miércoles, marzo 14, 2007

Primavera a tiempo y con “daffs”


Supongo que la primavera en Europa tenga muchas facetas. Todo depende de la latitud geográfica. Así, mientras los países de clima mediterráneo disfrutan de más calor y tardes soleadas, más al norte el panorama puede ser distinto. Lo cierto es que marzo casi siempre marca la llegada de la estación y como embajadoras de la temporada, aparecen en los jardines unas peculiares flores amarillas.

Los daffodils o narcisos brotan en este mes y marcan, con su presencia obligada en cada patio británico, el fin del invierno. Sin embargo, el daffodil es en realidad la flor nacional de Gales y los galeses la exhiben cuando salen a la calle en las celebraciones del día de San David (1ro de Marzo).

Para quienes procedemos de las regiones más tropicales donde las cuatro estaciones son apenas perceptibles, estas flores amarillas pueden incluirse en la categoría de exóticas. Si bien uno las distingue rápidamente, no creo que existan en la naturaleza cubana ejemplos similares. En la isla, claro, hay muchos Narcisos, pero la gran mayoría pertenece al reino animal. En mi caso siempre supe que el nombre derivaba del de una flor, mas nunca me tropecé con ella y si lo hice la ignoré por desconocimiento.

Esta primavera ha llegado más temprano que de costumbre, tal vez como evidencia de que el calentamiento global es algo más que una colección de mensajes alarmistas sobre el deterioro ambiental, o el nuevo emblema de la lucha por el poder político. Las flores traen un complemento especial al paisaje y uno las recibe con un poco de esperaza. El contraste entre el verde de la hierba iluminada por el sol, los tallos, las hojas y el amarillo de los daffodils, impide que estos pasen desapercibidos.


Y las flores están por todos lados, hasta parece que en esta época definen la autenticidad de los jardines. Hace un año conversaba con una de mis tutoras, una newyorkina que lleva más de 40 años afincada en Gran Bretaña, y ella me contaba de su alegría por la primavera, por el tiempo que ahora destinaba a sus plantas, a revisar macetas y a transplantar nuevos brotes. De su jardín, según me contó orgullosa, prefería los pensamientos y las hortensias, que aquí también llaman rododendros, e imaginariamente me mostró cómo habían florecido en aquel marzo. Y como para que no me quedaran dudas de su experiencia jardinera me dijo: y por supuesto, mis “daffs”, tú sabes, son una verdadera joyita.

Desde ese día también los nombro así, “daffs”, de una manera más familiar. De todos modos, estas flores amarillas ya forman parte de mis memorias, así que no se molestarán porque les cambie el nombre o mejor, porque se lo “recorte” cariñosamente.


viernes, febrero 23, 2007

Con juicio y casi sin muelas


De los 70 y los animados de Lolek y Bolek, recuerdo el relacionado con la visita al estomatólogo. A uno de los hermanos polacos le detectan un diente enfermo, no de la manera tradicional con espejito e instrumentos, sino a través de la mordida que le da a un trozo de pastel. Me encantaba el dentista, que además era medio mago y luego de varios trucos, sacaba el incisivo con alicate y todo, pero sin causar ningún trauma en Lolek, ¿o era Bolek?


Creo que siempre tuve ganas de conocer cómo sería un gabinete dental. Durante mi niñez los estomatólogos iban en visitas ambulatorias y preventivas a mi escuela primaria. Con ellos nunca tuve suerte, o quizá tuve demasiada. Mi higiene bucal no era lo que se dice aceptable, aunque me cepillaba siempre por las mañanas. Tenía una teoría personal: como la dentadura era “de leche”, lo más recomendable era tomar grandes cantidades del líquido para mantenerla sana.

Mis años de primaria transcurrieron con la presencia de los dentistas en el aula, las salidas al pasillo para tomar buches de flúor, y la decepción de escuchar revisión tras revisión aquello de: “este no tiene problemas”. A mis colegas que no pasaban el examen los citaban para la clínica municipal en horas de la tarde. Se ausentaban de clases y al otro día llegaban comentando lo que les habían hecho, o contando historias espeluznantes sobre artefactos desconocidos; siempre con la boca abierta desmesuradamente, para mostrar en alguna de las hileras de premolares y molares, el consabido parche de mercurio.

A los 13 años me senté en el primer sillón estomatológico. Mis muelas seguían aparentemente saludables y sólo se trataba de una consulta rutinaria, de puro chequeo. Ya los especialistas no iban a las aulas, sino los alumnos a la clínica. La visita terminó con una “limpieza” para contrarrestar los efectos de una incorrecta técnica de cepillado, o del empleo de una crema dental que tampoco ayudaba mucho. Yo, patriótico al fin, prefería lavarme con pasta Perla. Ciertos amigos glorificaban las virtudes de las marcas importadas del campo socialista, pero cuando probé la POMORIN húngara, pensé que era preferible retomar mi dieta infantil de lácteos, antes que disciplinarme en aquello de cepillar mis dientes, después de cada comida, con aquel producto. Años después entró en el mercado otra marca magyar nombrada NEOPOMORIN, aunque novedosa y colorida en su envoltorio, no me pareció que superara a su pariente más cercana, así que seguí con mi sonrisa Suchel.

Durante los años siguientes, las “limpiezas” siguieron siendo el motivo principal de mis turnos con el estomatólogo. No sabía si sentirme avergonzado de que me llamaran tanto, pues en los salones de espera de la Clínica de Especialidades de Santa Clara, me encontraba con todo tipo de personas a quienes seguro les aguardarían tratamientos más complicados que el mío. En realidad mis visitas tenían una especie de aureola misteriosa. Me citaban cada cierto tiempo y yo iba disciplinadamente, imaginando que para esa ocasión alguna sádica estomatóloga (porque la abrumadora mayoría eran mujeres), descubriría extasiada, tras una rápida inspección de caras vestibular y lingual, el incipiente y mínimo agujero que demandaría la oportuna acción del taladro para romper la virginidad del esmalte. Sin embargo, nunca pasé de una limpieza, esmerada, profunda, pero poco emocionante para mis expectativas. Lejos estaba de imaginar que aquellos métodos profilácticos, a los se les concedía igual importancia que a los terapéuticos en los 80, desparecerían en la década siguiente hasta completar la casi actual extinción evidente hoy en la mayoría de las policlínicas cubanas.

De cualquier modo, en el 91 éramos todavía una potencia médica, o íbamos camino a serlo. Ese año cumplí 20 y experimenté mi primer dolor de muelas. Para no herir la sensibilidad de los posibles lectores, omitiré la descripción sensorial del acontecimiento. Esta vez, en La Habana, en la entonces semi-exclusiva clínica de 21 y H, una dentista descubrió, con pasión de paleontóloga, mi primera carie. En la cavidad se había alojado una semilla de tomate. ¡Qué linda! –exclamaría una colega del futuro.

