lunes, septiembre 29, 2014

Para una postal de Budapest

Hace muchos años, de regreso a casa tras una jornada de trabajo irrelevante y agotadora, por lo intrascendente, encontré al abrir la puerta, en el suelo, una postal con la imagen del Parlamento húngaro. Mi amiga Kathy, desde la distancia, había decidido compartir su admiración por la ciudad a la que había llegado de visita. Yo también estaba sorprendido, no solo por la belleza del edificio impreso en el recuadro de cartón, sino también porque a principios de los 2000, en Cuba, el servicio de correos parecía tan anacrónico que uno pensaba que ya no podían suceder hechos tan mundanos como esa acción simple, la de recibir postales. Creo que nunca pude agradecerle al cartero del barrio, su dedicación al oficio y su personal e incorruptible escala de valores.

Tal vez pensé, aquella noche, luego de leer el texto de la postal y reparar en los detalles de la fotografía, en el Budapest de mis memorias, aunque yo nunca hubiese puesto un pie en aquella ciudad. Sin embargo, para alguien acostumbrado al cosmopolitismo socialista de los 70s y 80s, mis recuerdos de Hungría eran solo referentes culturales: animados de los Estudios Pannonia, filmes de István Szabó  y unas cantas melodías representativas de la fiebre de música disco de ese país en las voces de Judith Szücs  y Newton Family. Por aquellos años estaba enamorado de Éva Csepregi, la cantante rubia de los Neotón. La había visto en algunos videoclips que transmitían a menudo y en algún que otro mini-recital dramatizado en el que ella aparecía interpretando sus melodías, mientras recorría calles y lugares de una ciudad que bien habría podido ser Budapest.

Siempre recuerdo que, para la representación del mundo socialista que nos llegaba al Caribe, Hungría aparecía como la versión más cercana a la idea del paraíso, al menos en la materialidad de ese edén imaginado. Los húngaros, a diferencia de los soviéticos, los polacos y los alemanes del este, al menos se vestían de modo poco convencional, con más color, más accesorios y aparentaban una actitud más liberal hacia la vida.

A mí me atraía además el idioma y su sonoridad tan peculiar y lo hubiera aprendido de haber tenido la oportunidad. Tal vez, en el futuro luminoso y lleno de opciones profesionales que en los 80s nos prometían en la isla, estaba la posibilidad de un viaje o una estancia prolongada tras la Cortina de Hierro, allí donde –gracias a nuestra ingenuidad y desinformación- “se vivía tan bien”.


Hace unas semanas, ferrocarril mediante, llegamos a la estación de Keleti, ese centro del nudo ferroviario que conecta a la capital húngara con el resto de Europa y, en otras épocas, con el mundo de las diferencias que se extendía Danubio arriba. Y aunque la primera impresión no resultó demasiado halagüeña, tampoco pareció activar en los recuerdos la más mínima coincidencia con un paisaje imaginado.

Quizás no haya un método eficaz para acercarse a una ciudad desconocida. No importa cuánta información previa uno pueda acumular, cuán capaz se sienta uno para amaestrar la imaginación con tal de concebir escenarios posibles. Nada te prepara para la experiencia de lo real, el contacto con las sensaciones que provoca un espacio. Sería pueril afirmar que Budapest posee una magia, el encantamiento propio de un enclave urbano con demasiada historia, pero cuando uno se topa con ese famoso paisaje a ambos lados de la ribera del Danubio, la vista puede que no de crédito y entonces uno acude a lo sobrenatural para explicársela.
Vista desde Pest


Viniendo de Viena y cansado de escuchar historias acerca de la grandeza y majestuosidad de la antigua capital imperial, cualquiera espera encontrar en Budapest a una ciudad menor. Sin embargo, las comparaciones no son posibles, a no ser las que afirmen, aún cuando escandalicen, que ante Buda y Pest, la capital austríaca se reduce a una villa de provincias, disminuida, tosca.

