sábado, febrero 10, 2007

Mis zapatos y yo: toda una vida (III)


Mis sueños tenían que esperar, podría optar por una universidad cubana, a cuyas aulas, con suerte, podría seguir yendo en botas. Entonces llegó un proceso de selección agotador y estresante, meses de estudio para pruebas de ingreso, y luego incertidumbre ante la perspectiva de pasar doce meses previos a la vida universitaria cumpliendo el Servicio Militar y calzando más botas. Por suerte llegó la confirmación directa a la Universidad de La Habana. Y para la capital, segundo par de zapatillas Tomis, hermosas, fuertes, resistentes. ¡Quién podía imaginar en julio de 1989 que luego de diciembre de ese año no habría más Ceaucescu y, por ende, exportaciones rumanas para el Caribe!


La fortaleza y resistencia duraron hasta mi segundo año, cuando gracias al turismo internacional, un par de colombianos residentes en Nueva York, amigos de mis familiares en New Jersey, aterrizaron en La Habana con un regalo. Cuando los despedí tenía un par de exóticas y hasta escandalosas «superaltas» Hi-Tec. Los visitantes, sin conocer las necesidades criollas, o los hábitos, o las costumbres, o la realidad de la Isla en el año 92, imaginaron que yo era el único beneficiario del dinero que traían, la moneda del enemigo, todavía ilegal en Cuba. Habían comprado como si se tratara de una rutinaria visita a Bloomingdale’s, sin pensar que se trataba de una simple Tecnitienda y sin conocer que sus precios eran el doble o el triple de lo que acostumbraban ver en los establecimientos neoyorquinos.

Con mis superaltas y mi estampa de estrella de la NBA sin estatura, anduve mucho por La Habana del Período Especial. Ellas resultaron de una tremenda ayuda en los momentos difíciles, cuando ya no existían guaguas y había que zapatear de F y 3ª a la Biblioteca Nacional, y de ahí a la agencia de 21 y 4, y en ocasiones, como en los animados de Elpidio Valdés, de Júcaro a Morón y de Morón a Júcaro.

Dejé la capital en el agotador verano de 1994. Ya no calzaba las superaltas, sino unos «toscos», innovadores zapatos de suela gruesa y alta, y materiales de origen desconocido que no guardaban ninguna relación con José Luis Cortés o NG La Banda, que por esos años causaban furor en los barrios habaneros. Me despedí de tantos lugares memorables con el deseo de no regresar jamás a aquellas tardes desoladas y calurosas, a aquellas caminatas interminables en busca de comida, de esperanza. Me dolía, eso sí, perder uno de los pocos eventos culturales que todavía servían para animar la ciudad y dar la impresión de que todavía era posible la vida en ella: el Festival de Cine.

Volví en las ediciones del 95, 96 y 97. En ese último diciembre vi filmes que me emocionaron y compensaron la terrible certeza de que el evento ya no era el punto de reunión de los amigos, que estos comenzaban a emigrar y la ciudad se estaba llenando de fantasmas. En ese año, además de sin amigos, me quedé sin zapatos. Había llegado con dos pares, unos cuya suela luego de una reparación notable había sido pegada, y otros que además de pegados habían sido reforzados con puntillas. La inventiva criolla me daba esperanzas, aunque tal vez intuía que sería ya mi último Festival y estaba decidido a ver la mayor cantidad posible de películas, por lo que sería también el evento de más caminatas.

Y eran agotadoras, aun cuando en algún cine aparecían milagrosamente algunos de los amigos que quedaban en La Habana, y los breves minutos de conversación mitigaban el agotamiento. A mediados de la segunda semana de Festival descubrí que la destreza de los zapateros no era tal, que las puntillas amenazaban con partir toda la suela y llegar al punto en que me sería imposible caminar, o incluirme en un molote festivalero sin causar heridos. Aminoré el paso y el ritmo de películas, pero como en un verso de Vallejo, el clavo, ay, siguió saliendo. La noche antes de mi viaje de regreso a Santa Clara, poco antes de llegar a la casa donde me quedaba en el exclusivo Miramar, mis corte-bajos, con sus clavos salientes, desaparecieron en el fondo de uno de los latones de basura. Descalzo y algo triste, prometí que cuando tuviera dinero, o mejor, mucho dinero, compararía muchos zapatos, terminaría siendo algo así como el hijo predilecto de doña Imelda Marcos.

El único impedimento técnico para mi promesa era la realidad cubana. No bastaba ahorrar, porque los precios siempre estaban por encima de las posibilidades del profesional medio, y tampoco se podía confiar mucho en la oferta. Así llegó el 2000, un año de terribles sucesos personales, y paradójicamente el de mejor situación financiera y el de mis primeras sandalias Práctica. Parecían el mejor antídoto contra el calor y se me antojaban relajantes y hasta terapéuticas. Sentí mucho que se incluyeran en el botín de un robo con fuerza del que mi casa fue víctima, mas lo tomé como una señal del destino. Había que seguir adelante y seguir caminando. Ya para esa época mis zapatos estaban en la etapa más transgresora posible. Calzado mediante, parecía como si estuviera dispuesto o mejor equipado para dejar atrás las convenciones de una sociedad todavía moralista («las personas decentes no andan con zapatos sucios»), homófoba («no hay cosa más fea que un hombre sin medias») y racista («andar en chancletas es cosa de negros»).

Mis zapatos y yo: toda una vida (IV)


En el 2003 logré comprar mis primeros zuecos, gracias al floreciente mercado de los zapateros trabajando por cuenta propia. Ya no se llamaban zuecos, sino descalzados, y aunque no era ya adolescente, podía decirse que estaba en la última. Mis descalzados asistieron a muchas conversaciones sobre los preparativos de mi viaje al Reino Unido, y a última hora fueron sustituidos por un par de costosos pero necesarios tacos con los que pisaría por primera vez las calles de Londres, y luego las de Cardiff, en Gales.


Y había que caminar mucho en ese mes previo al comienzo de mi maestría en la universidad galesa. Había que recorrer London de sur a norte y de Brixton a Camden Town, de Greenwich a Wembley, recorrer el Museo Británico, la Galería Nacional, el barrio de Notting Hill, el de Kensington, las callejuelas de Soho a ritmo de jazz, el West End, el South Bank, la Tate, etc. Mis zapatos no aguantaron, cuando llegué a Gales descubrí que ambas suelas se habían gastado notablemente, y el material había pasado de gastado a poroso, y los poros ya eran huecos, pequeños, casi imperceptibles a simple vista, pero enormes para que el agua penetrara cuando pisaba un charco o cuando atravesaba a toda prisa una calle de Cathays. Y Gales era el país de la llovizna, y yo, de animal tropical pasaba a descubrir qué era el frío y la importancia de estar abrigado, y sobre todo, seco.

Con mi primer estipendio compré un par nuevo, y luego otro al tercer mes, y luego viajé de vacaciones a España y cómo no llevarse de recuerdo una muestra de calzado ibérico, mucho más barato que el anglosajón; y luego llegaron las rebajas de enero, y luego descubrí las canchas de squash que requerían de tenis de suela blanca, y luego llegaron las ocasiones formales. Y cuando mis amigos visitaron mi cuarto en la avenida Edington, preguntaron sorprendidos por qué había traído tantos zapatos. Yo hice este recuento, más breve y en inglés. Hubo a quien le pareció demasiado sentimental, hubo quien prometió regalarme zapatos, muchos, y entonces el conmovido fui yo.

El año pasado leí en el Juventud Rebelde un artículo sobre quien posiblemente sea el hombre más alto de Cuba. Justo desde el comienzo, me atrajo su historia personal. Dadas sus proporciones, es lógico pensar que sus pies serían enormes. ¡Qué problema! A decir verdad, el recuento de sus dificultades me dejó bastante deprimido, imaginé su descripción de los dedos deformados por caminar con zapatos más pequeños que sus pies, y hasta sentí que de haber estado en la Isla, hubiera tratado de hacer algo.

