viernes, junio 08, 2007

El gusto de los demás, con permiso de Agnès Jaoui


¿Qué es lo que más me gusta de Inglaterra? De vez en cuando me sorprenden con esa pregunta. Me pillan, porque llega sin previo aviso en el medio de cualquier intercambio informal, en las contadas ocasiones que converso con ingleses. Me resulta curioso que la mayoría de quienes indaguen sean personas de mediana edad a quienes tal vez les resulte imprescindible la contestación. No los debo llevar muy recio. Si se mira de cierto lado, es casi lógico que un recién llegado a un sitio extraño debe tolerar, además del recelo típico con que lo observan los locales, que alguno le suelte de sopetón tal interrogante. Quizá esperan una confirmación de una hipotética grandeza al estilo de “qué bien se está aquí”, quizá aguarden por el menor aviso de inconformidad para responder con una preparada sarta de razones ensalzando las ventajas del lugar.


Reconozco que no ubico a Inglaterra, con ese nombre tan atronador e histórico, entre mis referencias más cercanas. Vivo y no vivo en una ciudad inglesa. Habito por estos días un territorio llamado Londres, una especie de versión anglosajona del punto de encuentro de todas las tribus del planeta. Esta capital es hiperdiversa y multicultural, basta caminar de un barrio a otro, notar las desigualdades, los rostros y las actitudes. Subirse a un autobús es suficiente para escuchar los pequeños diálogos de otros que puede hablen tanto inglés como español, portugués o italiano y también ruso, polaco, árabe, urdu, punjabí o hindi. Por eso mi reacción inicial a la pregunta siempre es cerebral y defensiva: es que yo no vivo en Inglaterra, sino en Londres.

Una explicación simple partiría del hecho de que saliendo de los contornos de la gran urbe, ya se está en territorio digamos que más inglés. Pudiera ser, aunque en realidad no hallo muchas características que diferencien a una comarca (shire) de otra. Las ciudades anglas, salvo por los centros urbanos donde se concentran las principales actividades económicas y culturales, se asemejan demasiado entre sí.

El pasado fin de semana visitamos Oxford. No resultó el paseo habitual y turístico por las antiguas universidades, pues pasamos la mayor parte del tiempo recorriendo los alrededores en una caminata con fines de caridad. Me atrevería a decir que no hallé muchas disparidades entre los paisajes que vi en la campiña de Oxforshire y los del centro de Cuba. Por añadidura, tuvimos un día caluroso y de sol intenso toda la tarde que trajo esa luz tan singular en esta latitud, que dura hasta eso de las diez de la noche.


Las diferencias pueden ser sutiles, tal vez de haber sido una habitual jornada lluviosa y gris, supongo que serían más evidentes. Digo sutiles aunque, por ejemplo, la aparición de una casa campestre, o una granja, con sus arquitecturas singulares bastaría para identificar la vista como inglesa y no cubana. En general, diría que no hallé demasiadas variedades de verdes o azules, esos parches cromáticos que tanto obsesionan a muchos compatriotas. Yo, en lo personal, no creo en los nacionalismos, si bien me gusta distinguir las cuestiones que por historia, tradición o cultura hacen peculiares a las partes de este mundo.


Dos escenas del campo inglés me recordaron momentos de mi niñez y adolescencia, por esas maneras curiosas en que la memoria se activa con ciertas señales. Junto a una cerca clásica, tan de cuento infantil, las amapolas me llevaron a aquel programa Escenario Escolar de finales de los 70 y a una canción específica que decía “novia del campo, amapola”. Un árbol seco, solitario y desafiante, me recordó un casi olvidado poema de Antonio Machado. Sin embargo, ninguna de las asociaciones mentales sirvieron minutos antes para responder a la impertinente pregunta de una no-menos pedante señora sobre qué encontraba desagradable de Inglaterra.


Me digo que, al menos por cortesía, debo ensayar una repuesta para estos casos. La visita a Oxford fue fugaz, dependíamos del horario justo para llegar, dar la caminata y regresar. Apenas quedó tiempo para tomar el Earl Gray de rigor que nuestros anfitriones, todavía sudorosos y colorados, se apresuraron a beber. Yo opté por una cerveza, creo que para sobrevivir a una taza humeante cuando la temperatura roza los 26 grados, hay que tener una predilección sobrenatural por esta infusión o haber nacido en este país. Definitivamente, la invitación a un té en verano es lo que menos me gusta de Inglaterra.

lunes, mayo 14, 2007

Boleros esenciales para remover el alma


La primera referencia de Descemer Bueno me llegó a través de las canciones de Gema y Pável. Sabía que este músico cubano con base en Nueva York, no era sólo un excelente compositor sino un exitoso productor discográfico. Luego conocí su paso por Yerbabuena, aunque apenas pude acceder a lo que hacían. Cuando me llegó el disco Art Bembé, me sorprendió su notable acabado y comprobé que Descemer era en gran medida responsable de esta magnífica obra realizada bajo influencias muy contemporáneas. Eso sin desestimar el aporte de las voces de Gema Corredera y Pavel Urquiza.


Es curioso que para esa época, Descemer era ya uno de los principales creadores de la isla, además de un reclamado maestro para producir discos exitosos. En el 2005, la banda sonora de Habana Blues añadió más comentarios favorables a su currículum. Su Sé feliz iba camino a convertirse en lo que es hoy, un tema imprescindible en la cancionística nacional. Solo pude ver la película a finales del 2006, insertada en un Festival de Cine de América Latina en Londres; sin embargo, antes me había llegado una colección en la que varios artistas interpretaban boleros de Descemer Bueno.

En un principio me pareció raro que se incluyera este género, que casi no tiene compositores jóvenes, sobre todo si estos son más conocidos por creaciones donde prima la fusión y no por el seguimiento a ciertas pautas estilísticas propias del bolero. Pero luego de escuchar la compilación y reconocer a voces de consagrados como Manolo del Valle y Anaís Abreu, junto a otros como Haydée Milanés y la propia Gema, no me quedaban dudas sobre la autenticidad aquel puñado de canciones.

Aún no sé si llegó a editarse en formato de compacto, pues tras una rápida investigación descubrí que muchos de los temas habían formado parte inicial de otros álbumes grabados por mismos cantantes. Mas en el descubrimiento no había nada sorprendente. La manera en que la música circula en Cuba serviría para el argumento de una o varias novelas policiales, esas con muchas pistas y datos. Por obra y gracia del intercambio, es posible que uno termine teniendo acceso a grabaciones que no pasaron de una matriz discográfica.

Además, creo que todo el que trabaje en la Radio de la isla se contagia de cierta necesidad incontrolable de buscar y explorar lo que se hace musicalmente en el país, sobre todo si le interesa promoverlo en sus programas. Los mecanismos de distribución entre las disqueras y el Instituto Cubano de Radio y Televisión resultan tan desastrosos que mucho de lo que se produce en los estudios de grabación, nunca se da a conocer a través de la radio nacional o provincial. Por suerte, tanto en la capital como en provincias, hay realizadores que no se resignan a radiar solo lo que llega por “envíos” oficiales, siempre exiguos y anticuados y, por supuesto, parcializados en cuanto a ritmos y tendencias.

Por eso cuando el conocido bolerista Fernando Álvarez falleció en el 2002, no fue casual que no recordara haber leído nada referido al CD que grabara poco antes con el título de Sé feliz. Meses atrás, mi buena amiga Mercedes Borges me lo incluyó en uno de sus tradicionales “envíos” musicales. Desde la primera sesión, he vuelto más de una noche a este álbum de boleros tan tradicionales como modernos. Confieso que no tenía al cantante entre mis preferidos, aunque no dejara de reconocer sus excepcionales cualidades como intérprete, no por gusto calificado como “la voz del bolero” por algunos especialistas. Sin embargo, tras escucharlo en esta grabación, lo he puesto definitivamente en mi lista.

En Sé feliz, Fernando Álvarez se oye demasiado nasal por momentos, pero qué a tono con las letras desgarradoras y tiernas a la vez. Él canta, casi con el último aliento, con esa habilidad que acaban adquiriendo los boleristas para trasmitir emociones, sobre todo si se trata de baladas que, como se dice, acaban con uno. ¡Cómo logró adaptar el estilo más enérgico de sus clásicos de antaño a esa cadencia tan íntima que identifican los boleros de este compacto!

Sin duda, a ello también contribuye la melodía. Los arreglos remedan en ocasiones la sonoridad de las orquestas de los años 50 por la protagónica presencia de los metales y de esas trompetas que suenan como si fueran capaces de cortar de un solo tajo la noche, la soledad o el desamor. En otros momentos, es innegable el énfasis más contemporáneo en la orquestación, pues en medio de la melodía de fondo surge un solo más jazzeado, o más cercano al blues.

Es una pena que Sé feliz tenga un consumo underground, ya que no recuerdo que en el 2002 o en los posteriores, estas canciones se divulgaran. Ni siquiera, en mi memoria, logro ver el CD en los estantes de las tiendas de ARTEX, esos donde tantos discos pierden el color original de sus portadas como marca de envejecimiento ante la indiferencia de turistas desconocedores y la imposibilidad monetaria de los nacionales. Mientras tanto guardo mi copia como un verdadero tesoro sonoro y esperaré pacientemente a que esta última grabación de Fernando Álvarez se vuelva todo un clásico de la música cubana del siglo XXI. A Descemer Bueno le hago ya la reverencia correspondiente por su genialidad y le deseo muchos años de provechosa creatividad poética y musical.

sábado, mayo 05, 2007

Y el cine olía de pronto a ajo


Estuve hojeando y leyendo parte de las viñetas de El sabor de Cuba (Tusquets, 2002), de René Vázquez Díaz. Me enteré que este escritor cubano y villaclareño, quien vive desde más de 40 años en Suecia, es todo un apasionado por la cocina. Descubrí además que, antes de adquirir notoriedad literaria, trabajó durante un tiempo como chef en un hotel de Malmö.


