jueves, septiembre 07, 2006

Rubén González toca Pueblo Nuevo


La música no se explica, se escucha, se siente. Y cualquiera advierte que se oye un piano, un preludio intenso y breve que presagia. Es inminente, la propia palabra lo dice. Suena una de las pistas del famoso disco Buena Vista Social Club y Rubén González interpreta Pueblo Nuevo, original composición de Cachao, anunciadora del estilo y ritmo que este fundaría junto a su hermano Orestes, el ahora tan referenciado mambo.

Pero mejor dejar al piano, no hacen falta referencias, aunque es lógico que se trata del estilo urbano de los 50. La melodía aparece con una introducción serena que casi llega a tornarse solemne. Surge después el fraseo, insistente y acentuado, y el piano parece que va a tomar de golpe todo el protagonismo. Entonces la improvisación da paso al resto de la orquesta, y el piano dialoga con la trompeta y cede, por un breve momento, su posición de líder. Los restantes instrumentos conforman ya la pieza, y armonizan, y animan. El piano, entonces, retoma fuerza y alegría, cualquiera siente el despertar del ritmo. Rubén improvisa, resulta increíble, me recuerda los momentos que cortan la respiración, y es música, aunque se piense de repente en actividades más vitales y enérgicas. Luego no quedan dudas, el piano se alza como verdadero protagonista, y seguirá siéndolo hasta la última nota.

A Rubén González lo recuerdo con una camisa estampada yendo de un lado al otro y observando, desde la azotea del Empire State, la ciudad de Nueva York. Allí, un pícaro Eliades Ochoa lo seguía y bromeaba con el deslumbramiento del veterano músico ante los cambios de la gran urbe. Era una de las escenas del Buena Vista Social Club (BVSC) de Win Wenders, la película que rescató del olvido a tantas figuras de la música popular cubana.

Antes lo habían hecho dos discos, uno con el mismo nombre que el centro social habanero, y otro llamado Afro Cuban All Stars. Se debieron al asombro de Ry Cooder por sonoridades típicas de esta Isla, y al genio organizador y consciente de Juan de Marcos González. En ambos sobresalió Rubén, quizá porque no cantaba o porque ya con su inclusión definía la calidad del proyecto.

Sin embargo, el documental no le hace mucha justicia al músico nacido en Villa Clara, en el centro de Cuba. Luego de las escenas, Rubén queda como un anciano simpático, ocurrente, y la visión paternalista, aunque cariñosa, alienta más la curiosidad del espectador que la confirmación de la grandeza del músico. Y entonces cabe la pregunta, ¿cómo es posible? ¿Dónde estaba antes ese genial intérprete del piano que no por gusto fue comparado con Arthur Rubinstein?

Sin duda, el talento interpretativo de González resulta tan inquietante como el de su colega norteamericano. Pero a diferencia de Rubinstein, González no tuvo una carrera larga antes del Buena Vista. El documental lo presenta en la Escuela Nacional de Gimnástica de La Habana, donde acudía cada día a servir de acompañante, mientras las atletas del equipo nacional cubano ensayaban sus rutinas.

Luego de su época dorada en las orquestas de los años 50, González se alejó de los escenarios; pero nunca, al parecer, del piano. En las propias escenas del documental resaltan las imágenes de esos dedos casi deformados por la artritis que todavía aciertan en la cadenciosa maestría de las improvisaciones de Rubén y en su acentuada preferencia por los montunos.

La sonoridad distingue a la Isla y el músico lo sabe, o lo intuye, o sencillamente nació con esa peculiar percepción de lo cubano. Porque Rubén coincidió con épocas decisivas en el quehacer musical de Cuba, estuvo y participó en la creación de ritmos que hoy constituyen clásicos y que se engrandecieron con su envidiable aporte.

Los especialistas hablan de tres grandes pianistas en la música popular cubana, y nombran a Lilí Martínez, Peruchín y, por supuesto, a Rubén. Ese título lo ganó previo a la grabación del Buena Vista, mas tal parece que sus compatriotas lo olvidaron, y solo cuando comenzó la algarabía internacional en torno al proyecto, recordaron la selecta lista. De cualquier modo, el disco fue muy criticado en la Isla y fuera de ella, pero quedó como iniciativa que se ha de tomar en cuenta.

