sábado, febrero 10, 2007

Mis zapatos y yo: toda una vida (II)


A finales del 84 me trajeron mis primeros zapatos importados, marca North Star y fabricados en Nicaragua. ¡Bravo por los compas! Ellos sí sabían combinar los materiales y lograr productos de acabado excelente, y eso que estaban en guerra. Eran negros, un poco más altos que lo normal, de puntera asimétrica; en resumen, colosales. Me resistía a probármelos, contemplaba la caja desde encima del escaparate y hasta imaginaba que el brillo del material traspasaba el envoltorio de cartón que los guardaba del polvo. Allí se quedaron durante unos meses hasta que los vendieron o los cambiaron por algún otro artículo más necesario. Antes me los había probado, había intentado caminar y al momento me los había tenido que quitar. Mis pies, decididos a no tolerar el calificativo de insignificantes, habían comenzado a crecer.


Para la nueva talla lo mejor eran unas botas de cañero marca Centauro, que embetunadas y lustrosas combinaban sobriamente con el uniforme azul de la escuela. Eran toscas, aplastadas, con un borde que parecía una rebaba residual del caucho de la suela, pero llegaban a ser cómodas y duraderas. Luego del 85 llegaron las tiendas Amistad llenas de productos del campo socialista: perfumes Moscú Rojo, cremas y productos de belleza Florena (RDA), lápices de colores chinos y una variedad de zapatillas Tomis, Made in Romania.

Mis primeros Tomis resultaron los mejores embajadores de Rumania, país hermano o medio hermano, pues en realidad no sabíamos mucho de él. Se hablaba poco en las clases de Geografía Económica, y casi no aparecían reportajes en las revistas soviéticas, sobre todo Sputnik, que era por esos años casi de obligada lectura y posterior coleccionismo. En el kiosco cercano a mi casa compré una revista Rumania de Hoy, o de un título similar. Pensaba encontrar al menos algún reportaje sobre la fábrica Tomis, sobre la gran cantidad de divisas que ingresaba al país por concepto de exportaciones, pero no. Página tras página sólo había imágenes de Nicolae y Elena Ceaucescu.

Mis Tomis desparecieron una tarde de sábado. Salieron en los pies de mi papá, recorrieron parte de la ciudad y se detuvieron en El Sandino, donde él se decidió por una jarra de cerveza. Luego no se supo más de ellos. Varias jarras después, unos vecinos sospechosamente serviciales trajeron a mi papá medio aturdido, un poco apenado y con los pies hinchados tras haber caminado cuadras y cuadras enfundados en unas extrañas y folclóricas botas. Me resigné a la pérdida, era imposible una investigación policial, pues el principal testigo apenas recordaba al día siguiente qué había ocurrido en el área de la ciudad tan famosa por las fiestas, la cerveza y las puñaladas.

Sin embargo, las botas que trajeron a mi papá de vuelta fueron, durante días, motivo de comentarios. Eran como las mías, marca Centauro, aunque tenían la cualidad única de pasar por artefactos culturales y, por supuesto, constituían otra prueba indiscutible de la inventiva criolla en tiempos de crisis. A diferencia de las mías, en estas el borde de la suela no sobresalía, pues había sido cortado, tenían un tacón extra de unos cinco centímetros y los cordones no sujetaban de un lado a otro a los ojetes, sino que los habían trenzado complicadamente para ocultar la lengua. Las puntas de la trenza terminaban en dos tapas de tubo de pasta dental, de modo que cuando uno caminaba se movían supongo que a ritmo de carnaval.

Y aunque las condené al enmohecimiento en algún olvidado rincón de la casa, el acto en sí no impidió que ese año, y el siguiente, continuara usando botas de cañero. Llegaban a ser un complemento adicional del uniforme y hasta combinaban con los pantalones tubo, pegados a las piernas, que comenzaban a usarse por esa época. Era tan inusual ver a algún condiscípulo sin ellas, que cuando alguien de nuestro grupo estrenó zapatos corte-bajo y de puntera alargada, otro no encontró mejor calificativo que: «Mira, Ñico con tiburones nuevos». Supongo que empezábamos a olvidar que existían diversos tipos de calzado, y que tenían sus nombres. Para reconfortarnos apareció Carlos Varela con su canción Memorias y aquel verso de: «A las fiestas íbamos con botas, cantando una canción de Lennon».

¿Usaría Lennon botas Centauro? Mientras procuraba una respuesta, llegaba la hora de escoger mi futuro, terminaba el grado doce y me esforzaba en aprender ruso. Estaba decidido, yo me iría a estudiar a la Unión Soviética, o a Polonia, o a la RDA o a Checoslovaquia, a cualquier lugar donde me pagaran un estipendio con el que pudiera comprar zapatos, un par nuevo todos los meses. Cuando publicaron la lista de especialidades busqué de arriba abajo, de país en país, de ingenierías a licenciaturas, y terminé con la vista en mis pies. Supongo que en el brillo de mis botas podía reflejarse mi cara de desencanto. Ninguna de las carreras, tan necesarias para el futuro del país, me llamaba la atención, adiós sueños de acumulación, maldita fuera Imelda Marcos y su propensión monárquica al acaparamiento.

