sábado, febrero 10, 2007

Mis zapatos y yo: toda una vida (I)


En 1986 seguimos, como todo el mundo, las noticias sobre el fin del régimen de Ferdinando Marcos en Filipinas. Más que la explicación detallada de las características de su gobierno, caracterizado por represión y escándalos, creo que el interés principal lo ocupaba su sucesora al mando, una mujer llamada Corazón. Sin embargo, lo que me dejó asombrado fueron las posteriores revelaciones de los hallazgos en los aposentos privados de Imelda Marcos, y sobre todo, su impresionante colección de más de mil pares de zapatos.


Cuando comparaba la cantidad con lo que normalmente necesita un ser humano, me parecía exagerada. Sería ridículo comparar la enorme zapatera de la señora Marcos, con el mueble destinado a tal función en mi casa. Este era austero en realidad, aunque permanecía bastante lleno; no porque nuestra colección de zapatos fuera espectacular, sino porque según la regla de oro para sobrevivir períodos de escasez, las cosas se botaban si y solo si se comprobaba que no tenían ninguna utilidad posible.

A partir de ese año comencé a usar la frase «complejo de Imelda Marcos» para referirme a quienes añoraban tener demasiados zapatos, si bien la cifra exacta que determinaba ese «demasiados» era difícil de explicar. El calzado en Cuba, como todo, estaba racionado. Los nacionales teníamos derecho a dos pares al año, o a una cantidad similar que casi nunca llegabas a alcanzar por un motivo o por otro, amén del hecho indiscutible de haber nacido en un país bloqueado.

No imagino cómo sería antes, aunque sí recuerdo que para mi idea sobre la abundancia a finales de los 70, los años anteriores debieron ser más abundantes que los que viví en mi niñez. La evidencia eran los innumerables tacones y elegantes punta-estilete que se acumulaban en una de las mesas de noche del cuarto de mis padres, a la cual casi nunca se podía acceder porque había sido destinada a un rincón inútil. Creo que mi madre los guardaba siguiendo el mismo consejo típico de los tiempos en que escaseaban los productos, o quizá porque tenía la esperanza de que en los años venideros volvieran a ponerse de moda. Y ella tenía tacones blancos, negros, beiges?, grises, combinados; mientras, según me acuerdo, los míos eran siempre negros para la escuela y, con suerte, carmelita oscuro para los días de fiesta.

Recuerdo mis primeros zapatos de color extraño, unas sandalitas rusas que para la todavía machista y revolucionaria Cuba de finales de los 70 no quedaba muy claro si eran de varón o hembra. Sin embargo, a medida que comenzaron a llegar las sandalias, las nociones de masculinidad de los cubanos fueron cambiando ante los imperativos de la escasez. A veces hasta me asustaban un poco cuando las veía en las vidrieras, casi siempre en números enormes que me recordaban más a los cocodrilos tomando sol con la boca abierta, que a los pies apurados de algunos mayores en los que lucirían igual de amenazadoras, acechando por encima de medias a cuadros y rombos. Luego descubrimos que los soviéticos adoraban las sandalias, y camino a la escuela imaginaba que sólo faltaría un kepis y, de fondo, las notas de Que siempre brille el sol (Пусть всегда будет сольце), para figurar en uno de los tantos filmes o documentales cuyo escenario principal era un campamento de pioneros.

A fines de los 70 también las calles se llenaron de modelos diferentes. Habían comenzado a llegar las personas que por diversos motivos —aunque mayormente por temor y angustia ante la escasez— habían abandonado la Isla en la década anterior. Con los maletines enormes de regalos llegaron también los zapatos y, mejor aún, las zapatillas. Se usaban aquellas de marca Adidas de tres franjas laterales, el modelo que un zapatero local se encargó de reproducir cambiando los materiales originales por tela de corduroy. Fue la explosión de zapatillas caseras hechas por Manzanito, si mal no recuerdo, una prueba más de la invención criolla.

Quizá la producción artesanal no fue muy atractiva para mi padre, incansable en aquellos años, siempre apelando a sus «contactos» con las empleadas de comercio. Lo cierto es que un buen día despertamos calzados con un par de nacionales Popis, que bien podría decirse fueron la envidia para tantas zapatillas multicolores de corduroy, aunque siguieran pareciendo vulgares para las azules y enormes Adidas de mi primo, traídas desde Jersey City. Ah, la perenne agrura de nuestro vino, querido José Martí.