A 21 y H regresé varias veces, siempre por urgencias, pues había un mecanismo excluyente que prohibía a los estudiantes no capitalinos recibir un tratamiento completo en tales “dependencias del MINSAP”. En una ocasión, por ejemplo, luego de un complicado proceso previo para alcanzar un turno, me tocó uno de aquellos servicios incompletos. Mi doctora, antes de ocuparse de mi muela, debió ventilar un asunto sindical, luego otro puede que más personal y cuando ya parecía dispuesta a inspeccionar mi adolorido molar, soltó un “ay, y ese insoportable olor a dentina”, que encontré demasiado humillante. Salí dispuesto a averiguar qué significaba esa palabra y al comprobar que no me habían acusado de tener mal aliento, mi autoestima regresó a sus valores normales. Sentí un poco de pena por la dentista, condenada a trabajar soportando un olor tan esencial en la profesión que había escogido. Al que no quiere caldo...

En los años 92-93 mi salud bucal, como si estuviera raramente vinculada a la economía del país, comenzó a mostrar síntomas de una aguda crisis. Mis dolores llegaron a ser crueles e inoportunos. Lo que me ayudó un poco a combatir la frecuencia con que se presentaron, fue la cercanía de mi casa con el Cuerpo de Guardia de Urgencias, el único punto en toda la ciudad habilitado para tratamientos a esas horas. En aquellas madrugadas me familiaricé con casi todo el instrumental estomatológico, me anestesiaron por primera vez y perdí una bicúspide rebelde. A pesar de todo el desastre, guardo de aquellos días el recuerdo de encontrarme con una de esas cubanas típicas, que se aprendió mi nombre y me trató como si viviéramos en la misma cuadra. Cuando llegué me puso un medicamento que calmara el dolor y me recomendó esperar. Mientras esperaba, atendió a otros dos adoloridos que arribaron. Entre uno y otro se interesó por mi estado y también me dejó para la memoria sabias consideraciones sobre la profesión de estomatólogo: Iván, la gente se cree que esto es como en una hamburguesería, pasen 4 y 4 más.

Un buen día de 1997 cuando ya pensaba haber descubierto la gran mayoría de procedimientos estomatológicos posibles, me realizaron la primera de mis endodoncias. Sentí una barrena minúscula, finísima, pero barrena al fin, y luego otra y otra más. Se trataba del proceder requerido para “obturar el conducto” y privar a la muela de vitalidad. Pensé en el término médico y en sus potencialidades para incluirse en un chiste de doble sentido de humorista criollo. Sin embargo, la escena, yo caminando con la boca abierta rumbo al salón de rayos X y con el trozo de metal encajado en algún lugar de mi mandíbula superior, no me pareció del todo graciosa.

Me reí; sin embargo, años después tras otro tratamiento similar, en una clínica de Gabalfa en Cardiff. Tras la inspección y la visión de la jeringuilla con el anestésico, supuse que me harían algo especial, desconocido. Luego aparecieron las consabidas barrenitas y pude ver a la dentista accionándolas con una velocidad impresionante, aunque yo no sentí nada. Cuando terminó le pregunté para confirmar y respondió afirmativamente: otra endodoncia. “Es la primera que me hacen con anestesia”, le dije y ella abrió los ojos sorprendida, supongo que tratando de imaginar de qué lugar remoto y salvaje había venido yo.

Esta semana tuve que acudir de nuevo al dentista. Mi higiene bucal se ha perfeccionado de manera notable, pero mis muelas siguen siendo problemáticas. Esta vez el proceder fue sencillo, las explicaciones de la doctora brasileña que me atendió me parecieron tan detalladas como si se tratara de un caso de neurocirugía. Frente a mí, en la pantalla de una computadora, observé la imagen radiográfica de mi dentadura. Recordé los animados polacos, quizá no está lejos el momento en que la tecnología sea tan exacta como el método de predicción dental en Lolek y Bolek. “¿Demorará mucho?”, medité un poco antes de buscar una respuesta, mas de inmediato reparé en que debía ocuparme de cosas más personales. Antes de entrar al consultorio tuve que llenar un cuestionario sobre mi salud, antecedentes familiares, alergias, etc. Uno de los incisos me dejó bastante intrigado, “¿está feliz con su sonrisa?”, me preguntaban. Pues... la verdad... necesito un espejo.

martes, febrero 20, 2007

De calles, caminatas y huellas humanas


Las calles de Londres, sobre todo en el área extensa que ocupa el centro de la ciudad, raramente están vacías. Se diría que siempre hay transeúntes apurados que van de un lado al otro, y en las horas iniciales de la mañana y finales de la tarde, apenas queda espacio para caminar por las aceras.


Así y todo, las prefiero a un viaje en metro. Mi animadversión por el Tube no es sólo por el precio del boleto, que hace poco volvió a aumentar, sino por la resistencia a integrarme a la masa de personas que siempre aparece en las estaciones de la zona uno. Una vez parte de esa masa, no queda más remedio que seguirla, avanzar silenciosamente por los estrechos corredores hasta que estos se tornen más abiertos y, por consiguiente, te ofrezcan una mayor libertad de movimiento.

El metro es sólo la primera opción si me toca viajar fuera de las horas pico, y si previamente he comprobado que usar cualquier otro medio de transporte me tomará demasiado tiempo. Y hay determinadas citas a las que hay que acudir con puntualidad, sobre todo en Inglaterra, aunque sea sólo para rendir homenaje al estereotipo de ingleses-puntuales.

Sin embargo, siempre que sea posible, prefiero las caminatas. Supongo que se deba a un rezago de lo más Especial del Período, de aquella resignación a no esperar nunca porque apareciera un ómnibus en las calles de La Habana, o de Santa Clara. Por demás, bajo tierra, viajando a toda velocidad en un vagón impersonal, uno termina por perder la perspectiva de las distancias. Imagina que recorre la ciudad de un extremo a otro, que la atraviesa como el cuchillo afilado corta un tomate, un trozo de pan, un pedazo de carne, pero no tiene idea de cómo reproducir en el espacio ese trayecto de una estación a otra.

En estos días me gustan las calles, además, porque son la mejor evidencia de que existe una civilización inteligente o torpe, y de que convivimos juntos en este punto de la geografía mundial. Claro que evito las grandes arterias de esta capital, también llenas de gente apurada, también caóticas e indiferentes. Me complacen más las pequeñas intersecciones y los laberintos que formo cuando trato de aplicar a la coherente y ordenada planificación civil londinense, el resultado de una criolla política de “cortar camino”.