Hace poco, viendo Bobby, me llamó la atención un diálogo entre dos protagonistas. El personaje de Helen Hunt se queja de haber olvidado empacar zapatos que combinaran con los vestidos que había traído consigo. ¡Pues iremos a comprarte nuevos! —responde Martín Sheen, su esposo en el filme—. ¡Qué sencillo! —pensé—, ¡qué elemental! Tal vez en el 58 muchas parejas cubanas se identificaban con una situación similar, pero 40 años después, creo que nadie reparaba en tales nimiedades.

Todavía hoy cuando paso frente a una tienda de zapatos, no puedo evitar quedar mirándolos allí tranquilos en exhibición. A veces hasta entro, los miro, me los pruebo, y me detengo ante un dilema moral. Me digo que me gustan, pero no los necesito, y no sé si por mi experiencia anterior tengo claros los conceptos de qué es necesidad y qué es lujo. Me consuelo sabiendo que si me fueran necesarios, al menos los podría comprar, ventajas de la sociedad de consumo, digo yo, aunque esa certeza no me libra de soñar con todos los zapatos que amé una vez. Lo que sí no acabo de descifrar, aunque en verdad no es algo que me quite el sueño, es la razón imperiosa que llevó a Imelda Marcos a acumular tantos en sus años de primera dama.

lunes, febrero 05, 2007

«¡Esto es La Habana!»


Sucedió en La Habana, la ciudad en la que siempre se registran los grandes acontecimientos de la música cubana. Aunque a decir verdad, el verdadero suceso ocurrió en Los Ángeles, pero por cuestiones relativas a la trascendencia se supo casi al mismo tiempo en la capital cubana. Lo curioso de esa noche de febrero del 2000 es que la noticia, si bien procedía de los Estados Unidos, no se refería a uno de los tradicionales enfrentamientos tan comunes entre los dos países desde 1960. La protagonista era la música, o mejor, un pianista cubano que para esa fecha resultaba casi tan universal y referenciado en el mundo, como en su propia y pequeña isla.

La noche en que la Academia de Grabaciones de los Estados Unidos (NARAS) anunció que entregaría un premio Grammy a Chucho Valdés, este se enteró por teléfono en su vivienda habanera. Para el que conoce la propensión festiva de los cubanos, la asociación entre lo que sucedió en el teatro californiano no se podría comparar con la algarabía que se adueñó del hogar de Valdés, luego de que, gracias a una engrasada maquinaria del rumor, la noticia fue corriendo de casa en casa. En Los Ángeles, las miradas estarían puestas sobre Carlos Santana, que como un avezado coleccionista de estatuillas de gramófonos, fue recogiendo una a una las equivalentes a los premios por su disco Sobrenatural. En la cuadra de los Valdés, los más cercanos ya estarían llamando a la puerta para compartir un trago de ron; mientras las vecinas sonreirían orgullosas de vivir cerca de alguien tan famoso, frase que, sin duda, exagerarían al día siguiente como inequívoca definición de su status, cuando lo contaran a terceros.

Chucho, en tanto, cuenta que estaba comiendo y dejó el bocado a medias, contenido por la emoción. «¡En una pieza!» —sería la expresión más cubana para definir su estado—. Aunque luego fue hasta el piano, y tal vez porque a veces las conductas humanas no necesitan de demasiadas explicaciones, tocó algo de Bill Evans, People tal vez. Cuando un músico y su instrumento llevan una vinculación tan larga, es casi lógico que todas las escenas de la vida puedan resumirse en una composición.

