Dicen que el club La Zorra y el Cuervo es el mejor lugar para buscar al personaje, pues allí es donde se reúnen los jazzistas, y siempre hay presentaciones, sobre todo los fines de semana, cuando esa zona de La Rampa habanera padece de una voracidad citadina y los transeúntes van de arriba abajo, buscando el menor resquicio de noche accesible. «No e’ fácil», como dicen los cubanos; la mayoría de los sitios cobran en dólares y los ciudadanos de a pie tienen otras necesidades. Antes de sentarse a escuchar un concierto del personaje, prefieren destinar el dinero, cuando lo logran, a otras cuestiones vitales.
El lugar también está disimulado, cuesta descubrirlo tras esa armazón de madera pintada de rojo, que recuerda más una cabina telefónica londinense que la entrada de un club habanero. Lo cierto es que parece haber estado allí por siglos, o décadas. Ha ganado notoriedad desde mediados de los 90, o quizá solo fue un intento de recuperar el esplendor pasado, el de los 50 o los 60, cuando su entrada en escalera que baja a un sótano, tradicional estilo de los clubes habaneros, conducía a uno de los sitios más populares de la variopinta escena nocturna capitalina.
El personaje tiene conciertos allí, pero no es el lugar que prefiera en el centro de La Habana. Al fin y al cabo, conoce la ciudad tanto como a su instrumento, y curiosamente no puede llevar a ninguno de los dos bajo el brazo. Se habituó a al club de la calle 23 cuando otro sitio, habitado por noctámbulos incurables como él, El Gato Tuerto, cayó en desgracia, a tal punto que estuvo casi al desplomarse. En el Gato nació el filin, el movimiento artístico que dio autores como César Portillo, el King, José Antonio Méndez, Ñico Rojas, y cantantes como Elena Burke y Omara Portuondo. La lista es larga, y el personaje al parecer los conoce o conoció a todos. Alguna vez le tocó acompañar a las divas del filin en su época gloriosa, o a algún que otro intérprete que luego del cierre sobrevivió gracias al cabaret, como en una cuerda floja, casi entre el olvido y la memoria.
Al personaje puede que le haya pasado así también. Por años nadie lo recordaba, otros era una presencia constante en la televisión y el ambiente musical cubano, en otro tiempo hasta llegó a protagonizar conciertos memorables. Su vida ha sido como ese ciclo: anonimato-referencia-omnipresencia. «No e’ fácil», dice el personaje, mientras aclara su garganta con un trago de un líquido oscuro y medio viscoso, ¿brandy? «¡Seguro!», confirma enfático, y parece que tiene un catálogo de bebidas para cada estación, según lo exijan las circunstancias. Él tampoco entiende que sea preciso combustible a cada minuto; no abusa, pues no le gusta que lo asocien con el sempiterno vaso de ron encima del piano, tal vez porque odia el famoso chiste entre el pianista y el violinista: ¿imagina que alguien haga malabares con un vaso encima del violín?
El personaje resulta demasiado carismático, es imposible transitar por las calles de su barrio sin que alguien lo asalte a preguntas: todos quieren saberlo todo, desde en qué proyectos anda, desde una opinión sobre el disco de un colega, hasta sus comentarios sobre lo que otro músico dijo en una entrevista televisiva. Hay tanta familiaridad que a veces el personaje hasta se siente incómodo, como en las ocasiones en que alguno le propone que escuche tocar a su hijo que está en la escuela de arte, que ha hecho progresos y está seguro de que puede impresionarlo. Los hay demasiado insistentes, como los que afirman conocer que ser pianista es adentrarse en una vida de dedicación extrema, que por eso su hijo estudia desde los tres años, con rigurosidad y tesón. «No e’ fácil», reclama el personaje, y parece que lo va a decir con música.
Al menos porque está cerca del piano y simula que va a improvisar. Quizá nos juega una mala pasada, o intenta medir nuestra reacción. Prueba entonces con un tema clásico, ¿es un nocturno de Chopin?; sin duda, pero él se ocupa de tocarlo de manera irreverente, abre los ojos, hace ademanes de estilista, acentúa determinada nota, ¿cómo es posible? Luego para de golpe, nos invita a escucharlo en una de sus creaciones, es una variación sobre un tema conocido, demasiado conocido en el contexto cubano. Nos dice que está basado en una contradanza, nos trata de neófitos, nos insulta a su modo. No importa, parece que estamos destinados a seguirlo, de otro modo él no sería personaje y nosotros no andaríamos tras su historia.
