Tal vez
no haya mejor señal que identifique al del otoño que la inminencia del la
noche. La corta duración de los días se anuncia en noviembre con la ausencia de
luz, cuando esta comienza a desvanecerse a partir de que los relojes, al menos
en el hemisferio norte, dan las cuatro de la tarde.
La
estación en Londres y en gran parte de las islas británicas, se caracteriza lo
mismo por la estereotipada instantánea de los árboles multicolores, debido a
las hojas prontas a caer, que por la frecuencia con que la llovizna se inscribe
en las escenas cotidianas.
“Noviembre
es un mes difícil”, me decían los amigos ya establecidos en la Vieja Europa,
cuando escribían correos nostálgicos del trópico y del omnipresente sol cubano.
Para convencerme me citaban estadísticas del número de suicidios que, según
ellos, aumentaban desmesuradamente en este mes. Yo los leía sin entender mucho,
pues en la isla, el onceno mes era un débil indicio de cambio, la antesala para
la versión nacional del invierno, ese que desanima tanto a compatriotas convencidos
de que los días sin sol no cuentan.
“Es que
no ocurre nada”, me cuenta una colega escocesa, habituada a un calendario
regido por el consumo. Según su lógica, estos son los treinta días que median
hasta que la fiebre de la Navidad se apodera de diciembre y ayuda a simular un sentimiento
colectivo de satisfacción y puede que de optimismo.
“Notarás
el cambio”, me expresó un amigo en el ya lejano mes de septiembre del 2004
cuando yo exploraba impresionado los barrios sureños del gran Londres, sorprendido de lo poco que conocía sobre la estación, la capital inglesa y todo el Reino
Unido. Mi amigo me pronosticó que detestaría la oscuridad, la sensación de que
las horas diurnas nunca alcanzarían para nada en esta ciudad donde la ansiedad
supuestamente te obliga a mostrarte productivo más de la cuenta.
“Es
relativo”, comentó una profesora sueca, acostumbrada a experiencias otoñales
escandinavas. Ella tiene una interesante teoría sobre la manera en la que el
otoño influye en la productividad de la gente. “Afuera llueve o
apenas queda luz, así que uno se concentra irremediablemente en todo lo que
tiene pendiente”, sentenció.
Desde
un café con enormes paredes de vidrio, ubicado en el segundo piso de un
edificio situado en una bulliciosa avenida del centro comercial londinense, me
doy cuenta que la estación ya comienza a exhibir sus señales más
características. De un lado al otro pasan transeúntes enfundados en abrigos
sombríos, en una armoniosa combinación que interrumpe de vez en cuando alguien
abrigado con prendas de colores brillantes. Me separan minutos de las cuatro de
la tarde, luego quedará una hora de luz natural, como máximo.
Aún
así, a pesar de la consabida queja por nuevamente lamentar la extrema finitud
de una jornada, los ocho otoños que he acumulado creo que me garantizan la
supervivencia. Los médicos hablan del “cansancio otoñal”, de la manera en que
la falta de luz condiciona al cuerpo a que sufra un poco en tanto nos
readaptamos al cambio.
Mientras
tanto, en esta calle de Londres, los ciudadanos se muestran imperturbables, tal
parece que el otoño tiene su música particular y que los londinenses se la
saben de memoria.
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