducía a las calles y casas del Vedado. Pero la atracción del barrio no se debía únicamente a la limpieza del entorno, los árboles “de boliches verdes”, como decía Carlos Varela, o la aparente tranquilidad que envolvía a aquellas villas y palacetes, casi siempre sedes de embajadas o residencias diplomáticas.

En realidad, apenas nos movíamos fuera de un trayecto conocido: Fy3ra-Facultad-Biblioteca Central o Nacional, durante la semana o paseos a todo lo largo de Línea, G o 23, rumbo a las tandas de Cinemateca en el cine La Rampa. Para aventurarse hacia lo desconocido hacía falta una motivación enorme. Eran los años del escasísimo transporte público, de los ruteros y el incipiente camello. Alamar, La Lisa, Regla eran viajes que se nos antojaban imposibles. Cuando escuchábamos los relatos de condiscípulos que habitaban esas y otras zonas tan alejadas de nuestro centro habanero, sitios como Santa Fe o Cojímar, que se atrevían a diario a viajes de ida y regreso hacia tales destino, me sentía con deseos de llamarlos héroes.

Nunca, pensaba yo, podría aspirar a tal heroicidad. En la lucha diaria contra la desidia y el peso enorme de la incertidumbre, desnutridos como estábamos, el agotamiento no era una reacción lógica del cuerpo a los estímulos exteriores, sino más bien un efecto secundario. Se trataba de una condición permanente, como si uno siempre estuviera cansado. Por eso los parques del Vedado, con sus bancos desolados y sus árboles todavía verdes, aparecían como el mejor sitio para el descanso. Allí llegábamos tras largas sesiones de caminata que serían impensables en la década anterior, pues todavía existían rutas de guaguas para tales trayectos cortos que se extinguirían en los años siguientes.
(c) Somos Jóvenes
De todos los espacios verdes prefería el de 21 y H. A pesar de la cercanía con calles bulliciosas, repletas de transeúntes, en la manzana que cubría el parque siempre reinaba la tranquilidad. Así lo preferíamos también muchos colegas de la Facultad de G y 23, las veces en que faltaba algún profesor o en las tardes después de clases.

En los bancos del parque tuvimos conversaciones memorables sobre literatura, cine, actitudes necesarias para la supervivencia, estrategias para escapar de la banalidad o posibilidades de reclamar el futuro. A veces pensaba que nos movíamos dentro de burbujas, como un método personal para evitar el colapso. Parecía que con las escaseces la gente perdía a diario las esperanzas, en un agotador proceso que erosionaba lentamente la hasta ese momento salvadora colectividad, aunque el discurso oficial se afanaba en rescatarla, apelando a simples mensajes televisivos que equiparaban patria con familia.

Sin embargo, cuando uno entraba en las inmediaciones del parque de 21 y H, la burbuja personal cedía ante la proximidad de un espacio protegido. Al menos así lo entendíamos unos pocos, tal vez porque los encuentros allí nunca terminaron en experiencias desagradables. Afuera la ciudad y sus habitantes se desesperaban, se desvanecían gradualmente o de un golpe con la fatalidad de un derrumbe. Algunos parques también desaparecían cuando sus bancos perdían los travesaños de madera o sus asientos de mármol o concreto.

El de 21 y H sobrevivió a los desastres cotidianos y a la contagiosa propensión de lo demás en convertirse en ruinas. Yo dejé La Habana a inicios del verano de 1994, unos meses antes del Maleconazo. Volví un año después y repetí en los siguientes diciembres con motivo del Festival de Cine hasta que desistí. Cada visita al evento habanero se podía traducir como la dolorosa evidencia de que la ciudad iba perdiendo, primero los rostros entrañables y luego, los conocidos. Hasta las caras habituales de la farándula cinematográfica habanera cambiaban de un año a otro.

Volví al parque en el verano del 2001. Allí, en uno de aquellos bancos, me encontré con mi amiga Katherine luego de siete años sin vernos. Terminamos en el parque casi por accidente, tras una caminata desde su antiguo apartamento de solar en Cayo Hueso hasta los paisajes antaño frecuentados cerca de la Facultad. Ella ahora vivía en Suiza y desde nuestra graduación no habíamos tenido oportunidad de vernos cara a cara. Un banco de aquellos sirvió para descansar y continuar con nuestro diálogo de ponernos al día.