Mis zapatos y yo: toda una vida (III)


Mis sueños tenían que esperar, podría optar por una universidad cubana, a cuyas aulas, con suerte, podría seguir yendo en botas. Entonces llegó un proceso de selección agotador y estresante, meses de estudio para pruebas de ingreso, y luego incertidumbre ante la perspectiva de pasar doce meses previos a la vida universitaria cumpliendo el Servicio Militar y calzando más botas. Por suerte llegó la confirmación directa a la Universidad de La Habana. Y para la capital, segundo par de zapatillas Tomis, hermosas, fuertes, resistentes. ¡Quién podía imaginar en julio de 1989 que luego de diciembre de ese año no habría más Ceaucescu y, por ende, exportaciones rumanas para el Caribe!


La fortaleza y resistencia duraron hasta mi segundo año, cuando gracias al turismo internacional, un par de colombianos residentes en Nueva York, amigos de mis familiares en New Jersey, aterrizaron en La Habana con un regalo. Cuando los despedí tenía un par de exóticas y hasta escandalosas «superaltas» Hi-Tec. Los visitantes, sin conocer las necesidades criollas, o los hábitos, o las costumbres, o la realidad de la Isla en el año 92, imaginaron que yo era el único beneficiario del dinero que traían, la moneda del enemigo, todavía ilegal en Cuba. Habían comprado como si se tratara de una rutinaria visita a Bloomingdale’s, sin pensar que se trataba de una simple Tecnitienda y sin conocer que sus precios eran el doble o el triple de lo que acostumbraban ver en los establecimientos neoyorquinos.

Con mis superaltas y mi estampa de estrella de la NBA sin estatura, anduve mucho por La Habana del Período Especial. Ellas resultaron de una tremenda ayuda en los momentos difíciles, cuando ya no existían guaguas y había que zapatear de F y 3ª a la Biblioteca Nacional, y de ahí a la agencia de 21 y 4, y en ocasiones, como en los animados de Elpidio Valdés, de Júcaro a Morón y de Morón a Júcaro.

Dejé la capital en el agotador verano de 1994. Ya no calzaba las superaltas, sino unos «toscos», innovadores zapatos de suela gruesa y alta, y materiales de origen desconocido que no guardaban ninguna relación con José Luis Cortés o NG La Banda, que por esos años causaban furor en los barrios habaneros. Me despedí de tantos lugares memorables con el deseo de no regresar jamás a aquellas tardes desoladas y calurosas, a aquellas caminatas interminables en busca de comida, de esperanza. Me dolía, eso sí, perder uno de los pocos eventos culturales que todavía servían para animar la ciudad y dar la impresión de que todavía era posible la vida en ella: el Festival de Cine.

Volví en las ediciones del 95, 96 y 97. En ese último diciembre vi filmes que me emocionaron y compensaron la terrible certeza de que el evento ya no era el punto de reunión de los amigos, que estos comenzaban a emigrar y la ciudad se estaba llenando de fantasmas. En ese año, además de sin amigos, me quedé sin zapatos. Había llegado con dos pares, unos cuya suela luego de una reparación notable había sido pegada, y otros que además de pegados habían sido reforzados con puntillas. La inventiva criolla me daba esperanzas, aunque tal vez intuía que sería ya mi último Festival y estaba decidido a ver la mayor cantidad posible de películas, por lo que sería también el evento de más caminatas.

Y eran agotadoras, aun cuando en algún cine aparecían milagrosamente algunos de los amigos que quedaban en La Habana, y los breves minutos de conversación mitigaban el agotamiento. A mediados de la segunda semana de Festival descubrí que la destreza de los zapateros no era tal, que las puntillas amenazaban con partir toda la suela y llegar al punto en que me sería imposible caminar, o incluirme en un molote festivalero sin causar heridos. Aminoré el paso y el ritmo de películas, pero como en un verso de Vallejo, el clavo, ay, siguió saliendo. La noche antes de mi viaje de regreso a Santa Clara, poco antes de llegar a la casa donde me quedaba en el exclusivo Miramar, mis corte-bajos, con sus clavos salientes, desaparecieron en el fondo de uno de los latones de basura. Descalzo y algo triste, prometí que cuando tuviera dinero, o mejor, mucho dinero, compararía muchos zapatos, terminaría siendo algo así como el hijo predilecto de doña Imelda Marcos.

