Hace
muchos años, de regreso a casa tras una jornada de trabajo irrelevante y
agotadora, por lo intrascendente, encontré al abrir la puerta, en el suelo, una
postal con la imagen del Parlamento húngaro. Mi amiga Kathy, desde la
distancia, había decidido compartir su admiración por la ciudad a la que había
llegado de visita. Yo también estaba sorprendido, no solo por la belleza del
edificio impreso en el recuadro de cartón, sino también porque a principios de
los 2000, en Cuba, el servicio de correos parecía tan anacrónico que uno
pensaba que ya no podían suceder hechos tan mundanos como esa acción simple, la
de recibir postales. Creo que nunca pude agradecerle al cartero del barrio, su
dedicación al oficio y su personal e incorruptible escala de valores.
Tal vez
pensé, aquella noche, luego de leer el texto de la postal y reparar en los
detalles de la fotografía, en el Budapest de mis memorias, aunque yo nunca
hubiese puesto un pie en aquella ciudad. Sin embargo, para alguien acostumbrado
al cosmopolitismo socialista de los 70s y 80s, mis recuerdos de Hungría eran
solo referentes culturales: animados de los Estudios Pannonia, filmes de István Szabó y unas
cantas melodías representativas de la fiebre de música disco de ese país en las
voces de Judith Szücs
y Newton Family. Por aquellos años estaba enamorado de Éva Csepregi, la cantante rubia de los Neotón. La
había visto en algunos videoclips que transmitían a menudo y en algún que otro
mini-recital dramatizado en el que ella aparecía interpretando sus melodías,
mientras recorría calles y lugares de una ciudad que bien habría podido ser
Budapest.
Siempre
recuerdo que, para la representación del mundo socialista que nos llegaba al
Caribe, Hungría aparecía como la versión más cercana a la idea del paraíso, al
menos en la materialidad de ese edén imaginado. Los húngaros, a diferencia de
los soviéticos, los polacos y los alemanes del este, al menos se vestían de
modo poco convencional, con más color, más accesorios y aparentaban una
actitud más liberal hacia la vida.
A mí me
atraía además el idioma y su sonoridad tan peculiar y lo hubiera aprendido de
haber tenido la oportunidad. Tal vez, en el futuro luminoso y lleno de opciones
profesionales que en los 80s nos prometían en la isla, estaba la posibilidad de
un viaje o una estancia prolongada tras la Cortina de Hierro, allí donde
–gracias a nuestra ingenuidad y desinformación- “se vivía tan bien”.
Hace
unas semanas, ferrocarril mediante, llegamos a la estación de Keleti, ese centro del
nudo ferroviario que conecta a la capital húngara con el resto de Europa y, en
otras épocas, con el mundo de las diferencias que se extendía Danubio arriba. Y
aunque la primera impresión no resultó demasiado halagüeña, tampoco pareció
activar en los recuerdos la más mínima coincidencia con un paisaje imaginado.
Quizás no haya un método eficaz para acercarse a una ciudad desconocida. No importa
cuánta información previa uno pueda acumular, cuán capaz se sienta uno para amaestrar la imaginación con tal de concebir escenarios posibles. Nada te prepara
para la experiencia de lo real, el contacto con las sensaciones que provoca un
espacio. Sería pueril afirmar que Budapest posee una magia, el encantamiento
propio de un enclave urbano con demasiada historia, pero cuando uno se topa con
ese famoso paisaje a ambos lados de la ribera del Danubio, la vista puede que
no de crédito y entonces uno acude a lo sobrenatural para explicársela.
Vista desde Pest |
Viniendo
de Viena y cansado de escuchar historias acerca de la grandeza y majestuosidad
de la antigua capital imperial, cualquiera espera encontrar en Budapest a una
ciudad menor. Sin embargo, las comparaciones no son posibles, a no ser las que
afirmen, aún cuando escandalicen, que ante Buda y
Pest, la capital austríaca se reduce a una villa de provincias, disminuida,
tosca.