En medio de la conversación, se nos aproximó un hombre de mediana edad, en el que ni siquiera habíamos reparado. Por un instante supuse que nos pediría algo, aunque mi amiga distaba de la pretendida clásica imagen de alguien llegado “de afuera”. Sin embargo, cuando llegó junto a nosotros solo admitió haber estado espiándonos desde la esquina. “Yo vengo todos los días a esta hora a sentarme en ese banco, pero al verlos a ustedes conversar con tanto entusiasmo, se los voy a dejar hoy”. 

Cuando pienso en aquella tarde, post-desastre, estoy seguro de que nunca le agradecimos lo suficiente. Luego yo abandoné la isla, regresé ocho años después, pero apenas estuve unas horas en La Habana antes de tomar el avión de vuelta a Londres. En junio del 2012 hacía mucho calor y de haber tenido tiempo, la sombra de los árboles de 21 y H tal vez habría ayudado a sopesar las fatigas del regreso, la inclemencia solar del trópico. De cualquier modo hoy ya sé que esa manzana en medio del Vedado, como toda la zona que conforman las fronteras de la mayor isla del Caribe, solo existe en mi memoria.

sábado, abril 20, 2013

The untold stories of food and nutrition in Cuba’s Special Period


(c) Conexion Cubana
Poverty food diet was one of the phrases used to highlight the results of a study recently published in the British Medical Journal (BMJ), which detailed how Cubans shed an average of 5.5 Kg in weight during five years and allegedly became healthier. Participants from the central-southern city of Cienfuegos were sampled and monitored during a period when they ate less meat, walked and cycled everywhere and as a result rates of cardiovascular disease and diabetes were lowered. To the West and Britain, such achievements look like a model to be imitated.

The five years of results coincided with the economic crisis of the early 1990s, labelled “A Special Period in Peacetime” by the Cuban government. As the study was also commented on and celebrated in the British and Spanish press, Cubans on the island and its diaspora turned to the social media to vent their anger and disbelief. Many questioned the findings, but others just could not comprehend how the difficulties of an imposed lifestyle could be taken as a recipe for health improvement.

Some friends seized the controversial moment to post old pictures from 1993-1994, the acutest years of the Special Period. Just looking at those elongated faces, pale and hollow, seems enough to evoke the painful memories of those long months. For many of my former colleagues at the University of Havana, their photos hardly document a healthy period. “Are you ill?” was a recurrent question many were confronted with during the weeks they were forced to train as soldiers, as if they had been drafted into the army. University students in Cuba had to serve in military units before graduation as part of their preparation to defend the homeland in the event of an American invasion, which after the collapse of East-European socialism was always “imminent”.

Based on the BMJ study, it would not be only extremely sarcastic but also downright cruel to affirm that my colleagues had never been healthier than in those days. Of course they experienced hunger, as the rest of the population, but owing to a national dictum of self-determination, many hoped for the best and buried their personal accounts of malnourishment.

Then, years later, food production was slowly recovering and stories about the Special Period gave way to those illustrating the increasing contrasts of post-soviet Cuba. My colleagues, like many young educated nationals, fled the country and ended up in the most unimaginable corners of the globe, where food was abundant and varied, and health choices did not depend upon an overbearing nanny state. Food recollections were left for sporadic reunions when the difficult years were remembered briefly as a validation for solidarity or friendship.

On a hot humid afternoon in May 1994, while sipping a drink made out of vanilla extract, my friend Martha summarised, in a prophetic manner, the future of our memory of those days. “Can you imagine”, uttered the dejected twenty year-old journalism student, “that we would have to call each other to verify our anecdotes of this period, because nobody is going to believe us!” And she was right. Not many people know that the stories of food scarcity in Cuba are not just a consequence of how little it was reported in the global press. It is also because we did not tell those stories. As though there was a sort of embarrassment attached to the act of remembering that had more to do with private attitudes rather than with the state’s responsibility, Cubans suppressed those shameful memories.