El único impedimento técnico para mi promesa era la realidad cubana. No bastaba ahorrar, porque los precios siempre estaban por encima de las posibilidades del profesional medio, y tampoco se podía confiar mucho en la oferta. Así llegó el 2000, un año de terribles sucesos personales, y paradójicamente el de mejor situación financiera y el de mis primeras sandalias Práctica. Parecían el mejor antídoto contra el calor y se me antojaban relajantes y hasta terapéuticas. Sentí mucho que se incluyeran en el botín de un robo con fuerza del que mi casa fue víctima, mas lo tomé como una señal del destino. Había que seguir adelante y seguir caminando. Ya para esa época mis zapatos estaban en la etapa más transgresora posible. Calzado mediante, parecía como si estuviera dispuesto o mejor equipado para dejar atrás las convenciones de una sociedad todavía moralista («las personas decentes no andan con zapatos sucios»), homófoba («no hay cosa más fea que un hombre sin medias») y racista («andar en chancletas es cosa de negros»).

Mis zapatos y yo: toda una vida (IV)


En el 2003 logré comprar mis primeros zuecos, gracias al floreciente mercado de los zapateros trabajando por cuenta propia. Ya no se llamaban zuecos, sino descalzados, y aunque no era ya adolescente, podía decirse que estaba en la última. Mis descalzados asistieron a muchas conversaciones sobre los preparativos de mi viaje al Reino Unido, y a última hora fueron sustituidos por un par de costosos pero necesarios tacos con los que pisaría por primera vez las calles de Londres, y luego las de Cardiff, en Gales.


Y había que caminar mucho en ese mes previo al comienzo de mi maestría en la universidad galesa. Había que recorrer London de sur a norte y de Brixton a Camden Town, de Greenwich a Wembley, recorrer el Museo Británico, la Galería Nacional, el barrio de Notting Hill, el de Kensington, las callejuelas de Soho a ritmo de jazz, el West End, el South Bank, la Tate, etc. Mis zapatos no aguantaron, cuando llegué a Gales descubrí que ambas suelas se habían gastado notablemente, y el material había pasado de gastado a poroso, y los poros ya eran huecos, pequeños, casi imperceptibles a simple vista, pero enormes para que el agua penetrara cuando pisaba un charco o cuando atravesaba a toda prisa una calle de Cathays. Y Gales era el país de la llovizna, y yo, de animal tropical pasaba a descubrir qué era el frío y la importancia de estar abrigado, y sobre todo, seco.

Con mi primer estipendio compré un par nuevo, y luego otro al tercer mes, y luego viajé de vacaciones a España y cómo no llevarse de recuerdo una muestra de calzado ibérico, mucho más barato que el anglosajón; y luego llegaron las rebajas de enero, y luego descubrí las canchas de squash que requerían de tenis de suela blanca, y luego llegaron las ocasiones formales. Y cuando mis amigos visitaron mi cuarto en la avenida Edington, preguntaron sorprendidos por qué había traído tantos zapatos. Yo hice este recuento, más breve y en inglés. Hubo a quien le pareció demasiado sentimental, hubo quien prometió regalarme zapatos, muchos, y entonces el conmovido fui yo.

El año pasado leí en el Juventud Rebelde un artículo sobre quien posiblemente sea el hombre más alto de Cuba. Justo desde el comienzo, me atrajo su historia personal. Dadas sus proporciones, es lógico pensar que sus pies serían enormes. ¡Qué problema! A decir verdad, el recuento de sus dificultades me dejó bastante deprimido, imaginé su descripción de los dedos deformados por caminar con zapatos más pequeños que sus pies, y hasta sentí que de haber estado en la Isla, hubiera tratado de hacer algo.

Hace poco, viendo Bobby, me llamó la atención un diálogo entre dos protagonistas. El personaje de Helen Hunt se queja de haber olvidado empacar zapatos que combinaran con los vestidos que había traído consigo. ¡Pues iremos a comprarte nuevos! —responde Martín Sheen, su esposo en el filme—. ¡Qué sencillo! —pensé—, ¡qué elemental! Tal vez en el 58 muchas parejas cubanas se identificaban con una situación similar, pero 40 años después, creo que nadie reparaba en tales nimiedades.

Todavía hoy cuando paso frente a una tienda de zapatos, no puedo evitar quedar mirándolos allí tranquilos en exhibición. A veces hasta entro, los miro, me los pruebo, y me detengo ante un dilema moral. Me digo que me gustan, pero no los necesito, y no sé si por mi experiencia anterior tengo claros los conceptos de qué es necesidad y qué es lujo. Me consuelo sabiendo que si me fueran necesarios, al menos los podría comprar, ventajas de la sociedad de consumo, digo yo, aunque esa certeza no me libra de soñar con todos los zapatos que amé una vez. Lo que sí no acabo de descifrar, aunque en verdad no es algo que me quite el sueño, es la razón imperiosa que llevó a Imelda Marcos a acumular tantos en sus años de primera dama.

lunes, febrero 05, 2007

«¡Esto es La Habana!»


Sucedió en La Habana, la ciudad en la que siempre se registran los grandes acontecimientos de la música cubana. Aunque a decir verdad, el verdadero suceso ocurrió en Los Ángeles, pero por cuestiones relativas a la trascendencia se supo casi al mismo tiempo en la capital cubana. Lo curioso de esa noche de febrero del 2000 es que la noticia, si bien procedía de los Estados Unidos, no se refería a uno de los tradicionales enfrentamientos tan comunes entre los dos países desde 1960. La protagonista era la música, o mejor, un pianista cubano que para esa fecha resultaba casi tan universal y referenciado en el mundo, como en su propia y pequeña isla.

