Aula Magna, Universidad de La Habana |
Hace
veinte años estoy en La Habana, en una ocasión que en ningún momento me parece
definitoria, aunque simule estar cargada de significados y relevancias, como todo un
manifiesto. Sé que la voy a tomar sin mucho dramatismo, como si me
pareciera banal y cotidiana. Hasta la puedo sentir, se trata de un acto más
bien mortificante, como esta propensión personal a la transpiración exagerada,
en una tarde de julio, a esta hora en la que a algún fanático del aire
acondicionado se le ha ocurrido oficializar como la más propicia para una
graduación universitaria. Sin embargo, yo continúo en la negación, en la
desconfianza ante lo que antaño parecía definitivo. ¿Acaso no es esa la mejor
conclusión atribuible al acontecer de los últimos cinco años?
Me
canso en La Habana de 1994 que comienza a sonar masivamente a timba, aunque por
momentos se escuchen también, como en nuestro ya antiguo piso de F y 3ra,
melodías de Joaquín Sabina, tras su viaje reciente a la isla y presentación en el Karl Marx, que lo han tornado omnipresente y conocido, súmmum de la
creatividad. Y yo me lo perdí, como dejé pasar las experiencias de los dos
meses transcurridos desde de que abandoné la capital para una larga temporada de
descanso en Santa Clara. Allá las distancias son menores y las carencias se
dirimen en familia, en la casa pequeña y malhecha que todavía va a resistir dos
¿o tres? huracanes de gran intensidad. Solo sabía que debía dejar el panorama
habanero, las tardes de incertidumbre y paseos de La Rampa al Chaplin para
consolarnos ante la recreación grandiosa de algún contexto poco familiar, de la
mano de un Antonioni, un Bergman, un Fellini, un Chabrol o el más tierno Ettore Scola. La Habana de entonces se identificaba con caminatas, un ir de aquí para
allá en la finita y protectora geografía del Vedado. Más allá solo asomaba el
horizonte sinónimo de más cansancio, la imposibilidad de un previsible retorno,
porque a determinada hora los escasos vehículos que rodaban por las calles
podían desparecer, o esas mismas calles podían perder sus contornos, luego de
que las pocas farolas que alumbraban las fronteras del espacio se apagaran
inesperadamente.
No es
nostalgia, me convenzo en esa tarde del 94, subiendo por H en dirección a La
Colina, inspeccionando la acera para descartar los tramos con la menor porción
de sombra. Y ya mi camisa de estreno amenaza con pegarse a la espalda, primer
síntoma del desconsuelo que precede al tedio. Es eso, el puro agotamiento ante
la ocasión que completa el lustro de mi historia íntima de amor-odio con la
ciudad. Al final ella es solamente un espacio exagerado por las vivencias, los
amigos y la casualidad que no existe fuera de esas referencias personales.
Caramba, ¿por qué no habríamos coincidido en otro punto urbano del planeta? ¿París,
Buenos Aires...? hasta Leningrado, vaya, aunque en ese año ya no se le llame
así, con esa aparentemente superada nomenclatura. No es nostalgia, repito, las
memorias solo pueden evocarse desde lo pacífico-apacible, no desde el
cansancio.
Y yo
sigo agotado, aunque indeciso entre sentarme a descansar en algún banco de los del
Parque de 21, pues puede que por allí ronde el fantasma de alguna conversación
pendiente y quedaron amigos de los que no pude despedirme cara a cara, por nada,
por agotamiento, por no creer en la solemnidad. Igual nos vamos a reencontrar;
no ese año, no el siguiente, sino en diciembre del 95 en Festival de Cine, en
el inicio de las desapariciones. Será como una fotografía colectiva en la que,
como en un collage pop-art, ciertas figuras se reducirán a siluetas coloreadas
de blanco, señalando así las ausencias. Y yo, todavía incrédulo, volveré para
las próximas tres ediciones hasta que el desánimo se convierta en total
aburrimiento y entonces regresar al Festival carezca de sentido, ni siquiera
quedarán los faranduleros habituales.
Pero
todavía es el incipiente verano del 94 y la acción de recoger, ¡en el Aula
Magna!, un título enrollado ha bastado para superar nuevamente esa llamada
Autopista que acelera –dicen- el trayecto entre el centro del país y la
capital. Y allá voy, transpirando, incapaz de recordar, sin ninguna expectativa
por el futuro. No obstante, me va a ser difícil digerir las noticias del
próximo mes, esas de compatriotas también sudorosos, amnésicos y desesperados
que se lanzarán al mar. Pero las imágenes que acompañarán tales sucesos no las
veré hasta años después en un documental español nominado a un Oscar, así que
ahora tampoco tiene sentido evocarlas.