In the summer of 1994 there were riots in El Malecon that prompted the Balseros crisis and 125, 000 famished Cubans left the island. Even in those difficult days of hot confrontation and macho-imbued revolutionary rhetoric, some thought that emigration would have a positive effect in the distribution system and that those who remained would be rewarded with increased rations.

There had not been many stories about food scarcity in the official press, (the only one available) during the Special Period. Following the traditional dissemination of positive images instead of those reflecting the harsh reality, Cuban news programmes showed endless reports of food production, record-breaking farmers who took enormous pride in being portrayed as heroes rescuing almost extinguished food and vegetables. A popular joke at the time suggested going shopping on the 8 o’clock news, because that was the only place where groceries could be seen.

Cubans had not been used to seeing themselves as hungry or poor. Those who had lived through the 1980s, a decade of relative prosperity if compared with the previous ones, were accustomed to associate pictures of starvation with the faraway lands of the Horn of Africa. Few compared themselves with images seen in philanthropic video-clips such as We Are theWorld. It seemed an impossible task, especially because after exhausting the work hours securing foodstuff, when gathered in front of the TV set, those in the privileged neighbourhoods with electricity, refused to watch more suffering on their screens. Cubans preferred the exuberant settings shown in the Brazilian soap operas, where emotional conflicts appeared more important than their daily struggle for food.

Hope came to every house in the long saga depicting the divided social worlds of Rio de Janeiro. Nothing gave more optimism than the social-climbing pursuits of Maria de Fatima, aiming to penetrate the upper echelons of a highly competitive super rich Carioca clan. Even the famously long prime time TV speeches of Fidel Castro were watched not because they would bring relief, but in the hope that, if shorter than three hours, they would show the corresponding episode of Vale Todo. Then, for about 45 minutes, the day’s problems could be forgotten.

Such escapism was preferred to having to visualize how everybody was losing weight and becoming obsessed with the recipes of the past, which were impossible to replicate due to the lack of the main ingredients. Aiming perhaps, at contrasting the success of foreign productions, Cuban dramatist were called to compete with stories of the present, but national telenovelas, such as Retablo Personal, were never very popular during those years. TV viewers simply refused to revisit their daily misery.

Food, or the lack thereof, seemed to occupy every corner in people’s mind. There were the perennial jokes about the lost dishes of Cuban cuisine, in which the national inventiveness had turned restaurants into museums. The metaphor appeared valid since food could only be found in people’s memory. The future was being turn into a collective plot for a horror movie. Rumours flourished, coupled with everyone’s ability to put on a brave face. In power circles they talked about “option zero”, supposedly the point of no return, when the struggling distribution system would have totally collapsed and meals would have to be prepared in giant communal pots in the streets. To complicate the picture, unheard-of ailments spread all over the island. An epidemic with clinical manifestations of optic and peripheral neuropathy affected more than 50, 000 people. Doctors cited an acute nutritional deficiency among its causes.

The authorities grew desperate. The obsolete centralised distribution system had been conceived for better times, as if the small Caribbean nation were an oil-rich Gulf state. With increasing fuel shortages, big cities reduced their public transport and those depending on agricultural imports were hit the hardest. Certainly, as the professional in the BMJ argued, Cubans had to opt for more eco-friendly means of transportation and a fleet of Chinese bicycles suddenly invaded the country, but Cubans lacked the ability of their Asian counterparts to utilise their bikes on a par with a lorry.

Uncertainty and despair were the predominant moods, some would say, but Cubans excelled at being creative. Food inventions were passed on like family recipes. Some were tested in the safe environment of the house kitchen, where mothers and grandmothers could validate that they were edible. That is why we had picadillo (mincemeat) made out of plantain peels, potato pizzas and fried eggs in hot water, instead of with oil. No wonder the fat intake was also reduced as the BMJ refers.

The selling of food was still illegal in the early 1990s, but adventurous street vendors managed to make a living (risking going to jail) where food was even scarcer and “scarier”. Some were caught and we learned about their inventions through notes printed in the daily Granma. There we read about a woman in Havana who used old rag mops as the main filling for her croquetas. Food substitutes as such had never entered Nitza Villapol’s imagination. By that time, the well-known Cuban food guru and TV cook had seen her show axed after more than thirty years on air. Her book Cooking in One Minute was the closest to a food bible on the Caribbean island and through its pages, especially in the reprints of the 1980s, food enthusiasts learned how to substitute ingredients in her recipes if the main ones were not available.

Granma, the main organ of Cuba’s Communist Party refused to inform us about food changes and innovations, but we could always turn to the creative country’s intelligentsia as a further reassurance of not being disappointed. Many writers filled the gap left by the official media in narrating the national history of hunger. Short stories published in cultural publications that sadly not everyone read, featured descriptions about reduced portions and long-lost desserts.

Foraging for food remained a gruelling task throughout the early 1990s and few Cubans, for example, felt the need to leave home, get on a bicycle and attend a theatre play or go to the cinema. Those who stoically maintained their cultural habits were surprised to find that food scarcity had inspired interesting pieces that could be revealingly abstract (Marianela Boan’s Fast Food) or disturbingly honest (Alberto Pedro’s Manteca). Audiences were exposed to an aesthetic of food shortage, which wanted to delve deeper and show perhaps how dehumanizing the lack of food and the increasing loss of commensality had turned everybody into a skeletal version of themselves. However, Cubans persisted in denying that vision and like, in other difficult times of the island’s history, many preferred to listen to music and dance. Timba orchestras had exploded and the salsa-dancing frenzy enabled my fellow-compatriots to burn their meagre reservoir of calories dancing to tunes with plain lyrics like Picadillo de Soya (soy mince), one of the hits of NG La Banda in its heyday.

In early 1994 the Cuban government imposed several “pro-capitalist” measures aiming to fix the country’s ailing economy. Cubans were allowed to set up small independent venues to sell food or to convert rooms in their houses into small restaurants. They were called paladares, in reference to the most followed Brazilian soap during the most “special” days of the Period. The government also legalised the possession of hard currency and gambled its future on foreign investors and joint ventures. International tourism was another priority and dozens of big 5-star hotels sprung up on the island’s coastline.

Tourists were lured in with the promise of a crumbling colonial splendour, pristine beaches and friendly hosts, but holiday brochures mentioned little about food. The booming tourist economy attracted many Cuban professionals who saw in the newly built hotels and bungalows another chance to escape their dilapidated surroundings. Tales about food imports to supply the tourist industry justified more than one career change. Then there were chambermaids who previously had worked as teachers; porters, who had been university professors and even doctors who seemed happier as taxi drivers. After many years of limited provisions, their families could experience again the joys of a full fridge and a kitchen table groaning with treats.

Hotel building rates were amazingly fast, but not everybody could be hired to work in the tourist sector. Cuban nationals were not allowed to rent a room or visit the areas limited to international visitors. The island’s main touristic hotspot, Varadero beach, was often referred as “another country” in the popular imaginary. For the rest of the population, paladares were the preferred place to sample forgotten dishes and snacks, since the state-owned cafeterias could hardly compete with the private food stalls.

When the authorities realised that vendors profited from food sales, they imposed heavy taxes and sent health inspectors to charge huge fines if the food preparation appeared to be compromised. Food poisoning cases were talked about, vox populi, because newspapers and the official media only reported extreme cases. In one of the most tragic, fourteen people died in 1999 in Manguito, Matanzas, after eating fritters mixed with a fertilizer powder mistakenly bought as flour by the paladar owner, who also ended up as a casualty. Dozens of other people were treated with symptoms of food poisoning, prompting a health scare and lots of other rumours about the possible fatal ingredient used. It was never identified in the national press; however, later that year Fidel Castro chaired a meeting with Cuban journalists and briefly mentioned “off-the-record” the case and the culprit. Such news never made it into print.

At that time visitors came in droves, staying at “luxurious” resorts separated from the difficulties of everyday life Cubans were still enduring. The Special Period had entered its first decade and there were not any official acknowledgement of such a milestone. Food was still difficult to secure for Cubans, but there was a kind of collective agreement in that the harshest days of the crisis belonged in the past. It must have been puzzling for tourists who ventured on a “budget” vacation to Cuba, to sample what locales ate.

