El escenario fue la ciudad alemana de Heidelberg, pero pudo haber ocurrido en cualquier otro lugar de la Vieja Europa o en otras áreas de la geografía mundial que poco a poco van despojándose del adjetivo monocultural. En las salas del InternationalesWissenschaftsforum de la Ruprecht-Karls-Universität, situado en la calle principal del casco histórico, se celebró una conferencia auspiciada por el Grupo de EstudiosTransculturales de la universidad más antigua de Alemania.
Pero más que de las sesiones, interesantes para quien sigue investigaciones vinculadas a las cocinas nacionales en este cambiante planeta, me sorprendieron las interacciones fuera del plenario. Los organizadores, tal vez previendo que este sería un encuentro académico relativamente pequeño (poco más de una veintena de participantes), se ocuparon de ofrecer espacios para conversar, degustar las especialidades locales e intercambiar experiencias e intereses investigativos.
Estaba por primera vez en Alemania, mi primer viaje como ciudadano europeo, rodeado de expertos para quienes aquello del lugar de origen no tenía ninguna importancia. Así me lo expresó A, alemana, esposa de un canadiense de origen jamaicano, para quien cualquier lugar del mundo bastaría para vivir, sobre todo si se tienen las condiciones que precisa un matrimonio con hijos pequeños. También me lo confirmó R, belga por su pasaporte o flamenca por la región dónde nació, en un español perfecto, saturado de manierismos cubanos o tal vez caribeños, pues Cuba y la República Dominicana son destinos habituales de sus viajes de investigación.
En español conversé también con R, ibérica, aunque por su dominio del alemán intuí que sería más internacional que peninsular. En efecto, vivió durante años en Bremen, allí aprendió el idioma, aunque ahora precise más del inglés para sus clases en la isla antillana de Antigua. Otra charla con P, gallega de origen, habitante de Nueva Jersey por adopción, me ilustró sobre los contrastes del sistema educativo norteamericano. En Orlando, Florida, donde se ubica su college, apenas utiliza el inglés para comunicarse, pues sus clases son de y en castellano.
Imaginé que en este universo actual, los humanos estamos más acostumbrados a pasar de un lado a otro, a itinerarios increíbles, como el la de la familia de D, con apellido hispano y fisonomía propia del subcontinente indio. Aunque lo que él llamaría “su casa” son los barrios de Toronto en los que creció, luego de que sus padres emigraran desde Trinidad y Tobago, país al que muchos años antes fueron destinados sus antepasados desde el Indostán.
No menos apasionante habrá sido la de D, de apellido italiano, a pesar de haber nacido en Bavaria, región a la que seguro viajaron sus ancestros, en la Europa que Saskia Sassen ha definido como el producto de siglos enteros de migraciones. O la de S, de padre alemán y madre indonesia, o la de M, berlinesa con predecesores en la antigua Yugoslavia.
Es curioso que los representantes de tantas mezclas se habían reunido para conversar sobre las particularidades de las recientes de las diásporas de este siglo. Porque estos recuentos de desarraigos y repoblaciones no terminan con la historia de generaciones anteriores. Los humanos continúan empeñados en cambiar de territorios, ya sean obligados por las circunstancias o porque tengan el convencimiento de que es necesario partir. Sólo queda esperar que en el futuro estos movimientos de un lado a otro se conviertan en algo común y natural y lo “local” vaya quedando como una referencia al pasado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario