viernes, julio 22, 2016

En bici por La Ruta del Danubio (III)

3ra Etapa: De Linz a Grein

Cuando Linz ya desaparecía del horizonte y el sol seguía imperturbable, comprendí quizás que esta sería una de las etapas más difíciles, sino la más, de todo el trayecto. La ciclovía apenas tenía elevaciones, por lo que el avance era más lento; además, teníamos el aire en contra. En una encrucijada, donde el camino se dividía entre Mathausen y Enns, hicimos un alto para preguntar a una pareja de abuelos que también andaban de recorrido.

El  hombre, con la inicial y esperada reacción de los locales, de total cautela ante un extranjero, me preguntó si no teníamos un mapa. Teníamos, le dije, pero confiábamos más en la experiencia de alguien que conocía la zona. El mapa, que era parte de la guía, había soportado estoicamente todo el aguacero de la jornada anterior y aún no se había secado del todo. Al interlocutor, al parecer, le gustó la observación porque agarró su mapa y se puso a explicarnos sobre las zonas más agradables que podríamos encontrar adelante. 

Cuándo nos preguntó de dónde éramos y se enteró que éramos cubanos, su actitud ya había pasado de escepticismo a amabilidad total. Se volvió para su mujer y le repitió que veníamos de Cuba, imagino que demasiado atolondrado por la sorpresa. Nos contó que eran de Burgenland, que pretendían completar el recorrido, pero que ya habían navegado el Danubio en varios cruceros, una vez desde Ámsterdam, en barcos que cubrían las rutas fluviales entre Holanda, Alemania y Austria, y otra vez a todo lo largo del río hasta el mismísimo delta en Rumanía. Nos recomendaron tomar la ribera sur donde encontraríamos lugares más interesantes.

Lo único que el trayecto se alejó un poco del río y a pesar de que seguíamos las señales del Donauradweg, nos tocó atravesar campos de trigo y remolacha y pequeñas aldeas de casitas cuidadas y pintorescas. Cuando nos detuvimos cerca de Enghagen, para leer lo que indicaba un cartel frente a una Gasthaus, alguien desde su auto nos preguntó si pensábamos llegarnos hasta Enns. Era una de las posibilidades de la ruta, pero como no había tenido tiempo de leer la guía en su totalidad la noche anterior, no habíamos decidido nada. Le respondí que no sabíamos. Entonces, para mi sorpresa, nos convidó a que fuéramos, que era una ciudad hermosa. Le agradecí y consulte con los demás; estábamos cerca de hacer un alto en el camino para comer algo y tal vez Enns sería una buena opción para descansar.

Enns, Stadtturm
Fue necesario desviarnos un poco, pero al cabo de unos veinte minutos ya estábamos entrando en la plaza central de Enns, coronada por la torre del reloj (Stadtturm). Cerca quedaban varios restaurantes, pero escogimos un café a pocas cuadras del centro en la Linzer Straße, una adoquinada vía de tiendas y pequeños establecimientos que evidenciaban el pasado medieval de la ciudad. El almuerzo, a sugerencia de la dueña, consistió en sándwiches y cerveza local. Enns resultó ser una parada agradable en un mediodía con mucho sol.

De vuelta en Enghagen tomamos el tercer ferry del recorrido. Este era más pequeño que el anterior, con un barquero mucho más simpático e histriónico, quien insistió en tomarnos una foto como souvenir del corto viaje de una ribera a la otra. Y de nuevo a pedalear junto al río. El viento había disminuido un poco, pero seguía siendo una jornada calurosa. 

Mientras avanzábamos andaba yo reflexionando un poco sobre los locales y sus actitudes. En Viena, al inicio de mi llegada, un par de encontronazos me habían puesto sobre aviso. Había aterrizado tras vivir casi diez años en Londres, cuando no se hablaba del Brexit y los londinenses, en apariencia, pasaban por apacibles y educados, por lo menos sabían pedir perdón. Los vieneses, por el contrario, se me antojaban bruscos y provincianos, a pesar de todo el pasado esplendor que emanaba la ciudad. No era el único que así pensaba, pues mis experiencias tenían mucho en común con las de mis colegas de los cursos de alemán y con par de amigos que llevaban mucho más tiempo en Austria y hasta con las de algunos austríacos, una amiga que vivió por años en Estados Unidos y una chica de Graz con la que coincidimos en un vuelo de regreso desde Lisboa. Lo que siempre me aclaraban era la diferencia que existía entre la antipatía y neurosis general con la que algunos vieneses se manifestaban en sus interacciones diarias y el modo más amistoso con el que se comportaban los demás habitantes de Austria. Los locales y sus actitudes incomprensibles, nuevamente añadían más datos a mi investigación en curso sobre sus modos y maneras de relacionarse.

En el Ferry hacia Ottensheim
El trayecto, hasta ahora, le iba dando la razón a quienes así opinaban. Ya andábamos cerca de la estación para ciclistas de Mitterkirchen y, por ende, no my lejos de nuestra meta del día: la pequeña ciudad de Grein. La estación estaba muy concurrida, una tienda-cafetería en el medio del camino invitaba a los del recorrido a hacer una parada y beber un par de cervezas. También nos detuvimos. Todavía no habíamos entrado en la zona del Wachau, famosa por sus viñedos, así que podíamos traicionar las recomendaciones de la guía y probar las no menos famosas cervezas locales.

Compramos tres y nos sentamos a beberlas con calma. Para llegar a Grein faltaba poco y al ritmo que pedaleábamos la distancia se acortaría mucho más. En un momento Marta fue al baño, a unas casetas al otro lado de la ciclovía por la que seguían pasando aventureros en ambas direcciones. Demoró un poco en regresar a nuestra mesa, pero casi no lo advertimos de tan entretenidos que estábamos con la conversación y la cerveza, hasta que nuestro vecino nos advirtió en inglés que nuestra amiga tenía problemas en el baño. Al parecer la puerta se había trabado y Marta no podía abrirla desde dentro. Ángel fue a tratar de ayudar, pero no pudo, tampoco logró abrirla un abuelo gigante que atacó la manilla de la puerta como si se tratara de su peor enemigo. Por suerte ya la mujer de la cafetería venía con la llave y pudo destrabarla. Vimos aparecer a Marta con cara de susto, pero sana y salva. De vuelta a la mesa, pasado el mal rato, le escuchamos al abuelo gigante decirnos en tono de aparente regaño: es la primera vez que algo así nos ocurre. “Siempre hay una primera vez para todo”, quise decirle en alemán, pero no estaba seguro de qué manera lo iba a interpretar. Lo vimos desaparecer rumbo a la cafetería y nos olvidamos brevemente de él y su comentario, hasta que apareció con un helado para Marta, cortesía de la casa.

Dejamos Mitterkirchen con el recuerdo de una historia que bien podría resumir las aventuras de nuestro trayecto con respecto a los locales. Sin embargo, sólo estábamos completando el tercer día y en los que restaban todavía podíamos experimentar más de una ocurrencia.

A la entrada de Grein
Pocos metros antes de la entrada a Grein, desde una colina donde se veía casi la totalidad del pueblo, me pareció este muy atrayente. Como punto de anclaje en la ruta de los cruceros del Danubio, aquella tarde exhibía una actividad que no habíamos notado en los demás asentamientos del recorrido, ya fuera por la lluvia o la velocidad con que atravesamos aquellos en los que no nos detuvimos.

Allí debíamos quedarnos en un apartamento situado en la granja de la Familia Kamleitner, donde había reservado una habitación. Los había encontrado en una página de la Asociación de Turismo de la Región y había chequeado su localización en los mapas de Google, pero no en una foto del satélite. La granja aparecía un poco alejada del centro de Grein, sin embargo el pueblo no parecía demasiado extenso como para que nos preocupara la distancia.

Lo que sucedió fue que desde nuestro punto de parada, en el centro del pueblo, no encontraba de ninguna manera la calle Donaulände que debíamos tomar para encaminarnos hacia los Kamleitner. Pregunté a un par de ancianas que me miraron extrañadas antes de responderme categóricamente que no existía ninguna calle con el nombre que yo había dicho. Cuando les mostré la imagen del mapa en el móvil me aclararon también en tono de “eso-debería-saberlo” que con ese nombre sólo podía tratarse de la senda de bicicletas al lado del Danubio, la misma por donde habíamos llegado a Grein.

De manera que para evitar errores, decidí llamar a la señora Kamleitner y preguntarle por la mejor dirección para llegar a sus dominios. Del otro lado del teléfono ella se ofreció a llevarnos y aunque le aclaré que éramos tres con igual número de bicicletas, ella me respondió que no sería un problema, pues tenía un bus en el que cabíamos todos. Y era cierto, se apareció en su minibus en el que acomodamos las bicis no sin antes provocar en nuestra anfitriona una expresión de asombro cuando se enteró que veníamos de Cuba. Intrigados por la necesidad del bus, pregunté si la granja quedaba a gran distancia de donde estábamos. No es muy lejos, nos dijo nuestra chofer, pero sí muy alto.

Schacherhof
Cuando avanzamos unos pocos metros ya casi alcanzábamos los límites de Grein. Más adelante nos topamos con el tradicional cartel con el nombre del pueblo atravesado por una línea roja. Nosotros ascendíamos, a un lado y al otro nos saludaban árboles demasiado altos y en un punto del camino observamos la destreza de una liebre cruzando la carretera.

La Granja de los Kamleitner quedaba en la punta de una loma. Allí, flanqueada por corrales de vacas y caballos estaba la casa principal y a un lado el antiguo granero, reconvertido en casa de huéspedes. Dentro encontramos un apartamento de dos pisos y el confort que tal vez le faltaba a muchos hoteles de 2 y 3 estrellas que había visto en los días previos cuando buscaba información sobre alojamiento en la ruta del Danubio. Desde la ventana, Grein se divisaba en la lejanía, a mucha más distancia de la que había imaginado.

Antes de instalarnos nuestra anfitriona nos preguntó si habíamos cenado, pues cerca había otra casa de huéspedes donde preparaban comidas. Así que desempacamos, nos bañamos y cuando bajamos listos ya para explorar los senderos más rurales de Schacherhof, la señora Kamleitner nos informó que su vecina no abriría el hostal esa tarde, por lo que ella nos llevaría al pueblo al lugar que eligiéramos y cuando termináramos la podíamos llamar y ella nos recogería para traernos de vuelta a la granja. Me pareció que era demasiado, pero ella nos aclaró que ya más de una vez lo había hecho así con otros huéspedes. Tomamos otra vez el minibus para cenar en una típica cervecería de la Alta Austria.

A la mañana siguiente los Kamleitner nos propusieron desayunar, pero con tantas atenciones la tarde anterior declinamos la oferta de la mejor manera posible. Tampoco aceptaron que les pagáramos más por todos los viajes de ida y vuelta a Grein.

Continuará

miércoles, julio 20, 2016

En bici por La Ruta del Danubio (II)

2da Etapa de Inzell a Linz.

Salimos temprano luego de un desayuno extraordinario en el Gasthof de la familia Steindl, pero amanecimos con lluvia y frío, como si el sol del día anterior hubiera sido un espejismo. El trayecto se asemeja mucho al de la primera jornada, laderas boscosas a un lado y al otro del Danubio. Por el camino nos encontrábamos con otros grupos de ciclistas que parecían ir mejor preparados que nosotros, al menos para un clima como el de aquella mañana.


Luego de recorrer un tramo de aproximadamente unos 8 kilómetros la geografía cambió y el paisaje se tornó más llano. Seguía lloviendo, tal vez por eso no nos detuvimos en Aschach, un pintoresco pueblo de decenas de restaurantes y cafés con terrazas que daban al río. Imagino que estén muy concurridos en las tardes y noches del verano austríaco.

El próximo pueblo en el recorrido, Ufer, era también el punto donde debíamos tomar otro ferry, mucho mayor que el anterior y preparado hasta para transportar automóviles. De manera que seguimos hasta la entrada de Wilhering para una breve visita a su Abadía Cisterciense. Pero tras consultar con un amable local, este nos recomendó regresar a tomar el ferry, pues la ciclovía era más segura por la otra margen del Danubio y si continuábamos por donde veníamos tendríamos que tomar la carretera regular y allí el tráfico sería muy peligroso para tres ciclistas.

Ottensheim en la otra ribera
Así lo hicimos y tras el cruce en la plataforma de Ufer continuamos por la ribera norte. Dejamos Ottensheim cuando ya casi era mediodía y otra vez faltaba muy poco para cumplir con la meta del día. La velocidad se la debíamos a Marta, que llegó en mejor forma que nosotros, tras sesiones diarias de gimnasio y yoga. Poco más de una hora después del cruce arribábamos a Linz, capital del estado de Alta Austria y donde habríamos de pasar la noche, esta vez en un pequeño apartamento que habíamos reservado por Airbnb. Quedaba justo en la Hauptstraße, a poca distancia del Puente de los Nibelungos, muy cerca también del Ars Electronica Center, todo un orgullo de la arquitectura local.

Linz, Alta Austria.
No tenía muchas expectativas sobre Linz. Alguna vez leí que era una de las preferidas de Hitler y confieso que seguramente tal vínculo me había prejuiciado en su contra. En el corto paseo que dimos, tras de instalarnos y descansar, me atrevo a decir que descubrimos una ciudad tranquila, algo más provinciana que Viena, pero con ciertas huellas de un pasado esplendoroso. Por un descuido me olvidé de investigar algún sitio donde degustar la famosa Tarta de Linz, así que nos quedará para una próxima visita.

Catedral de Linz
De vuelta a nuestro apartamento en la Hauptstraße nos esperaba una comida ligera, un buen vino y la posibilidad de un descanso. Sin embargo, la cercanía de la universidad le arrebató a nuestra noche cualquier viso de la tranquilidad. Afuera los estudiantes estaban de fiesta o tal vez nos tocó hospedarnos en la zona más concurrida de la noche linciense, pues la algarabía apenas amainó hasta bien entrada la madrugada.


Al día siguiente, tras un desayuno para campeones, nos esperaba otro de los tramos más largos del recorrido que habíamos elegido. Salimos lo más temprano que pudimos, aunque a esa hora ya el sol estaba instalado en su puesto de observación privilegiada y parecía dispuesto a castigarnos con sus rayos durante la mayor parte del trayecto. Dejamos Linz con la certeza de que sería la mayor ciudad de toda la ruta. Muchos de los que la han hecho le dedican uno o dos días, tal vez le encontraron mayores atractivos. Nosotros, a dos días de recorrido y todavía pensando en los kilómetros que restaban, no le dedicamos mucho tiempo.

Continuará

lunes, julio 18, 2016

En bici por La Ruta del Danubio (I)

La posibilidad de hacer la Ruta del Danubio surgió de una conversación con mis amigos Marta y Ángel hace casi un año, cuando los invitamos a conocer la ciudad donde vivimos. Ya había oído hablar de la ruta, pero no se me había ocurrido hacerla, más por cuestiones de logística que por cualquier otro motivo.  Para empezar tampoco tenía bicicleta, pues la que compré en segunda mano a principios del 2015 se la había regalado a alguien que la necesitaba más que yo, días antes de nuestra segunda mudanza.

Mis amigos, entonces, se ofrecieron para ayudar con el alquiler de las bicis y antes de que aterrizaran en Viena desde Madrid, estuvimos unas dos semanas coordinando posibles etapas, lugares por visitar y de alojamiento. Planeamos 5 días de pedaleo y fijamos la fecha para el 14 de junio. Viajaríamos en tren desde la capital de Austria hasta una de las primeras ciudades alemanas tras pasar la frontera, Passau. Luego allí iniciaríamos el camino de vuelta en bicicleta.

1ra etapa: de Passau a Inzell.

Saliendo de Passau rumbo a Inzell
Passau es una pequeña ciudad bávara situada en la confluencia de tres ríos, por eso la han llamado la Venecia germánica, aunque estoy seguro de que la lista de localidades similares en el vecino país es demasiado larga. Casi todas las grandes ciudades alemanas se asientan en las márgenes de un gran río.

Salimos bien temprano desde la Estación Central y tras cambiar de tren en Linz, arribamos cuando faltaba media hora para el mediodía. Luego de probar un desayuno típico, al menos así lo anunciaba el café cerca de la estación donde paramos, comenzó a molestarnos una inoportuna llovizna, que nos acompañaría en el breve trayecto hacia la Fahrrad Klinik de Matthias Drasch, donde debíamos recoger las bicicletas.

En un punto de la caminata pasamos por el edificio de la Alcaldía, la común Rathaus de los pueblos germánicos y la vista del otro lado, en la que podía observarse y la ribera del Danubio, me recordó a un paisaje similar visto en Heidelberg, en el que fue mi primer viaje a Alemania en el 2012. Como en la ciudad del Neckar, el río forma una garganta y uno tiene la fugaz impresión de que está en el fondo de un paisaje que otros miran desde la altura.


La recogida de las bicis fue ordenada y rápida, lo justo para iniciar una ruta para la que veníamos preparados, pero quizás nunca pensamos que comenzara tan pronto. “Crucen el puente y a la derecha”, nos dijo Matthias, las indicaciones que debe estar acostumbrado a dar. Y en efecto, luego de cruzar el puente, a unos pocos metros de la carretera principal comenzaba la ciclovía famosa que nos iba a acompañar durante toda la semana.

Passau quedó atrás con nubarrones en el horizonte. Habíamos leído más de una crónica sobre el recorrido y todas mencionaban la posibilidad de un aguacero. Sin embargo, luego de pedalear los primeros kilómetros el cielo continuó algo nublado, pero la lluvia dejó de importunarnos.

Nuestro objetivo estaba a poco más de 42 kilómetros de la ciudad que acabábamos de dejar. Nos parecía la distancia ideal para el primer día. En la ruta teníamos ya compañeros, otros que, como nosotros, con las bicis y sus alforjas, pedaleaban rumbo a Viena, o quizás más lejos aún, pues existen rutas que llegan a Bratislava y a Budapest.

En esta primera etapa la vía se adentraba por bosques y el río aparecía siempre como un indicativo de cercanía y certeza. La ciclovía está muy bien señalizada, con pequeños recuadros que anuncian el Donauradweg y señales en el suelo y en algunas zonas donde el trazado se interrumpe. Creo que es difícil perderse, aunque conviene estar pendiente de los pequeños letreros, pues en ocasiones hay que desviarse del trayecto más seguro y cruzar tramos de carretera regular.

Cuando apenas faltaban pocos kilómetros para el objetivo, hicimos una parada en una de las casas de huéspedes/tabernas del camino. Comprobamos en el mapa que casi estábamos llegando al meandro de Inzell, por eso valía la pena disfrutar de unas cervezas. A esa hora el cielo de Alta Austria se había despejado y el sol mostraba toda la gama de verdes de la ribera más boscosa del Danubio.

Las cervezas, como diría un amigo londinense, experimentado ciclista, son un buen combustible para pedalear. De manera que en muy poco tiempo ya estábamos en la orilla opuesta a Schlögen a la espera del pequeño ferry que nos cruzaría al otro lado. Sería el primero de los varios que tomaríamos durante el trayecto, pues dependiendo de la senda que uno tome y de los pueblos que quiera visitar, cuando no existen puentes en el camino hay que auxiliarse de estos barcos que probablemente lleven siglos como socorrido medio de transporte fluvial.

Desembarcamos en Schlögen y con las bicis de vuelta en el asfalto comenzamos otra vez a pedalear, pensando que la Gasthof zum Heiligen Nikolaus, donde habríamos de pasar la noche quedaría mucho más lejos del punto en el que habíamos cruzado el río. La encontramos enseguida, un típico chalet de techo alto, al lado de un moderno granero donde quedarían las bicis. Estábamos, eso sí, en el medio de la nada, con el río a unos pocos metros y la naturaleza por los cuatro costados. Apenas había señal de móvil.

Instalados ya en una muy confortable habitación, comprobamos que aún nos quedaba gran parte de la tarde y esta se había tornado demasiado atractiva como para quedarse en la cama hasta la hora de cenar. Cuando desembarcamos en Schlögen, habíamos conversado con unos turistas españoles que conocían la zona y nos hablaron de un mirador en la cercanía al que se llegaba subiendo por senderos en una loma. Así que decidimos salir a explorar y caminamos de vuelta al embarcadero.

Vista desde Schlögen
El camino al Mirador carecía de señales claras y aunque el sol seguí allí en su sitio, los trillos de la subida no habían perdido la humedad. Además, llegado un momento en el ascenso no apareció ninguna señal hacia dónde seguir, por lo que hubo que abrirse paso entre piedras afiladas cubiertas de musgo. Pensaba en lo diferente que son las reglas de seguridad en las distintas naciones, pues no me imaginaba un lugar así en Inglaterra, el país de las regulaciones sobre salud y protección.

Meandro de Inzell
Llegamos a un punto bastante alto donde pudimos apreciar el llamado Meandro de Inzell. Por suerte el descenso demoró menos y terminamos en la amplia terraza del Hotel Donauschlinge. Las vistas del río eran espectaculares. Por allí pasaban los cruceros, verdaderas plataformas de terrazas y habitaciones que hacen diversos recorridos a lo largo y ancho del Danubio. El primer día de bici casi llegaba a su fin y nos alegraba que no estuviéramos tan cansados como habíamos imaginado.