A este libro tendré que volver por razones académicas, pues me interesa el papel que juega la comida como elemento de la identidad cubana. Las abundantes referencias a la familia de Vázquez Díaz, me han puesto a pensar en las historias que cada uno tiene, donde los alimentos se vuelven verdaderos protagonistas. Resulta que en ocasiones, la memoria de un acontecimiento personal no aparece de manera visual, sino que primero lo hace a través de olores, o sabores. Entonces es posible que, parafraseando a García Márquez, Abbas Kiarostami o Anh Hung Tran, sea más fácil acordarse del aroma de una fruta que comimos cuando puede que estábamos a punto de tomar decisiones trascendentales, que de la decisión en sí.

El cine, con sus imágenes, contribuye a que se recuerde mejor cierto sabor, o la importancia de determinada comida en nuestra existencia. Cuando vi El olor de la papaya verde, por ejemplo, me quedó la duda de a qué sabrían aquellas hebras blancas de la masa carnosa de la fruta bomba, cortadas con paciencia y destreza orientales, que luego se servían a manera de ensalada.
En mi caso, provengo de una familia que no se caracterizaba por la intransigencia culinaria de algunos cubanos, los que si falta en la mesa el obligatorio plato de arroz y frijoles, lo toman como señal de que el mundo está por acabarse. Las cocinas de las casas donde viví siempre fueron pequeñas, con poca capacidad para maniobrar, pero verdaderos laboratorios para experimentar con salsas y especias.

Eso sí, mis padres tenían bien claro dónde quedaban los límites. Durante el Período Especial, cuando ciertas plantas adquirieron sorpresivas potencialidades alimenticias, en casa no pasamos de ensayar la llamada pizza de yuca o la compota de plátano burro. Las demás “recetas” de la época fueron desdeñadas con un ¡Jesús!, dicho por mi madre y rematado con un ¡dónde se ha visto!, en voz de mi abuela.

Lo curioso es que las invenciones culinarias de los 90 sólo pudieron verse en el ambiente hogareño o escucharse en las ondas invisibles de Radio Bemba. Hacía años que Nitza Villapol envejecía alejada de la televisión nacional y la producción cinematográfica era tan escasa que no alcanzaba ni para mostrar qué comían los cubanos.

En aquel tiempo de alimentos escasos y recetas tremebundas, comenzamos a ir al cine, sobre todo a la Cinemateca en La Rampa, con asiduidad religiosa. A excepción de algún que otro concierto perdido y ante la poco atractiva oferta de los programas televisivos, la visita al cine era además de la más barata y asequible oportunidad para entretenernos, una experiencia educativa. No se enseñaba lo suficiente en la Universidad de La Habana, digo yo.

Cualquiera sabe por qué razones o caprichos del azar, según Serrat, durante el Período Especial se programaron ciclos excelentes de películas. “En saludo” al centenario del cine se proyectaron los cien mejores filmes de la historia, según una encuesta que situaba a El ciudadano Kane, El Acorazado Potemkin y Napoleón, entre los primeros diez. Luego se hicieron habituales los dedicados a grandes cineastas de los 60 y 70 (Antonioni, Truffaut, Altman, Kubrick, Ettore Scola y Claude Chabrol), a los cuales también íbamos con entusiasmo, pero nunca sin apetito.

Siempre he detestado a los conversadores en el cine, no sé si por una herencia familiar o gracias a la educación primaria de los 70 centrada en la disciplina. Aún hoy cuando la sala se oscurece y ruedan los créditos de apertura, se activa en mí un mecanismo de concentración que sólo disminuye si ocurren a mi alrededor demasiados incidentes sonoros.

Para ir a La Rampa siempre partíamos en pandilla. En dependencia de cuán interesante sonara la sinopsis del programa, o inminente fuera la entrega de un trabajo de clase, el grupo de cinéfilos se agrandaba o reducía. Ya sentados, seguíamos silenciosos el desarrollo de la trama. La paz se rompía cuando llegaba algún momento del filme que hacía referencia a vivencias cotidianas y alguien se veía obligado a soltar un chiste. Quiero recordar que pese al posible escándalo, procurábamos no llamar la atención. De todas formas, el público nunca era numeroso, así que por mucha risa que provocara la ocurrencia, pocas veces molestaba a los espectadores, situados quizá a la distancia de cinco o diez filas de butacas.

Sin embargo, cuando se ambientaban en el celuloide banquetes y cenas desbordadas, coloridas y apetitosas, nuestra tranquilidad desaparecía por completo. Viendo aquellas comilonas filmadas en los escenarios dieciochescos de un Barry Lyndon, o de una Noche de Varennes, o hasta más modernos como en Amarcord, o lastimosamente rústicos como en El regreso de Martín Guerre, teníamos la impresión de que las glándulas salivales perderían sus inexistentes válvulas de contención y nos dejarían a un paso de transformarnos en el perro de Pavlov, o en toda la perrera.

Bastaban frases como “¡mira para eso!”, “¡no es justo!” o “¡abusadores!”, para que la apreciación cinematográfica bajara a niveles mínimos y la posibilidad de soñar con semejantes bacanales, se instalara en nuestras mentes con preeminencia mortal. Por suerte las escenas pasaban rápido, lo que liberaba de culpa a los realizadores, ¿acaso eran responsables ellos de haber filmado en los 70 largometrajes que se verían en el contexto específico de una Cuba desamparada, desolada y hambrienta, dos décadas más tarde?

En 1991 Humberto Solás estrenó su versión de El siglo de las luces. En la cartelera del Festival de Cine de ese diciembre, la película tenía visos de superproducción, al menos para los austeros ideales de presupuesto que tendrían por aquel entonces los directivos del ICAIC. Fuimos a verla en el Cine Yara, que por tradición era uno de los focos del evento. Todo iba bien hasta que la cámara se detuvo en un mercado de plaza, ¿o era un almacén? En pantalla comenzaron a distinguirse los contornos de unas colosales ristras de ajo. Puede que fueran de atrezzo, lo cierto es que tras de la primera exclamación de sorpresa, la voz de “¡ajo!” corrió de un extremo a otro de la sala, y precedió a una carcajada relativamente general.

El hecho se me asemejaba a los puntos luminosos de la pantalla de un radar, en una sala de control de vuelos. Las intermitencias que indican la proximidad o alejamiento de un aparato aéreo ilustraban muy bien la manera en la que la palabra ajo se propagó por el cine. Hasta creo que, debido a la intensidad, alguien consiguió, a una velocidad tremenda y tal vez con un poquito de angustia, encontrar en su memoria el casi olvidado aroma del ajo. Aunque cueste creerlo, ese tan esencial condimento de la cocina cubana también escaseaba por aquellos años.

Los cines en Londres huelen a rositas de maíz, a gaseosas, a chocolatinas y, por la cantidad de basura que dejan los espectadores cuando termina la película, es mejor no deterse a examinar cuán aromatizada está la sala. De todos modos, no hay que abstraerse, los olores son "físicos", no imaginarios como en la sesión del Yara del 91. Y eso que cine no olía a ajo, sino a maní (¿tostao y garapiñao?). Los cucuruchos iniciaban su reinado como accesorio indispensable del certámen habanero. Hoy son tan identificables con el Festival de Cine, como el tema musical Desde la aldea, de José María Vitier, una melodía que siempre antecede a cada proyección en concurso y que también, evocadoramente, puede llenarnos la memoria de olores y sabores.

martes, mayo 01, 2007

Amy Winehouse escandalosa y musical


El 2006 fue un buen año para muchas voces femeninas británicas, sobre todo para debutantes. En un inicio Corinne Bailey Rae acaparó todas las reseñas a partir del lanzamiento del disco llamado como ella, y de la urgencia con que los medios de prensa la señalaron como número uno. La confirmación llegó después cuando comenzó a ganar buenas críticas tras sus presentaciones en Estados Unidos. En el verano la estrella fue Lily Allen y en el último trimestre KT Tunstall y Joss Stone se agregaban a la lista de triunfadoras, gracias también al interés que mostraba la prensa norteamericana por sus últimas producciones.


En febrero del 2007, cuando estaban próximos a entregarse los Brit Awards, principales en el mundo musical británico, estas cantantes parecían destinadas a ganar en la categoría de solista femenina. Sin embargo, el premio se lo llevó alguien que, como ellas, había tenido comentarios de elogio tras la salida de un segundo álbum: Amy Winehouse.

Esta muchacha judía nacida en 1983, en el norte de Londres ya había sido noticia en el 2003, cuando sacó al mercado su compacto Frank. En aquel entonces, su canción Stronger than me fue premiada con el Ivor Novello a la mejor composición contemporánea. El disco del 2006 se titula Back to Black y al igual que su anterior CD está lleno de las influencias que convierten a esta británica en una intérprete bastante peculiar.

