Mi más reciente encuentro con una de mis tutoras de tesis, fue quizás el último que haremos en su oficina. El lugar daba una imagen muy diferente de lo que era cuando nos conocimos en diciembre de 2005. Unas grandes cajas de cartón evidenciaban la inminente mudanza. Mi profesora se retira y la gran cantidad de títulos que cubrían dos paredes laterales se van con ella, o van a ser vendidos.
Las miradas que a cada rato les dirigía a los casi 400 volúmenes resumían lo que representaban para ella, y puede que el dolor que implica dejarlos. De algún modo son la síntesis de una larga carrera académica y referentes de una vida.
Las cajas y los cartelitos de “para venderse” deben haber impulsado nuestra conversación sobre los libros durante los primeros minutos del encuentro. Otra académica amiga, también presente, comentó que nunca se deshace de los suyos, por la misma razón por la que tampoco rompe o tira a la basura las fotos viejas.
¿Y qué hacer, pensé, cuando uno tiene que salir de pronto y dejar tras de sí una importante biblioteca personal? Cuando pregunté, me miraron con expresión comprensiva, pero sólo estaba refiriéndome a una posibilidad, o sea, no estaba mostrándome particularmente dramático.
Desde hace mucho considero al libro como un compañero de viaje y de aventuras. Así, en su formato tradicional, pues no me acostumbro a leer en la pantalla de una computadora, aunque tenga que hacerlo a diario. Sabemos de sobra que hay ejercicios cotidianos que realizamos cada día, sin que por eso mostremos una satisfacción extraordinaria. Por ejemplo, ¿hay algo más aburrido que lavar los platos?
Quizás sí, pero volviendo a los volúmenes que van a desaparecer, no pude evitar una vuelta a mi colección, a los tantos que acumulé con la esperanza de tener algún día una habitación lo suficientemente grande como para que cupieran todos. Sin embargo, el problema del espacio en Cuba es casi proporcional a las dimensiones de la isla en un planisferio. Por alguna razón geográfica, mi país resulta estrecho, aunque el tema de la estrechez y su relación con la isla caribeña siempre sugiera más asociaciones.
Nunca he podido tener un estante decoroso, no ya uno sensacional y casi agonizante como el de mi profesora. Casi todos los libros que logré comprar en las librerías de segunda mano en La Habana o en las tardes de subastas, pasaron a ocupar, luego de leerlos, el poco espacio que les daban unas cajas de cartón guardadas debajo de la cama. Fue durante los años en los que apenas se imprimían textos, así que las ediciones anteriores se reciclaban o adquirían el status de reliquia y como tal comenzaban a venderse.
La primera y única vez que participé en una de aquellos remates logramos hacernos de un viejo ejemplar de La Peste de Albert Camus, por algo más de 40 pesos. Todavía esa cifra en La Habana de 1991 era todo un presupuesto, que cubría los gastos de un mes en la vida de un estudiante universitario. Tal vez nadie imaginó que en las siguientes subastas la cantidad sonaría ridícula, comparada con lo que estaban dispuestos a pagar por textos religiosos quienes pujaban.
Supongo que mi tutora haya adquirido sus títulos con menos problemas, aunque ello no quite que le sea difícil empacarlos y decidir su suerte. Sin embargo, presumo que también muchos hayan sido un mero apoyo a su labor investigativa de más de 30 años, es decir, bibliografía básica y de referencia.
Esto de la suerte de las bibliotecas personales no me recuerda tanto a la mía, cuyos ejemplares quedaron cualquiera sabe dónde, sino a la de cierta ex trabajadora del MINED*, a quien descubrí en medio de una operación de abandono a principios de los 90.
Revisaba yo lo que vendía un librero semiclandestino en Santa Clara, cuando me pareció escuchar una voz familiar. “¿Y usted compra todo tipo de literatura?” El vendedor, tal vez previendo un lote de incunables respondió que sí, esperanzado. “Porque yo tengo una cantidad de libros de Marx, Engels y Lenin, que para qué los quiero”. Cuando me viré, reconocí a una de las integrantes de la cátedra de Marxismo de mi antigua Escuela Vocacional.
Hoy, al cabo del tiempo, la escena me parece demasiado apresurada para la época. Corría el año 91, puede que ya no existiera la Unión Soviética; sin embargo, por la velocidad con que algunos tomaban ciertas decisiones, era un tanto difícil evitar una especie de shock.
*MINED – Ministerio de Educación en Cuba