Curiosamente, derivado del éxito del primer compacto, el segundo, ya bajo el nombre de BVSC presenta a Rubén González, fue exclusivo para la música del anciano pianista. Parecía la confabulación perfecta para que salieran de la memoria tantas y tantas melodías. Por suerte quedaron varios discos que, pese a la avanzada edad que tenía ya cuando los grabó, bastan para una valoración completa del músico y del intérprete.

Cuando Rubén falleció en el 2003, muchos descubrieron que había nacido en el pueblo villaclareño de Encrucijada. El desconocimiento de su vida anterior al Buena Vista desconcertaba; pero como dijera Compay Segundo, otro de los convidados al famoso proyecto, el olvido era el gran problema de los cubanos.

Quienes lo conocieron tarde tienen ahora tiempo para recuperarlo. De lo contrario, nunca podrán entender la lección que dieron Rubén, Compay Segundo, Puntillita y otros de la tropa del Buena Vista Social Club, de que cuando se cree en lo que se hace, se disfruta, se comparte y es aceptado, la vida siempre resulta más larga y más provechosa, porque se asegura el eterno recuerdo.

domingo, junio 04, 2006

Habana a cuatro manos


“Me perdí en La Habana”, me dijo mi amigo John al volver de su primer viaje a la capital cubana, y me pareció que me estaba tomando el pelo. En su mochila asomaban las fotos de la visita, las clásicas frente al Capitolio y la Plaza de Armas, y los mapas arrugados por el uso, desteñidos por el sudor. “John no puede perderse en Cuba” pensé, porque es un occidental habituado a interpretar mapas a velocidades impresionantes, aunque a veces, humano al fin, se pierda en carreteras rurales. En Cuba tampoco podía perderse, no hay mejor lugar para comprobar la consabida frase de que preguntando se llega a Roma y su español era suficiente para evitar a los jineteros y jineteras, sobre todo si el viaje formaba parte de una misión que nada tenía que ver con semejantes personajes.

Escogió la fecha precisa, el Festival Jazz Plaza 2001, precisa para sus motivaciones para un viaje a la capital cubana, precisa porque mi amigo iba tras la pista de un músico cubano, un pianista de jazz. De antecedentes solo tenía un disco, nada original, una copia de una copia, de un amigo de un amigo; alguien que, conociendo su interés en el piano, le regaló un CD malamente identificado como Cuban Music.

La primera vez que lo escuchamos, le dije que podían ser varios los intérpretes, aunque primero imaginé que podía ser Gonzalo Rubalcaba. Desde que se publicaron las últimas noticias respecto a su decisión de fijar residencia fuera de la isla, fue difícil seguirle la pista estando en Cuba. Prácticamente uno se enteraba de que se mantenía creativo por los comentarios de los músicos y por sus nominaciones al Grammy. Y el último disco suyo que llegó a mis manos, Inner Voyage, casi no lo reconocí como de su autoría. En Cuba Gonzalo sorprendió desde joven por su vitalidad y energía y en aquel disco se escuchaba demasiado sosegado, lírico, sereno, aunque igual de intenso y memorable.

John tampoco creía que se tratase de Rubalcaba. De los jazzistas cubanos conocía bien a Chucho Valdés, pero mi amigo a decir verdad, prefiere la música clásica. En su casa las grabaciones apenas caben en las repisas y andan por el suelo, fáciles de alcanzar según se necesiten. Un día puede poner a Martha Argerich tocando a Schumann, o Boris Berezovski interpretando a Chopin o la colección completa de Evgueni Kissin. Mientras los escucha, mi amigo tal vez piensa en cómo se concibe una sonata, o qué hace a determinado intérprete tan maravilloso. Luego los estudia en el piano y si su ocupación habitual le deja tiempo, puede que se lo consulte a su profesora de piano, que por obra y gracia de la casualidad es nieta del gran Horowitz.

Pero aquel disco sin etiquetas impresionó a mi amigo, al punto de embarcarse en un proyecto de viaje a Cuba. No dejaba de sonarme exótica la idea de que un nativo de Essex fuera a La Habana, decidido a completar un rompecabezas enorme, armado sólo de un producto anónimo. Pero tras una rápida consulta a Internet y otra más demorada, con cubanos de la diaspora que milagrosamente siguen a sus compatriotas músicos, concordamos en que la mejor fecha para el viaje era durante la celebración del Festival de Jazz y descartando otras posibles opciones, le propuse a mi amigo que no se perdiera uno de los conciertos que daría Ramón Valle.