Hablo de Aretha Franklin, The Supremes, The Ronettes, del Rhythm and Blues, y del Jazz. Cuando uno escucha a la Winehouse, es difícil imaginarla tal cual es. Tiene voz de negra y espíritu “bluesero”, sabe cómo atacar un tema y dominarlo con supremacía avasalladora. No tiene miedo a recrear, con letras contemporáneas, melodías que recuerdan a décadas pasadas; aunque en los sesenta lo que la Winehouse canta dejaría colorado a más de un mojigato.

Sin embargo, al lado talentoso de esta muchacha de Southgate, se le unen sus fotografías recurrentes en los tabloides. Escandalosos titulares, como sólo pueden ser los del Daily Mail o The Sun, han dado cuenta de sus desmayos en plena actuación. Ya es famosa la historia de como suspendió un concierto de dos noches en el Shepherd Bush Empire, aparentemente por enfermedad, para que luego la descubrieran comprando botellas de vino en un supermercado. Con varias copas de más, se dejó ver en un programa televisivo e intentó en vano cantar junto a Charlotte Church, el Beat it the Michael Jackson. Por You Tube anda el video que evidencia semejante mala pata.

Amy Winehouse es una estrella joven y todavía le queda mucho por andar. Es posible que siga saliendo en los periódicos y que los paparazzis se disputen su rutina diaria. No será ni la primera ni la última, eso está claro. En su defensa quedan dos discos que le hacen honor a su talento, a su forma de hacer música, y a su voz poderosa y singular. Muchos esperan que su próxima gira por ciudades estadounidense sea pues el detonante para que la Winehouse llegue a ser más reconocida.

Por ahora, esta delgada y provocadora londinense, que ha hecho de los peinados (que mucho me recuerdan a la Gina León de los 60) casi el complemento de su nombre y marca comercial, anda disfrutando de las ventas de Back to Black. Y quizá de noches de alcohol en clubes y pubs de esta ciudad, donde beber y emborracharse es tan cultural como el estereotipado té de las 5 con el que todavía en Latinoamérica asociamos a los ingleses.

jueves, abril 12, 2007

El adiós al viejo Kurt


Este 12 de abril me he despertado con la noticia de la muerte de Kurt Vonnegut. No obstante, la inmediata sensación de tristeza la he compensado luego de confirmar que el viejo Kurt tuvo una larga vida. Desgraciadamente ayer leí en El País una noticia que me sobrecogió, y creo que después de esa realidad que el diario español cuenta, la de que los de Al-Qaeda emplean niños discapacitados como bombas humanas, no me quedan fuerzas para entristecerme por algo menos terrible, a menos que sea personal.


Al escritor norteamericano le debo todavía la lectura de varias de sus obras. Eso sí, después de su leer su Desayuno de Campeones, lo incluí en mi lista de escritores imprescindibles. Aquel libro, publicado en Cuba, me sorprendió en el 89 y me sigue entreteniendo mucho después de aquel año curiosamente legendario. Hace poco, al entrar en una librería y recorrer los estantes de autores de ficción, descubrí un ejemplar y a él fui con tentación infantil, para ver si el original en inglés tenía aquellos dibujitos que nos habían escandalizado favorablemente en el último año de los 80.

Luego, cuando la necesidad me obligó a estudiar su idioma natal, conocí que Vonnegut también era reverenciado como un maestro en la técnica de escribir. Todavía muchos siguen las enseñanzas de sus talleres de escritura creativa en la Universidad de Iowa. Tras conocer estos datos, mi compromiso fue leerlo en inglés.

Hace poco terminé, Matadero 5 (Slaughterhouse 5), un texto también chistoso, impresionante y desgarrador. Quizás mi próxima lectura sean sus memorias, que salieron el año pasado bajo el título de Un hombre sin país. Supongo que para Vonnegut, el mundo contemporáneo fuera un lugar demasiado confuso para reclamar pertenencias, pero ¿qué es un país, después de todo?

No sé, hoy me acuerdo súbitamente de aquellos que a pesar de haber vivido experiencias terribles, pueden sonreír y hasta burlarse de las propias experiencias, creo que merecen el calificativo de sabios. So it goes...

domingo, abril 08, 2007

Encuentros con el fado y con Mariza


Mi primer encuentro con el fado no pudo ser mejor: el disco Antología de los Madredeus. A través de la singular y armonizada voz de Teresa Salgueiro, me llegó el sonido y el relato de esta melodía portuguesa que tiene a Lisboa y al barrio de Alfama, como su lugar de origen.


Madredeus es también un ejemplo particular cuando se habla de esta música. Al menos así lo comprobé tras leer las notas de Internet que usé para introducirlos en mis programas de radio. Ellos gozaban de cierto status de celebridad europea y, lo que es casi lo mismo, de seguidores acostumbrados a propuestas bien elaboradas en términos musicales y de interpretación.

La música portuguesa sigue siendo tan ignorada en Cuba como lo es en otras partes del mundo. Poco se sabe de intérpretes y agrupaciones del país ibérico. Así que cuando en el 2005 asistí a la presentación de Mariza, me sentí tan sorprendido como avergonzado por tanto desconocimiento.

Cada país tiene sus referencias melodiosas y sus divas. En Portugal, hasta finales de los años 90, Amalia Rodrigues encarnó para la gran mayoría de sus compatriotas el espíritu y la voz del fado. Cuando escuché a Mariza, todavía no me había tropezado con ninguna grabación de la grande Amalia. Sin embargo, eso no impidió que tras el concierto le comentara a Helena a modo de valoración apresurada que cualquiera no podía cantar un fado.

A Mariza, por ejemplo, la beneficia tener una voz extraordinaria, afinada, potente. En sus recitales sobresale por su capacidad de decir y sentir el texto. Ella es, sobre todo, una intérprete. Puede aparentar estar alegre o sobria según la ocasión, pero siempre sobresale por su intensidad. Creo que el fado tiene, como el bolero, un pacto singular con la tristeza. No es que le haga un culto fácil, sino que parece partir de la premisa de que las escenas del desamor y los imposibles nos tocan más de cerca porque nos recuerdan historias personales específicas, y la alegría, a veces es tan compartible y simple, que la encontramos demasiado ordinaria como para que nos pertenezca.

Con semejante preámbulo, los conciertos de esta portuguesa nacida en Mozambique no necesitarían de otros añadidos. Además de sus excelentes cualidades como cantora, Mariza posee una presencia escénica para tener en cuenta. En cualquier escenario, esta mujer extremadamente alta, vestida con faldas enormes, recuerda a ratos a ciertas imágenes sobre apariciones y milagros. Es curioso que una producción basada en elementos tan simples gane tanto en espectacularidad. Mariza, en el centro, adquiere la relevancia icónica de cualquier mito.

Si la intérprete impresiona por su manera de trasmitir texto y música, también lo hace por sus ya frecuentes proezas vocales. En sus conciertos es habitual que regale algún que otro tema cantado según manda la tradición fadista; es decir, como si todo sucediera en un bar de Lisboa, donde no hay micrófonos. Así ocurrió a finales del 2006 cuando Mariza cantó por primera vez en el Royal Albert Hall de Londres.

Antes de terminar su actuación, la fadista bajó a la platea y, ante la euforia de sus coterráneos y la sorpresa de muchos en el público, regaló un fado tradicional. Sería muy categórico si aceptara que su voz llenó el coliseo londinense, pues por las dimensiones del R.A.H. es virtualmente imposible que cualquier humano, sin ayuda técnica, pueda realizar tal proeza. No obstante, el esfuerzo de la cantante no pasó desapercibido y su voz pudo oírse más allá del segundo círculo, ante el asombro de espectadores quizá acostumbrados a espectáculos más comedidos.


Mientras espero por nuevas grabaciones, me atrevo a calificar a Transparente, el disco del 2005, como uno de sus trabajos más acabados. Mariza tiene un modo peculiar de escoger canciones, sus álbumes generalmente incluyen fados populares junto a obras de compositores más contemporáneos. En este disco, fue igualmente responsable del éxito el brasileño Jacques Morelenbaum, quien ha producido discos de Caetano Veloso, Tom Jobim, Gal Costa, Cesaria Évora, Ryuichi Sakamoto y Marisa Monte, entre otros muchos. Con la incorporación de varios instrumentos además de las clásicas guitarras, contribuyó a que el resultado fuera apreciable tanto por conocedores como por neófitos. El disco es un inusual acercamiento a un género tradicional y un buen ejemplo de la música del Portugal menos tradicional y más moderno, más diverso.


Algo que distingue a Mariza es su trabajo con los poetas lusitanos. En sus grabaciones aparecen los versos de Fernando Pessoa, ese adorado fantasma de la lírica lisboeta, y también de autores menos conocidos. En Transparente descubrí Desejos vaos (Deseos vanos) de Florbela Espanca (1894 – 1930). Me atrajo el modo de filosofar de esta poeta, a partir de escenas simples y naturales, como las piedras de las calles, los árboles y el ocaso en Lisboa, esa ciudad que el sol torna multicolor cuando la ilumina y que el Atlántico bordea en su afán sobreprotector,.

Desde entonces han sido muchos los encuentros con el fado, pero eso es parte de otra historia...

Desejos vãos
Florbela Espanca

Eu queria ser o Mar de altivo porte
Que ri e canta, a vastidão imensa!
Eu queria ser a Pedra que não pensa,
A pedra do caminho, rude e forte!