Y como un explorador o etnógrafo insistente, me dedico con toda atención a examinar las huellas que dejan los humanos a su paso. No todas son agradables, basta salir temprano un sábado para justo a los pocos pasos llevarse la mano a la nariz. Los restos de una noche de alcohol acechan en la más aparentemente inofensiva acera. Sí, algunas mañanas pueden resultar asquerosas, aunque hay otras más interesantes.

De todas formas, no salgo a caminar con el propósito de ver qué me encuentro. Últimamente mis caminatas cumplen un fin más terapéutico, dado que por causa de mi investigación actual paso muchas horas sentado leyendo, por lo que me conviene ejercitarme de alguna manera. Y no tengo tiempo para un gimnasio, ni dinero que cubra las cuotas de tal institución.

Hace unas semanas, en una de mis caminatas con Helena, me encontré este objeto inusual. Siempre aparecen botellas vacías, vasos todavía con media cerveza y hasta copas con vino o champán, pero nunca había encontrado la combinación de la foto. La corbata es de uniforme de una de las tantas escuelas públicas y privadas que se ubican, por casualidad, en la calle donde vivo. Su dueño, todavía adolescente, la olvidó quien saber por qué razones.

Pensé por un momento en ellas, quizá no fue precisamente su dueño el que la dejó allí atada, sino los que siempre lo atormentan en su clase, que idearon así otra pesada broma. Quizá alguien la perdió sin darse cuenta y a quien la encontró después le pareció mejor si quedaba adornando la pieza de hierro. Puede haber muchas teorías. Sin embargo, la que elevó mi expectativa, fue la de un dueño, adolescente iconoclasta y puede que medio anarquista. Tal vez cansado de una semana de clases y aburrido ante la perspectiva de un fin de semana sin mejores pronósticos, optó por desentenderse de las reglas, y mandó al diablo las tradiciones. Puede que le hubiera dicho al pedazo metálico, “toma, educación para ti que yo me largo”. Por un momento la escena me pareció real, hubiera escrito esta crónica al momento, en radio le hubiera puesto de fondo a Pink Floyd con Another Brick on The Wall, pero no, seguí caminando. Al final las cuadras siguientes me podrían esperar con nuevas sorpresas, nuevas huellas de civilización, y nuevas teorías.

sábado, febrero 10, 2007

Mis zapatos y yo: toda una vida (I)


En 1986 seguimos, como todo el mundo, las noticias sobre el fin del régimen de Ferdinando Marcos en Filipinas. Más que la explicación detallada de las características de su gobierno, caracterizado por represión y escándalos, creo que el interés principal lo ocupaba su sucesora al mando, una mujer llamada Corazón. Sin embargo, lo que me dejó asombrado fueron las posteriores revelaciones de los hallazgos en los aposentos privados de Imelda Marcos, y sobre todo, su impresionante colección de más de mil pares de zapatos.


Cuando comparaba la cantidad con lo que normalmente necesita un ser humano, me parecía exagerada. Sería ridículo comparar la enorme zapatera de la señora Marcos, con el mueble destinado a tal función en mi casa. Este era austero en realidad, aunque permanecía bastante lleno; no porque nuestra colección de zapatos fuera espectacular, sino porque según la regla de oro para sobrevivir períodos de escasez, las cosas se botaban si y solo si se comprobaba que no tenían ninguna utilidad posible.

A partir de ese año comencé a usar la frase «complejo de Imelda Marcos» para referirme a quienes añoraban tener demasiados zapatos, si bien la cifra exacta que determinaba ese «demasiados» era difícil de explicar. El calzado en Cuba, como todo, estaba racionado. Los nacionales teníamos derecho a dos pares al año, o a una cantidad similar que casi nunca llegabas a alcanzar por un motivo o por otro, amén del hecho indiscutible de haber nacido en un país bloqueado.

No imagino cómo sería antes, aunque sí recuerdo que para mi idea sobre la abundancia a finales de los 70, los años anteriores debieron ser más abundantes que los que viví en mi niñez. La evidencia eran los innumerables tacones y elegantes punta-estilete que se acumulaban en una de las mesas de noche del cuarto de mis padres, a la cual casi nunca se podía acceder porque había sido destinada a un rincón inútil. Creo que mi madre los guardaba siguiendo el mismo consejo típico de los tiempos en que escaseaban los productos, o quizá porque tenía la esperanza de que en los años venideros volvieran a ponerse de moda. Y ella tenía tacones blancos, negros, beiges?, grises, combinados; mientras, según me acuerdo, los míos eran siempre negros para la escuela y, con suerte, carmelita oscuro para los días de fiesta.

Recuerdo mis primeros zapatos de color extraño, unas sandalitas rusas que para la todavía machista y revolucionaria Cuba de finales de los 70 no quedaba muy claro si eran de varón o hembra. Sin embargo, a medida que comenzaron a llegar las sandalias, las nociones de masculinidad de los cubanos fueron cambiando ante los imperativos de la escasez. A veces hasta me asustaban un poco cuando las veía en las vidrieras, casi siempre en números enormes que me recordaban más a los cocodrilos tomando sol con la boca abierta, que a los pies apurados de algunos mayores en los que lucirían igual de amenazadoras, acechando por encima de medias a cuadros y rombos. Luego descubrimos que los soviéticos adoraban las sandalias, y camino a la escuela imaginaba que sólo faltaría un kepis y, de fondo, las notas de Que siempre brille el sol (Пусть всегда будет сольце), para figurar en uno de los tantos filmes o documentales cuyo escenario principal era un campamento de pioneros.

A fines de los 70 también las calles se llenaron de modelos diferentes. Habían comenzado a llegar las personas que por diversos motivos —aunque mayormente por temor y angustia ante la escasez— habían abandonado la Isla en la década anterior. Con los maletines enormes de regalos llegaron también los zapatos y, mejor aún, las zapatillas. Se usaban aquellas de marca Adidas de tres franjas laterales, el modelo que un zapatero local se encargó de reproducir cambiando los materiales originales por tela de corduroy. Fue la explosión de zapatillas caseras hechas por Manzanito, si mal no recuerdo, una prueba más de la invención criolla.

Quizá la producción artesanal no fue muy atractiva para mi padre, incansable en aquellos años, siempre apelando a sus «contactos» con las empleadas de comercio. Lo cierto es que un buen día despertamos calzados con un par de nacionales Popis, que bien podría decirse fueron la envidia para tantas zapatillas multicolores de corduroy, aunque siguieran pareciendo vulgares para las azules y enormes Adidas de mi primo, traídas desde Jersey City. Ah, la perenne agrura de nuestro vino, querido José Martí.

