miércoles, enero 18, 2006

Acostumbrándose al mundanal ruido


Cada ciudad, sobre todo si es grande, tiene su ritmo propio. Por ejemplo, Londres. En ella el ritmo puede ser tan vertiginoso que termina por cambiar la visión que tenemos de los sucesos que acontecen en la ciudad. Se convierten en hechos ordinarios y al final uno termina por pensar que nuestra vida es agitada porque todo alrededor se mueve constantemente. El ritmo de la ciudad nos convierte en seres humanos sin rostro o nombre, siempre apurados, siempre ocupados en llegar a algún lugar.

Por tanto, luego de un día agitado, sólo queremos regresar a casa y ver televisión, especialmente los noticiarios, la narración detallada de acontecimientos en los que no hemos tomado parte. Tranquilos en la comodidad de nuestras salas, nos reconforta saber que Iraq queda muy lejos, o que hay guerra en Nepal, pero no estamos seguros de dónde exactamente queda ese país. Todo ocurre como en otra dimensión, y así se refleja en la tele, porque a lo mejor hasta nos resulta entretenido. Realidad es una palabra muy general, estamos demasiado separados de ella, sobre todo si vivimos en Londres.

Una mañana de viernes en noviembre, entrando a la estación de metro de Stockewell, fui parado por la policía. Me informaron amablemente que estaban realizando cacheos al azar y yo no pedí más detalles. De alguna manera, cuando crucé la calle rumbo a la estación noté demasiados chalecos amarillos de los que usa la policía británica alrededor de las puertas. Entonces me di cuenta que llevaba una mochila, pequeña y verde, pero mochila al fin y por tanto lucía sospechosa. Antes de meter mis cosas en ella había considerado si debía llevarla, pero instantáneamente pensé que todo el alboroto por los atentados del mes de julio en el metro de Londres ya había pasado.

Por un momento no me preocupé. Mi mochila fue inspeccionada, olisqueada por un perro y luego me la devolvieron. Respondí con disciplina de escolar aplicado todas las preguntas que el oficial todavía más amable me hizo. Ni siquiera me molesté en comprobar si en aquel momento las demás personas que entraban en la estación me estaban digiriendo miradas de desconfianza o si me habían considerado ya alguien potencialmente amenazador.

Por desgracia el trágico incidente en esta estación del sur de Londres ha cambiado la manera en que los latinoamericanos somos percibidos, máxime los que como Jean Charles de Menezes y yo, podemos ser tomados por musulmanes. Sin embargo, yo no estaba furioso por esa posibilidad, no me quejé ni me sentí tan mal como para gritar acaloradamente mi origen.

Fue más tarde, cuando ya estaba aparentemente a salvo en el tren, que mi cerebro comenzó a trabajar, uniendo todos los eventos y comprendiendo en verdad lo que había ocurrido. ¿Acaso estaba satisfecho de que la policía hubiera preguntado antes de disparar? No. Solo pensé en la frase que alguien días antes, cuando se había enterado de que vivía en Stockwell me había comentado: por favor, no corras en dirección al metro.

Cuando me bajé en la estación de Finchley Road, compré el periódico, revisé los titulares, comencé mi rutina diaria. Fuera de la estación la ciudad comenzaba a recuperar su ritmo, aunque el barrio de Hampstead no es el mejor para mostrar cuan agitada puede ser la vida en Londres.

En mi mente, no obstante, todas las experiencias recientes de la ciudad comenzaron a aparecer. Y recordé la noche de sábado en la estación de Victoria, cuando vi a una muchacha en la plataforma del metro, no muy detrás de la línea amarilla que define la zona de peligro, con una copa de vino en su mano, lo que me hizo reflexionar sobre cuan problemático irse de juerga puede ser en Gran Bretaña, sobre todo como se entiende aquí lo que significa compartir un trago con amigos en un bar. También recordé mi aterrizaje en Brixton, luego de un largo viaje desde La Habana. La palabra multiculturalismo comenzó a significar algo de pronto y el nuevo significado me causó el impacto de una bofetada en pleno rostro.

Internamente me preguntaba si todos estos eventos eran una señal de que tenía que ser estar más al tanto de mis experiencias. ¿Acaso era yo demasiado ignorante? ¿Estaba tan despistado respecto a las personas que murieron el siete de julio en los atentados? Para nada. Solo estaba pagando el precio de haber estado tan absorto por el ritmo caótico de Londres.

Me gusta pensar que siempre aprendo algo de todo lo que me ocurre. Aquel viernes en Stockwell me ha despertado de alguna manera. Un buen día comenzamos a sentir la abrumadora presencia del ritmo de las ciudades, este te asimila en lo que está pasando y una voz interior te dice que lo tienes que tomar como una lección.Desde ese viernes miro diferente a la ciudad y al resto del mundo. Ahora trato de pensar con más interés en los sucesos en los que no tomo parte, pero que también me afectan de un modo u otro. Eso no significa que tenga que ser una estrella de Hollywood para ir de gira a África y descubrir que hay niños sin padres por causa del SIDA, o que me golpeen en Australia para entender lo que es el racismo. Al final los hechos sí ocurren, aunque los humanos sigamos tercamente aferrados a la idea de que a menos que nos involucren, nunca romperán la pacífica burbuja en la que vivimos.

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