Eu queria ser o Sol, a luz intensa,
O bem do que é humilde e não tem sorte!
Eu queria ser a Árvore tosca e tensa
Que ri do mundo vão e até da morte!

Mas o Mar também chora de tristeza...
As árvores também, como quem reza,
Abrem, aos Céus, os braços, como um crente!

E o Sol, altivo e forte, ao fim de um dia,
Tem lágrimas de sangue na agonia!
E as Pedras... essas... pisa-as toda a gente!...

martes, marzo 20, 2007

La bandera fantasma, o la bandera y el fantasma


El País publicó en las fotos de la marcha del pasado 11 de marzo, una donde se mostraba a un anciano con una bandera franquista. De la fecha a acá ha habido críticas al diario y acusaciones sobre la veracidad de la fotografía. Si se parte de que la instantánea la aportó un lector y se piensa en las herramientas digitales para el tratamiento de imágenes, se puede dudar que el estandarte que lleva el abuelo no exista más que gracias a la pericia de un excelente usuario de Photoshop. Sin embargo, El País asegura que la foto sí existió y brinda evidencias.


La bandera es similar a la española actual, excepto por el águila de San Juan detrás del escudo, que mucho recuerda a los emblemas del Tercer Reich. Dominó los actos oficiales de 1945 a 1977 y el águila negra se mantuvo hasta el año 81, tres años después de proclamarse la constitución del 78. Pero todavía atrae muchos debates, los hay que la defienden por su simbolismo “integrador” y los hay también que desisten de ponerle el adjetivo de franquista. Algunos llegan a afirmar que la bandera la inventó el propio Franco, pues hasta su llegada al poder, el país no tenía una enseña nacional.

Antes de incluirme en la polémica, es mejor que vuelva a la foto de El País. En lo personal, creo que sí existió. El 11 de marzo no estaba en Madrid, sino cerca de la estación londinense de Victoria, donde fuimos a recibir a una amiga francesa. Antes de que regresara a París, quedamos en vernos y mientras conversábamos en torno a un café, vimos pasar rumbo a la embajada española, que no queda lejos del área, a otro portador de una bandera franquista.

A diferencia de su colega de la foto del periódico español, este era mucho más joven, más elegantemente vestido y hasta con una simpática gorra bolchevique. La historia y los símbolos se entremezclan de modos misteriosos. Me sorprendió mucho descubrir la dichosa bandera, porque era la primera vez que la veía y hasta les indiqué a los demás en mi mesa que no la perdieran de vista. El abanderado, por su parte, siguió imperturbable su camino al sitio de la concentración. Me acordé también que en su convocatoria, el líder del Partido Popular español mencionó que habría manifestaciones en otras capitales europeas. Haber presenciado la escena me lleva a deducir que si hubo una bandera franquista en Londres, bien pudo haberla en Madrid.

Además, estoy seguro que el abanderado de Victoria iba camino a la protesta, pues Londres es una ciudad hiper-diversa y en cuanto a modas personales hay siempre más de un estilo perceptible, pero hasta ahora salir a la calle con banderas tan singulares no es costumbre. Los pabellones nacionales abundan en los estadios, cuando ocurren certámenes deportivos como los Mundiales de Fútbol, o en fechas como el pasado 18 de marzo, cuando los tricolores irlandeses eran visibles por toda la ciudad.

Claro, el problema es más banal cuando se trata de naciones que en toda su historia han tenido una sola bandera. Los cubanos, por ejemplo, cuando se anunció la enfermedad de Fidel Castro y su salida del gobierno, llenaron de banderas ciertos barrios de Miami; las mismas que meses atrás, quizás en La Habana, en Bayamo, o en cualquier lugar de la isla, fueron agitadas por un motivo totalmente contrario a la débil salud del Comandante.

Al parecer las cinco franjas, el triángulo y la estrella no pertenecen sólo a la isla o a su diaspora. Una vez, me acuerdo también, en las ya lejanas vacaciones de verano del 89, en el mes de julio, mi amigo René y yo visitamos a otro colega del pre. Desconocía aquel barrio alejado del centro de Santa Clara y René tampoco recordaba bien el camino. Después de preguntar por el nombre de la calle, nos detuvimos dudosos ante el número de la casa, que en realidad era el que buscábamos. Lo que nos detuvo fue una bandera cubana, extendida, cubriendo parte de la puerta. ¿Y ese comunismo, nos preguntamos incrédulos? Era, repito, el 89. Todavía quedaban restos del bloque socialista y así y todo, no nos importaba mucho mostrarnos irónicos ante un símbolo tan solemne.

Esta semana comencé a leer fragmentos del diario de Anna Politkovskaya, la periodista rusa asesinada el pasado año. En uno de ellos, la malograda cronista de la guerra de Chechenia, se mostraba preocupada por el auge de banderas neofascistas en Rusia. La preocupación, seguramente, viene de ver ondear tales símbolos porque en la mayoría de las veces son portados por personas con ánimos más impulsivos que la inocente exhibición de un estandarte.

Me pregunto ahora cuán violento sería el abanderado de Victoria, cuán consciente su acto. Lo que más me asusta son ciertas actitudes en las que muchos pecan de ingenuos, una ingenuidad emparentada con el desconocimiento y que raya en la estupidez. Conocí a un estudiante madrileño que aprovechaba el menor incidente para culpar al “gobierno socialista” o a “los socialistas” de todos los males de España y sobre todo del deterioro moral de la familia (cualquiera que sea el significado de tal frase). Pero sin duda, su mejor comentario fue una vez, a la salida del cine tras ver El Hundimiento (Downfall), cuando declaró un repentino interés por leer más sobre Adolf Hitler, pues luego de apreciar la caracterización de Bruno Ganz, no creía que el fürer hubiera sido “tan malo”. ¿Andará ahora con una bandera franquista, me pregunto?

miércoles, marzo 14, 2007

Primavera a tiempo y con “daffs”


Supongo que la primavera en Europa tenga muchas facetas. Todo depende de la latitud geográfica. Así, mientras los países de clima mediterráneo disfrutan de más calor y tardes soleadas, más al norte el panorama puede ser distinto. Lo cierto es que marzo casi siempre marca la llegada de la estación y como embajadoras de la temporada, aparecen en los jardines unas peculiares flores amarillas.

Los daffodils o narcisos brotan en este mes y marcan, con su presencia obligada en cada patio británico, el fin del invierno. Sin embargo, el daffodil es en realidad la flor nacional de Gales y los galeses la exhiben cuando salen a la calle en las celebraciones del día de San David (1ro de Marzo).

Para quienes procedemos de las regiones más tropicales donde las cuatro estaciones son apenas perceptibles, estas flores amarillas pueden incluirse en la categoría de exóticas. Si bien uno las distingue rápidamente, no creo que existan en la naturaleza cubana ejemplos similares. En la isla, claro, hay muchos Narcisos, pero la gran mayoría pertenece al reino animal. En mi caso siempre supe que el nombre derivaba del de una flor, mas nunca me tropecé con ella y si lo hice la ignoré por desconocimiento.

Esta primavera ha llegado más temprano que de costumbre, tal vez como evidencia de que el calentamiento global es algo más que una colección de mensajes alarmistas sobre el deterioro ambiental, o el nuevo emblema de la lucha por el poder político. Las flores traen un complemento especial al paisaje y uno las recibe con un poco de esperaza. El contraste entre el verde de la hierba iluminada por el sol, los tallos, las hojas y el amarillo de los daffodils, impide que estos pasen desapercibidos.


Y las flores están por todos lados, hasta parece que en esta época definen la autenticidad de los jardines. Hace un año conversaba con una de mis tutoras, una newyorkina que lleva más de 40 años afincada en Gran Bretaña, y ella me contaba de su alegría por la primavera, por el tiempo que ahora destinaba a sus plantas, a revisar macetas y a transplantar nuevos brotes. De su jardín, según me contó orgullosa, prefería los pensamientos y las hortensias, que aquí también llaman rododendros, e imaginariamente me mostró cómo habían florecido en aquel marzo. Y como para que no me quedaran dudas de su experiencia jardinera me dijo: y por supuesto, mis “daffs”, tú sabes, son una verdadera joyita.

Desde ese día también los nombro así, “daffs”, de una manera más familiar. De todos modos, estas flores amarillas ya forman parte de mis memorias, así que no se molestarán porque les cambie el nombre o mejor, porque se lo “recorte” cariñosamente.


viernes, febrero 23, 2007

Con juicio y casi sin muelas


De los 70 y los animados de Lolek y Bolek, recuerdo el relacionado con la visita al estomatólogo. A uno de los hermanos polacos le detectan un diente enfermo, no de la manera tradicional con espejito e instrumentos, sino a través de la mordida que le da a un trozo de pastel. Me encantaba el dentista, que además era medio mago y luego de varios trucos, sacaba el incisivo con alicate y todo, pero sin causar ningún trauma en Lolek, ¿o era Bolek?


Creo que siempre tuve ganas de conocer cómo sería un gabinete dental. Durante mi niñez los estomatólogos iban en visitas ambulatorias y preventivas a mi escuela primaria. Con ellos nunca tuve suerte, o quizá tuve demasiada. Mi higiene bucal no era lo que se dice aceptable, aunque me cepillaba siempre por las mañanas. Tenía una teoría personal: como la dentadura era “de leche”, lo más recomendable era tomar grandes cantidades del líquido para mantenerla sana.