Chucho Valdés comenzó a estudiar piano a los 5 años, pero a los 3, según dicen, ya el piano de su padre había dejado de ser para él un mueble intimidante y misterioso. El propio Bebo Valdés siempre recuerda y relata el día que, camino a Tropicana, su trabajo en los 50, se dio cuenta de que había olvidado una de las partituras en casa. Cuando regresó a buscarla, escuchó que alguien estaba tocando el piano y lo hacía de una manera apreciable. Intrigado por saber quién era, se sorprendió de encontrar al pequeño Chucho, que, sin haber recibido lecciones, de solo observar al padre, había logrado interpretar una melodía.

El premio Grammy del 2000 fue una celebración casi colectiva, con la tradicional característica de las casas cubanas, que se llenan de gente cuando sobran los motivos para celebrar. Precisamente de celebraciones estaba lleno el disco causante de todo el alboroto. La grabación había sido en vivo en el Village Vanguard de Nueva York, y por el propio peso de las circunstancias, el título tenía que ser ese mismo: Life at Village Vanguard.

La experiencia podía compararse con la peregrinación de los musulmanes al santuario de La Meca. Los jazzistas veneran al Vanguard casi tanto como a un lugar de culto. Chucho Valdés, sin ser Mesías, lo calificó de místico. Musicalmente quizá, cualquiera puede aventurarse a definirlo como un sitio mágico, por el nivel de las creaciones surgidas de la improvisación en un escenario de tanta historia y ambiente.

El del 2000 no era el primer Grammy de Chucho Valdés, ni sería el último. Era, eso sí, la primera gran identificación exitosa de un proyecto personal. Con anterioridad había obtenido el reconocimiento de la NARAS por proyectos con Irakere y lo que se llamó Crisol, una agrupación liderada por él y el trompetista norteamericano Roy Hardgrove. El premio sería como la confirmación del sello de autor, del estilo; la validación internacional de su aporte a la tradición cubana del piano.

Por eso, como le comentó a un amigo, su casa estaba esa noche hasta el tope, aunque cueste imaginarlo demasiado sonriente en medio de sus vecinos y colegas. Su enorme presencia, unida a su fama y a su obsesión por entender de dónde y por qué vienen las cosas en la música, lo coloca en una posición predecible. Muchos lo imaginan demasiado serio o solemne, como autoridad que es en el mundo musical cubano. Sin embargo, quien sabe reconocer las características que hacen nacionales a los cubanos, no puede ubicar a Chucho Valdés en otro contexto. Basta verlo al piano, manos sobre teclas, en melodías que conoce, con la marca de autenticidad en el ritmo que también lo da la propia música, y que él sigue casi con todo el cuerpo, mas sin perder su porte y elegancia.

Resulta difícil darle una etiqueta, un nombre; definirlo de una manera específica. Una sonrisa y un ligero ladear de la cabeza pueden indicar su grado de compenetración con la pieza que toca, y por mucho que la disfrute, nunca deja de sugerir, de indicar a los músicos con códigos secretos o precisos.

La noche del 2000 cuando recibió la noticia de su premio Grammy, suceso indiscutible para la memoria de la música cubana, quizá Chucho Valdés estaba eufórico, sumido en innumerables conversaciones simultáneas con esa capacidad que tienen los cubanos, que aturde y desorienta a los extranjeros, pero la celebración fue en su casa, «¡imagínate tú!» Diría el propio Chucho: «¡Esto es La Habana!»

jueves, enero 25, 2007

Crónica cinematográfica del mundo global


Acudí al estreno de Babel con muchas y pocas expectativas. Muchas, porque luego de las entregas anteriores del director deseaba, lógicamente, conocer cuáles serían sus nuevas historias; y pocas, porque después de haber visto a fines del 2006, El laberinto del fauno, no me atraía la idea de encontrarme con una obra que de algún modo fuera superior a esta. Y a juzgar por los comentarios de antesala de Babel, imaginaba que, en efecto, superaría a mi anterior encuentro cinematográfico con otro director mexicano.