They probably had read the tourist guide to get acquainted with social codes and customs, but after landing, the majority must have realised that the country remained a challenge. But now they could stay with a Cuban family in a casa particular, breakfast included. What they ignored was that their menus had been carefully revised to suit their tastes as some hosts could take offence if visitors rejected “Cuban food”. Tourists may had come looking for “Caribbean” similarities: spices, jerk chicken, callaloo, varieties of fish dishes, so it must had been a shock to realise that none of those foodstuffs were consumed in the larger island of the Greater Antilles.

These days some foodstuffs are easier to get on the island, provided that one can afford them. Many Cubans do not look as emaciated as their 1993 compatriots and perhaps they have come to realise that excessive body fat does not correspond to a healthy lifestyle. Two decades have passed since the authorities declared the Special Period. It seems an awful lot of time for some, especially for the millions of Cubans who have survived it and changed their attitudes to nutrition in the process, through an excruciating and delayed learning curve.

lunes, marzo 25, 2013

De paredes milagrosamente incólumes o la historia del hombre contada por sus casas


Casa de Guadalupe Cot, Placetas, Cuba.
Gracias a la maravilla del Google Earth y su exactitud al mostrar los objetos a nivel de la calle, mi jefe nos enseñó esta semana la casa donde transcurrió la mayor parte de su infancia en la ciudad canadiense de Montreal. Sorprendido por la eficacia de la herramienta digital, bastaron unos clicks para que evocara un período feliz, sin dudas. Un poco emocionado nos señaló su casa, un edificio típico de la arquitectura quebequense. “Esta es la ventana del que era mi cuarto; esta, la del de mis padres” nos dijo. Luego se movió por la pantalla y nos dio un paseo virtual por su cuadra: “Allí, frente a esa pared, jugábamos béisbol.”¡Qué increíble!, pensé, el edificio y la avenida apenas habían cambiado en poco más de cuarenta años. Desde la instantánea intemporal de la página de Google resultaba muy fácil imaginar un pasado del que aquellos edificios y calles habían sido testigos.

Es curioso cómo los inmuebles pasan a convertirse en sitios de la memoria. Lo que, a diferencia de los monumentos, construidos y diseñados para ese fin, las casas de familia adquieren el valor del recuerdo de manera espontánea con el uso que sus habitantes hacen de sus paredes y espacios un día tras otro. Como la de mi jefe, las viviendas pasan a ser lugares que guardan remembranzas y revelan pasajes importantes en la vida de quienes las habitan. Sobre todo si estos mismos habitantes se ocupan con el tiempo de narrar las historias que le acontecieron dentro de las cuatro paredes.

Luego del paseo virtual, me imaginé en el mismo rol de mi jefe, accionando la herramienta de Google para reparar en el lugar donde nací. Solo que, a diferencia de la calle de Montreal, la de mi niñez ha cambiado mucho. Tal vez sea una característica de las sociedades del Primer Mundo, esa estabilidad o instinto de conservación inmobiliario, lo que impide que las construcciones se desplomen inesperadamente, como en La Habana o agonicen tras un deterioro lento y aparente como las del resto de Cuba. A excepción quizás de Detroit, cuya decadencia ocupa más de una detallada crónica por estos días, las casas en la mayoría de las ciudades del hemisferio norte apenas mudan su aspecto exterior. Y hablo en términos generales sin ánimo de parecer definitorio, porque cada ciudad tiene sus barrios menos ilustres y aún así hay espacios dilapidados en otras partes más exclusivas. En Londres, por ejemplo, el fotógrafo Paul Talling ha compilado más de 2000 instantáneas de lugares semi-abandonados en varias zonas de la capital inglesa.

Vale aclarar que las edificaciones que persisten tampoco se mantienen invariables al paso del tiempo y a los caprichos de sus dueños. A excepción de las que se protegen por su valor patrimonial, las demás pueden conservar una fachada casi idéntica a la del año de su construcción, pero basta traspasar el umbral para darse cuenta de que el interior no guarda ninguna relación con el pasado. Eso lo descubrimos en Londres, durante los días de andar a la búsqueda de un lugar para vivir cuando esperanzados agentes inmobiliarios nos mostraban impactantes edificios de un innegable pasado esplendoroso. Sin embargo, tras pasar el portón de entrada aquellas casas señoriales se transformaban en una colección de mini-apartamentos diseñados para cumplir las más imperiosas necesidades habitacionales en el más mínimo espacio.