1983 fue un año «zapateramente» decisivo para mí. Había logrado entrar a la flamante y enorme Escuela Vocacional (ESVOC) Comandante Ernesto Guevara, y para recorrer sus inmensas plazas de cemento y sus extensos pasillos de granito, había que estar bien equipado. La Escuela, como parte de «todo» lo que la Revolución nos entregaría a lo largo de nuestra vida, nos proporcionaría uniformes, ropa de trabajo y calzado. Para todas las actividades escolares y extraescolares. Lo único que en mi caso, casi acabado de cumplir los doce años, mis proporciones y extremidades distaban mucho de ajustarse a las «existencias» del almacén de la ESVOC. Mediría, si acaso, un metro cincuenta, calzaba la talla estándar de mi edad y hasta tenía ilusión de estirarme un poco; pero cuando vi los que me tocaron, supuse que mi proceso de crecimiento tendría que ser sobrenatural para que algún día mis ahora insignificantes pies llegaran a medir lo suficiente para llenar unos tenis (Matoyos, Boquiperros) talla 8 ½ y unos Kikos plásticos (calzado insignia de las becas cubanas) número 9. Cuando comenzó el curso y mis colegas descubrieron que mis zapatos eran diferentes a los que casi todos lucían en aquella primera semana de clase, quizá advirtieron cierta debilidad pequeño-burguesa por haber rechazado lo que gratuitamente el Estado me había concedido. En realidad, lo que decidieron, luego de tantas veces que relaté mi historia, fue engancharme el mote de «Zapatico», que no duró mucho, por suerte.

2 comentarios:

Juana la loca dijo...

Iván: me he reído muchísimo con tus anécdotas de zapatos, e incluso, ya estoy pensando en copiarte la idea y escribir la historia de mi relación con los zapatos también. Creo que todos los cubanos tenemos miles de anécdotas sobre el tema -y más de un trauma-, porque ha sido y sigue siendo, un problema grave. Recuerdo, por ejemplo, que en la Universidad, en una ocasión no tenía, literalmente, zapatos, y entonces fui a Varadero a comprar un par: una cosa horrorosa, de cuadritos café y blancos y Gabriel Capetillo, el chileno, me decía: duerme con ellos y ya mañana los verás con otros ojos. Lo cierto es que me pasé la noche mirando aquellos tenis horribles y llorando y pensando cómo me iba a poner aquello. Por suerte, al llegar la próxima semana a La Habana, descubrí que Lisandra también tenía un par igual, y ya eso me dio un poco de consuelo. Pero las anécdotas que tendría para contar son muchas muchas, por eso creo que voy a hacer un posteo al respecto. Recuerdo, también, que en un festival de cine, a Jeffrey -Yoel Prado- en medio del molote, se le perdió un zapato. U otra: para una escuela al campo, en la Universidad, mi mamá me compró un par de tenis para el campo, y al llegar al campamento, descubrí que los dos tenis eran del mismo pie. Por supuesto, al otro día recogí mi mochila y me largué de allí. Pero ya escribiré mi autobiografía "calceteril". Por lo pronto, he de confesar que sin llegar a los niveles inalcanzables de Imelda Marco, sí tengo más zapatos de los que necesito, e incluso, en mi zapatero hay más de dos o tres pares sin estrenar todavía. No sé cuántos pares tendré, no los he contado, pero son muchos -claro, nunca llegarán a ser tantos como los 150 pares de una amiga brasileña-. Besos, y suerte con tus zapatos.

Anónimo dijo...

Hola Iván:

Cierto. Recuerdo que te llamaban "Zapatico" allá en la ESVOC, pero ya ni me acordaba de ese detalle. Además, nunca me paré a pensar de donde venía ese mote. Sí quiero aclarar que con esto de los motes tuviste suerte, porque los había mucho peores. Recuerdo que a mí me llamaban "el sóngoro" y todo porque en el "casting" que hice para acceder a un puesto de cantante en una de las agrupaciones musicales de la escuela, se me ocurrió cantar la canción Sóngoro cosongo de mamey.
Muy buen artículo. Un abrazo:
Tadeo