Mis años de primaria transcurrieron con la presencia de los dentistas en el aula, las salidas al pasillo para tomar buches de flúor, y la decepción de escuchar revisión tras revisión aquello de: “este no tiene problemas”. A mis colegas que no pasaban el examen los citaban para la clínica municipal en horas de la tarde. Se ausentaban de clases y al otro día llegaban comentando lo que les habían hecho, o contando historias espeluznantes sobre artefactos desconocidos; siempre con la boca abierta desmesuradamente, para mostrar en alguna de las hileras de premolares y molares, el consabido parche de mercurio.

A los 13 años me senté en el primer sillón estomatológico. Mis muelas seguían aparentemente saludables y sólo se trataba de una consulta rutinaria, de puro chequeo. Ya los especialistas no iban a las aulas, sino los alumnos a la clínica. La visita terminó con una “limpieza” para contrarrestar los efectos de una incorrecta técnica de cepillado, o del empleo de una crema dental que tampoco ayudaba mucho. Yo, patriótico al fin, prefería lavarme con pasta Perla. Ciertos amigos glorificaban las virtudes de las marcas importadas del campo socialista, pero cuando probé la POMORIN húngara, pensé que era preferible retomar mi dieta infantil de lácteos, antes que disciplinarme en aquello de cepillar mis dientes, después de cada comida, con aquel producto. Años después entró en el mercado otra marca magyar nombrada NEOPOMORIN, aunque novedosa y colorida en su envoltorio, no me pareció que superara a su pariente más cercana, así que seguí con mi sonrisa Suchel.

Durante los años siguientes, las “limpiezas” siguieron siendo el motivo principal de mis turnos con el estomatólogo. No sabía si sentirme avergonzado de que me llamaran tanto, pues en los salones de espera de la Clínica de Especialidades de Santa Clara, me encontraba con todo tipo de personas a quienes seguro les aguardarían tratamientos más complicados que el mío. En realidad mis visitas tenían una especie de aureola misteriosa. Me citaban cada cierto tiempo y yo iba disciplinadamente, imaginando que para esa ocasión alguna sádica estomatóloga (porque la abrumadora mayoría eran mujeres), descubriría extasiada, tras una rápida inspección de caras vestibular y lingual, el incipiente y mínimo agujero que demandaría la oportuna acción del taladro para romper la virginidad del esmalte. Sin embargo, nunca pasé de una limpieza, esmerada, profunda, pero poco emocionante para mis expectativas. Lejos estaba de imaginar que aquellos métodos profilácticos, a los se les concedía igual importancia que a los terapéuticos en los 80, desparecerían en la década siguiente hasta completar la casi actual extinción evidente hoy en la mayoría de las policlínicas cubanas.

De cualquier modo, en el 91 éramos todavía una potencia médica, o íbamos camino a serlo. Ese año cumplí 20 y experimenté mi primer dolor de muelas. Para no herir la sensibilidad de los posibles lectores, omitiré la descripción sensorial del acontecimiento. Esta vez, en La Habana, en la entonces semi-exclusiva clínica de 21 y H, una dentista descubrió, con pasión de paleontóloga, mi primera carie. En la cavidad se había alojado una semilla de tomate. ¡Qué linda! –exclamaría una colega del futuro.

A 21 y H regresé varias veces, siempre por urgencias, pues había un mecanismo excluyente que prohibía a los estudiantes no capitalinos recibir un tratamiento completo en tales “dependencias del MINSAP”. En una ocasión, por ejemplo, luego de un complicado proceso previo para alcanzar un turno, me tocó uno de aquellos servicios incompletos. Mi doctora, antes de ocuparse de mi muela, debió ventilar un asunto sindical, luego otro puede que más personal y cuando ya parecía dispuesta a inspeccionar mi adolorido molar, soltó un “ay, y ese insoportable olor a dentina”, que encontré demasiado humillante. Salí dispuesto a averiguar qué significaba esa palabra y al comprobar que no me habían acusado de tener mal aliento, mi autoestima regresó a sus valores normales. Sentí un poco de pena por la dentista, condenada a trabajar soportando un olor tan esencial en la profesión que había escogido. Al que no quiere caldo...

En los años 92-93 mi salud bucal, como si estuviera raramente vinculada a la economía del país, comenzó a mostrar síntomas de una aguda crisis. Mis dolores llegaron a ser crueles e inoportunos. Lo que me ayudó un poco a combatir la frecuencia con que se presentaron, fue la cercanía de mi casa con el Cuerpo de Guardia de Urgencias, el único punto en toda la ciudad habilitado para tratamientos a esas horas. En aquellas madrugadas me familiaricé con casi todo el instrumental estomatológico, me anestesiaron por primera vez y perdí una bicúspide rebelde. A pesar de todo el desastre, guardo de aquellos días el recuerdo de encontrarme con una de esas cubanas típicas, que se aprendió mi nombre y me trató como si viviéramos en la misma cuadra. Cuando llegué me puso un medicamento que calmara el dolor y me recomendó esperar. Mientras esperaba, atendió a otros dos adoloridos que arribaron. Entre uno y otro se interesó por mi estado y también me dejó para la memoria sabias consideraciones sobre la profesión de estomatólogo: Iván, la gente se cree que esto es como en una hamburguesería, pasen 4 y 4 más.

Un buen día de 1997 cuando ya pensaba haber descubierto la gran mayoría de procedimientos estomatológicos posibles, me realizaron la primera de mis endodoncias. Sentí una barrena minúscula, finísima, pero barrena al fin, y luego otra y otra más. Se trataba del proceder requerido para “obturar el conducto” y privar a la muela de vitalidad. Pensé en el término médico y en sus potencialidades para incluirse en un chiste de doble sentido de humorista criollo. Sin embargo, la escena, yo caminando con la boca abierta rumbo al salón de rayos X y con el trozo de metal encajado en algún lugar de mi mandíbula superior, no me pareció del todo graciosa.

Me reí; sin embargo, años después tras otro tratamiento similar, en una clínica de Gabalfa en Cardiff. Tras la inspección y la visión de la jeringuilla con el anestésico, supuse que me harían algo especial, desconocido. Luego aparecieron las consabidas barrenitas y pude ver a la dentista accionándolas con una velocidad impresionante, aunque yo no sentí nada. Cuando terminó le pregunté para confirmar y respondió afirmativamente: otra endodoncia. “Es la primera que me hacen con anestesia”, le dije y ella abrió los ojos sorprendida, supongo que tratando de imaginar de qué lugar remoto y salvaje había venido yo.

Esta semana tuve que acudir de nuevo al dentista. Mi higiene bucal se ha perfeccionado de manera notable, pero mis muelas siguen siendo problemáticas. Esta vez el proceder fue sencillo, las explicaciones de la doctora brasileña que me atendió me parecieron tan detalladas como si se tratara de un caso de neurocirugía. Frente a mí, en la pantalla de una computadora, observé la imagen radiográfica de mi dentadura. Recordé los animados polacos, quizá no está lejos el momento en que la tecnología sea tan exacta como el método de predicción dental en Lolek y Bolek. “¿Demorará mucho?”, medité un poco antes de buscar una respuesta, mas de inmediato reparé en que debía ocuparme de cosas más personales. Antes de entrar al consultorio tuve que llenar un cuestionario sobre mi salud, antecedentes familiares, alergias, etc. Uno de los incisos me dejó bastante intrigado, “¿está feliz con su sonrisa?”, me preguntaban. Pues... la verdad... necesito un espejo.

martes, febrero 20, 2007

De calles, caminatas y huellas humanas


Las calles de Londres, sobre todo en el área extensa que ocupa el centro de la ciudad, raramente están vacías. Se diría que siempre hay transeúntes apurados que van de un lado al otro, y en las horas iniciales de la mañana y finales de la tarde, apenas queda espacio para caminar por las aceras.


Así y todo, las prefiero a un viaje en metro. Mi animadversión por el Tube no es sólo por el precio del boleto, que hace poco volvió a aumentar, sino por la resistencia a integrarme a la masa de personas que siempre aparece en las estaciones de la zona uno. Una vez parte de esa masa, no queda más remedio que seguirla, avanzar silenciosamente por los estrechos corredores hasta que estos se tornen más abiertos y, por consiguiente, te ofrezcan una mayor libertad de movimiento.

El metro es sólo la primera opción si me toca viajar fuera de las horas pico, y si previamente he comprobado que usar cualquier otro medio de transporte me tomará demasiado tiempo. Y hay determinadas citas a las que hay que acudir con puntualidad, sobre todo en Inglaterra, aunque sea sólo para rendir homenaje al estereotipo de ingleses-puntuales.

Sin embargo, siempre que sea posible, prefiero las caminatas. Supongo que se deba a un rezago de lo más Especial del Período, de aquella resignación a no esperar nunca porque apareciera un ómnibus en las calles de La Habana, o de Santa Clara. Por demás, bajo tierra, viajando a toda velocidad en un vagón impersonal, uno termina por perder la perspectiva de las distancias. Imagina que recorre la ciudad de un extremo a otro, que la atraviesa como el cuchillo afilado corta un tomate, un trozo de pan, un pedazo de carne, pero no tiene idea de cómo reproducir en el espacio ese trayecto de una estación a otra.

