(Publicado en Diario de Cuba)
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© Helena
Soares
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El pasado domingo 12 de agosto, una sinfonía de color y música puso fin a la trigésima olimpiada de la era contemporánea, celebrada en Londres. Tras los Juegos de la Austeridad en 1948, luego del desastre que significó la Segunda Guerra Mundial, la capital inglesa se preparó por tercera vez para organizar olimpiadas en una Europa que, a juzgar por el panorama imperante en el Viejo Continente, bien podrían llamarse los Juegos de la Crisis. Más de diez mil atletas de 204 países se concentraron en la ciudad para optar por las preseas de oro, plata y bronce, pero solo representantes de 85 naciones lograron alcanzarlas.
De cualquier manera, los alarmistas salieron más derrotados que quienes no consiguieron medallas. Estos juegos se adecuaban al habitual estereotipo de los británicos, reacios al entusiasmo. La queja es una actitud característica aquí, donde convergen las más disímiles tribus urbanas. Fallaron desde los que pronosticaron un caos total justo al primer día de competencias, hasta los que esperaban que colapsaran, según efecto dominó, el transporte público, los servicios de sanidad y que en el centro se aglomeraran hordas de turistas indisciplinados. Para rematar quedaba la siempre inoportuna sospecha de un atentado terrorista que impediría la normal continuidad del evento o su suspensión indefinida. No por gusto los juegos atraían una indeseable asociación con el fundamentalismo islámico. Sólo un día después del anuncio de la concesión de la sede, apenas transcurridas unas horas de que una multitud lo celebrara en la Plaza Trafalgar, Londres se unió a la lista de ciudades víctimas del terrorismo.
Sin embargo, aún en la primera semana, toda Londres y puede que hasta la Gran Bretaña, comenzaron a despojarse poco a poco de los malos presagios y decidieron, si es cabe semejante acción, disfrutar del espectáculo. Los londinenses, fuera de los miles de voluntarios uniformados de violeta y rojo que partían a animar las sedes de las diversas competencias, continuaron sus vidas con metódica normalidad. Mientras acontecían dramáticos torneos o parsimoniosos desafíos olímpicos, los puntos más neurálgicos del atareo londinense apenas mostraban alteraciones. Porque, claro, no se puede hablar de un “centro” en un Londres que crece y se divide en cuanto a barrios temáticos, solventes y depauperados. No obstante, la Calle Oxford, Leicester Square, Covent Garden y hasta el marchoso Camden Town, lucían semi-vacíos en estos días olímpicos.
Anfitriones, el antes y el después
En el 2004, la actuación británica se redujo a los éxitos de Kelly Holmes, los relevistas del 4x100, los ciclistas Chris Hoy y Bradley Wiggins, un jinete, dos tripulaciones de velas y un bote de remos. Cuatro años más tarde, el equipo británico llegó a Beijing con la indiferencia de los principales medios de prensa. Antes del 2008, las noticias sobre la mayoría de los deportes olímpicos ocupaban minúsculas columnas en las páginas finales de los diarios, mientras que el resto se llenaba con entrevistas, reportajes y moralizantes comentarios sobre fútbol, cricket, rugby, tenis, carreras de caballos o de automóviles fórmula 1.
Grandes cantidades de tinta apuntalaban la grandeza de un espíritu deportivo enraizado en tradiciones y anticuadas nociones de nobleza o localismos. Y siempre desde la perspectiva clasista que aún rige la nación inglesa, según la cual los niños de bien juegan al cricket, visten de blanco y compiten en inmaculados estadios de césped reluciente, mientras que los pobres tienen que conformarse con la vulgaridad de correr tras un balón blanquinegro acosados por igualmente vulgares espectadores.
Para sorpresa de comentaristas, la delegación regresó de Beijing con 47 medallas, diez de oro más que en Atenas y con el rompecabezas que significaba entender posible tal éxito. Por ejemplo, los dos oros de la nadadora Rebecca Adlington nadie los había pronosticado por lo imposible de que surgiera un campeón de natación si en la ciudad australiana de Sydney existen más piscinas olímpicas que en todo el Reino Unido.
De modo que tras el voto de confianza por el desempeño en el 2008, los británicos se prepararon para más sorpresas en Londres 2012. La preparación, no obstante, puede considerarse mesurada en un año en que Isabel II debía celebrar, por todo lo alto, sus seis décadas en el trono. Doce meses antes del comienzo, las vallas publicitarias se llenaron de aspirantes olímpicos. Algunos como Hoy y Jessica Ennis partían como favoritos en sus eventos; otros, como Liam Tancock y Phillips Idowu terminaron la olimpiada sin medallas. Peor fue el caso del vallista William Sharman, que ni siquiera llegó a integrar el equipo a pesar de que las gigantografías con su rostro todavía adornan algunas gasolineras en Gran Bretaña.