A mediados de los años 90, Valle despuntó como un intérprete curioso, improvisador nato y compositor increíble. Coincidió con cierto empeño de las disqueras cubanas, muchas de las cuales surgieron en esos años, de presentar las creaciones menos favorecidas por la promoción. Y mientras la mayoría de los medios saturaba las ondas con los salseros y timberos, un grupo de jazzistas pudo armar en formato de disco sus leyendas personales.

Sin embargo, el primer mensaje de John desde La Habana afirmaba que tampoco su viaje terminaba en Valle. Mi colaboración en la pesquisa terminó con la noticia. Confiaba en el instinto de mi amigo, en sus habilidades pianísticas y en su experiencia previa en Latinoamérica, para abrirse paso en una ciudad tan llena de música. Sin embargo, supuse que ya no lo podía ayudar.

En uno de aquellos días, John en Cuba; yo, paseando por el Soho londinense camino al Ronnie Scott's, pensé en Omar Sosa. Era posible, Sosa indiscutiblemente tenía talento para ser el autor o el intérprete de aquellas melodías del disco sospechoso y era tan desconocido en la Cuba y conocido en Europa, como para que alguien totalmente ajeno a ambas realidades catalogara su música simple y ambiguamente como “Cuban”. Sin embargo, ya mi amigo se encaminaba a los conciertos y era demasiado improbable que Omar Sosa estuviera en La Habana.

Además de los escenarios del Jazz Plaza, le había indicado algunos sitios en la capital donde pudieran orientarlo. A esas alturas ya estaba casi tan curioso como él por averiguar el nombre tras aquellas melodías rítmicas y un tanto libres, e internamente casi no podía perdonarme tal ignorancia.

Por eso cuando recibí a John tras regresar de Cuba, su primera frase me resultó increíble. Luego me contó que alguien, justo en uno de los conciertos del festival, cuando escuchó maravillado a Hilario Durán y compró todos sus discos disponibles, le dijo que el autor del ya dichoso compacto, podía ser un tal Pucho López y que si lo quería conocer tendría que ir para Santa Clara. Y allá fue el inglés para descubrir que Pucho estaba por Canarias. ¡Madre mía! Pensé cuando escuchaba el relato.

De modo que en Santa Clara, y sorprendido por una noche con otros amigos en El Mejunje, oyendo a un irreverente Trio Enserie, John optó por regresar a la capital. Y esta vez, casi asalta las tiendas de discos, pero sin los resultados que esperaba. Trajo, eso sí, mucha música, y mucho piano: Ernán López Nussa, Frank Emilio, Rubén González, Aldo López-Gavilán, Emiliano Salvador, Roberto Fonseca... Ahora cuando los escuchamos, siempre aparece alguna anécdota habanera: el comentario suspicaz de algún vendedor de discos, la historia de algún callejero autotitulado conocedor de la música con el que se tropezó, el encuentro con otros turistas tan desorientados como él en cuanto a la música de la isla. Mi amigo sigue diciendo que se perdió en La Habana, y ya he optado por creerle. A fin de cuentas en Cuba la música puede ser como una buena brújula, y hay que saberla manejar bien para no perderse entre tantas calles y entre tanta gente que camina de un lado al otro, a veces silbando una melodía.

jueves, febrero 16, 2006

Buscando al personaje o preludio para una entrevista


Dicen que el club La Zorra y el Cuervo es el mejor lugar para buscar al personaje, pues allí es donde se reúnen los jazzistas, y siempre hay presentaciones, sobre todo los fines de semana, cuando esa zona de La Rampa habanera padece de una voracidad citadina y los transeúntes van de arriba abajo, buscando el menor resquicio de noche accesible. «No e’ fácil», como dicen los cubanos; la mayoría de los sitios cobran en dólares y los ciudadanos de a pie tienen otras necesidades. Antes de sentarse a escuchar un concierto del personaje, prefieren destinar el dinero, cuando lo logran, a otras cuestiones vitales.

El lugar también está disimulado, cuesta descubrirlo tras esa armazón de madera pintada de rojo, que recuerda más una cabina telefónica londinense que la entrada de un club habanero. Lo cierto es que parece haber estado allí por siglos, o décadas. Ha ganado notoriedad desde mediados de los 90, o quizá solo fue un intento de recuperar el esplendor pasado, el de los 50 o los 60, cuando su entrada en escalera que baja a un sótano, tradicional estilo de los clubes habaneros, conducía a uno de los sitios más populares de la variopinta escena nocturna capitalina.