En estos días me gustan las calles, además, porque son la mejor evidencia de que existe una civilización inteligente o torpe, y de que convivimos juntos en este punto de la geografía mundial. Claro que evito las grandes arterias de esta capital, también llenas de gente apurada, también caóticas e indiferentes. Me complacen más las pequeñas intersecciones y los laberintos que formo cuando trato de aplicar a la coherente y ordenada planificación civil londinense, el resultado de una criolla política de “cortar camino”.

Y como un explorador o etnógrafo insistente, me dedico con toda atención a examinar las huellas que dejan los humanos a su paso. No todas son agradables, basta salir temprano un sábado para justo a los pocos pasos llevarse la mano a la nariz. Los restos de una noche de alcohol acechan en la más aparentemente inofensiva acera. Sí, algunas mañanas pueden resultar asquerosas, aunque hay otras más interesantes.

De todas formas, no salgo a caminar con el propósito de ver qué me encuentro. Últimamente mis caminatas cumplen un fin más terapéutico, dado que por causa de mi investigación actual paso muchas horas sentado leyendo, por lo que me conviene ejercitarme de alguna manera. Y no tengo tiempo para un gimnasio, ni dinero que cubra las cuotas de tal institución.

Hace unas semanas, en una de mis caminatas con Helena, me encontré este objeto inusual. Siempre aparecen botellas vacías, vasos todavía con media cerveza y hasta copas con vino o champán, pero nunca había encontrado la combinación de la foto. La corbata es de uniforme de una de las tantas escuelas públicas y privadas que se ubican, por casualidad, en la calle donde vivo. Su dueño, todavía adolescente, la olvidó quien saber por qué razones.

Pensé por un momento en ellas, quizá no fue precisamente su dueño el que la dejó allí atada, sino los que siempre lo atormentan en su clase, que idearon así otra pesada broma. Quizá alguien la perdió sin darse cuenta y a quien la encontró después le pareció mejor si quedaba adornando la pieza de hierro. Puede haber muchas teorías. Sin embargo, la que elevó mi expectativa, fue la de un dueño, adolescente iconoclasta y puede que medio anarquista. Tal vez cansado de una semana de clases y aburrido ante la perspectiva de un fin de semana sin mejores pronósticos, optó por desentenderse de las reglas, y mandó al diablo las tradiciones. Puede que le hubiera dicho al pedazo metálico, “toma, educación para ti que yo me largo”. Por un momento la escena me pareció real, hubiera escrito esta crónica al momento, en radio le hubiera puesto de fondo a Pink Floyd con Another Brick on The Wall, pero no, seguí caminando. Al final las cuadras siguientes me podrían esperar con nuevas sorpresas, nuevas huellas de civilización, y nuevas teorías.

sábado, febrero 10, 2007

Mis zapatos y yo: toda una vida (I)


En 1986 seguimos, como todo el mundo, las noticias sobre el fin del régimen de Ferdinando Marcos en Filipinas. Más que la explicación detallada de las características de su gobierno, caracterizado por represión y escándalos, creo que el interés principal lo ocupaba su sucesora al mando, una mujer llamada Corazón. Sin embargo, lo que me dejó asombrado fueron las posteriores revelaciones de los hallazgos en los aposentos privados de Imelda Marcos, y sobre todo, su impresionante colección de más de mil pares de zapatos.


Cuando comparaba la cantidad con lo que normalmente necesita un ser humano, me parecía exagerada. Sería ridículo comparar la enorme zapatera de la señora Marcos, con el mueble destinado a tal función en mi casa. Este era austero en realidad, aunque permanecía bastante lleno; no porque nuestra colección de zapatos fuera espectacular, sino porque según la regla de oro para sobrevivir períodos de escasez, las cosas se botaban si y solo si se comprobaba que no tenían ninguna utilidad posible.

A partir de ese año comencé a usar la frase «complejo de Imelda Marcos» para referirme a quienes añoraban tener demasiados zapatos, si bien la cifra exacta que determinaba ese «demasiados» era difícil de explicar. El calzado en Cuba, como todo, estaba racionado. Los nacionales teníamos derecho a dos pares al año, o a una cantidad similar que casi nunca llegabas a alcanzar por un motivo o por otro, amén del hecho indiscutible de haber nacido en un país bloqueado.

No imagino cómo sería antes, aunque sí recuerdo que para mi idea sobre la abundancia a finales de los 70, los años anteriores debieron ser más abundantes que los que viví en mi niñez. La evidencia eran los innumerables tacones y elegantes punta-estilete que se acumulaban en una de las mesas de noche del cuarto de mis padres, a la cual casi nunca se podía acceder porque había sido destinada a un rincón inútil. Creo que mi madre los guardaba siguiendo el mismo consejo típico de los tiempos en que escaseaban los productos, o quizá porque tenía la esperanza de que en los años venideros volvieran a ponerse de moda. Y ella tenía tacones blancos, negros, beiges?, grises, combinados; mientras, según me acuerdo, los míos eran siempre negros para la escuela y, con suerte, carmelita oscuro para los días de fiesta.

Recuerdo mis primeros zapatos de color extraño, unas sandalitas rusas que para la todavía machista y revolucionaria Cuba de finales de los 70 no quedaba muy claro si eran de varón o hembra. Sin embargo, a medida que comenzaron a llegar las sandalias, las nociones de masculinidad de los cubanos fueron cambiando ante los imperativos de la escasez. A veces hasta me asustaban un poco cuando las veía en las vidrieras, casi siempre en números enormes que me recordaban más a los cocodrilos tomando sol con la boca abierta, que a los pies apurados de algunos mayores en los que lucirían igual de amenazadoras, acechando por encima de medias a cuadros y rombos. Luego descubrimos que los soviéticos adoraban las sandalias, y camino a la escuela imaginaba que sólo faltaría un kepis y, de fondo, las notas de Que siempre brille el sol (Пусть всегда будет сольце), para figurar en uno de los tantos filmes o documentales cuyo escenario principal era un campamento de pioneros.

A fines de los 70 también las calles se llenaron de modelos diferentes. Habían comenzado a llegar las personas que por diversos motivos —aunque mayormente por temor y angustia ante la escasez— habían abandonado la Isla en la década anterior. Con los maletines enormes de regalos llegaron también los zapatos y, mejor aún, las zapatillas. Se usaban aquellas de marca Adidas de tres franjas laterales, el modelo que un zapatero local se encargó de reproducir cambiando los materiales originales por tela de corduroy. Fue la explosión de zapatillas caseras hechas por Manzanito, si mal no recuerdo, una prueba más de la invención criolla.

Quizá la producción artesanal no fue muy atractiva para mi padre, incansable en aquellos años, siempre apelando a sus «contactos» con las empleadas de comercio. Lo cierto es que un buen día despertamos calzados con un par de nacionales Popis, que bien podría decirse fueron la envidia para tantas zapatillas multicolores de corduroy, aunque siguieran pareciendo vulgares para las azules y enormes Adidas de mi primo, traídas desde Jersey City. Ah, la perenne agrura de nuestro vino, querido José Martí.

1983 fue un año «zapateramente» decisivo para mí. Había logrado entrar a la flamante y enorme Escuela Vocacional (ESVOC) Comandante Ernesto Guevara, y para recorrer sus inmensas plazas de cemento y sus extensos pasillos de granito, había que estar bien equipado. La Escuela, como parte de «todo» lo que la Revolución nos entregaría a lo largo de nuestra vida, nos proporcionaría uniformes, ropa de trabajo y calzado. Para todas las actividades escolares y extraescolares. Lo único que en mi caso, casi acabado de cumplir los doce años, mis proporciones y extremidades distaban mucho de ajustarse a las «existencias» del almacén de la ESVOC. Mediría, si acaso, un metro cincuenta, calzaba la talla estándar de mi edad y hasta tenía ilusión de estirarme un poco; pero cuando vi los que me tocaron, supuse que mi proceso de crecimiento tendría que ser sobrenatural para que algún día mis ahora insignificantes pies llegaran a medir lo suficiente para llenar unos tenis (Matoyos, Boquiperros) talla 8 ½ y unos Kikos plásticos (calzado insignia de las becas cubanas) número 9. Cuando comenzó el curso y mis colegas descubrieron que mis zapatos eran diferentes a los que casi todos lucían en aquella primera semana de clase, quizá advirtieron cierta debilidad pequeño-burguesa por haber rechazado lo que gratuitamente el Estado me había concedido. En realidad, lo que decidieron, luego de tantas veces que relaté mi historia, fue engancharme el mote de «Zapatico», que no duró mucho, por suerte.

Mis zapatos y yo: toda una vida (II)


A finales del 84 me trajeron mis primeros zapatos importados, marca North Star y fabricados en Nicaragua. ¡Bravo por los compas! Ellos sí sabían combinar los materiales y lograr productos de acabado excelente, y eso que estaban en guerra. Eran negros, un poco más altos que lo normal, de puntera asimétrica; en resumen, colosales. Me resistía a probármelos, contemplaba la caja desde encima del escaparate y hasta imaginaba que el brillo del material traspasaba el envoltorio de cartón que los guardaba del polvo. Allí se quedaron durante unos meses hasta que los vendieron o los cambiaron por algún otro artículo más necesario. Antes me los había probado, había intentado caminar y al momento me los había tenido que quitar. Mis pies, decididos a no tolerar el calificativo de insignificantes, habían comenzado a crecer.