1983 fue un año «zapateramente» decisivo para mí. Había logrado entrar a la flamante y enorme Escuela Vocacional (ESVOC) Comandante Ernesto Guevara, y para recorrer sus inmensas plazas de cemento y sus extensos pasillos de granito, había que estar bien equipado. La Escuela, como parte de «todo» lo que la Revolución nos entregaría a lo largo de nuestra vida, nos proporcionaría uniformes, ropa de trabajo y calzado. Para todas las actividades escolares y extraescolares. Lo único que en mi caso, casi acabado de cumplir los doce años, mis proporciones y extremidades distaban mucho de ajustarse a las «existencias» del almacén de la ESVOC. Mediría, si acaso, un metro cincuenta, calzaba la talla estándar de mi edad y hasta tenía ilusión de estirarme un poco; pero cuando vi los que me tocaron, supuse que mi proceso de crecimiento tendría que ser sobrenatural para que algún día mis ahora insignificantes pies llegaran a medir lo suficiente para llenar unos tenis (Matoyos, Boquiperros) talla 8 ½ y unos Kikos plásticos (calzado insignia de las becas cubanas) número 9. Cuando comenzó el curso y mis colegas descubrieron que mis zapatos eran diferentes a los que casi todos lucían en aquella primera semana de clase, quizá advirtieron cierta debilidad pequeño-burguesa por haber rechazado lo que gratuitamente el Estado me había concedido. En realidad, lo que decidieron, luego de tantas veces que relaté mi historia, fue engancharme el mote de «Zapatico», que no duró mucho, por suerte.

Mis zapatos y yo: toda una vida (II)


A finales del 84 me trajeron mis primeros zapatos importados, marca North Star y fabricados en Nicaragua. ¡Bravo por los compas! Ellos sí sabían combinar los materiales y lograr productos de acabado excelente, y eso que estaban en guerra. Eran negros, un poco más altos que lo normal, de puntera asimétrica; en resumen, colosales. Me resistía a probármelos, contemplaba la caja desde encima del escaparate y hasta imaginaba que el brillo del material traspasaba el envoltorio de cartón que los guardaba del polvo. Allí se quedaron durante unos meses hasta que los vendieron o los cambiaron por algún otro artículo más necesario. Antes me los había probado, había intentado caminar y al momento me los había tenido que quitar. Mis pies, decididos a no tolerar el calificativo de insignificantes, habían comenzado a crecer.


Para la nueva talla lo mejor eran unas botas de cañero marca Centauro, que embetunadas y lustrosas combinaban sobriamente con el uniforme azul de la escuela. Eran toscas, aplastadas, con un borde que parecía una rebaba residual del caucho de la suela, pero llegaban a ser cómodas y duraderas. Luego del 85 llegaron las tiendas Amistad llenas de productos del campo socialista: perfumes Moscú Rojo, cremas y productos de belleza Florena (RDA), lápices de colores chinos y una variedad de zapatillas Tomis, Made in Romania.

Mis primeros Tomis resultaron los mejores embajadores de Rumania, país hermano o medio hermano, pues en realidad no sabíamos mucho de él. Se hablaba poco en las clases de Geografía Económica, y casi no aparecían reportajes en las revistas soviéticas, sobre todo Sputnik, que era por esos años casi de obligada lectura y posterior coleccionismo. En el kiosco cercano a mi casa compré una revista Rumania de Hoy, o de un título similar. Pensaba encontrar al menos algún reportaje sobre la fábrica Tomis, sobre la gran cantidad de divisas que ingresaba al país por concepto de exportaciones, pero no. Página tras página sólo había imágenes de Nicolae y Elena Ceaucescu.

Mis Tomis desparecieron una tarde de sábado. Salieron en los pies de mi papá, recorrieron parte de la ciudad y se detuvieron en El Sandino, donde él se decidió por una jarra de cerveza. Luego no se supo más de ellos. Varias jarras después, unos vecinos sospechosamente serviciales trajeron a mi papá medio aturdido, un poco apenado y con los pies hinchados tras haber caminado cuadras y cuadras enfundados en unas extrañas y folclóricas botas. Me resigné a la pérdida, era imposible una investigación policial, pues el principal testigo apenas recordaba al día siguiente qué había ocurrido en el área de la ciudad tan famosa por las fiestas, la cerveza y las puñaladas.

Sin embargo, las botas que trajeron a mi papá de vuelta fueron, durante días, motivo de comentarios. Eran como las mías, marca Centauro, aunque tenían la cualidad única de pasar por artefactos culturales y, por supuesto, constituían otra prueba indiscutible de la inventiva criolla en tiempos de crisis. A diferencia de las mías, en estas el borde de la suela no sobresalía, pues había sido cortado, tenían un tacón extra de unos cinco centímetros y los cordones no sujetaban de un lado a otro a los ojetes, sino que los habían trenzado complicadamente para ocultar la lengua. Las puntas de la trenza terminaban en dos tapas de tubo de pasta dental, de modo que cuando uno caminaba se movían supongo que a ritmo de carnaval.

Y aunque las condené al enmohecimiento en algún olvidado rincón de la casa, el acto en sí no impidió que ese año, y el siguiente, continuara usando botas de cañero. Llegaban a ser un complemento adicional del uniforme y hasta combinaban con los pantalones tubo, pegados a las piernas, que comenzaban a usarse por esa época. Era tan inusual ver a algún condiscípulo sin ellas, que cuando alguien de nuestro grupo estrenó zapatos corte-bajo y de puntera alargada, otro no encontró mejor calificativo que: «Mira, Ñico con tiburones nuevos». Supongo que empezábamos a olvidar que existían diversos tipos de calzado, y que tenían sus nombres. Para reconfortarnos apareció Carlos Varela con su canción Memorias y aquel verso de: «A las fiestas íbamos con botas, cantando una canción de Lennon».

¿Usaría Lennon botas Centauro? Mientras procuraba una respuesta, llegaba la hora de escoger mi futuro, terminaba el grado doce y me esforzaba en aprender ruso. Estaba decidido, yo me iría a estudiar a la Unión Soviética, o a Polonia, o a la RDA o a Checoslovaquia, a cualquier lugar donde me pagaran un estipendio con el que pudiera comprar zapatos, un par nuevo todos los meses. Cuando publicaron la lista de especialidades busqué de arriba abajo, de país en país, de ingenierías a licenciaturas, y terminé con la vista en mis pies. Supongo que en el brillo de mis botas podía reflejarse mi cara de desencanto. Ninguna de las carreras, tan necesarias para el futuro del país, me llamaba la atención, adiós sueños de acumulación, maldita fuera Imelda Marcos y su propensión monárquica al acaparamiento.