El personaje tiene conciertos allí, pero no es el lugar que prefiera en el centro de La Habana. Al fin y al cabo, conoce la ciudad tanto como a su instrumento, y curiosamente no puede llevar a ninguno de los dos bajo el brazo. Se habituó a al club de la calle 23 cuando otro sitio, habitado por noctámbulos incurables como él, El Gato Tuerto, cayó en desgracia, a tal punto que estuvo casi al desplomarse. En el Gato nació el filin, el movimiento artístico que dio autores como César Portillo, el King, José Antonio Méndez, Ñico Rojas, y cantantes como Elena Burke y Omara Portuondo. La lista es larga, y el personaje al parecer los conoce o conoció a todos. Alguna vez le tocó acompañar a las divas del filin en su época gloriosa, o a algún que otro intérprete que luego del cierre sobrevivió gracias al cabaret, como en una cuerda floja, casi entre el olvido y la memoria.

Al personaje puede que le haya pasado así también. Por años nadie lo recordaba, otros era una presencia constante en la televisión y el ambiente musical cubano, en otro tiempo hasta llegó a protagonizar conciertos memorables. Su vida ha sido como ese ciclo: anonimato-referencia-omnipresencia. «No e’ fácil», dice el personaje, mientras aclara su garganta con un trago de un líquido oscuro y medio viscoso, ¿brandy? «¡Seguro!», confirma enfático, y parece que tiene un catálogo de bebidas para cada estación, según lo exijan las circunstancias. Él tampoco entiende que sea preciso combustible a cada minuto; no abusa, pues no le gusta que lo asocien con el sempiterno vaso de ron encima del piano, tal vez porque odia el famoso chiste entre el pianista y el violinista: ¿imagina que alguien haga malabares con un vaso encima del violín?

El personaje resulta demasiado carismático, es imposible transitar por las calles de su barrio sin que alguien lo asalte a preguntas: todos quieren saberlo todo, desde en qué proyectos anda, desde una opinión sobre el disco de un colega, hasta sus comentarios sobre lo que otro músico dijo en una entrevista televisiva. Hay tanta familiaridad que a veces el personaje hasta se siente incómodo, como en las ocasiones en que alguno le propone que escuche tocar a su hijo que está en la escuela de arte, que ha hecho progresos y está seguro de que puede impresionarlo. Los hay demasiado insistentes, como los que afirman conocer que ser pianista es adentrarse en una vida de dedicación extrema, que por eso su hijo estudia desde los tres años, con rigurosidad y tesón. «No e’ fácil», reclama el personaje, y parece que lo va a decir con música.

Al menos porque está cerca del piano y simula que va a improvisar. Quizá nos juega una mala pasada, o intenta medir nuestra reacción. Prueba entonces con un tema clásico, ¿es un nocturno de Chopin?; sin duda, pero él se ocupa de tocarlo de manera irreverente, abre los ojos, hace ademanes de estilista, acentúa determinada nota, ¿cómo es posible? Luego para de golpe, nos invita a escucharlo en una de sus creaciones, es una variación sobre un tema conocido, demasiado conocido en el contexto cubano. Nos dice que está basado en una contradanza, nos trata de neófitos, nos insulta a su modo. No importa, parece que estamos destinados a seguirlo, de otro modo él no sería personaje y nosotros no andaríamos tras su historia.

Nos dice que va a tocar otra cosa, que ha interrumpido el tema anterior porque le trae malos recuerdos. «Ustedes saben», nos confirma, y quizá ya nos hace parte de su cofradía de admiradores, piensa que dominamos todos los detalles de la historia, incluida la famosa anécdota de sus dos amigos. Por uno de ellos, que ya no vive en la Isla, sabemos del personaje, de sus gustos y manías; aunque siempre es la visión de otra persona, alguien que no lo ha visto durante veinte años, el tiempo que media entre el último encuentro con el personaje, cuando a la vez se dijeron adiós, sin la esperanza de un posterior abrazo, porque según el personaje, hemos conocido a «su hermano» y los hermanos solo pueden abrazarse con cariño.