De historias y memorias particularmente
incómodas
Cuando
llegué, como es lógico, intenté encontrar mientras caminaba, algunas huellas
del pasado más reciente, ese que se emparentaba con el de mi isla en aquella
época de supuestos intereses comunes. Así lo han hecho otros compatriotas con
anterioridad, como si se tratara de una tradición, como si nos identificara ese
afán por descubrir semejanzas, aunque haya pasado el tiempo, aunque el trauma
nacional de 1989 pertenezca a la historia. Sin embargo, de algún modo,
precisamente por esas asociaciones traumáticas con las fechas, uno se siente
tentado a pensar que todo sucedió el día anterior, y luego no entiende posibles actitudes de los locales que ante cualquier pregunta te responden
como si el comunismo, así, con todas sus letras, es un período que se menciona
sin que importe mucho para el día al día, porque al final, todo ocurrió hace
tanto tiempo…
Monumento a las víctimas de la invasión nazi de 1944 |
Puede que 25 años sea demasiado para dejar huellas del pasado, de un modo de
gobernar, de vivir. Lo cierto es que
si quedan rezagos, la mayoría, sobre todo los intangibles, han sido
borrados por el incontenible ritmo de la vida cotidiana. Pues Budapest es una
capital en marcha, donde –a pesar de cualquier crítica basada en prejuicios o
estereotipos- y a pesar también de la mala publicidad que genera el actual
primer ministro, hay un movimiento que demuestra el pulso vital de una
ciudad.
Memoria es una palabra peculiar en la Hungría de Viktor Orbán, quien al parecer, heredó de la tan
por él odiada Escuela Soviética, el gusto por las conmemoraciones y los
monumentos. Y hay varios en las calles y avenidas de Budapest. Desde los que
conmemoran la grandeza de la nación, como en la Plaza de los Héroes, hasta los
que datan del Período Imperial y las revoluciones de los siglos XIX y XX.
Algunos, sin embargo, han aparecido recientemente, erigidos a toda prisa, como
si el país necesitara una nueva fecha histórica con urgencia.
Meses atrás se levantó en las inmediaciones del Parlamento, un grotesco complejo
escultórico que ha suscitado más de una polémica y el rechazo de la
intelectualidad húngara. Una estructura con columnas griegas se erige detrás de
una estatua del arcángel Gabriel, que a la vez simboliza a Hungría
en su papel de víctima ante una inminente invasión nazi. La Alemania del Tercer
Reich está representada por un águila a punto de hundir sus garras en la figura
inferior. Tal infantil proyecto, resulta tan falso como risible.
Sin
embargo, más que la estética del conjunto, lo que le critican los intelectuales
y familiares de las verdaderas víctimas, es que tal adefesio es uno de los más
recientes intentos de re-escribir la historia que se le atribuyen a Orbán y sus
seguidores. Frente al monumento, ahora vigilado por la policía, se ha acumulado
el rechazo popular. Además de mensajes y notas explicando sus motivos,
familiares y amigos han dejado objetos y réplicas de pertenencias de los cerca
de 50 000 judíos que perecieron no sólo en campos de concentración, sino
masacrados o ejecutados por militares húngaros.
La otra nostalgia
Tras
recorrer la amplia muestra de recuerdos dejados frente al monumento, pensé que
tal vez las referencias al pasado que encontraría estarían dominadas por esta
narrativa oficial antisemita. Pero paseando por las calles del quinto distrito,
nos topamos con la vitrina del Café Táskarádió Eszpresszó y en mi memoria se me fueron aclarando
algunas imágenes de la tierra magyar que nos llegaron a la Cuba de los 70s y
80s. Este café, versión húngara de la Ostalgie alemana, está decorado con
objetos y fotografías que ilustran la vida en la Hungría socialista y hasta
forma parte de giras que pueden hacerse por la ciudad para turistas
interesados.
Táskarádió Eszpresszó |
De
entre la variedad de animados que veía en la tele de mi infancia, siempre
prefería las alocadas aventuras de Aladár Mézga, con su nave espacial inflable, ilusión colectiva
de viajes al cosmos, cantaría Vanito. Cuando se lo comenté a una amiga húngara de Helena,
antes de irse de vacaciones a la isla, se quedó muy sorprendida de que alguien
en Cuba conociera a tal personaje de su niñez. En la mía y también procedente
de Hungría, me persiguieron las imágenes y angustias de Juan el Paladín (János Vitéz), un legendario
héroe magyar inmortalizado en animados psicodélicos. Sobre él esperaba encontrar
más referencias en Budapest, ¡no por gusto hasta inspiró un poema de Sandor Petófi!, pero no
hallé su imagen ni en las tiendas de souvenirs, ni en las de antigüedades.