En la Olimpiada de las marcas y las grandes transnacionales, el “Equipo GB” logró adueñarse de una fuerte identidad corporativa, un símbolo que, con los colores de la Bandera de la Unión, fue apropiado por participantes y espectadores. Así lo mostraron en las competiciones de los días iniciales, cuando la exigua cosecha de medallas de oro parecía darle la razón a los escépticos de scones y té con leche. Así también lo agitaron en la segunda semana cuando el país se despertó sorprendido y hasta asustado de ubicarse en el tercer lugar en la tabla de medallas y de calificarse como una potencia deportiva.
Para cualquier analista formado en los tiempos de la Guerra Fría, cuando el deporte se usaba con fines políticos, ligado a esa débil construcción social que es el patriotismo, la actuación de los anfitriones viene a ser una continuidad. Para quien escuchó a los atletas británicos hablar de su preparación, de los triunfos y sobre todo de la amargura de fracasar cuando se esperaba tanto de ellos, los juegos fueron una simple oportunidad para pasarla bien y competir.
Habrá más de un interesado en teorías conspirativas que se atreva a descontextualizar eventos y a presentarlos como una estratégica labor de los británicos para despojar de medallas a contrarios más débiles. Es posible que otros se empeñen en demostrar que las victorias locales fueron pura casualidad. Quedará; sin embargo, una gran masa de voluntarios, londinenses de origen y por adopción, que cuando se apagaron las últimas luces del estadio tras la ceremonia de clausura sintieron que las palabras de Sebastian Coe agradeciéndoles el haber hecho posible Londres 2012 tenían un significado especial.
Héroes y heroínas de lidias y arenas
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Como en pasados eventos similares, muchos deportistas llegaron con el adjetivo de superfavoritos, pero cada jornada, ante el empuje de adolescentes y la habilidad de vencer de los más experimentados, demostró la veracidad de aquel viejo refrán de que lo difícil no es llegar sino mantenerse. Se recordarán estos juegos como los probables últimos del nadador norteamericano Michael Phelps, pero su actuación estará para siempre relacionada con la de los no menos talentosos Yannick Agnel (FRA) y Chad Le Clos (RSA), quienes impidieron que la cuenta total de medallas del más laureado deportista de nuestros días fuese aún mayor.
De los adolescentes, la lituana Ruta Meilutyte se reveló como una excepcional pechista para quien el epíteto de campeona olímpica, a los 15 años, todavía no tiene una dimensión extraordinaria. El que sí no tendrá ninguna duda al respecto es el velocista jamaicano Usain Bolt, quien con otras tres doradas tras igual éxito en Beijing, se autocalificó como una leyenda. Legendario fue también el triunfo de la gimnasta Gabrielle Douglas, primera afro-americana en conseguir el título de máxima acumuladora, o del luchador uzbeko Artur Taymázov, campeón de lucha libre por tercera vez consecutiva, o de la esgrimista italiana Valentina Vezzali, quien se llevó sus medallas número 8 y 9 compitiendo desde Atlanta 1996.
No obstante, pese a la avasalladora imagen de los campeones, queda siempre la menos complaciente versión de quienes no alcanzaron lugares en el podio. Las pantallas reflejaron la representación de la derrota, aunque algo diferente ocurriera en la arena donde acontecieron los eventos. El caso del maratón es bien ilustrativo: un puñado de corredores que se aprestan a alcanzar la gloria, aunque esta en teoría corresponda solo a tres escogidos. Sin embargo, recompensa ver como los espectadores británicos, londinenses y visitantes, apostados a ambos lados de la enorme avenida The Mall, permanecían en sus puestos aplaudiendo y vitoreando hasta que pasaba el último deportista. Para ellos, la consabida sentencia de que lo importante es competir, justificaba todo el reconocimiento.
La celebración, más tarde, corría a cargo de los compatriotas residentes en la urbe británica, a veces tan hiperdiversa como para asociarla al resto de las ciudades inglesas. Porque cualquier deportista extranjero puede encontrar, si los busca, a entusiastas de su nación de origen en Londres. En estos días, así sucedió con las decenas de orgullosos seguidores que se reunían en la gradas, fuera de las diferentes sedes o simplemente aparecían por la calle, con la sonrisa y la bandera de su país anudada al cuello. Y estas podían ser símbolos familiares, como las de los antiguos dominios coloniales del imperio, ahora miembros de la Mancomunidad de Naciones (Kenya, Uganda, Jamaica); o exóticas y ajenas como las de Armenia o Timor Oriental.
La isla y los juegos
Sobre la actuación de los cubanos baste decir que la obtención de medallas resultó menos agónica que hace cuatro años. Dos títulos dorados en boxeo aliviaron la supuesta vergüenza de la capital china y complacieron a una afición todavía apasionada por esos aires de superioridad nacional tan socorridos en un ambiente de competición internacional. El super-pesado luchador Mijaín López, tal vez el deportista con mejores credenciales según la prensa especializada británica, volvió a demostrar por qué es el mejor en su categoría.