Mis zapatos y yo: toda una vida (III)


Mis sueños tenían que esperar, podría optar por una universidad cubana, a cuyas aulas, con suerte, podría seguir yendo en botas. Entonces llegó un proceso de selección agotador y estresante, meses de estudio para pruebas de ingreso, y luego incertidumbre ante la perspectiva de pasar doce meses previos a la vida universitaria cumpliendo el Servicio Militar y calzando más botas. Por suerte llegó la confirmación directa a la Universidad de La Habana. Y para la capital, segundo par de zapatillas Tomis, hermosas, fuertes, resistentes. ¡Quién podía imaginar en julio de 1989 que luego de diciembre de ese año no habría más Ceaucescu y, por ende, exportaciones rumanas para el Caribe!


La fortaleza y resistencia duraron hasta mi segundo año, cuando gracias al turismo internacional, un par de colombianos residentes en Nueva York, amigos de mis familiares en New Jersey, aterrizaron en La Habana con un regalo. Cuando los despedí tenía un par de exóticas y hasta escandalosas «superaltas» Hi-Tec. Los visitantes, sin conocer las necesidades criollas, o los hábitos, o las costumbres, o la realidad de la Isla en el año 92, imaginaron que yo era el único beneficiario del dinero que traían, la moneda del enemigo, todavía ilegal en Cuba. Habían comprado como si se tratara de una rutinaria visita a Bloomingdale’s, sin pensar que se trataba de una simple Tecnitienda y sin conocer que sus precios eran el doble o el triple de lo que acostumbraban ver en los establecimientos neoyorquinos.

Con mis superaltas y mi estampa de estrella de la NBA sin estatura, anduve mucho por La Habana del Período Especial. Ellas resultaron de una tremenda ayuda en los momentos difíciles, cuando ya no existían guaguas y había que zapatear de F y 3ª a la Biblioteca Nacional, y de ahí a la agencia de 21 y 4, y en ocasiones, como en los animados de Elpidio Valdés, de Júcaro a Morón y de Morón a Júcaro.

Dejé la capital en el agotador verano de 1994. Ya no calzaba las superaltas, sino unos «toscos», innovadores zapatos de suela gruesa y alta, y materiales de origen desconocido que no guardaban ninguna relación con José Luis Cortés o NG La Banda, que por esos años causaban furor en los barrios habaneros. Me despedí de tantos lugares memorables con el deseo de no regresar jamás a aquellas tardes desoladas y calurosas, a aquellas caminatas interminables en busca de comida, de esperanza. Me dolía, eso sí, perder uno de los pocos eventos culturales que todavía servían para animar la ciudad y dar la impresión de que todavía era posible la vida en ella: el Festival de Cine.

Volví en las ediciones del 95, 96 y 97. En ese último diciembre vi filmes que me emocionaron y compensaron la terrible certeza de que el evento ya no era el punto de reunión de los amigos, que estos comenzaban a emigrar y la ciudad se estaba llenando de fantasmas. En ese año, además de sin amigos, me quedé sin zapatos. Había llegado con dos pares, unos cuya suela luego de una reparación notable había sido pegada, y otros que además de pegados habían sido reforzados con puntillas. La inventiva criolla me daba esperanzas, aunque tal vez intuía que sería ya mi último Festival y estaba decidido a ver la mayor cantidad posible de películas, por lo que sería también el evento de más caminatas.

Y eran agotadoras, aun cuando en algún cine aparecían milagrosamente algunos de los amigos que quedaban en La Habana, y los breves minutos de conversación mitigaban el agotamiento. A mediados de la segunda semana de Festival descubrí que la destreza de los zapateros no era tal, que las puntillas amenazaban con partir toda la suela y llegar al punto en que me sería imposible caminar, o incluirme en un molote festivalero sin causar heridos. Aminoré el paso y el ritmo de películas, pero como en un verso de Vallejo, el clavo, ay, siguió saliendo. La noche antes de mi viaje de regreso a Santa Clara, poco antes de llegar a la casa donde me quedaba en el exclusivo Miramar, mis corte-bajos, con sus clavos salientes, desaparecieron en el fondo de uno de los latones de basura. Descalzo y algo triste, prometí que cuando tuviera dinero, o mejor, mucho dinero, compararía muchos zapatos, terminaría siendo algo así como el hijo predilecto de doña Imelda Marcos.

El único impedimento técnico para mi promesa era la realidad cubana. No bastaba ahorrar, porque los precios siempre estaban por encima de las posibilidades del profesional medio, y tampoco se podía confiar mucho en la oferta. Así llegó el 2000, un año de terribles sucesos personales, y paradójicamente el de mejor situación financiera y el de mis primeras sandalias Práctica. Parecían el mejor antídoto contra el calor y se me antojaban relajantes y hasta terapéuticas. Sentí mucho que se incluyeran en el botín de un robo con fuerza del que mi casa fue víctima, mas lo tomé como una señal del destino. Había que seguir adelante y seguir caminando. Ya para esa época mis zapatos estaban en la etapa más transgresora posible. Calzado mediante, parecía como si estuviera dispuesto o mejor equipado para dejar atrás las convenciones de una sociedad todavía moralista («las personas decentes no andan con zapatos sucios»), homófoba («no hay cosa más fea que un hombre sin medias») y racista («andar en chancletas es cosa de negros»).

Mis zapatos y yo: toda una vida (IV)


En el 2003 logré comprar mis primeros zuecos, gracias al floreciente mercado de los zapateros trabajando por cuenta propia. Ya no se llamaban zuecos, sino descalzados, y aunque no era ya adolescente, podía decirse que estaba en la última. Mis descalzados asistieron a muchas conversaciones sobre los preparativos de mi viaje al Reino Unido, y a última hora fueron sustituidos por un par de costosos pero necesarios tacos con los que pisaría por primera vez las calles de Londres, y luego las de Cardiff, en Gales.


Y había que caminar mucho en ese mes previo al comienzo de mi maestría en la universidad galesa. Había que recorrer London de sur a norte y de Brixton a Camden Town, de Greenwich a Wembley, recorrer el Museo Británico, la Galería Nacional, el barrio de Notting Hill, el de Kensington, las callejuelas de Soho a ritmo de jazz, el West End, el South Bank, la Tate, etc. Mis zapatos no aguantaron, cuando llegué a Gales descubrí que ambas suelas se habían gastado notablemente, y el material había pasado de gastado a poroso, y los poros ya eran huecos, pequeños, casi imperceptibles a simple vista, pero enormes para que el agua penetrara cuando pisaba un charco o cuando atravesaba a toda prisa una calle de Cathays. Y Gales era el país de la llovizna, y yo, de animal tropical pasaba a descubrir qué era el frío y la importancia de estar abrigado, y sobre todo, seco.