Para la nueva talla lo mejor eran unas botas de cañero marca Centauro, que embetunadas y lustrosas combinaban sobriamente con el uniforme azul de la escuela. Eran toscas, aplastadas, con un borde que parecía una rebaba residual del caucho de la suela, pero llegaban a ser cómodas y duraderas. Luego del 85 llegaron las tiendas Amistad llenas de productos del campo socialista: perfumes Moscú Rojo, cremas y productos de belleza Florena (RDA), lápices de colores chinos y una variedad de zapatillas Tomis, Made in Romania.

Mis primeros Tomis resultaron los mejores embajadores de Rumania, país hermano o medio hermano, pues en realidad no sabíamos mucho de él. Se hablaba poco en las clases de Geografía Económica, y casi no aparecían reportajes en las revistas soviéticas, sobre todo Sputnik, que era por esos años casi de obligada lectura y posterior coleccionismo. En el kiosco cercano a mi casa compré una revista Rumania de Hoy, o de un título similar. Pensaba encontrar al menos algún reportaje sobre la fábrica Tomis, sobre la gran cantidad de divisas que ingresaba al país por concepto de exportaciones, pero no. Página tras página sólo había imágenes de Nicolae y Elena Ceaucescu.

Mis Tomis desparecieron una tarde de sábado. Salieron en los pies de mi papá, recorrieron parte de la ciudad y se detuvieron en El Sandino, donde él se decidió por una jarra de cerveza. Luego no se supo más de ellos. Varias jarras después, unos vecinos sospechosamente serviciales trajeron a mi papá medio aturdido, un poco apenado y con los pies hinchados tras haber caminado cuadras y cuadras enfundados en unas extrañas y folclóricas botas. Me resigné a la pérdida, era imposible una investigación policial, pues el principal testigo apenas recordaba al día siguiente qué había ocurrido en el área de la ciudad tan famosa por las fiestas, la cerveza y las puñaladas.

Sin embargo, las botas que trajeron a mi papá de vuelta fueron, durante días, motivo de comentarios. Eran como las mías, marca Centauro, aunque tenían la cualidad única de pasar por artefactos culturales y, por supuesto, constituían otra prueba indiscutible de la inventiva criolla en tiempos de crisis. A diferencia de las mías, en estas el borde de la suela no sobresalía, pues había sido cortado, tenían un tacón extra de unos cinco centímetros y los cordones no sujetaban de un lado a otro a los ojetes, sino que los habían trenzado complicadamente para ocultar la lengua. Las puntas de la trenza terminaban en dos tapas de tubo de pasta dental, de modo que cuando uno caminaba se movían supongo que a ritmo de carnaval.

Y aunque las condené al enmohecimiento en algún olvidado rincón de la casa, el acto en sí no impidió que ese año, y el siguiente, continuara usando botas de cañero. Llegaban a ser un complemento adicional del uniforme y hasta combinaban con los pantalones tubo, pegados a las piernas, que comenzaban a usarse por esa época. Era tan inusual ver a algún condiscípulo sin ellas, que cuando alguien de nuestro grupo estrenó zapatos corte-bajo y de puntera alargada, otro no encontró mejor calificativo que: «Mira, Ñico con tiburones nuevos». Supongo que empezábamos a olvidar que existían diversos tipos de calzado, y que tenían sus nombres. Para reconfortarnos apareció Carlos Varela con su canción Memorias y aquel verso de: «A las fiestas íbamos con botas, cantando una canción de Lennon».

¿Usaría Lennon botas Centauro? Mientras procuraba una respuesta, llegaba la hora de escoger mi futuro, terminaba el grado doce y me esforzaba en aprender ruso. Estaba decidido, yo me iría a estudiar a la Unión Soviética, o a Polonia, o a la RDA o a Checoslovaquia, a cualquier lugar donde me pagaran un estipendio con el que pudiera comprar zapatos, un par nuevo todos los meses. Cuando publicaron la lista de especialidades busqué de arriba abajo, de país en país, de ingenierías a licenciaturas, y terminé con la vista en mis pies. Supongo que en el brillo de mis botas podía reflejarse mi cara de desencanto. Ninguna de las carreras, tan necesarias para el futuro del país, me llamaba la atención, adiós sueños de acumulación, maldita fuera Imelda Marcos y su propensión monárquica al acaparamiento.

Mis zapatos y yo: toda una vida (III)


Mis sueños tenían que esperar, podría optar por una universidad cubana, a cuyas aulas, con suerte, podría seguir yendo en botas. Entonces llegó un proceso de selección agotador y estresante, meses de estudio para pruebas de ingreso, y luego incertidumbre ante la perspectiva de pasar doce meses previos a la vida universitaria cumpliendo el Servicio Militar y calzando más botas. Por suerte llegó la confirmación directa a la Universidad de La Habana. Y para la capital, segundo par de zapatillas Tomis, hermosas, fuertes, resistentes. ¡Quién podía imaginar en julio de 1989 que luego de diciembre de ese año no habría más Ceaucescu y, por ende, exportaciones rumanas para el Caribe!


La fortaleza y resistencia duraron hasta mi segundo año, cuando gracias al turismo internacional, un par de colombianos residentes en Nueva York, amigos de mis familiares en New Jersey, aterrizaron en La Habana con un regalo. Cuando los despedí tenía un par de exóticas y hasta escandalosas «superaltas» Hi-Tec. Los visitantes, sin conocer las necesidades criollas, o los hábitos, o las costumbres, o la realidad de la Isla en el año 92, imaginaron que yo era el único beneficiario del dinero que traían, la moneda del enemigo, todavía ilegal en Cuba. Habían comprado como si se tratara de una rutinaria visita a Bloomingdale’s, sin pensar que se trataba de una simple Tecnitienda y sin conocer que sus precios eran el doble o el triple de lo que acostumbraban ver en los establecimientos neoyorquinos.

Con mis superaltas y mi estampa de estrella de la NBA sin estatura, anduve mucho por La Habana del Período Especial. Ellas resultaron de una tremenda ayuda en los momentos difíciles, cuando ya no existían guaguas y había que zapatear de F y 3ª a la Biblioteca Nacional, y de ahí a la agencia de 21 y 4, y en ocasiones, como en los animados de Elpidio Valdés, de Júcaro a Morón y de Morón a Júcaro.

Dejé la capital en el agotador verano de 1994. Ya no calzaba las superaltas, sino unos «toscos», innovadores zapatos de suela gruesa y alta, y materiales de origen desconocido que no guardaban ninguna relación con José Luis Cortés o NG La Banda, que por esos años causaban furor en los barrios habaneros. Me despedí de tantos lugares memorables con el deseo de no regresar jamás a aquellas tardes desoladas y calurosas, a aquellas caminatas interminables en busca de comida, de esperanza. Me dolía, eso sí, perder uno de los pocos eventos culturales que todavía servían para animar la ciudad y dar la impresión de que todavía era posible la vida en ella: el Festival de Cine.

Volví en las ediciones del 95, 96 y 97. En ese último diciembre vi filmes que me emocionaron y compensaron la terrible certeza de que el evento ya no era el punto de reunión de los amigos, que estos comenzaban a emigrar y la ciudad se estaba llenando de fantasmas. En ese año, además de sin amigos, me quedé sin zapatos. Había llegado con dos pares, unos cuya suela luego de una reparación notable había sido pegada, y otros que además de pegados habían sido reforzados con puntillas. La inventiva criolla me daba esperanzas, aunque tal vez intuía que sería ya mi último Festival y estaba decidido a ver la mayor cantidad posible de películas, por lo que sería también el evento de más caminatas.

Y eran agotadoras, aun cuando en algún cine aparecían milagrosamente algunos de los amigos que quedaban en La Habana, y los breves minutos de conversación mitigaban el agotamiento. A mediados de la segunda semana de Festival descubrí que la destreza de los zapateros no era tal, que las puntillas amenazaban con partir toda la suela y llegar al punto en que me sería imposible caminar, o incluirme en un molote festivalero sin causar heridos. Aminoré el paso y el ritmo de películas, pero como en un verso de Vallejo, el clavo, ay, siguió saliendo. La noche antes de mi viaje de regreso a Santa Clara, poco antes de llegar a la casa donde me quedaba en el exclusivo Miramar, mis corte-bajos, con sus clavos salientes, desaparecieron en el fondo de uno de los latones de basura. Descalzo y algo triste, prometí que cuando tuviera dinero, o mejor, mucho dinero, compararía muchos zapatos, terminaría siendo algo así como el hijo predilecto de doña Imelda Marcos.

El único impedimento técnico para mi promesa era la realidad cubana. No bastaba ahorrar, porque los precios siempre estaban por encima de las posibilidades del profesional medio, y tampoco se podía confiar mucho en la oferta. Así llegó el 2000, un año de terribles sucesos personales, y paradójicamente el de mejor situación financiera y el de mis primeras sandalias Práctica. Parecían el mejor antídoto contra el calor y se me antojaban relajantes y hasta terapéuticas. Sentí mucho que se incluyeran en el botín de un robo con fuerza del que mi casa fue víctima, mas lo tomé como una señal del destino. Había que seguir adelante y seguir caminando. Ya para esa época mis zapatos estaban en la etapa más transgresora posible. Calzado mediante, parecía como si estuviera dispuesto o mejor equipado para dejar atrás las convenciones de una sociedad todavía moralista («las personas decentes no andan con zapatos sucios»), homófoba («no hay cosa más fea que un hombre sin medias») y racista («andar en chancletas es cosa de negros»).

Mis zapatos y yo: toda una vida (IV)


En el 2003 logré comprar mis primeros zuecos, gracias al floreciente mercado de los zapateros trabajando por cuenta propia. Ya no se llamaban zuecos, sino descalzados, y aunque no era ya adolescente, podía decirse que estaba en la última. Mis descalzados asistieron a muchas conversaciones sobre los preparativos de mi viaje al Reino Unido, y a última hora fueron sustituidos por un par de costosos pero necesarios tacos con los que pisaría por primera vez las calles de Londres, y luego las de Cardiff, en Gales.


Y había que caminar mucho en ese mes previo al comienzo de mi maestría en la universidad galesa. Había que recorrer London de sur a norte y de Brixton a Camden Town, de Greenwich a Wembley, recorrer el Museo Británico, la Galería Nacional, el barrio de Notting Hill, el de Kensington, las callejuelas de Soho a ritmo de jazz, el West End, el South Bank, la Tate, etc. Mis zapatos no aguantaron, cuando llegué a Gales descubrí que ambas suelas se habían gastado notablemente, y el material había pasado de gastado a poroso, y los poros ya eran huecos, pequeños, casi imperceptibles a simple vista, pero enormes para que el agua penetrara cuando pisaba un charco o cuando atravesaba a toda prisa una calle de Cathays. Y Gales era el país de la llovizna, y yo, de animal tropical pasaba a descubrir qué era el frío y la importancia de estar abrigado, y sobre todo, seco.

Con mi primer estipendio compré un par nuevo, y luego otro al tercer mes, y luego viajé de vacaciones a España y cómo no llevarse de recuerdo una muestra de calzado ibérico, mucho más barato que el anglosajón; y luego llegaron las rebajas de enero, y luego descubrí las canchas de squash que requerían de tenis de suela blanca, y luego llegaron las ocasiones formales. Y cuando mis amigos visitaron mi cuarto en la avenida Edington, preguntaron sorprendidos por qué había traído tantos zapatos. Yo hice este recuento, más breve y en inglés. Hubo a quien le pareció demasiado sentimental, hubo quien prometió regalarme zapatos, muchos, y entonces el conmovido fui yo.

El año pasado leí en el Juventud Rebelde un artículo sobre quien posiblemente sea el hombre más alto de Cuba. Justo desde el comienzo, me atrajo su historia personal. Dadas sus proporciones, es lógico pensar que sus pies serían enormes. ¡Qué problema! A decir verdad, el recuento de sus dificultades me dejó bastante deprimido, imaginé su descripción de los dedos deformados por caminar con zapatos más pequeños que sus pies, y hasta sentí que de haber estado en la Isla, hubiera tratado de hacer algo.

Hace poco, viendo Bobby, me llamó la atención un diálogo entre dos protagonistas. El personaje de Helen Hunt se queja de haber olvidado empacar zapatos que combinaran con los vestidos que había traído consigo. ¡Pues iremos a comprarte nuevos! —responde Martín Sheen, su esposo en el filme—. ¡Qué sencillo! —pensé—, ¡qué elemental! Tal vez en el 58 muchas parejas cubanas se identificaban con una situación similar, pero 40 años después, creo que nadie reparaba en tales nimiedades.

Todavía hoy cuando paso frente a una tienda de zapatos, no puedo evitar quedar mirándolos allí tranquilos en exhibición. A veces hasta entro, los miro, me los pruebo, y me detengo ante un dilema moral. Me digo que me gustan, pero no los necesito, y no sé si por mi experiencia anterior tengo claros los conceptos de qué es necesidad y qué es lujo. Me consuelo sabiendo que si me fueran necesarios, al menos los podría comprar, ventajas de la sociedad de consumo, digo yo, aunque esa certeza no me libra de soñar con todos los zapatos que amé una vez. Lo que sí no acabo de descifrar, aunque en verdad no es algo que me quite el sueño, es la razón imperiosa que llevó a Imelda Marcos a acumular tantos en sus años de primera dama.

lunes, febrero 05, 2007

«¡Esto es La Habana!»


Sucedió en La Habana, la ciudad en la que siempre se registran los grandes acontecimientos de la música cubana. Aunque a decir verdad, el verdadero suceso ocurrió en Los Ángeles, pero por cuestiones relativas a la trascendencia se supo casi al mismo tiempo en la capital cubana. Lo curioso de esa noche de febrero del 2000 es que la noticia, si bien procedía de los Estados Unidos, no se refería a uno de los tradicionales enfrentamientos tan comunes entre los dos países desde 1960. La protagonista era la música, o mejor, un pianista cubano que para esa fecha resultaba casi tan universal y referenciado en el mundo, como en su propia y pequeña isla.

La noche en que la Academia de Grabaciones de los Estados Unidos (NARAS) anunció que entregaría un premio Grammy a Chucho Valdés, este se enteró por teléfono en su vivienda habanera. Para el que conoce la propensión festiva de los cubanos, la asociación entre lo que sucedió en el teatro californiano no se podría comparar con la algarabía que se adueñó del hogar de Valdés, luego de que, gracias a una engrasada maquinaria del rumor, la noticia fue corriendo de casa en casa. En Los Ángeles, las miradas estarían puestas sobre Carlos Santana, que como un avezado coleccionista de estatuillas de gramófonos, fue recogiendo una a una las equivalentes a los premios por su disco Sobrenatural. En la cuadra de los Valdés, los más cercanos ya estarían llamando a la puerta para compartir un trago de ron; mientras las vecinas sonreirían orgullosas de vivir cerca de alguien tan famoso, frase que, sin duda, exagerarían al día siguiente como inequívoca definición de su status, cuando lo contaran a terceros.

Chucho, en tanto, cuenta que estaba comiendo y dejó el bocado a medias, contenido por la emoción. «¡En una pieza!» —sería la expresión más cubana para definir su estado—. Aunque luego fue hasta el piano, y tal vez porque a veces las conductas humanas no necesitan de demasiadas explicaciones, tocó algo de Bill Evans, People tal vez. Cuando un músico y su instrumento llevan una vinculación tan larga, es casi lógico que todas las escenas de la vida puedan resumirse en una composición.

Chucho Valdés comenzó a estudiar piano a los 5 años, pero a los 3, según dicen, ya el piano de su padre había dejado de ser para él un mueble intimidante y misterioso. El propio Bebo Valdés siempre recuerda y relata el día que, camino a Tropicana, su trabajo en los 50, se dio cuenta de que había olvidado una de las partituras en casa. Cuando regresó a buscarla, escuchó que alguien estaba tocando el piano y lo hacía de una manera apreciable. Intrigado por saber quién era, se sorprendió de encontrar al pequeño Chucho, que, sin haber recibido lecciones, de solo observar al padre, había logrado interpretar una melodía.

El premio Grammy del 2000 fue una celebración casi colectiva, con la tradicional característica de las casas cubanas, que se llenan de gente cuando sobran los motivos para celebrar. Precisamente de celebraciones estaba lleno el disco causante de todo el alboroto. La grabación había sido en vivo en el Village Vanguard de Nueva York, y por el propio peso de las circunstancias, el título tenía que ser ese mismo: Life at Village Vanguard.

La experiencia podía compararse con la peregrinación de los musulmanes al santuario de La Meca. Los jazzistas veneran al Vanguard casi tanto como a un lugar de culto. Chucho Valdés, sin ser Mesías, lo calificó de místico. Musicalmente quizá, cualquiera puede aventurarse a definirlo como un sitio mágico, por el nivel de las creaciones surgidas de la improvisación en un escenario de tanta historia y ambiente.

El del 2000 no era el primer Grammy de Chucho Valdés, ni sería el último. Era, eso sí, la primera gran identificación exitosa de un proyecto personal. Con anterioridad había obtenido el reconocimiento de la NARAS por proyectos con Irakere y lo que se llamó Crisol, una agrupación liderada por él y el trompetista norteamericano Roy Hardgrove. El premio sería como la confirmación del sello de autor, del estilo; la validación internacional de su aporte a la tradición cubana del piano.

Por eso, como le comentó a un amigo, su casa estaba esa noche hasta el tope, aunque cueste imaginarlo demasiado sonriente en medio de sus vecinos y colegas. Su enorme presencia, unida a su fama y a su obsesión por entender de dónde y por qué vienen las cosas en la música, lo coloca en una posición predecible. Muchos lo imaginan demasiado serio o solemne, como autoridad que es en el mundo musical cubano. Sin embargo, quien sabe reconocer las características que hacen nacionales a los cubanos, no puede ubicar a Chucho Valdés en otro contexto. Basta verlo al piano, manos sobre teclas, en melodías que conoce, con la marca de autenticidad en el ritmo que también lo da la propia música, y que él sigue casi con todo el cuerpo, mas sin perder su porte y elegancia.

Resulta difícil darle una etiqueta, un nombre; definirlo de una manera específica. Una sonrisa y un ligero ladear de la cabeza pueden indicar su grado de compenetración con la pieza que toca, y por mucho que la disfrute, nunca deja de sugerir, de indicar a los músicos con códigos secretos o precisos.

La noche del 2000 cuando recibió la noticia de su premio Grammy, suceso indiscutible para la memoria de la música cubana, quizá Chucho Valdés estaba eufórico, sumido en innumerables conversaciones simultáneas con esa capacidad que tienen los cubanos, que aturde y desorienta a los extranjeros, pero la celebración fue en su casa, «¡imagínate tú!» Diría el propio Chucho: «¡Esto es La Habana!»