De historias y memorias particularmente incómodas

Cuando llegué, como es lógico, intenté encontrar mientras caminaba, algunas huellas del pasado más reciente, ese que se emparentaba con el de mi isla en aquella época de supuestos intereses comunes. Así lo han hecho otros compatriotas con anterioridad, como si se tratara de una tradición, como si nos identificara ese afán por descubrir semejanzas, aunque haya pasado el tiempo, aunque el trauma nacional de 1989 pertenezca a la historia. Sin embargo, de algún modo, precisamente por esas asociaciones traumáticas con las fechas, uno se siente tentado a pensar que todo sucedió el día anterior, y luego no entiende posibles actitudes de los locales que ante cualquier pregunta te responden como si el comunismo, así, con todas sus letras, es un período que se menciona sin que importe mucho para el día al día, porque al final, todo ocurrió hace tanto tiempo
Monumento a las víctimas de la invasión nazi de 1944

Puede que 25 años sea demasiado para dejar  huellas del pasado, de un modo de gobernar, de vivir. Lo cierto es que  si quedan rezagos, la mayoría, sobre todo los intangibles, han sido borrados por el incontenible ritmo de la vida cotidiana. Pues Budapest es una capital en marcha, donde –a pesar de cualquier crítica basada en prejuicios o estereotipos- y a pesar también de la mala publicidad que genera el actual primer ministro, hay un movimiento que demuestra el pulso vital de una ciudad. 

Memoria es una palabra peculiar en la Hungría de Viktor Orbánquien al parecer, heredó de la tan por él odiada Escuela Soviética, el gusto por las conmemoraciones y los monumentos. Y hay varios en las calles y avenidas de Budapest. Desde los que conmemoran la grandeza de la nación, como en la Plaza de los Héroes, hasta los que datan del Período Imperial y las revoluciones de los siglos XIX y XX. Algunos, sin embargo, han aparecido recientemente, erigidos a toda prisa, como si el país necesitara una nueva fecha histórica con urgencia.

Meses atrás se levantó en las inmediaciones del Parlamento, un grotesco complejo escultórico que ha suscitado más de una polémica y el rechazo de la intelectualidad húngara. Una estructura con columnas griegas se erige detrás de una estatua del arcángel Gabriel, que a la vez simboliza a Hungría en su papel de víctima ante una inminente invasión nazi. La Alemania del Tercer Reich está representada por un águila a punto de hundir sus garras en la figura inferior. Tal infantil proyecto, resulta tan falso como risible.

Sin embargo, más que la estética del conjunto, lo que le critican los intelectuales y familiares de las verdaderas víctimas, es que tal adefesio es uno de los más recientes intentos de re-escribir la historia que se le atribuyen a Orbán y sus seguidores. Frente al monumento, ahora vigilado por la policía, se ha acumulado el rechazo popular. Además de mensajes y notas explicando sus motivos, familiares y amigos han dejado objetos y réplicas de pertenencias de los cerca de 50 000 judíos que perecieron no sólo en campos de concentración, sino masacrados o ejecutados por militares húngaros.


La otra nostalgia


Tras recorrer la amplia muestra de recuerdos dejados frente al monumento, pensé que tal vez las referencias al pasado que encontraría estarían dominadas por esta narrativa oficial antisemita. Pero paseando por las calles del quinto distrito, nos topamos con la vitrina del Café Táskarádió Eszpresszó y en mi memoria se me fueron aclarando algunas imágenes de la tierra magyar que nos llegaron a la Cuba de los 70s y 80s. Este café, versión húngara de la Ostalgie alemana, está decorado con objetos y fotografías que ilustran la vida en la Hungría socialista y hasta forma parte de giras que pueden hacerse por la ciudad para turistas interesados.
Táskarádió Eszpresszó

De entre la variedad de animados que veía en la tele de mi infancia, siempre prefería las alocadas aventuras de Aladár Mézga, con su nave espacial inflable, ilusión colectiva de viajes al cosmos, cantaría Vanito. Cuando se lo comenté a una amiga húngara de Helena, antes de irse de vacaciones a la isla, se quedó muy sorprendida de que alguien en Cuba conociera a tal personaje de su niñez. En la mía y también procedente de Hungría, me persiguieron las imágenes y angustias de Juan el Paladín (János Vitéz), un legendario héroe magyar inmortalizado en animados psicodélicos. Sobre él esperaba encontrar más referencias en Budapest, ¡no por gusto hasta inspiró un poema de Sandor Petófi!, pero no hallé su imagen ni en las tiendas de souvenirs, ni en las de antigüedades.

Táskarádió Eszpresszó (interior)
Por Vitéz indagué con un amistoso vendedor de artesanías cerca de la Fortaleza del Pescador. También sorprendido de que conociera al héroe y la película de animados, me dijo –con pesar- que en estos tiempos ya a nadie le interesaban “esas cosas”. Ahora todo es norteamericano, me aclaró, no sin antes asegurarme de que tiene en su casa aún una copia en DVD del filme en dibujos animados, que muestra con frecuencia y orgullo a su hija pequeña. Ambos coincidimos en la calidad de la animación, que para la época se asemejaba más al Sergeant Pepper de los Beatles que a la representación ilustrada de un monumento literario.

Curioseando en otra de las tiendas cercanas, otra vendedora volvería a admirarse cuando descubrí entre sus mercancías, un pequeño cuadro de barro, donde se ilustraba otro personaje de mi niñez. Luego de preguntarme por mi origen y vanagloriarse de haber presenciado el que fuera tal vez el último concierto de Omara Portuondo en la ciudad, mientras envolvía cuidadosamente el cuadro que ilustraba al cuento del dragón Süsü, insistía en que le aclarase como era posible que conociera yo a semejante historia y protagonista. Lo compré más por la sorpresa, aunque desde el estante donde permanece ahora, me resulta demasiado familiar, como si hubiera estado entre mis pertenencias desde hacía mucho tiempo, el noble dragón que en el Krim 218 de mi niñez cantaba aquello de: oh dulce princesa, eres bella como una flor.

Sin embargo, no solo los re-encuentros con los recuerdos infantiles se sucedieron en este viaje. Justo el primer día, acabado de salir de la estación de Keleti, rumbo a nuestro apartamento rentado en la calle Dob del barrio judío, una Ikarus roja, como las de hace 25 años en La Habana, que apareció tan campante por la avenida, había sido el primer flashazo de una predecible retrospectiva. En Budapest son trolebuses, otra palabra sacada del diccionario de influencias soviéticas, y siguen rodando como si nada, entre una abundante flota de modernos Mercedes Benz y BMWs. En Cuba, parece que ya transcurrió todo un siglo desde que se extinguieron de las calles de la nación caribeña.


Epílogo

Dejamos el paisaje entrañable y prometimos volver. A pesar de las largas sesiones de caminata a un lado y otro del río, nunca alcanzan cuatro días para descubrir lo que ocultan todos los rincones.  Cuando llegó aquella postal del Parlamento, allá por el año 2001, me prometí escribir alguna historia centrada en la ciudad. Tenía en mi mesa de trabajo una versión de la entonces muy popular Enciclopedia Encarta, con su entrada sobre la capital húngara y sus lugares famosos. Algunas tardes de aburrimiento, todavía soñando con la posibilidad de un viaje, aunque ya no existieran fronteras o socialismo en la Europa continental, me pasaba horas jugando con las imágenes en 360 grados que mostraban retazos de Budapest. Moviendo el cursor muy lentamente, era posible llegar a admirar los detalles de aquellas vistas panorámicas, definidas con lujo de detalles en la pantalla de mi computadora.

Yo, con el tiempo, creí haberme aprendido todos los pormenores de aquellas vistas, como para nunca perderme en el supuesto de que algún día fuera a parar a aquella ciudad maravillosa. Sin embargo, cuando este septiembre visité sus calles y palacios, recorrí avenidas y explanadas a la vera del río, no pude reconocer en las vistas reales, ninguno de aquellos paisajes de recorridos virtuales con movimientos panorámicos en las fotos de la Encarta.

Ah, la memoria, pensé cuando el tren de regreso a Viena, hizo la primera parada en los límites urbanos de la ciudad, poco tiempo después de cruzar uno de esos impresionantes puentes sobre el Danubio.

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