Con mi primer estipendio compré un par nuevo, y luego otro al tercer mes, y luego viajé de vacaciones a España y cómo no llevarse de recuerdo una muestra de calzado ibérico, mucho más barato que el anglosajón; y luego llegaron las rebajas de enero, y luego descubrí las canchas de squash que requerían de tenis de suela blanca, y luego llegaron las ocasiones formales. Y cuando mis amigos visitaron mi cuarto en la avenida Edington, preguntaron sorprendidos por qué había traído tantos zapatos. Yo hice este recuento, más breve y en inglés. Hubo a quien le pareció demasiado sentimental, hubo quien prometió regalarme zapatos, muchos, y entonces el conmovido fui yo.

El año pasado leí en el Juventud Rebelde un artículo sobre quien posiblemente sea el hombre más alto de Cuba. Justo desde el comienzo, me atrajo su historia personal. Dadas sus proporciones, es lógico pensar que sus pies serían enormes. ¡Qué problema! A decir verdad, el recuento de sus dificultades me dejó bastante deprimido, imaginé su descripción de los dedos deformados por caminar con zapatos más pequeños que sus pies, y hasta sentí que de haber estado en la Isla, hubiera tratado de hacer algo.

Hace poco, viendo Bobby, me llamó la atención un diálogo entre dos protagonistas. El personaje de Helen Hunt se queja de haber olvidado empacar zapatos que combinaran con los vestidos que había traído consigo. ¡Pues iremos a comprarte nuevos! —responde Martín Sheen, su esposo en el filme—. ¡Qué sencillo! —pensé—, ¡qué elemental! Tal vez en el 58 muchas parejas cubanas se identificaban con una situación similar, pero 40 años después, creo que nadie reparaba en tales nimiedades.

Todavía hoy cuando paso frente a una tienda de zapatos, no puedo evitar quedar mirándolos allí tranquilos en exhibición. A veces hasta entro, los miro, me los pruebo, y me detengo ante un dilema moral. Me digo que me gustan, pero no los necesito, y no sé si por mi experiencia anterior tengo claros los conceptos de qué es necesidad y qué es lujo. Me consuelo sabiendo que si me fueran necesarios, al menos los podría comprar, ventajas de la sociedad de consumo, digo yo, aunque esa certeza no me libra de soñar con todos los zapatos que amé una vez. Lo que sí no acabo de descifrar, aunque en verdad no es algo que me quite el sueño, es la razón imperiosa que llevó a Imelda Marcos a acumular tantos en sus años de primera dama.

lunes, febrero 05, 2007

«¡Esto es La Habana!»


Sucedió en La Habana, la ciudad en la que siempre se registran los grandes acontecimientos de la música cubana. Aunque a decir verdad, el verdadero suceso ocurrió en Los Ángeles, pero por cuestiones relativas a la trascendencia se supo casi al mismo tiempo en la capital cubana. Lo curioso de esa noche de febrero del 2000 es que la noticia, si bien procedía de los Estados Unidos, no se refería a uno de los tradicionales enfrentamientos tan comunes entre los dos países desde 1960. La protagonista era la música, o mejor, un pianista cubano que para esa fecha resultaba casi tan universal y referenciado en el mundo, como en su propia y pequeña isla.

La noche en que la Academia de Grabaciones de los Estados Unidos (NARAS) anunció que entregaría un premio Grammy a Chucho Valdés, este se enteró por teléfono en su vivienda habanera. Para el que conoce la propensión festiva de los cubanos, la asociación entre lo que sucedió en el teatro californiano no se podría comparar con la algarabía que se adueñó del hogar de Valdés, luego de que, gracias a una engrasada maquinaria del rumor, la noticia fue corriendo de casa en casa. En Los Ángeles, las miradas estarían puestas sobre Carlos Santana, que como un avezado coleccionista de estatuillas de gramófonos, fue recogiendo una a una las equivalentes a los premios por su disco Sobrenatural. En la cuadra de los Valdés, los más cercanos ya estarían llamando a la puerta para compartir un trago de ron; mientras las vecinas sonreirían orgullosas de vivir cerca de alguien tan famoso, frase que, sin duda, exagerarían al día siguiente como inequívoca definición de su status, cuando lo contaran a terceros.

Chucho, en tanto, cuenta que estaba comiendo y dejó el bocado a medias, contenido por la emoción. «¡En una pieza!» —sería la expresión más cubana para definir su estado—. Aunque luego fue hasta el piano, y tal vez porque a veces las conductas humanas no necesitan de demasiadas explicaciones, tocó algo de Bill Evans, People tal vez. Cuando un músico y su instrumento llevan una vinculación tan larga, es casi lógico que todas las escenas de la vida puedan resumirse en una composición.

Chucho Valdés comenzó a estudiar piano a los 5 años, pero a los 3, según dicen, ya el piano de su padre había dejado de ser para él un mueble intimidante y misterioso. El propio Bebo Valdés siempre recuerda y relata el día que, camino a Tropicana, su trabajo en los 50, se dio cuenta de que había olvidado una de las partituras en casa. Cuando regresó a buscarla, escuchó que alguien estaba tocando el piano y lo hacía de una manera apreciable. Intrigado por saber quién era, se sorprendió de encontrar al pequeño Chucho, que, sin haber recibido lecciones, de solo observar al padre, había logrado interpretar una melodía.

El premio Grammy del 2000 fue una celebración casi colectiva, con la tradicional característica de las casas cubanas, que se llenan de gente cuando sobran los motivos para celebrar. Precisamente de celebraciones estaba lleno el disco causante de todo el alboroto. La grabación había sido en vivo en el Village Vanguard de Nueva York, y por el propio peso de las circunstancias, el título tenía que ser ese mismo: Life at Village Vanguard.

La experiencia podía compararse con la peregrinación de los musulmanes al santuario de La Meca. Los jazzistas veneran al Vanguard casi tanto como a un lugar de culto. Chucho Valdés, sin ser Mesías, lo calificó de místico. Musicalmente quizá, cualquiera puede aventurarse a definirlo como un sitio mágico, por el nivel de las creaciones surgidas de la improvisación en un escenario de tanta historia y ambiente.