Táskarádió Eszpresszó (interior) |
Por Vitéz
indagué con un amistoso vendedor de artesanías cerca de la Fortaleza del Pescador.
También sorprendido de que conociera al héroe y la película de animados, me
dijo –con pesar- que en estos tiempos ya a nadie le interesaban “esas cosas”.
Ahora todo es norteamericano, me aclaró, no sin antes asegurarme de que tiene
en su casa aún una copia en DVD del filme en dibujos animados, que muestra con
frecuencia y orgullo a su hija pequeña. Ambos coincidimos en la calidad de la
animación, que para la época se asemejaba más al Sergeant Pepper de los Beatles que a la representación ilustrada de un monumento literario.
Curioseando
en otra de las tiendas cercanas, otra vendedora volvería a admirarse cuando
descubrí entre sus mercancías, un pequeño cuadro de barro, donde se ilustraba
otro personaje de mi niñez. Luego de preguntarme por mi origen y vanagloriarse
de haber presenciado el que fuera tal vez el último concierto de Omara
Portuondo en la ciudad, mientras envolvía cuidadosamente el cuadro que ilustraba
al cuento del dragón Süsü, insistía en que le aclarase como era posible que
conociera yo a semejante historia y protagonista. Lo compré más por la
sorpresa, aunque desde el estante donde permanece ahora, me resulta demasiado
familiar, como si hubiera estado entre mis pertenencias desde hacía mucho
tiempo, el noble dragón que en el Krim 218 de mi niñez cantaba aquello de: oh dulce princesa, eres
bella como una flor.
Sin
embargo, no solo los re-encuentros con los recuerdos infantiles se sucedieron
en este viaje. Justo el primer día, acabado de salir de la estación de Keleti,
rumbo a nuestro apartamento rentado en la calle Dob del barrio judío, una Ikarus roja, como las de
hace 25 años en La Habana, que apareció tan campante por la avenida, había sido
el primer flashazo de una predecible retrospectiva. En Budapest son trolebuses,
otra palabra sacada del diccionario de influencias soviéticas, y siguen rodando
como si nada, entre una abundante flota de modernos Mercedes Benz y BMWs. En
Cuba, parece que ya transcurrió todo un siglo desde que se extinguieron de las
calles de la nación caribeña.
Epílogo
Dejamos
el paisaje entrañable y prometimos volver. A pesar de las largas sesiones de
caminata a un lado y otro del río, nunca alcanzan cuatro días para descubrir lo
que ocultan todos los rincones.
Cuando llegó aquella postal del Parlamento, allá por el año 2001, me
prometí escribir alguna historia centrada en la ciudad. Tenía en mi mesa de
trabajo una versión de la entonces muy popular Enciclopedia Encarta, con su entrada
sobre la capital húngara y sus lugares famosos. Algunas tardes de aburrimiento,
todavía soñando con la posibilidad de un viaje, aunque ya no existieran
fronteras o socialismo en la Europa continental, me pasaba horas jugando con
las imágenes en 360 grados que mostraban retazos de Budapest. Moviendo el
cursor muy lentamente, era posible llegar a admirar los detalles de aquellas vistas
panorámicas, definidas con lujo de detalles en la pantalla de mi computadora.
Yo, con
el tiempo, creí haberme aprendido todos los pormenores de aquellas vistas, como
para nunca perderme en el supuesto de que algún día fuera a parar a aquella
ciudad maravillosa. Sin embargo, cuando este septiembre visité sus calles y
palacios, recorrí avenidas y explanadas a la vera del río, no pude reconocer en
las vistas reales, ninguno de aquellos paisajes de recorridos virtuales con movimientos panorámicos en las
fotos de la Encarta.
Ah, la
memoria, pensé cuando el tren de regreso a Viena, hizo la primera parada en los límites urbanos de
la ciudad, poco tiempo después de cruzar uno de esos impresionantes puentes
sobre el Danubio.
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