La noche en que la Academia de Grabaciones de los Estados Unidos (NARAS) anunció que entregaría un premio Grammy a Chucho Valdés, este se enteró por teléfono en su vivienda habanera. Para el que conoce la propensión festiva de los cubanos, la asociación entre lo que sucedió en el teatro californiano no se podría comparar con la algarabía que se adueñó del hogar de Valdés, luego de que, gracias a una engrasada maquinaria del rumor, la noticia fue corriendo de casa en casa. En Los Ángeles, las miradas estarían puestas sobre Carlos Santana, que como un avezado coleccionista de estatuillas de gramófonos, fue recogiendo una a una las equivalentes a los premios por su disco Sobrenatural. En la cuadra de los Valdés, los más cercanos ya estarían llamando a la puerta para compartir un trago de ron; mientras las vecinas sonreirían orgullosas de vivir cerca de alguien tan famoso, frase que, sin duda, exagerarían al día siguiente como inequívoca definición de su status, cuando lo contaran a terceros.

Chucho, en tanto, cuenta que estaba comiendo y dejó el bocado a medias, contenido por la emoción. «¡En una pieza!» —sería la expresión más cubana para definir su estado—. Aunque luego fue hasta el piano, y tal vez porque a veces las conductas humanas no necesitan de demasiadas explicaciones, tocó algo de Bill Evans, People tal vez. Cuando un músico y su instrumento llevan una vinculación tan larga, es casi lógico que todas las escenas de la vida puedan resumirse en una composición.

Chucho Valdés comenzó a estudiar piano a los 5 años, pero a los 3, según dicen, ya el piano de su padre había dejado de ser para él un mueble intimidante y misterioso. El propio Bebo Valdés siempre recuerda y relata el día que, camino a Tropicana, su trabajo en los 50, se dio cuenta de que había olvidado una de las partituras en casa. Cuando regresó a buscarla, escuchó que alguien estaba tocando el piano y lo hacía de una manera apreciable. Intrigado por saber quién era, se sorprendió de encontrar al pequeño Chucho, que, sin haber recibido lecciones, de solo observar al padre, había logrado interpretar una melodía.

El premio Grammy del 2000 fue una celebración casi colectiva, con la tradicional característica de las casas cubanas, que se llenan de gente cuando sobran los motivos para celebrar. Precisamente de celebraciones estaba lleno el disco causante de todo el alboroto. La grabación había sido en vivo en el Village Vanguard de Nueva York, y por el propio peso de las circunstancias, el título tenía que ser ese mismo: Life at Village Vanguard.

La experiencia podía compararse con la peregrinación de los musulmanes al santuario de La Meca. Los jazzistas veneran al Vanguard casi tanto como a un lugar de culto. Chucho Valdés, sin ser Mesías, lo calificó de místico. Musicalmente quizá, cualquiera puede aventurarse a definirlo como un sitio mágico, por el nivel de las creaciones surgidas de la improvisación en un escenario de tanta historia y ambiente.

El del 2000 no era el primer Grammy de Chucho Valdés, ni sería el último. Era, eso sí, la primera gran identificación exitosa de un proyecto personal. Con anterioridad había obtenido el reconocimiento de la NARAS por proyectos con Irakere y lo que se llamó Crisol, una agrupación liderada por él y el trompetista norteamericano Roy Hardgrove. El premio sería como la confirmación del sello de autor, del estilo; la validación internacional de su aporte a la tradición cubana del piano.

Por eso, como le comentó a un amigo, su casa estaba esa noche hasta el tope, aunque cueste imaginarlo demasiado sonriente en medio de sus vecinos y colegas. Su enorme presencia, unida a su fama y a su obsesión por entender de dónde y por qué vienen las cosas en la música, lo coloca en una posición predecible. Muchos lo imaginan demasiado serio o solemne, como autoridad que es en el mundo musical cubano. Sin embargo, quien sabe reconocer las características que hacen nacionales a los cubanos, no puede ubicar a Chucho Valdés en otro contexto. Basta verlo al piano, manos sobre teclas, en melodías que conoce, con la marca de autenticidad en el ritmo que también lo da la propia música, y que él sigue casi con todo el cuerpo, mas sin perder su porte y elegancia.

Resulta difícil darle una etiqueta, un nombre; definirlo de una manera específica. Una sonrisa y un ligero ladear de la cabeza pueden indicar su grado de compenetración con la pieza que toca, y por mucho que la disfrute, nunca deja de sugerir, de indicar a los músicos con códigos secretos o precisos.