El del 2000 no era el primer Grammy de Chucho Valdés, ni sería el último. Era, eso sí, la primera gran identificación exitosa de un proyecto personal. Con anterioridad había obtenido el reconocimiento de la NARAS por proyectos con Irakere y lo que se llamó Crisol, una agrupación liderada por él y el trompetista norteamericano Roy Hardgrove. El premio sería como la confirmación del sello de autor, del estilo; la validación internacional de su aporte a la tradición cubana del piano.

Por eso, como le comentó a un amigo, su casa estaba esa noche hasta el tope, aunque cueste imaginarlo demasiado sonriente en medio de sus vecinos y colegas. Su enorme presencia, unida a su fama y a su obsesión por entender de dónde y por qué vienen las cosas en la música, lo coloca en una posición predecible. Muchos lo imaginan demasiado serio o solemne, como autoridad que es en el mundo musical cubano. Sin embargo, quien sabe reconocer las características que hacen nacionales a los cubanos, no puede ubicar a Chucho Valdés en otro contexto. Basta verlo al piano, manos sobre teclas, en melodías que conoce, con la marca de autenticidad en el ritmo que también lo da la propia música, y que él sigue casi con todo el cuerpo, mas sin perder su porte y elegancia.

Resulta difícil darle una etiqueta, un nombre; definirlo de una manera específica. Una sonrisa y un ligero ladear de la cabeza pueden indicar su grado de compenetración con la pieza que toca, y por mucho que la disfrute, nunca deja de sugerir, de indicar a los músicos con códigos secretos o precisos.

La noche del 2000 cuando recibió la noticia de su premio Grammy, suceso indiscutible para la memoria de la música cubana, quizá Chucho Valdés estaba eufórico, sumido en innumerables conversaciones simultáneas con esa capacidad que tienen los cubanos, que aturde y desorienta a los extranjeros, pero la celebración fue en su casa, «¡imagínate tú!» Diría el propio Chucho: «¡Esto es La Habana!»

jueves, enero 25, 2007

Crónica cinematográfica del mundo global


Acudí al estreno de Babel con muchas y pocas expectativas. Muchas, porque luego de las entregas anteriores del director deseaba, lógicamente, conocer cuáles serían sus nuevas historias; y pocas, porque después de haber visto a fines del 2006, El laberinto del fauno, no me atraía la idea de encontrarme con una obra que de algún modo fuera superior a esta. Y a juzgar por los comentarios de antesala de Babel, imaginaba que, en efecto, superaría a mi anterior encuentro cinematográfico con otro director mexicano.

Sin embargo, esta manera personal de explicar o justificar la rivalidad entre las dos películas me parece ahora demasiado irrelevante. Al final no seré yo el que premiará una por sobre la otra, pues a decir verdad, ambas han conseguido varios merecidos premios. Si me tocara reconocer el trabajo de ambos realizadores, con perdón de lo pretenciosa que pueda sonar esta frase, me decidiría por un premio compartido. Como bien le dije a una amiga mexicana a la salida del cine, se puede sentir muy orgullosa de que procedan de su país dos de los más importantes cineastas actuales y quizá los que mejores películas están filmando.

Me gustaría hablar de Babel no sólo desde el punto de vista cinematográfico, cuestión en la que la película sobresale. Se está en presencia de una narración fílmica centrada en las actuaciones, pero que no descuida el protagonismo de locaciones, como las áridas colinas marroquíes, el desierto mexicano o las discotecas japonesas. La historia se cuenta en fragmentos, y aunque ocurre en tres escenarios distintos, se conecta por los vínculos que establecen los personajes y hasta por la propia acción de algunas escenas.

Sin embargo, creo que la fuerza de Babel radica en su argumento y en la calidad de sus actuaciones. Hay tres nombres conocidos en el reparto, sus rostros anuncian y «venden» el filme —Cate Blanchett, Brad Pitt y Gael García Bernal—, pero son los desconocidos, sobre todo Rinko Kikuchi, quienes se llevan los mayores reconocimientos. Ella, en especial, ha construido su personaje con los mínimos recursos posibles: miradas y lenguaje de señas, y con ello basta para tornar memorable su adolescente ingenua, tierna y atormentada.

Babel habla de la angustia y de situaciones inesperadas, de lo absurdo y elemental de la existencia. Las historias pueden tomar como escenario varias zonas de la geografía mundial, mas sus protagonistas nos recuerdan que están unidos por la naturaleza humana, a pesar de las distancias y las culturas que los separan. Quizá por eso en el filme las personas ríen, lloran, sufren y sangran.

Puede que esta sea la primera película global, pero no por la cuestión elemental de sus locaciones e idiomas, sino por la interconexión entre las historias. Como final de la trilogía que Alejandro González Iñárritu inició con Amores perros y continuó con 21 gramos, se trata de un argumento que se va componiendo mientras avanza el largometraje. Y en esa progresión se insertan las escenas filmadas aquí y allá en una especie de diagrama que une al planeta por tres puntos o áreas.

Iñárritu también sitúa su filme en el contexto global mediante referencias muy puntuales. Cuando, por ejemplo, el personaje de Cate Blanchett previene a su pareja de añadirle hielo a la Coca Cola porque puede contener agua contaminada. Una de las lecturas posibles apunta a la diferencia entre occidentales y locales, desarrollo y pobreza. Las historias de Marruecos y México parecen adquirir otro ritmo cuando se asocian a problemáticas demasiado comunes en la prensa occidental, como «terrorismo» y «cruce de frontera». Lo curioso es que a partir de ese vuelco, el espectador, quizá el único que conoce cómo se han desarrollado los hechos, puede hasta advertir lo que se avecina. Y es que la historia verdadera poco importa, cuando la anécdota queda limitada al discurso tradicional sobre el «terrorismo», los «mojados» y hasta los «suicidas».

Babel se asemeja a las entregas anteriores de Iñárritu en su manera coral de construir el argumento. Las historias individuales van a resultar muy importantes para entender la narración total; sin embargo, hay que esperar a que esta vaya desenvolviéndose para entender el impacto individual de cada personaje. En Babel, las conexiones, aunque visibles, no resultan tan marcadas. Cada historia por separado constituye una anécdota independiente.

Una de las explicaciones más simples sobre el significado de globalización es la de que la ocurrencia de un hecho determinado en un país, puede tener repercusiones casi inmediatas en un gran número de países o en todo el planeta, sin importar distancias.
Babel parece también reafirmar que el sentimiento humano tampoco tiene fronteras. Las escenas pueden pertenecer a una realidad específica y hasta desconocida, pero no por eso pueden dejarnos indiferentes.