Sin embargo, esta manera personal de explicar o justificar la rivalidad entre las dos películas me parece ahora demasiado irrelevante. Al final no seré yo el que premiará una por sobre la otra, pues a decir verdad, ambas han conseguido varios merecidos premios. Si me tocara reconocer el trabajo de ambos realizadores, con perdón de lo pretenciosa que pueda sonar esta frase, me decidiría por un premio compartido. Como bien le dije a una amiga mexicana a la salida del cine, se puede sentir muy orgullosa de que procedan de su país dos de los más importantes cineastas actuales y quizá los que mejores películas están filmando.

Me gustaría hablar de Babel no sólo desde el punto de vista cinematográfico, cuestión en la que la película sobresale. Se está en presencia de una narración fílmica centrada en las actuaciones, pero que no descuida el protagonismo de locaciones, como las áridas colinas marroquíes, el desierto mexicano o las discotecas japonesas. La historia se cuenta en fragmentos, y aunque ocurre en tres escenarios distintos, se conecta por los vínculos que establecen los personajes y hasta por la propia acción de algunas escenas.

Sin embargo, creo que la fuerza de Babel radica en su argumento y en la calidad de sus actuaciones. Hay tres nombres conocidos en el reparto, sus rostros anuncian y «venden» el filme —Cate Blanchett, Brad Pitt y Gael García Bernal—, pero son los desconocidos, sobre todo Rinko Kikuchi, quienes se llevan los mayores reconocimientos. Ella, en especial, ha construido su personaje con los mínimos recursos posibles: miradas y lenguaje de señas, y con ello basta para tornar memorable su adolescente ingenua, tierna y atormentada.

Babel habla de la angustia y de situaciones inesperadas, de lo absurdo y elemental de la existencia. Las historias pueden tomar como escenario varias zonas de la geografía mundial, mas sus protagonistas nos recuerdan que están unidos por la naturaleza humana, a pesar de las distancias y las culturas que los separan. Quizá por eso en el filme las personas ríen, lloran, sufren y sangran.

Puede que esta sea la primera película global, pero no por la cuestión elemental de sus locaciones e idiomas, sino por la interconexión entre las historias. Como final de la trilogía que Alejandro González Iñárritu inició con Amores perros y continuó con 21 gramos, se trata de un argumento que se va componiendo mientras avanza el largometraje. Y en esa progresión se insertan las escenas filmadas aquí y allá en una especie de diagrama que une al planeta por tres puntos o áreas.

Iñárritu también sitúa su filme en el contexto global mediante referencias muy puntuales. Cuando, por ejemplo, el personaje de Cate Blanchett previene a su pareja de añadirle hielo a la Coca Cola porque puede contener agua contaminada. Una de las lecturas posibles apunta a la diferencia entre occidentales y locales, desarrollo y pobreza. Las historias de Marruecos y México parecen adquirir otro ritmo cuando se asocian a problemáticas demasiado comunes en la prensa occidental, como «terrorismo» y «cruce de frontera». Lo curioso es que a partir de ese vuelco, el espectador, quizá el único que conoce cómo se han desarrollado los hechos, puede hasta advertir lo que se avecina. Y es que la historia verdadera poco importa, cuando la anécdota queda limitada al discurso tradicional sobre el «terrorismo», los «mojados» y hasta los «suicidas».

Babel se asemeja a las entregas anteriores de Iñárritu en su manera coral de construir el argumento. Las historias individuales van a resultar muy importantes para entender la narración total; sin embargo, hay que esperar a que esta vaya desenvolviéndose para entender el impacto individual de cada personaje. En Babel, las conexiones, aunque visibles, no resultan tan marcadas. Cada historia por separado constituye una anécdota independiente.

Una de las explicaciones más simples sobre el significado de globalización es la de que la ocurrencia de un hecho determinado en un país, puede tener repercusiones casi inmediatas en un gran número de países o en todo el planeta, sin importar distancias.
Babel parece también reafirmar que el sentimiento humano tampoco tiene fronteras. Las escenas pueden pertenecer a una realidad específica y hasta desconocida, pero no por eso pueden dejarnos indiferentes.