La noche del 2000 cuando recibió la noticia de su premio Grammy, suceso indiscutible para la memoria de la música cubana, quizá Chucho Valdés estaba eufórico, sumido en innumerables conversaciones simultáneas con esa capacidad que tienen los cubanos, que aturde y desorienta a los extranjeros, pero la celebración fue en su casa, «¡imagínate tú!» Diría el propio Chucho: «¡Esto es La Habana!»

jueves, enero 25, 2007

Crónica cinematográfica del mundo global


Acudí al estreno de Babel con muchas y pocas expectativas. Muchas, porque luego de las entregas anteriores del director deseaba, lógicamente, conocer cuáles serían sus nuevas historias; y pocas, porque después de haber visto a fines del 2006, El laberinto del fauno, no me atraía la idea de encontrarme con una obra que de algún modo fuera superior a esta. Y a juzgar por los comentarios de antesala de Babel, imaginaba que, en efecto, superaría a mi anterior encuentro cinematográfico con otro director mexicano.

Sin embargo, esta manera personal de explicar o justificar la rivalidad entre las dos películas me parece ahora demasiado irrelevante. Al final no seré yo el que premiará una por sobre la otra, pues a decir verdad, ambas han conseguido varios merecidos premios. Si me tocara reconocer el trabajo de ambos realizadores, con perdón de lo pretenciosa que pueda sonar esta frase, me decidiría por un premio compartido. Como bien le dije a una amiga mexicana a la salida del cine, se puede sentir muy orgullosa de que procedan de su país dos de los más importantes cineastas actuales y quizá los que mejores películas están filmando.

Me gustaría hablar de Babel no sólo desde el punto de vista cinematográfico, cuestión en la que la película sobresale. Se está en presencia de una narración fílmica centrada en las actuaciones, pero que no descuida el protagonismo de locaciones, como las áridas colinas marroquíes, el desierto mexicano o las discotecas japonesas. La historia se cuenta en fragmentos, y aunque ocurre en tres escenarios distintos, se conecta por los vínculos que establecen los personajes y hasta por la propia acción de algunas escenas.

Sin embargo, creo que la fuerza de Babel radica en su argumento y en la calidad de sus actuaciones. Hay tres nombres conocidos en el reparto, sus rostros anuncian y «venden» el filme —Cate Blanchett, Brad Pitt y Gael García Bernal—, pero son los desconocidos, sobre todo Rinko Kikuchi, quienes se llevan los mayores reconocimientos. Ella, en especial, ha construido su personaje con los mínimos recursos posibles: miradas y lenguaje de señas, y con ello basta para tornar memorable su adolescente ingenua, tierna y atormentada.

Babel habla de la angustia y de situaciones inesperadas, de lo absurdo y elemental de la existencia. Las historias pueden tomar como escenario varias zonas de la geografía mundial, mas sus protagonistas nos recuerdan que están unidos por la naturaleza humana, a pesar de las distancias y las culturas que los separan. Quizá por eso en el filme las personas ríen, lloran, sufren y sangran.

Puede que esta sea la primera película global, pero no por la cuestión elemental de sus locaciones e idiomas, sino por la interconexión entre las historias. Como final de la trilogía que Alejandro González Iñárritu inició con Amores perros y continuó con 21 gramos, se trata de un argumento que se va componiendo mientras avanza el largometraje. Y en esa progresión se insertan las escenas filmadas aquí y allá en una especie de diagrama que une al planeta por tres puntos o áreas.

Iñárritu también sitúa su filme en el contexto global mediante referencias muy puntuales. Cuando, por ejemplo, el personaje de Cate Blanchett previene a su pareja de añadirle hielo a la Coca Cola porque puede contener agua contaminada. Una de las lecturas posibles apunta a la diferencia entre occidentales y locales, desarrollo y pobreza. Las historias de Marruecos y México parecen adquirir otro ritmo cuando se asocian a problemáticas demasiado comunes en la prensa occidental, como «terrorismo» y «cruce de frontera». Lo curioso es que a partir de ese vuelco, el espectador, quizá el único que conoce cómo se han desarrollado los hechos, puede hasta advertir lo que se avecina. Y es que la historia verdadera poco importa, cuando la anécdota queda limitada al discurso tradicional sobre el «terrorismo», los «mojados» y hasta los «suicidas».

Babel se asemeja a las entregas anteriores de Iñárritu en su manera coral de construir el argumento. Las historias individuales van a resultar muy importantes para entender la narración total; sin embargo, hay que esperar a que esta vaya desenvolviéndose para entender el impacto individual de cada personaje. En Babel, las conexiones, aunque visibles, no resultan tan marcadas. Cada historia por separado constituye una anécdota independiente.

Una de las explicaciones más simples sobre el significado de globalización es la de que la ocurrencia de un hecho determinado en un país, puede tener repercusiones casi inmediatas en un gran número de países o en todo el planeta, sin importar distancias.
Babel parece también reafirmar que el sentimiento humano tampoco tiene fronteras. Las escenas pueden pertenecer a una realidad específica y hasta desconocida, pero no por eso pueden dejarnos indiferentes.