Y es que, a excepción de conocidos nombres del atletismo nacional, los miembros de la delegación cubana eran una verdadera incógnita. El por qué lo resumió la comentarista Nicola Fairbrother, de la BBC, cuando aseguró que los cubanos participaban tan poco en el circuito internacional que resultaba imposible emitir un vaticinio sobre ellos. Por muy bien que lucieran en las sesiones eliminatorias, se contaba con tan pocas referencias sobre pasadas actuaciones que escogerlos como favoritos parecía demasiado. Los del campo y pista, al menos los habituales en torneos internacionales como la Liga del Diamante, merecerían otro comentario. De cualquier manera, ningún seguidor de tales competencias esperaba una actuación descomunal de Dayron Robles, mucho menos el título como en Beijing. Quizá el revés de la capital china y el discreto, pero admirable desempeño en Londres, signifique que ya es tiempo de adaptar las expectativas nacionales de la isla a las realidades de un movimiento olímpico que no reacciona siempre según redundantes referentes culturales y geopolíticos.
Además, vale recordar que quienes compiten hoy, sobre todo los más jóvenes, fueron los niños y adolescentes del llamado Período Especial. Ellos nunca pudieron aspirar a la formación atlética de sus predecesores, a entrenarse en instalaciones modernas o elementales, a satisfacer necesidades nutritivas propias de su actividad o a contar con asesoría técnica extranjera, aunque esta viniera del campo socialista. Tampoco sacaron provecho del otrora eficiente sistema de alto rendimiento originado en un “área especial” de base, debido a que según avanzó la crisis, contaron cada vez con menos y menos recursos, a veces importados, pero otras tan de sentido común como el de tener una piscina, con agua, para entrenarse todos los días. Cuando estos niños promesas despuntaron en sus disciplinas, se encontraron también sin muchos entrenadores, esparcidos ahora por varias naciones ya fuera siguiendo un proyecto personal, o alguna alocada o consciente misión a lo internacionalismo proletario.
Pero en la Mayor de las Antillas, las estructuras deportivas tampoco escapan al anacronismo imperante en las demás esferas de la sociedad. Tal vez la ausencia de nacionales en las competiciones por equipos, en otro tiempo fuente de incontables premios y emociones, quede como el mejor ejemplo de que los proyectos colectivos cubanos pasaron a mejor vida. Lógicamente, algunos cuestionarán tal sentencia, apelarán a la casualidad, a la pretendida injusticia de la clasificación y puede que tengan razón. Sin embargo, si algún espectador curtido en los torneos de los ochentas observó con detenimiento los partidos de volleyball femenino, dos posibles dudas le vendrán a la mente: o las “Morenas del Caribe” andan muy necesitadas de una potente dosis de amor propio, de ahí su ausencia, o el nivel del juego de net y pelota ha decaído extraordinariamente.
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© Helena
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En los setentas cuando aún no eran tan frecuentes los escándalos por dopaje, la frase “el extra de los campeones” resumía el complemento esencial que garantizaba cualquier hazaña deportiva. Se precisaba de una excelente forma física, de visualizar el triunfo como una actividad natural, pero dado el nivel de la competencia –Juegos Olímpicos- cualquier esfuerzo extra era primordial. Si algo distinguió a los anfitriones y pocos cubanos mostraron, fue el ansia de competir y ganar: competir como un premio al desgaste previo, a las jornadas interminables de entrenamientos, pero con el beneficio de pasarla bien; ganar, como el mayor estímulo a una decisión personal y autoindulgente, por mucha presión que hubiera para que los británicos se lucieran en casa. Aunque para vencer a este nivel, la victoria no puede dejarse a la providencia, al criterio subjetivo de un panel de árbitros y jueces, hay que desearla más que nada.
En la clausura del evento, entre los reflejos coloridos de los miles de focos y al compás de un repertorio representativo de la producción musical británica, podían verse tímidas banderitas cubanas siendo agitadas por manos perdidas en el concierto gestual de los deportistas. Habrían sido más si a los nacionales no los forzaran a regresar a la isla una vez terminadas las competiciones en las que toman parte.
Para un cubano nacido a inicios de los 70, con vagas memorias de la Olimpiada de Moscú, privado de disfrutar las dos citas estivales siguientes, los
Juegos Olímpicos de Barcelona seguirán siendo una referencia demasiado fuerte como para calificar estos de Londres “los mejores de la historia”. Para un londinense por adopción, no obstante, estas poco más de dos semanas sirvieron para añadirle a la ciudad el mérito de agrupar a entusiastas de todo el mundo que la despojaron de ser simplemente el mero espacio de mi acontecer cotidiano.
A gente se vê no Rio!