Paso
por la Facultad de Biología con el único anhelo de que amaine el calor. A esta
hora estaría tumbado en el piso de la sala de mi casa, adormecido por la brisa que envuelve a mi
barrio también decepcionado, avergonzado por tanta degradación visible tras los
años críticos. Él, que en los años
80 se tenía como emprendedor y futurista, ahora tiembla de pudor cuando alcanza
a escuchar que lo caracterizan como semi-marginal. Es lo que yo digo: crisis
total de representación, modelo aspiracional de sociedad en franca
contraposición con la realidad, aunque claro, en el 94, en las cercanías del Aula
Magna, casi nadie habla en esos términos, si acaso alguien aludirá a "La
Simulación", como si se tratara de una certeza colectiva.
Es solo
un grupo, dirían en aquella época y dirán en el futuro, para tratar de restarle
importancia y hasta a mí, que trato de disminuir la relevancia del acto en sí, me desconcierta
mi esfuerzo por terminar de una vez con este capítulo personal. Aunque es
difícil, sobre todo por ese arrogante sentimiento juvenil de aspirar a la
trascendencia. “Ninguna
expectativa, nada de intentar cambiar las cosas”, me ha aconsejado un amigo
ante la proximidad de septiembre, ese comienzo señalado de lo laboral. Sin
embargo, previo al paseo ceremonial alguien nos ha reunido frente al recinto y
escuchamos a una colega –entonces condiscípula- leer un texto emancipador y
animista. Respiro, en medio del cansancio, voy a registrar ese momento como
primordial. Luego entraré, esperaré mi turno y recogeré mi título de manos
–menos mal- de una de las profesoras más éticas y consecuentes de todo el
claustro. Alguien tira fotos. Aparezco en un grupo de los que se forman
espontáneamente en ocasiones como esa, aunque no me reconoceré hasta una década
después, cuando la fotografía aparezca, reducida en formato digital, en la
pantalla de una computadora del Graduate Centre de la Universidad de Cardiff.
Tampoco
en 1994 habré escuchado de la capital galesa o de la posibilidad de viajar y
establecerme fuera de nuestra isla del Caribe. Lo segundo creo haberlo
debatido con otros más decididos a tal empresa, en algunas tardes de Facultad, justo meses antes de ese julio, cuando
todos andan en los trajines de escribir sus tesis de grado y las conversaciones son esporádicas, casi tanto como las de esa tarde del 94 cuando algunos
hemos comenzado lentamente a despedirnos. Sin embargo, no son despedidas
clásicas, sino más bien señales que marcan el fin de un hasta ahora espacio
común. La mayoría nos reencontraremos pronto en ocasionales viajes
a aburridos “eventos del sector”; otros nos escribiremos cartas, otros usaremos
el teléfono hasta que la Revolución Digital, con su habitual atraso en el
terreno insular, desbarate la rutina de la distancia y nos acerque, próximos ya a la primera década tras ese julio de 1994 en el cual, casi por milagro,
he dejado misteriosamente de sudar.
Ha
terminado la ceremonia y como si se tratara de una profecía del por entonces
también célebre Nostradamus, nos hemos dispersado. Yo regreso a un trayecto
conocido: de la casa de Tía Lola en Línea y D a recorrer la distancia desde
allí a la consabida Terminal de Ómnibus. Más de 260 kilómetros después estaré
dispuesto por fin a descansar. El futuro podrá esperar, máxime cuando en el
próximo mes los acontecimientos nacionales despojarán a esa palabra de toda
referencia a una mejoría. Tal parece que después de 1994 solo existirá el
pasado, ya sea como contexto para las memorias o como espacio para la
reinvención constante. Llegará el 2000, nuestro umbral generacional y hasta
puede que nos sintamos totalmente engañados y aunque ya ni importe, algunos se
preguntarán por el destino de aquellas promesas colectivas asociadas con la
fecha. Lo único cierto es que vendrá otro julio caluroso, otro mes que se
resumirá para mí en transpiración y cortas estancias fuera del aire
acondicionado. El título de Licenciado en Periodismo, desenrollado y frágil,
permanecerá en una gaveta hasta que lo requieran diez años más tarde para otro
trámite oficial del otro lado del Atlántico.
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