Jennifer Warnes canta a Leonard Cohen: Como se oye una mujer


El canadiense Leonard Cohen dijo una vez que si alguien quería saber cómo se oye una mujer tenía que escuchar este disco. Hablaba, por supuesto, de Famous Blue Raincoat, el álbum que la norteamericana Jennifer Warnes grabó en 1986, en el que cantó sus canciones.

Había escuchado algunas de las melodías clásicas de Cohen grabadas en los años setenta, pero no fue hasta que encontré Famous Blue Raincoat que lo añadí a mi lista de cantautores preferidos. Un tema suyo incluido en la banda sonora del filme Exótica (Atom Egoyan) me había despertado la curiosidad, pero leí tiempo después en cierta enciclopedia que en esos mismos años setenta muchos buscaban los temas de Cohen solo si querían sentirse totalmente deprimidos.

No obstante, descubrí el disco casi por casualidad. Jennifer Warnes era la voz de aquella canción tema de Dirty Dancing y una visitante no habitual de las listas de éxito pop que en Cuba parecen destinadas a dominar la radiodifusión. Por eso quizá no me interesaba mucho. Mas cuando me prestaron un cassette que incluía a Cohen y a la Warnes, algo me impulsó a casi quedarme con él. Lo tuve durante varios meses, aunque no era lo que se dice una grabación exquisita. Más bien, apenas se oía.

Famous Blue Raincoat fue el primer disco que compré en mi primera semana en Londres, fue casi el único que tenía a mano y en esos días no paré de escucharlo. Yo diría que me dediqué a “estudiarlo”, pues pienso que es la mejor manera de descubrir de qué se trata.

En él estaban todas esas maravillosas canciones melancólicas, con el toque perfecto de quienes conocen cómo convertir palabras y melodías en obras de arte. En las piezas de Jennifer Warnes, las mujeres se dejaban escuchar como seres misteriosos, desconsolados, deseables, y apasionados. Ella es una excelente cantante, pero no sólo por su poderosa y clara voz, sino por su poder de interpretación, su capacidad de trasmitir intenciones que Cohen puso en sus letras. Me atrae porque no solo está contando una anécdota, sino mostrando su lado emocional, la parte de esa anécdota que conoce o que le toca como ser humano.

A veces me digo que hay historias en la vida de cada cual que simplemente no pueden explicarse, pues tal vez uno necesita tiempo, distancia, habilidad para sacarles provecho o asumirlas como algo práctico. Pero a veces también me digo que no se explican puesto que alguien ya lo ha hecho y mucho mejor. Me pasa hasta con las historias que no he vivido, como con los primeros versos de canciones como la propia Famous Blue Raincoat, que aunque simples anticipan de algún modo todo lo tremendo que está por ocurrir: “Son las cuatro de la mañana a finales de diciembre...”.

lunes, enero 22, 2007

What do Cubans eat? O en busca de la Comida Cubana


Londres, 12 de Junio 2006, Carnaval Cubano. Una de las tiendas de campaña levantadas en el área del South Bank vende comida cubana. Es imposible no echarle una ojeada al menú. La primera opción parece poco sospechosa: carne de puerco adobada en jugo de naranja. Hasta aquí todavía promete, siempre y cuando hayan usado naranja agria en lugar de naranja dulce. Sigo leyendo. El próximo ingrediente es definitivamente demasiado para una receta tradicional con carne de puerco: ¿guayaba? La lista termina con otra combinación mortal para una ensalada: mango, guayaba y... ¿aguacate? En resumen, me engañaron.

Dice Paul Mansfield en su artículo en El Observador (The Observer, 30 Abril 2006), que Cuba es la isla con la peor comida del Caribe. Claro, luego de este comentario, conozco a miles de cubanos que reaccionarían con orgullo como si lo tomaran como otra provocación imperialista. Al fin y al cabo, el país siempre es defendido apasionadamente incluso por los que no viven ya en él, pero me pregunto cómo reaccionarían algunos nacionales de la isla si visitaran los restaurantes “cubanos” de Gran Bretaña.

El problema no es endémico del país porque la comida parece ser algo que ha sido ampliamente malinterpretado; desde las pizzas y el pollo a lo tikka massala, hasta lo que venden cadenas recientes como Nando’s y Chiquito. Sin embargo, el caso cubano parecer ser el más extraño, quizá porque la comida en el contexto de la isla se convierte en un asunto muy sensible.

La Revolución produjo cambios en la dieta nacional, especialmente luego de que las frutas y vegetales comenzaron a escasear. Con el declive de las importaciones de productos alimenticios, recetas tradicionales con carne, harina y algunas especias desaparecieron de la mesa familiar. Al inicio de los años 80, los cubanos disfrutaron de un período relativamente mejor con los Mercados Libres Campesinos, pero luego del Período Especial, cocinar pasó a ser el principal rompecabezas doméstico.

El único programa culinario de la Televisión Nacional, Cocina al minuto, de Nitza Villapol fue cancelado. Durante décadas la Villapol se empeñó a enseñar a los cubanos a cocinar sin carne, y sin varias especias indispensables en la cocina tradicional de la isla, se dice que detestaba el tradicional “sofrito”.