Regresamos a nuestro chalet austríaco. Lo había descubierto en Internet y en su sitio web aparecía una foto de los propietarios, una familia vestida al más típico estilo nacional. Sin embargo, cuando llegamos había escuchado a la que sería nuestra casera hablar en ruso con unos niños a los que supervisaba. A la hora de la cena comprobé que no solo ella, sino la mayoría del personal de servicio también provenían de Rusia. Me lo confirmó cuándo le pregunté. ¡Qué curioso!, pensé, allí en el medio de la nada, en la Alta Austria, un grupo de paisanos de Pushkin.

Continuará

viernes, julio 01, 2016

Repetirán elecciones presidenciales en Austria.

Luego de que los perdedores del FPÖ se quejaran de irregularidades en el conteo de votos y de elevar la queja a la Corte Constitucional de Austria, esta determinó anular el resultado de las elecciones. Se convocarán nuevamente en septiembre 2016. El post debajo se escribió cuando se dieron los resultados de la segunda vuelta electoral.

jueves, mayo 26, 2016

Elecciones presidenciales en Austria: 48 horas en vilo.

(c)Der Standard.at
Austria tiene un nuevo presidente, Alexander Van der Bellen, un economista de 72 años, exprofesor universitario, un candidato independiente que se presentó a las votaciones con el apoyo del Partido Verde. Su ascenso al cargo en el histórico Palacio Imperial de Hofburg pasará a las historia como el colofón de unas elecciones que han removido la política local y puesto al país centroeuropeo en el centro de las inquietudes de quienes temen a los extremismos de derecha.

La convocatoria a las presidenciales programada para abril 2016 no pudo haber llegado en un momento más conflictivo, en un mundo globalizado donde temas como el islamismo radical, la crisis económica y el auge de la agrupaciones populistas de ambos extremos del espectro político marcan el panorama en varias regiones. Esta pequeña nación de 8 millones de habitantes, cuna de antiguos imperios, había visto afectada su parsimonia habitual en el verano del 2015, con el paso de decenas de refugiados procedentes de Siria y otras áreas de conflicto.

La conmoción, unida a la lentitud mostrada por la coalición de partidos en el gobierno, fue hábilmente aprovechada por el llamado Partido de la Libertad de Austria (FPÖ) para montar una campaña que llevó a su candidato a la presidencia a encabezar la primera vuelta de las elecciones con el 35 % de los votos. Tras él quedó el actual presidente electo, luego otra independiente, la jueza Irmgard Griss, y detrás de esta, sin ninguna esperanza ya de continuar aspirando al cargo, los representantes de los partidos de la actual coalición, los mismos que han dominado la política austríaca durante los últimos cincuenta años.

Aupado por su posición líder, Norbert Hofer, el autodenominado rostro más amable de la formación ultraderechista del FPÖ, se situó entonces a la cabeza de las encuestas para la segunda ronda. Ante la posibilidad de que alcanzara finalmente el triunfo y ganara, según estipula la constitución, el derecho a disolver el Consejo Nacional del Parlamento, los medios internacionales y gran parte de las instituciones europeas comenzaron a desesperarse.

No menos intranquilos quedaron los habitantes de Austria, y el gran por ciento de oponentes a las políticas patrioteras, visiblemente antieuropeas y xenófobas del FPÖ y, por supuesto, la gran cantidad de extranjeros que vivimos de manera legal en este país. Aunque es bueno aclarar que el extremismo tiene un gran número de simpatizantes entre los no nacidos en Austria y entre quienes proceden del antiguo campo socialista, a juzgar por los innumerables comentarios de apoyo dejados en las redes sociales.
FPÖ en campaña: Tu patria te necesita ahora.
En medio de semejante contexto llegó el día de la esperada segunda vuelta electoral, en un domingo de temperaturas agradables a pesar de lo fría que en términos generales ha sido esta primavera. A las pocas horas de cerrados los colegios, cuando aparecieron los primeros resultados, más de un analista debe haberse sorprendido con la manera tan pareja con la que ambos candidatos habían ido acumulando votos. La noche terminó en empate y la decisión del ganador solo se conocería al día siguiente.

Ese, el pasado lunes, se tornó en una tarde angustiosa a la espera del vencedor. Algunas predicciones aseguraban incluso que Hofer adelantaba a su contrincante por más de un 1 % desde la jornada anterior. Por esa razón los seguidores del partido de ultraderecha, ataviados con los ubicuos Dirndl y Lederhosen (trajes típicos de Austria), habían decidido celebrar la victoria al final del domingo, aunque aún faltaban por contarse los votos enviados por correo postal.

Los comentaristas señalaron que muchos votantes, tradicionalmente a favor del Partido Conservador, habían optado por darle el voto al FPÖ para castigar así la inercia de sus representantes. Aunque no descarto a quienes actuaron de ese modo, creo que la votación refleja un problema que trasciende las fronteras de este país e impacta a más de una nación europea. Se trata de la poca confianza que la población muestra en sus políticos, lo que constituye la verdadera grieta en un sistema que, adaptado a la baja inestabilidad de antaño y a la bonanza de la economía de pasadas décadas, se afianzó en el poder y extendió sus instituciones y órganos ejecutivos como una estrategia que buscaba más el instinto de conservación que el impulso al desarrollo y el bienestar de sus ciudadanos.

Quizás uno de los momentos más peculiares de toda la espera fue la escasa cobertura mediática de los instantes previos al anuncio del resultado. En el canal 2 de la televisora pública  ÖRF estaba previsto un pase a palacio a las 3 de la tarde para conocer al vencedor. Sin embargo, cuando el reloj marcó esa hora no hubo ninguna interrupción de la señal que proyectaba la telenovela de turno, la alemana Wege zum Glück (Caminos a la felicidad). Minutos después, el vínculo activo del sitio web del periódico Der Standard, que supuestamente transmitiría en vivo el resultado de la suma de votos, dejaba de operar por problemas técnicos.

En pantalla apareció un circunspecto Tarek Leiter para confirmar que los resultados todavía demorarían al menos una hora más y se comunicó con el corresponsal que desde palacio tampoco aportó más detalles. Hacía varias horas que los usuarios, periodistas y comentaristas intercambiaban mensajes en las redes sociales, sobre todo en Twitter, donde lo mismo se compartían los últimos gráficos animados de las elecciones y el comportamiento de los votantes por regiones y ciudades, que se alertaba sobre la falta de rigor o falsedad de una determinada cuenta o usuario.

Otros aprovechaban la tensión para sacarle el lado más gracioso a toda la situación y la incertidumbre propia del suceso. En el ÖRF-2 los productores optaron por ofrecer más drama, esta vez con un capítulo de Weißblaue Geschichte (Historias blanquiazules) otra serie alemana de 1984 en la que la tranquilidad de unos aldeanos de Baviera, que también vestían atuendos típicos, la conmocionaba la llegada, nada más y nada menos que de un león. Ahí aprovecharon los twitteros para reafirmar con chistes lo absurdo de la situación y algunos hasta sugirieron teorías conspirativas que le otorgaban al león la presidencia.