Nos dice que va a tocar otra cosa, que ha interrumpido el tema anterior porque le trae malos recuerdos. «Ustedes saben», nos confirma, y quizá ya nos hace parte de su cofradía de admiradores, piensa que dominamos todos los detalles de la historia, incluida la famosa anécdota de sus dos amigos. Por uno de ellos, que ya no vive en la Isla, sabemos del personaje, de sus gustos y manías; aunque siempre es la visión de otra persona, alguien que no lo ha visto durante veinte años, el tiempo que media entre el último encuentro con el personaje, cuando a la vez se dijeron adiós, sin la esperanza de un posterior abrazo, porque según el personaje, hemos conocido a «su hermano» y los hermanos solo pueden abrazarse con cariño.
La hermandad, dicen, surgió en los escenarios, mano a mano, piano a piano. Ambos protagonizaron una rivalidad memorable en los años 70, cuando la creatividad en el país dejaba mucho que desear. Los críticos cubanos hablan de quinquenio gris en la literatura, aunque no se refieran a la música en términos tan deplorables. Desde su cómodo balcón parisino, el amigo del personaje nos cuenta que tampoco fueron tan coloridos. Eso sí, ambos tenían la noche habanera como el mejor laboratorio para probar sus ritmos y creaciones. O tal vez era solo para disfrutar, eran encuentros «sanos», dice el amigo, y se demora en la palabra, hasta parece que la examina de manera diferente, como si no estuviera seguro de su significado; a fin de cuentas, ha vivido tanto en París que cualquier olvido involuntario del idioma puede resultar justificable.
Quien ya no puede opinar es el otro amigo, que falleció hace unos años, diez quizá. Su muerte fue fugaz y poco notoria, solo una nota pequeña en el principal periódico cubano, ambigua e impersonal, como casi todas. Los jazzistas lo recuerdan como alguien genial, emprendedor, inimitable; no bastan los adjetivos. Para el personaje fue otro hermano, otro familiar. Es increíble que los lazos musicales sean tan sanguíneos, tan íntimos. Cuenta el personaje que su amigo, el que murió, era capaz de continuar tocando durante toda una noche, de amanecer al día siguiente con una idea en mente, y de pasar el día haciendo anotaciones y llamarlo cuando todo estaba listo, para que se sorprendiera ante la vitalidad de la composición y luego compartir un excelente trago. Después se podía pasar un mes entero repasando las notas del pentagrama, y cuando imaginara que ya todo estaba listo, entonces volvería a llamarlo, esta vez para terminar toda una botella, bajo cuyos efectos el personaje siempre diría que estaba genial.
En una ocasión los tres planearon reunirse, organizar un concierto en un terreno neutral, Copenhague, el Ronnie Scott's, Montreaux, cualquier lugar donde solo fueran tres fanáticos del piano, no nativos de una isla demasiado politizada; pero nunca fue posible. ¿Por qué? El personaje no sabe explicarlo, «cosas que pasan», afirma. Todavía no cree que su amigo ya no esté, ocurre así. «La bebida, ustedes saben», nos dice, y algo intuimos; pero la verdadera historia no la escucharemos, al menos su versión. O tal vez no sepa explicarla con palabras, esta vez ha ido otra vez al piano, lo ha abierto y ha tocado una pieza del amigo, una muy conocida, que fusiona una danza antigua con un tema más improvisado. Nos mira suspicaz, tal vez ha descubierto que hemos identificado la pieza. «Ustedes saben más...», nos regaña.
Y de pronto, como si entendiera que tiene todo el derecho de terminar este encuentro, nos estremece con una revelación: «Miren, esto es Cuba», y no sabemos si apunta al piano, donde él comienza a tocar una versión de La comparsa, o hacia la ventana, por donde se escucha el zumbido de esa ciudad que lo hace como una colmena agitada. «Vayan mañana a La Zorra y el Cuervo, que vamos a descargar», nos despide, y anotamos la fecha en la agenda, y volvemos a La Habana, que a esa hora de la tarde a mediados de agosto, luce sofocante e infernal. Todavía quedan en la mente dos horas de conversación estrepitosa que habrá que traducir en memoria, y, sobre todo, mucha música, tanto en referencias como en sonidos, por algo lo llaman El personaje. Y mañana hay que volver al club habanero. “No e’fácil”, como dicen en La Habana.
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