A pesar los esfuerzos de Nitza, muchos cubanos permanecieron renuentes a hacer cambios a lo que comúnmente se entiende por Comida Cubana. Es decir, la dieta obligatoria de arroz y frijoles negros, puerco asado y yuca con mojo. Las ensaladas se consideraban “hierbas” y “agua”, no comida.

Con tan pocos ingredientes para improvisar, las reacciones que los cubanos pueden tener cuando visitan algunos de los llamados restaurantes cubanos pudieran parecer predecibles. Por ejemplo, en El Cubano (Camden Town), uno puede encontrar Quesadillas, un plato mexicano casi totalmente desconocido en la isla. Si este puede asociarse “muy levemente” con la comida cubana, entonces prueben la ensalada de aguacate con alcachofas, que pasaría por una tradicional ensalada cubana, solo si las alcachofas se dieran en Cuba.

La lista de tales mezclas pudiera ser larga y diversa. En el club de Salsa de Charing Cross, el menú incluye algo que uno puede atestiguar cuán cubano es de tan sólo ver su nombre: brochetas koftas de carnero con aderezo de menta y yogurt. El restaurante Alma de Cuba en Liverpool, sirve Potaje de Berros, una plato que tiene el mérito de haber convertido a uno de los pocos vegetales que los cubanos usan en ensaladas en ingrediente para un caldo. Un poco exagerado ¿no?

Pero aún así nada puede superar lo que un amigo encontró en un restaurante en Islington hace un par de años atrás. No pudo leer el menú sin reírse escandalosamente, luego de descubrir Champiñones a la villaclareña. No solo porque no hay champiñones en Cuba, sino porque él precisamente era de Villa Clara, la provincia central de la isla. Ni en los más audaces experimentos llevados a cabo en los años 90, cuando el llamado Programa Alimentario se empeñó en mejorar la agricultura y encontrar variedades resistentes a plagas, se llegó tan lejos como para promover el cultivo intensivo de champiñones.

Es difícil responder a la pregunta de cuándo comenzó esta suerte de experimentación con la comida cubana. A lo mejor, cuando el país se tornó un destino turístico popular para los británicos, algunos comerciantes aventureros decidieron sacarle lascas al boom de viajeros a la isla. Quizá cuando descubrieron lo “auténtico” de la comida cubana en la isla, decidieron precisaban de darle “más sabor” para el mercado británico. Sin embargo, no creo que haya generado ganancias considerables.

Los restaurantes cubanos no solo han crecido en número, sino que permanecen ligados a la promoción de cierta idea del país. En estos lugares uno puede encontrar banderas cubanas por todos lados, salsa a todo volumen y quizás, como el bar Cuba en Cardiff, hasta símbolos que meten miedo, como el emblema de la UJC.

Si Ud. pregunta en Cuba sobre la comida tradicional, puede que solo obtenga por respuesta una sonrisita de complicidad. Cansa hablar de comida en un país donde la mayoría de las amas de casa pierden el sueño, preocupadas por lo que cocinarán al día siguiente. Pero si Ud. le comenta a alguien sobre los menús en los restaurantes cubanos de Gran Bretaña, seguro que comprenderá por qué los cubanos tienen esa fama de reírse con sonoras carcajadas.

miércoles, enero 17, 2007

Para la señora Elena, con todo el sentimiento


Elena Burke actuó por última vez en el teatro La Caridad el 6 de abril de 1997. Llegó como parte de un espectáculo de revista, de los que abundaron en los años 80. Junto a ella estaban en cartel Alina Torres, Luis Carbonell y Rafael Espín, agrupados en un guión que prometía más para un cabaret que para un teatro, aunque el escenario previsto fuera el coliseo santaclareño.

Elena estaba enferma. Su enfermedad era un misterio y, a la vez, un secreto a voces. Había arribado a la ciudad transformada en una abuelita suspicaz, todo el tiempo atenta a los movimientos de sus nietos y rodeada de familiares que la seguían a cada paso.

Previo a la actuación, en la conferencia de prensa, la Señora Sentimiento tampoco parecía dispuesta a responder preguntas, se ocupaba más de presentar a sus teloneros, en un exceso de modestia que sonaba falso, sobre todo para la imagen que teníamos de ella, siempre primera figura, siempre dueña del espacio, con la sensación avasalladora que le daba su porte de mulata corpulenta y su voz de contralto, capaz de romper por sí sola el silencio de una madrugada, como en los versos de Son al son, el tema que César Portillo de la Luz compuso y que ella hizo eterno y propio.

La función no se podía dejar pasar, no solo para comprobar cuánto de aquella voz le quedaba a la mujer delgada que aún seguía llamándose Elena Burke, sino porque podría ser la última vez que la cantante visitara la ciudad o pisara las tablas de nuestro teatro.

Quizá por esa casi lógica aureola de decadencia que acompaña a los artistas en las etapas finales de su carrera, no hubo mucho público aquella tarde de domingo. Sin embargo, cuando la Burke apareció en escena, de pie, como en su más emblemática canción, y llenó la sala con su misma voz perdurable y cadenciosa, melancólica y vibrante, fue suficiente para que muchos de los que acudieron a verla se asombraran de lo increíble.

La tarde entonces pudo evocarse al ritmo de composiciones de José Antonio Méndez, Paz Martínez, Concha Valdés Miranda, Olga Navarro, Gustavo Rodríguez o Martha Valdés. En un momento, Elena, intensa y dramática, regañó a su nieto, que seguramente andaba correteando entretelones. “Osmel, te oí” —dijo ella, y al mismo tiempo retomó la letra de la canción que había interrumpido, para lucirse en un final de exigencia vocal.

Es que ella también era así, graciosa a su manera, y en aquel último concierto santaclareño tal vez nos estaba mostrando la lección definitiva de las artistas valiosas, la certeza de que en la sencillez estaba la grandeza.

Memorias de Portugal


Para muchos Portugal es un país bastante desconocido, lo que es una pena. Viajé a conocerlo a finales del 2005, sin muchos datos previos, con lo que me había contado Helena y con la esperanza de descubrir lo que inspira a cierta música que a partir de ese año, comenzaría a formar parte de mi colección de discos: el fado. Fui también animado por el recuerdo de Un invierno en Lisboa, novela de uno de mis escritores preferidos, el español Antonio Muñoz Molina.

Debo empezar diciendo que me gustó la familiaridad que noté entre quienes hacían la cola para el último chequeo antes de subir al avión. Descubrí a una señora, que según lo que Helena me ha enseñado, hablaba con acento del norte, y que no sabía lo que le orientaban o lo que todos habíamos escuchado por los altavoces. Un poco desesperada dijo en alta voz que ella no hablaba inglés. Enseguida vinieron dos o tres personas a ayudarla ya situarla en su fila correcta. De algún modo toda esa camaradería, un tanto escandalosa según los patrones británicos, me dio mucha confianza en lo que encontraría ya dentro de las fronteras de la antigua Lusitania.

Aterrizamos en Porto (Oporto) poco más de una hora después. De esta ciudad me gustaron las personas, amables y perspicaces, como el dueño de uno de los restaurantes donde almorzamos el último día. El lugar estaba casi escondido en una parte vieja cerca de la Ribeira, decorado con motivos tradicionales y se escuchaba música de fado. En uno de los rincones el dueño, o sabe quién, había puesto un altar improvisado con una guitarra, un chal y la foto de Amalia Rodrigues. Realmente la conocía de referencia, pero la había escuchado poco. Por eso cuando el disco terminó y el dueño puso a otro cantante, le pedimos que por favor volviera a poner a Amalia. Eso bastó para que el hombre mostrara su mejor sonrisa y me confirmara algo que ya sabía, que ella era la “diva” del fado. Al salir me tendió la mano y en español me despidió con un “muchas gracias”, que realmente me sorprendió.

De Estoril y Cascais, ya en Lisboa, me agradaron las casas, todas o la inmensa mayoría con una arquitectura equilibrada, sin escandalizar, pero perfecta, como si todo el paisaje hubiera sido concebido de una sola vez y no paulatinamente.

Lisboa me recuerda a La Habana, y si la ubicara junto a otras ciudades europeas, creo que me sería difícil. Será porque precisamente Europa comienza aquí. Lo cierto es que tiene un aire familiar y de mucha tradición. Me encanta su centro y sus edificios antiguos donde sobresalen los azulejos y las barandas. Hasta creo identificarlos como elementos fundamentales de la arquitectura portuguesa, al menos del estilo colonial, pues hay calles que se asemejan a las de Bahía, sobre todo a las locaciones de Doña Flor y sus dos maridos.

Confieso que la visión del mar, del Atlántico que une y separa a Europa de América me había impresionado desde Porto. Es que en Inglaterra el mar carece de color o de transparencia. La vez anterior que había visto algo similar fue en enero durante mi visita a San Sebastián en un día de mucho frío, pero de sol suficiente para que le diera al mar todos sus colores. Viniendo de una isla del Caribe es algo que siempre se extraña.

Si las casas de Lisboa me asombraron, más lo hicieron las del camino de Mangualde a Sernada. Esperaba un paisaje rural, pero no tan sofisticado. Cuando se vive en un país donde la construcción de viviendas es limitada; los materiales para construirlas, demasiado caros para emprender un proyecto propio y la gente tiene que conformarse con edificios en los que se sacrifica el diseño para resolver un problema habitacional, cualquier puede imaginarse la sorpresa de toparse con tantas y tantas mansiones en el medio del campo.

Me quedan muchas historias que supongo irán saliendo. Para resumir me quedaría con los olores y sabores de Portugal, sobre todo los de su cocina que como bien dijo el dueño del restaurante de Porto, é otima.