Por fin llegaron los resultados aunque antes, tanto Hofer como el líder de su partido, Heinz-Christian Strache, habían anunciado la derrota en sus respectivas páginas de Facebook. Tal vez la frustración de haber perdido, el cambio brusco en el júbilo que había primado la tarde anterior, fue demasiado para los seguidores de ambos líderes, pues llenaron las redes sociales de mensajes amenazadores, al punto de que fue preciso un llamado a la calma por parte de las máximas autoridades del FPÖ.

Protesta contra el FPÖ antes de la segunda vuelta:
Ningún nazi en el Hofburg (c) TheGuardian
Así, enfurecidos y frustrados, han de permanecer al menos hasta el 2018, cuando se efectúen nuevamente las elecciones legislativas en Austria, quienes desean que el partido más xenófobo y provinciano de la nación rija los destinos de esta. Entonces elegirán al nuevo canciller y habrá que ver si el presidente recién electo cumplirá su palabra de que nunca aprobará a un Bundeskanzler del FPÖ, en el supuesto de que el hasta ahora aspirante Strache logre el triunfo que desde hace una década tanto anhela.

Tras los resultados, mi celebración fue muy simple. Salí a correr al parque donde suelo completar mis kilómetros de entrenamiento en el tranquilo y afluente barrio de Währing, al oeste de Viena. Es un distrito que no se caracteriza por la actividad, aunque tampoco le queda bien el calificativo de durmiente. Sin embargo, en las escenas de lo que parecía un lunes cualquiera, no distinguí ninguna señal de que mis vecinos acababan de salir de una elección tan reñida. En Währing los seguidores del FPÖ escasean, pues los votantes aquí, hasta las últimas elecciones, habían apoyado siempre a los conservadores del Partido Popular (ÖVP). Por eso a muchos sorprendió la elección de Silvia Nossek (Verdes) como jefa del gobierno distrital.

De todas formas, la aparente impasibilidad del barrio era quizás la mejor evidencia de que la gente da por sentado que disfrutará eternamente de los beneficios de una democracia, que el autoritarismo y la vuelta a un régimen fascista como el de que trajo la anexión en 1938 es prácticamente improbable. Quién sabe, tal vez en los años previos a aquel desastre, cuando Austria se lamentaba del imperio perdido y de su otrora papel relevante en la política y la cultura mundial, muchos pensaron también que un régimen como el Nazismo, con todas sus implicaciones, nunca llegaría a este país de lagos cristalinos y cumbres nevadas.

jueves, marzo 31, 2016

Faux Pas

Tal vez este comentario aparecido en Tribuna de La Habana haya sido uno de los que más repercusiones negativas ha provocado, de entre todo lo publicado en la prensa oficial acerca de la visita de Barack Obama a Cuba.

Apelando a un conocido chiste racista de los 80, su autor intentó resumir su oposición, más que nada, al ya histórico discurso del mandatario norteamericano en el Gran Teatro de La Habana. El comentario habría trascendido como uno más, porque apenas expone una argumentación detallada y se limita a la reiteración de conocidos clichés de la retórica habitual de los medios cubanos, si no hubiera sido por la referencia al “chiste” que el periodista utilizó para su titular.

En lo que también intenta ser una disculpa posterior, el autor ha escrito otro texto en el que se excusa ante quienes se sintieron ofendidos. Su redacción tampoco sugiere un sincero arrepentimiento, pues el periodista defiende la utilización de su infeliz referencia como un mero recurso de estilo. No entiende la naturaleza racista del titular ni su contexto y opta por defenderse de acusaciones de racismo, aunque no creo que la principal intención de toda la inquietud creada en las redes sociales sea precisamente esa.

El “chiste” se deriva de una situación ya olvidada. La escena tenía lugar en una de las llamadas Diplotiendas, en las que los cubanos tenían prohibido el acceso. Camufladas tras vidrieras de cristal translúcido y situadas en lugares exclusivos, en dichos establecimientos el personal diplomático y los extranjeros residentes en la isla podían comprar, siempre y cuando presentaran su pasaporte. En 1993, cuando se despenalizó la tenencia de divisas, las Diplotiendas y los Diplomercados pasaron a mejor vida.

En el segmento que dio origen al chiste, en uno de aquellos eventuales programas realizados por el Conjunto Nacional de Espectáculos a finales de los 80, la dependiente de una estas tiendas (si mal no recuerdo, la actriz Zulema Cruz) inspeccionaba un pasaporte y llena de incredulidad le soltaba a su interlocutor: negro, ¿qué tú eres sueco? Este, en una toma doblemente oscurecida, chapurreaba en inglés: “ah, beibi, ailobiu”.

Es notable que el chiste permitía ilustrar un contexto específico de carencias y estereotipos, además de reforzar prejuicios que en tiempos “revolucionarios” el discurso oficial los consideraba ya superados, puesto que siempre los asociaban con la sociedad republicana. Con él, sus creadores también reforzaban una idea del mundo demasiado esencialista –y racista- que ignoraba más de dos décadas de migraciones internacionales de las que Cuba, debido al aislamiento promovido por su gobierno también se había mantenido ausente. Uno podía deducir que, para los realizadores, como para una gran parte de los cubanos, Suecia se mantenía inmutable, según un ideal de la raza dominante que excluía cualquier posible aparición del mestizaje o incluso la presencia de minorías étnicas.

El contexto de las carencias lo evidenciaba la puesta en escena de la diplotienda y sus mercancías inalcanzables para los nacionales y doblemente prohibitivas para los afrodescendientes. La escena establecía también, de modo subrepticio, los límites a los que los negros en Cuba debían aspirar. Alejados del mundo real y acostumbrados a la información proveniente del campo socialista, donde los temas raciales apenas se reflejaban, ellos debían suponer que cualquier reclamo por mayores derechos, cualquier crítica al racismo institucional, sería tomado por las autoridades como un peligroso síntoma subversivo.

Los cubanos vivían cercados por una barrera ideológica que lejos de ayudarlos a promover una sociedad sin diferencias raciales y de clases, había hecho poco por eliminarlas. Y como el programa reflejaba, se tomaba a broma la posibilidad de una nación multiracial y se prefería perpetuar el estereotipo de Suecia (aunque para el imaginario nacional de aquella época bien podría tratarse de Alemania o Dinamarca) como un país exclusivamente blanco. Definiciones limitadas como esa centran actualmente el discurso de los grupos más radicales de la extrema derecha en Europa y hasta en ciertas zonas de Norteamérica.


No es difícil imaginar el shock de los realizadores de aquel segmento cuando años más tarde las mismas pantallas de la Televisión Cubana mostraron los partidos de la Copa Mundial de Fútbol “Estados Unidos 94”, en el que el equipo sueco, a la postre ganador del tercer lugar, incluía en su nómina a jugadores como MartinDahlin y Henrik Larsson. O sea, hace más de 25 años que estos suecos – y muchos otros más-, no precisamente rubios, habían demostrado lo anticuado del estereotipo y por ende, lo ofensivo del chiste. En Tribuna de La Habana parece que aún no se han enterado.

miércoles, marzo 23, 2016

Obama en Cuba: Del 17D al 22M.

(c) Ben Rhodes
Barack Obama, el primer presidente norteamericano en visitar Cuba en casi un siglo, dejó la isla esta semana. Tal parece que la estancia fue fugaz si se compara, como él mismo hizo, con el atraso que ambos países acumulan, más de cincuenta años, esos que pesan tanto en un ambiente como el que ha marcado las relaciones (o ausencia de) entre los dos países. Son demasiados, acrecentados por el peso de la ideología y la testarudez de ambos bandos, que vieron en la posibilidad de mantener las diferencias una razón para presentarse ante el mundo como vencedores de una guerra inútil.

La gerontocracia cubana posiblemente se crea que vencieron, que abrir la isla al llamado “líder del mundo libre” fue la consecuencia final de una estrategia basada en el empecinamiento y la inmovilidad. Para ellos, y para un cierto sector de la izquierda anquilosada, el hecho de que los visitara un demócrata y el primer afrodescendiente en ocupar la Casa Blanca era irrelevante, pues quien arribó a La Habana en la tarde lluviosa de un domingo fue el representante del “Imperialismo Yanqui”, ese maleable apelativo del que los niños cubanos aprendemos a desconfiar bien temprano, sin comprender muy bien qué significa. Tal vez por eso, el general-presidente no se dignó a recibirlo cuando el avasallador Air Force 1 tocó tierra cubana.

Quienes sí le dieron una bienvenida más calurosa fueron los vecinos de La Habana Vieja, primer punto del recorrido oficial, y los de Centro Habana, donde llegó para cenar en una de las paladares exitosas de la que llaman la capital de todos los cubanos. La Televisión Nacional se limitó a las escenas del aeropuerto, prefirió esconder el entusiasmo de sus televidentes, gran parte de los cuales, por suerte, ya no necesita las cámaras del ICRT para mostrar y compartir imágenes de la vida insular.

Lo que sí mostraron las pantallas de la isla fue el recibimiento oficial y las declaraciones posteriores. El visitante, diplomático y comedido, discursó –con modales y maneras de negociador- sobre diferencias que no comprometan lo que se ha logrado hasta ahora. Luego contestó preguntas. El general, tras la lectura de su intervención en la que no faltaron las referencias habituales del discurso político de la isla, intentó agradar a la audiencia aceptando un brevísimo cuestionario. Sin embargo, bastó que aflorara el tema de los prisioneros políticos para que se tornara tenso, incoherente, fuera de lugar. Es de suponer que en muchos hogares cubanos las conversaciones de quienes observaban la transmisión del evento giraran en torno al pobre desempeño del líder, ese mismo que rige el destino de millones de compatriotas.

Raúl Castro ha dicho, como le recordó también Barack Obama, que abandonará el poder en el 2018. Tal vez, como sucedió con su hermano mayor, la Televisión Cubana dejará progresivamente de mostrarlo en vivo, a fin de ocultar el declive de sus facultades a la vista de todo el país. A Obama le queda menos tiempo en el sillón presidencial, pero si desde la difusión en las redes sociales de su entrevista con el actor Luis Silva (Pánfilo) pareció ganarse la afinidad de muchos, el discurso del 22 de marzo le prodigó simpatías adicionales.  Y más de un espectador puede que hubiera preferido la presencia del mandatario estadounidense en la isla unos años antes.

En un mensaje esperanzador, salpicado de frases en español y de referentes culturales, Obama sentenció que el futuro de Cuba tiene que estar en las manos del pueblo cubano. Antes había remarcado que el Estado del Derecho en la isla no puede incluir detenciones arbitrarias para aquellos que critican al gobierno. Desde afuera, un simple razonamiento pone en evidencia que hace falta la segunda condición para que se cumpla la primera, de lo contrario el porvenir que le espera a los cubanos será de más privaciones y reprimendas.

Desde la isla, varios han comentado en las redes sociales que después de las palabras del Presidente Obama, la Televisión Cubana dio paso a un panel (seguramente de habituales de la Mesa Redonda) quienes procedieron a objetarle al norteamericano la audacia de sus planteamientos. Los círculos de poder insular todavía funcionan como en los años de mayor beligerancia contra los EE.UU. Ya no basta controlar lo que los cubanos ven, es necesario también convencerlos de que lo que han visto y escuchado no es precisamente eso.

Tras su mensaje de esperanza, el Presidente Obama y el general se dejaron ver en el Estadio Latinoamericano para presenciar el juego de baseball entre el equipo Cuba y los del Tampa Bay Rays. Ganaron los visitantes. Horas después, el general despedía al norteamericano desde la terminal aérea en la que no lo recibió. En Facebook una amiga danesa que visitó la isla por primera vez en el ya lejano 2002 me dejaba saber su anhelo de que la visita de Obama terminara siendo buena para los cubanos. Yo también, le escribí, pensando en los millones de la isla que añoran desde hace mucho lo que merecen: una vida mejor, con menos ideología y más derechos.


martes, enero 12, 2016

La noche en que intentamos detener el absurdo

Ocurrió en las postrimerías del 2015, recién llegados a Lisboa en el habitual viaje por Navidad y Año Nuevo. Casi al final de ese primer día en el que hay tanto por recorrer para tratar de descubrir sitios desconocidos en la ciudad que en los últimos años siempre nos sorprende, nos topamos con un evento sobre el que habíamos leído en la prensa y en las redes sociales, casi siempre cuando es noticia porque termina ocasionando algún accidente o una muerte estúpida, pero que nunca habíamos presenciado así, tan a la vista de todos.
(c)Diário de Notícias

En Portugal le llaman praxe o, como dirían sus más entusiastas defensores “praxe académica”. Con ese enunciado puede leerse una entrada en la Wikipedia, escrita en portugués, en la que se advierte el esfuerzo de los autores por adornar la descripción de un hecho bien polémico. Puede decirse que es una práctica que divide. Para los defensores es solo una broma organizada, un juego en el que las estructuras de poder se definen en la naturaleza lúdica de la praxe en sí. Para otros, se trata simplemente de un acto más de bullying, extendido al ámbito académico, para acompañar lo que debería ser la principal aspiración de un escolar cualquiera: el acceso a la Educación Superior.

La praxe consiste en un extenso ritual iniciático por el que pasan los caloiros o estudiantes de primer año en las universidades portuguesas. A simple vista parece un acto banal, intrascendente, para quien lo observa desde afuera o llega por primera vez al país y se sorprende ante lo que en otros lados sería pura humillación pública. 

En el Portugal de antaño y en el de la dictadura fascista que duró más de cuarenta años y de la que aún quedan vestigios, si bien escasos y aislados, la educación era un lujo y el acceso a la universidad, un privilegio reservado a una elite. Nada más contradictorio si se recuerda que el propio Salazar fue profesor universitario. Sin embargo, lejos de proponer el acceso mayoritario al conocimiento, el dictador se ocupó de mantener analfabeta a una gran mayoría de la población y de que no sintieran vergüenza por ello, sino orgullo. En pleno siglo XXI la situación es bien diferente, aunque la educación superior portuguesa mantiene un halo de tradicionalismo, por influencia de la imperante religión católica y los años de clientelismo, ese funesto hábito que la democracia hasta ahora no ha podido eliminar del todo. 
Traje Académico de la Universidad de Coimbra

Hace diez años, durante mi primera visita a Portugal, paseando por las calles de Oporto, me asombró encontrar a varios jóvenes caminando en grupo, vestidos de negro, con amplias capas también oscuras. Tratando de impresionar a mi guía Helena, hoy mi mujer, le pregunté si había en la ciudad alguna convención de fanáticos de Darth Vader. Ella me contó que se trataba de universitarios que llevaban el uniforme o traje académico y acto seguido me aclaró que ni ella ni sus amigas más allegadas habían sucumbido a tal tradición cuando ingresaron a la universidad.