No dudo que en Cuba haya quien tenga semejante empeño; de hecho, muchas viviendas hoy exhiben sorprendentes ejemplos de la inventiva arquitectura criolla. Y algunas hasta se han beneficiado poco a poco, de los tímidos avances de la economía nacional y de ganancias provenientes de empresas individuales. No obstante, en la gran mayoría de calles y avenidas persisten ejemplos visuales del deterioro. Y los compatriotas se han tenido que habituar a verlos, a pasar por su lado en su accionar cotidiano, sin detenerse mucho en lo que significan. Uno termina acostumbrándose tanto que cuando se topa con otros paisajes urbanos, la experiencia suele terminar en shock. Como le ocurrió a un amigo que tras su primera caminata en Londres, acabado de llegar de un largo vuelo desde La Habana, se quejaba de “dolor de la vista”, asombrado de encontrar tan poca suciedad y eso que para algunos de otras latitudes los estándares de limpieza londinense dejan mucho que desear.

Tras la explicación de mi jefe, pensé en que quizás los pocos espectadores de su recuento anecdótico –mis colegas y yo- nos volcaríamos al Google Earth para protagonizar un ejercicio común de la memoria. Al menos imaginé tal cosa, aunque luego convine en que la definición del sitio web no es tan detallada para Cuba. Y en realidad deseaba evitar un comentario similar al de mi amiga de Glasgow que cuando le mostré algunas fotografías del pasado viaje a la isla exclamó con una dosis de incredulidad y sorpresa: ¡pero todo luce tan de Tercer Mundo! Y yo me encogería de hombros,  dándole la razón, aunque sería muy difícil explicarle tanto a ella como a mi jefe que treinta años atrás esas mismas calles del barrio aparecían más bulliciosas en el recuerdo de quienes las habitaban. Y, por supuesto, ellos mismos las comparaban con lo que habían sido en décadas anteriores, sin importar que lucieran muy devastadas en las fotografías enviadas a otros que también las habían transitado, pero que por varias razones ahora vivían muy lejos.

Iglesia Parroquial San Atanasio, Placetas, Cuba.
Supongo que con el tiempo, a no ser que ocurran milagros arquitectónicos, las casas de mi calle natal se irán desplomando, agotadas por la desidia o por la extenuante resistencia a huracanes cada vez más potentes y catastróficos. Habrá que imaginarse los inmuebles a partir de ejercicios de memoria o retazos estructurales con poderes mnemotécnicos. Hace unos años asistimos a una exposición basada en tal premisa. Mediante fragmentos: una puerta, una ventana, media pared, artefactos diversos, en los salones del Museo de Victoria y Alberto se montó una exhibición de casas del Renacimiento italiano. Telones y paneles dibujados se articulaban con las partes reales de la vivienda. Así, entre lo real y lo pintado, el visitante podía imaginarse la otrora grandiosidad del inmueble.

Quien sabe si en el futuro alguna exposición similar exhiba la historia de las casas cubanas, las huellas de la civilización y la barbarie. Mas, como es habitual en la isla, tendrán que organizarse primero muchas muestras sobre La Habana, agotarse incontables reconstrucciones del patrimonio perdido de la capital, para que alguien se interese por los espacios habitables en los que transcurrió la vida cotidiana en el resto del país.

Hoy Google Earth sirve para navegar por vistas aéreas en las que tejados color terracota son la única señal que identifica a miles de viviendas cubanas. Si se pudiera utilizar la herramienta del streetview, los interesados tal vez coincidieran con mi colega escocesa o con otra amiga alemana que en el 2005 me esperaba cada noche en la casa que compartíamos, para escuchar historias sobre la vida en Cuba, que siempre clasificaba como del anecdotario de un país en guerra, una contienda larga e incomprensible