La hermandad, dicen, surgió en los escenarios, mano a mano, piano a piano. Ambos protagonizaron una rivalidad memorable en los años 70, cuando la creatividad en el país dejaba mucho que desear. Los críticos cubanos hablan de quinquenio gris en la literatura, aunque no se refieran a la música en términos tan deplorables. Desde su cómodo balcón parisino, el amigo del personaje nos cuenta que tampoco fueron tan coloridos. Eso sí, ambos tenían la noche habanera como el mejor laboratorio para probar sus ritmos y creaciones. O tal vez era solo para disfrutar, eran encuentros «sanos», dice el amigo, y se demora en la palabra, hasta parece que la examina de manera diferente, como si no estuviera seguro de su significado; a fin de cuentas, ha vivido tanto en París que cualquier olvido involuntario del idioma puede resultar justificable.

Quien ya no puede opinar es el otro amigo, que falleció hace unos años, diez quizá. Su muerte fue fugaz y poco notoria, solo una nota pequeña en el principal periódico cubano, ambigua e impersonal, como casi todas. Los jazzistas lo recuerdan como alguien genial, emprendedor, inimitable; no bastan los adjetivos. Para el personaje fue otro hermano, otro familiar. Es increíble que los lazos musicales sean tan sanguíneos, tan íntimos. Cuenta el personaje que su amigo, el que murió, era capaz de continuar tocando durante toda una noche, de amanecer al día siguiente con una idea en mente, y de pasar el día haciendo anotaciones y llamarlo cuando todo estaba listo, para que se sorprendiera ante la vitalidad de la composición y luego compartir un excelente trago. Después se podía pasar un mes entero repasando las notas del pentagrama, y cuando imaginara que ya todo estaba listo, entonces volvería a llamarlo, esta vez para terminar toda una botella, bajo cuyos efectos el personaje siempre diría que estaba genial.

En una ocasión los tres planearon reunirse, organizar un concierto en un terreno neutral, Copenhague, el Ronnie Scott's, Montreaux, cualquier lugar donde solo fueran tres fanáticos del piano, no nativos de una isla demasiado politizada; pero nunca fue posible. ¿Por qué? El personaje no sabe explicarlo, «cosas que pasan», afirma. Todavía no cree que su amigo ya no esté, ocurre así. «La bebida, ustedes saben», nos dice, y algo intuimos; pero la verdadera historia no la escucharemos, al menos su versión. O tal vez no sepa explicarla con palabras, esta vez ha ido otra vez al piano, lo ha abierto y ha tocado una pieza del amigo, una muy conocida, que fusiona una danza antigua con un tema más improvisado. Nos mira suspicaz, tal vez ha descubierto que hemos identificado la pieza. «Ustedes saben más...», nos regaña.

Y de pronto, como si entendiera que tiene todo el derecho de terminar este encuentro, nos estremece con una revelación: «Miren, esto es Cuba», y no sabemos si apunta al piano, donde él comienza a tocar una versión de La comparsa, o hacia la ventana, por donde se escucha el zumbido de esa ciudad que lo hace como una colmena agitada. «Vayan mañana a La Zorra y el Cuervo, que vamos a descargar», nos despide, y anotamos la fecha en la agenda, y volvemos a La Habana, que a esa hora de la tarde a mediados de agosto, luce sofocante e infernal. Todavía quedan en la mente dos horas de conversación estrepitosa que habrá que traducir en memoria, y, sobre todo, mucha música, tanto en referencias como en sonidos, por algo lo llaman El personaje. Y mañana hay que volver al club habanero. “No e’fácil”, como dicen en La Habana.

miércoles, enero 18, 2006

Acostumbrándose al mundanal ruido


Cada ciudad, sobre todo si es grande, tiene su ritmo propio. Por ejemplo, Londres. En ella el ritmo puede ser tan vertiginoso que termina por cambiar la visión que tenemos de los sucesos que acontecen en la ciudad. Se convierten en hechos ordinarios y al final uno termina por pensar que nuestra vida es agitada porque todo alrededor se mueve constantemente. El ritmo de la ciudad nos convierte en seres humanos sin rostro o nombre, siempre apurados, siempre ocupados en llegar a algún lugar.

Por tanto, luego de un día agitado, sólo queremos regresar a casa y ver televisión, especialmente los noticiarios, la narración detallada de acontecimientos en los que no hemos tomado parte. Tranquilos en la comodidad de nuestras salas, nos reconforta saber que Iraq queda muy lejos, o que hay guerra en Nepal, pero no estamos seguros de dónde exactamente queda ese país. Todo ocurre como en otra dimensión, y así se refleja en la tele, porque a lo mejor hasta nos resulta entretenido. Realidad es una palabra muy general, estamos demasiado separados de ella, sobre todo si vivimos en Londres.

Una mañana de viernes en noviembre, entrando a la estación de metro de Stockewell, fui parado por la policía. Me informaron amablemente que estaban realizando cacheos al azar y yo no pedí más detalles. De alguna manera, cuando crucé la calle rumbo a la estación noté demasiados chalecos amarillos de los que usa la policía británica alrededor de las puertas. Entonces me di cuenta que llevaba una mochila, pequeña y verde, pero mochila al fin y por tanto lucía sospechosa. Antes de meter mis cosas en ella había considerado si debía llevarla, pero instantáneamente pensé que todo el alboroto por los atentados del mes de julio en el metro de Londres ya había pasado.

Por un momento no me preocupé. Mi mochila fue inspeccionada, olisqueada por un perro y luego me la devolvieron. Respondí con disciplina de escolar aplicado todas las preguntas que el oficial todavía más amable me hizo. Ni siquiera me molesté en comprobar si en aquel momento las demás personas que entraban en la estación me estaban digiriendo miradas de desconfianza o si me habían considerado ya alguien potencialmente amenazador.

Por desgracia el trágico incidente en esta estación del sur de Londres ha cambiado la manera en que los latinoamericanos somos percibidos, máxime los que como Jean Charles de Menezes y yo, podemos ser tomados por musulmanes. Sin embargo, yo no estaba furioso por esa posibilidad, no me quejé ni me sentí tan mal como para gritar acaloradamente mi origen.

Fue más tarde, cuando ya estaba aparentemente a salvo en el tren, que mi cerebro comenzó a trabajar, uniendo todos los eventos y comprendiendo en verdad lo que había ocurrido. ¿Acaso estaba satisfecho de que la policía hubiera preguntado antes de disparar? No. Solo pensé en la frase que alguien días antes, cuando se había enterado de que vivía en Stockwell me había comentado: por favor, no corras en dirección al metro.

Cuando me bajé en la estación de Finchley Road, compré el periódico, revisé los titulares, comencé mi rutina diaria. Fuera de la estación la ciudad comenzaba a recuperar su ritmo, aunque el barrio de Hampstead no es el mejor para mostrar cuan agitada puede ser la vida en Londres.

En mi mente, no obstante, todas las experiencias recientes de la ciudad comenzaron a aparecer. Y recordé la noche de sábado en la estación de Victoria, cuando vi a una muchacha en la plataforma del metro, no muy detrás de la línea amarilla que define la zona de peligro, con una copa de vino en su mano, lo que me hizo reflexionar sobre cuan problemático irse de juerga puede ser en Gran Bretaña, sobre todo como se entiende aquí lo que significa compartir un trago con amigos en un bar. También recordé mi aterrizaje en Brixton, luego de un largo viaje desde La Habana. La palabra multiculturalismo comenzó a significar algo de pronto y el nuevo significado me causó el impacto de una bofetada en pleno rostro.

Internamente me preguntaba si todos estos eventos eran una señal de que tenía que ser estar más al tanto de mis experiencias. ¿Acaso era yo demasiado ignorante? ¿Estaba tan despistado respecto a las personas que murieron el siete de julio en los atentados? Para nada. Solo estaba pagando el precio de haber estado tan absorto por el ritmo caótico de Londres.

Me gusta pensar que siempre aprendo algo de todo lo que me ocurre. Aquel viernes en Stockwell me ha despertado de alguna manera. Un buen día comenzamos a sentir la abrumadora presencia del ritmo de las ciudades, este te asimila en lo que está pasando y una voz interior te dice que lo tienes que tomar como una lección.Desde ese viernes miro diferente a la ciudad y al resto del mundo. Ahora trato de pensar con más interés en los sucesos en los que no tomo parte, pero que también me afectan de un modo u otro. Eso no significa que tenga que ser una estrella de Hollywood para ir de gira a África y descubrir que hay niños sin padres por causa del SIDA, o que me golpeen en Australia para entender lo que es el racismo. Al final los hechos sí ocurren, aunque los humanos sigamos tercamente aferrados a la idea de que a menos que nos involucren, nunca romperán la pacífica burbuja en la que vivimos.