No hay dudas de que detrás de la oscura vestimenta hay una evidente intención de mostrar estatus, de pavonearse ante el resto de la sociedad, por haber alcanzado el otrora elitista objetivo de cursar estudios superiores. Solo que en la actualidad tal propósito resulta, al menos en teoría, bastante alcanzable para quienes viven en un país con un buen sistema de educación pública que, si se aprovecha bien, garantiza el ingreso a la universidad. Y aunque el costo de la matrícula va en aumento, también hay que considerar que los portugueses pagan hasta seis veces menos que sus colegas ingleses y una cantidad mucho menor que los estudiantes norteamericanos.

De manera que la entrada a la universidad no es tan imposible. Eso sí, hacerlo vistiendo el traje puede suponer una inversión extra de más de cien euros, en dependencia de la institución a la que se asista. Es una situación que a los cubanos puede resultarnos curiosa, sobre todo porque antes de la universidad siempre llevamos uniforme, a veces teniendo que seguir reglas bastante estrictas en cuanto a su uso, por lo que la llegada a la enseñanza superior significa entonces la libertad de poder escoger uno mismo la ropa para vestirse.

Por eso imagino que muchos compatriotas, salvando las distancias, hallarían un tanto ridícula esa pretensión de aparentar estatus mediante un conjunto a todas luces pasado de moda. Quizás deba hacer la aclaración que me refiero a una generación específica de cubanos, esos que consideraban llegar a la universidad y graduarse como uno de los objetivos principales de sus vidas. Ellos, seguramente, verían a los jóvenes portugueses de traje académico y les preguntarían poco impresionados: estudias en la universidad, ¿y qué?

Sería tan irrelevante como llamar licenciado(a) a quienes completaron el ciclo de estudios de pre-grado, cuya creciente cifra mayoritaria ha despojado de novedad a tal título, a diferencia de otros años cuando sí representaba traspasar cierto umbral. En Portugal, lo de los títulos y la falsa formalidad asociada también bordean en la ridiculez, cuando los que terminan la universidad gustan de hacerse llamar doctor, doctora, aunque no hayan estudiado Medicina o ejerzan como médicos o tengan un grado científico tras terminar un doctorado.

Sin embargo, el traje, el pavoneo propio de mostrar el ingreso a la universidad, quedaría en una referencia pintoresca sino fuera porque a veces el disfraz no basta. En el 2010 viajamos de vacaciones a Portugal a inicios de septiembre y, por circunstancias de la vida, terminamos pasando varios días en Coimbra, la ciudad universitaria por excelencia del país. Allí era muy común ver a uniformados con capas negras y uno hasta llegaba a sentir pena por las muchachas, negociando su andar en las calles empedradas con aquellos zapatos de tacón cuadrado que solo de verlos presagiaban incomodidad. Pero lo que realmente me sorprendió fueron los grupos que aparecían por cualquier esquina proclamando a toda voz su filiación. En una zona más bien alejada del centro y del campus principal nos topamos con uno que de cuando en cuando voceaba “Aquí va Sociología”. O sea, que además del traje, los estudiantes deseaban dejar bien claro a qué facultad pertenecían, aunque aquella mañana ni nosotros ni el resto de los transeúntes ocupados le hiciéramos mucho caso.

En la praxe es usual ver a los abusadores vestidos de traje académico. Tal vez no haya mejor representación del mal que esos extraños juegos en los que un ser encapotado ordena a otros que realicen cualquier estupidez que se le antoje.

“Esto es un juego”, nos dijo con tono despectivo uno de los trajeados del séquito de acosadores que acompañaban a dos jóvenes estudiantes empeñadas en que un grupo de iniciados completaran una secuencia de flexiones en una de las entradas de la bulliciosa estación de Cais do Sodré en Lisboa. Antes habíamos intentado, mi esposa y yo, detener tal avasallamiento. Sin embargo solo alcanzamos a causar algo de desconcierto entre los llamados caloiros que nos miraban como a turistas incapaces de comprender una parte de la realidad local.

Hasta sonreían, los pobres, cuando le aclarábamos que no tenían que someterse a tales pruebas. Mi esposa fue hasta las líderes que indicaban los castigos y les preguntó de qué facultad procedían, pero ambas se dieron la vuelta sin responder, aunque una de ellas quedó pasmada cuando Helena le hizo saber lo extraño de una praxe en diciembre, puesto que son más comunes a inicios del curso. Cerca del sitio del “performance” un agente de la policía nacional observaba, pero fingió no darse por enterado.

Como mencioné al principio, el tema de la praxe causa numerosas polémicas en Portugal y estas se avivan cuando ocurre un hecho lamentable, como el de la playa de Meco en diciembre de 2013. A los que la defienden como tradición les bastaría una lectura de Eric Hobsbawm para comprender que todas las tradiciones fueron inventadas, por lo que no hay nada de autenticidad en ellas. Si el propósito es conservar prácticas culturales que puedan atribuírseles a un determinado pueblo o nación, cuenta Portugal ya con varias de estas, menos abusivas, en las que los participantes tienden a celebrar la vida en común en lugar de someter a castigos corporales a sus semejantes.

Es posible también que quienes abogan por la no prohibición de la praxe aleguen que las “bromas” ocurren sin dejar secuelas en los caloiros, salvo en los familiares de los que fallecen, claro está. Los que tratamos de “salvar” de la humillación pública en Cais do Sodré no parecían traumatizados sino más bien aburridos, ¿no tendrían algo más interesante qué hacer en Lisboa, ahora que la capital lusa abre nuevos espacios, como el cercano Mercado da Ribeira, para regodearse en una vida social activa?

En medio de nuestra fugaz intervención pude observar a las castigadoras. Noté su estudiada severidad, sus rituales del abuso, parte de una actuación tan creíble como sólo lo son ciertos comportamientos humanos. Ellas, junto a los demás abusadores del séquito, seguramente se graduarán y ocuparán puestos de trabajo en el país o emigrarán, si la economía nacional no mejora. Sin embargo, imagino que el carácter que exhibieron aquella noche, esa facilidad para suprimir la empatía, esa tranquilidad para mortificar a semejantes, quedará en su repertorio de habilidades. Les tocará a sus jefes y colegas celebrar o censurar tales comportamientos, pues en definitiva  estos no son propios únicamente de estudiantes con un mínimo de poder sobre otros, sino que pertenecen a todos los que sí ocupan posiciones de autoridad en las que la degradación a subordinados está a la orden del día.

De modo que, ante una situación en la que puedan –como en la pasada noche de diciembre- exhibir sus dotes de tiranos, de represores, lo harán gustosos, satisfechos. Solo espero que siempre encuentren a quienes se les enfrenten y los desarmen de tanta propensión al abuso. Para entonces, tal vez, nadie llegará a justificar la praxe como una inocente e inofensiva travesura entre estudiantes.

domingo, noviembre 15, 2015

Los iluminados salvadores de Cubanistán

(c) Jean Jullien
Los ataques de extremistas islámicos en la ciudad de París son tristemente una nueva acción en la lista de eventos que nos dejan desesperanzados y ansiosos. Terrorismo y extremismo son sinónimos, pienso yo, fenómenos que hasta en el mejor de los casos pueden incluirse en una relación causal: los extremistas, en muchas ocasiones, llegan a entender el terror como la mejor arma, la más certera justificación para su causa. Estos días de tragedia en la Ciudad Luz y en otros tantos lugares siempre me recuerdan a todas las víctimas de estos hechos, las que mueren en el acto y las que perecen luego, por reacciones derivadas del extremismo, en circunstancias más bien absurdas.

Jean Charles de Menezes, el brasileño asesinado por error por oficiales de la Policía Metropolitana de Londres, sería un ejemplo de hasta dónde puede llegar el extremismo. Para quienes lo tomaron como sospechoso del frustrado plan para repetir los atentados del 7-7, él “parecía” árabe; para el oficial encubierto que lo vigilaba de cerca y que tal vez nunca en su vida le había prestado atención a la melodía característica del portugués de Brasil, Jean Charles hablaba un idioma parecido al árabe. Por eso cuando el muchacho entró apurado en la estación de Stockwell, con su mochila al hombro y arrancó a correr con tal de no perder el tren al que le faltaban pocos segundos para iniciar viaje, los guardias que lo seguían decidieron en cuestión de instantes que el joven era un terrorista e iba dispuesto a inmolarse. Lo acribillaron.

Por esos días me alojaba en casa de un amigo en el barrio de Stockwell. El trayecto hacia la estación era mi ruta diaria hacia otros lados de la ciudad. En las jornadas posteriores a la muerte de Jean Charles y la captura de los verdaderos implicados, no lejos del sitio donde el brasileño fue abatido, la estación de Stockwell permaneció bajo un estricto control policial, de policías portando armas, lo que es raro en Londres, a no ser que se trate de esos días cuando los niveles de alerta se disparan.

Yo seguí yendo a la estación, a pesar de que podía haber optado por trayectos alternativos, comenzar el viaje en Brixton, pues esa otra estación quedaba casi a la misma distancia de la casa de mi amigo. Alguna vez pensé en dejar mi mochila en casa, mas terminé siempre llevándola conmigo, porque quién iba a sospechar de aquella bolsa verde con cuadernos y bolígrafos. Pero sin dudas mi mayor confianza era mi origen, pues intuía que todos en ese Londres tan híper diverso eran capaces de distinguirme como cubano. Eso, pensaba yo, me protegería, como si fuera tan fácil darse cuenta, como si los compatriotas que en La Habana o Trinidad me pedían limosnas, artículos y jabón tomándome por un “yuma” nunca hubieran existido.

Así que uno de esos días de película, de estación tomada por miembros de la Policía Metropolitana con armas automáticas y chalecos antibalas, justo cuando iba a pasar mi tarjeta Oyster por el dispositivo que abría el torniquete de acceso al metro, dos de aquellos oficiales me pararon. Es que yo –no me dijeron- parecía brasileño, o árabe, o persa, cualquier cosa menos originario de una isla a la que ellos probablemente ni siquiera lograrían ubicar en un mapa. Me preguntaron adónde iba, qué hacía en la ciudad. Me pidieron la mochila, la separaron con cuidado y trajeron a un perro que la olisqueó aburrido. Todo se desarrolló a la vista de los demás ciudadanos que avanzaban imperturbables rumbo al metro, aunque no dejaron de dirigirme miradas de desconfianza.

Los oficiales determinaron que yo no representaba una amenaza, solo entonces me preguntaron de dónde venía. El país de origen le resultó extraño al policía que, a pesar de su aspecto imponente, conservó durante todo el tiempo su aplomo y amabilidad. Supongo que yo comenzaba a quedarme nervioso, que supuse debía maldecir a algún antepasado del Magreb que se había aventurado a las Canarias, por eso casi ni reparé en el chiste del policía británico que me había dicho: Espero que usted no sea uno de esos que vienen en balsas. Yo lo tranquilicé, Londres estaba demasiado lejos como para intentar llegar en una embarcación rústica zarpando desde el Caribe.

Luego me dieron una especie de recibo al terminar, no recuerdo si por si pretendía quejarme. Bajé a la plataforma, tomé el tren, no sin antes enfrentar alguna que otra mirada de reconocimiento y cambié de línea en la primera intersección. Cuando llegué a mi destino y salí del metro, pensé que Jean Charles, de haber sido yo, tal vez estaría vivo, no porque viniera de mi misma isla, sino porque le habrían dado la misma oportunidad que a mí. Al final era posible que yo hubiera terminado baleado en la estación de Stockwell. Yo y tantos otros compatriotas de facciones mediterráneas y ni hablar de otros tantos con nombres del Medio Oriente tan comunes en Cuba. Cuando los extremos se entronizan y la división se limita a “nosotros” o “ellos”, poco importa que tengas apellido ibérico cuando te llamas Omar, Ahmed o Jair.

Porque hay dos realidades o muchas más que dos y somos diferentes cuando abandonamos los lugares en los que la mayoría piensa y asume que somos como ellos. Y yo era cubano en Cuba, pero fuera de ella ya mi nacionalidad no era tan evidente, si es que alguna vez lo fue cuando viví allá. Por eso es tan frecuente que me confundan con nacionalidades que nunca imaginé. Así me han preguntado si soy portugués en Suiza, español en Portugal, iraní en Londres, turco en Viena. Y por supuesto, en Cuba, ahora casi nadie me toma por nacional.

Por eso cuando veo y leo lo que comentan algunos compatriotas, me doy cuenta que aún creen que su origen étnico les ofrece una protección infranqueable y que esta es universal, válida en todos los contextos, porque el mundo se reduce a Cuba y su diáspora. Lo demás no importa; los demás, tampoco.

Son esos quienes tal vez nunca contemplarían hablarle a un musulmán para evitar asociaciones, como antes no le hablaron a un negro o a un homosexual. No se han detenido a pensar que fuera de esos lugares donde son mayoría, donde insisten en descalificar a quienes no apoyan la necesidad de esa mayoría, pocos los salvarían de ser considerados diferentes, sospechosos, una amenaza interna. Pues en un ambiente tan radicalizado y extremista ¿quién va a creer en la excepcionalidad de una isla fuera de sus propios habitantes? Casi nadie.

Sin embargo, ellos insisten en analizarlo  todo según la filosofía isleña, a caballo entre el totalitarismo y el egocentrismo, la hipocresía y las mejores técnicas de acoso aprendidas en Cuba. De ahí que en estos días de luto por tantas víctimas del terrorismo, también me sorprenda y acongoje que haya tanto extremista, tanto radicalismo que, sin duda –y espero que el futuro me desmienta-, dará lugar a más actos de terror contra esta humanidad que somos todos.