Jennifer Warnes canta a Leonard Cohen: Como se oye una mujer


El canadiense Leonard Cohen dijo una vez que si alguien quería saber cómo se oye una mujer tenía que escuchar este disco. Hablaba, por supuesto, de Famous Blue Raincoat, el álbum que la norteamericana Jennifer Warnes grabó en 1986, en el que cantó sus canciones.

Había escuchado algunas de las melodías clásicas de Cohen grabadas en los años setenta, pero no fue hasta que encontré Famous Blue Raincoat que lo añadí a mi lista de cantautores preferidos. Un tema suyo incluido en la banda sonora del filme Exótica (Atom Egoyan) me había despertado la curiosidad, pero leí tiempo después en cierta enciclopedia que en esos mismos años setenta muchos buscaban los temas de Cohen solo si querían sentirse totalmente deprimidos.

No obstante, descubrí el disco casi por casualidad. Jennifer Warnes era la voz de aquella canción tema de Dirty Dancing y una visitante no habitual de las listas de éxito pop que en Cuba parecen destinadas a dominar la radiodifusión. Por eso quizá no me interesaba mucho. Mas cuando me prestaron un cassette que incluía a Cohen y a la Warnes, algo me impulsó a casi quedarme con él. Lo tuve durante varios meses, aunque no era lo que se dice una grabación exquisita. Más bien, apenas se oía.

Famous Blue Raincoat fue el primer disco que compré en mi primera semana en Londres, fue casi el único que tenía a mano y en esos días no paré de escucharlo. Yo diría que me dediqué a “estudiarlo”, pues pienso que es la mejor manera de descubrir de qué se trata.

En él estaban todas esas maravillosas canciones melancólicas, con el toque perfecto de quienes conocen cómo convertir palabras y melodías en obras de arte. En las piezas de Jennifer Warnes, las mujeres se dejaban escuchar como seres misteriosos, desconsolados, deseables, y apasionados. Ella es una excelente cantante, pero no sólo por su poderosa y clara voz, sino por su poder de interpretación, su capacidad de trasmitir intenciones que Cohen puso en sus letras. Me atrae porque no solo está contando una anécdota, sino mostrando su lado emocional, la parte de esa anécdota que conoce o que le toca como ser humano.

A veces me digo que hay historias en la vida de cada cual que simplemente no pueden explicarse, pues tal vez uno necesita tiempo, distancia, habilidad para sacarles provecho o asumirlas como algo práctico. Pero a veces también me digo que no se explican puesto que alguien ya lo ha hecho y mucho mejor. Me pasa hasta con las historias que no he vivido, como con los primeros versos de canciones como la propia Famous Blue Raincoat, que aunque simples anticipan de algún modo todo lo tremendo que está por ocurrir: “Son las cuatro de la mañana a finales de diciembre...”.

lunes, enero 22, 2007

What do Cubans eat? O en busca de la Comida Cubana


Londres, 12 de Junio 2006, Carnaval Cubano. Una de las tiendas de campaña levantadas en el área del South Bank vende comida cubana. Es imposible no echarle una ojeada al menú. La primera opción parece poco sospechosa: carne de puerco adobada en jugo de naranja. Hasta aquí todavía promete, siempre y cuando hayan usado naranja agria en lugar de naranja dulce. Sigo leyendo. El próximo ingrediente es definitivamente demasiado para una receta tradicional con carne de puerco: ¿guayaba? La lista termina con otra combinación mortal para una ensalada: mango, guayaba y... ¿aguacate? En resumen, me engañaron.

Dice Paul Mansfield en su artículo en El Observador (The Observer, 30 Abril 2006), que Cuba es la isla con la peor comida del Caribe. Claro, luego de este comentario, conozco a miles de cubanos que reaccionarían con orgullo como si lo tomaran como otra provocación imperialista. Al fin y al cabo, el país siempre es defendido apasionadamente incluso por los que no viven ya en él, pero me pregunto cómo reaccionarían algunos nacionales de la isla si visitaran los restaurantes “cubanos” de Gran Bretaña.

El problema no es endémico del país porque la comida parece ser algo que ha sido ampliamente malinterpretado; desde las pizzas y el pollo a lo tikka massala, hasta lo que venden cadenas recientes como Nando’s y Chiquito. Sin embargo, el caso cubano parecer ser el más extraño, quizá porque la comida en el contexto de la isla se convierte en un asunto muy sensible.

La Revolución produjo cambios en la dieta nacional, especialmente luego de que las frutas y vegetales comenzaron a escasear. Con el declive de las importaciones de productos alimenticios, recetas tradicionales con carne, harina y algunas especias desaparecieron de la mesa familiar. Al inicio de los años 80, los cubanos disfrutaron de un período relativamente mejor con los Mercados Libres Campesinos, pero luego del Período Especial, cocinar pasó a ser el principal rompecabezas doméstico.

El único programa culinario de la Televisión Nacional, Cocina al minuto, de Nitza Villapol fue cancelado. Durante décadas la Villapol se empeñó a enseñar a los cubanos a cocinar sin carne, y sin varias especias indispensables en la cocina tradicional de la isla, se dice que detestaba el tradicional “sofrito”.

A pesar los esfuerzos de Nitza, muchos cubanos permanecieron renuentes a hacer cambios a lo que comúnmente se entiende por Comida Cubana. Es decir, la dieta obligatoria de arroz y frijoles negros, puerco asado y yuca con mojo. Las ensaladas se consideraban “hierbas” y “agua”, no comida.

Con tan pocos ingredientes para improvisar, las reacciones que los cubanos pueden tener cuando visitan algunos de los llamados restaurantes cubanos pudieran parecer predecibles. Por ejemplo, en El Cubano (Camden Town), uno puede encontrar Quesadillas, un plato mexicano casi totalmente desconocido en la isla. Si este puede asociarse “muy levemente” con la comida cubana, entonces prueben la ensalada de aguacate con alcachofas, que pasaría por una tradicional ensalada cubana, solo si las alcachofas se dieran en Cuba.

La lista de tales mezclas pudiera ser larga y diversa. En el club de Salsa de Charing Cross, el menú incluye algo que uno puede atestiguar cuán cubano es de tan sólo ver su nombre: brochetas koftas de carnero con aderezo de menta y yogurt. El restaurante Alma de Cuba en Liverpool, sirve Potaje de Berros, una plato que tiene el mérito de haber convertido a uno de los pocos vegetales que los cubanos usan en ensaladas en ingrediente para un caldo. Un poco exagerado ¿no?

Pero aún así nada puede superar lo que un amigo encontró en un restaurante en Islington hace un par de años atrás. No pudo leer el menú sin reírse escandalosamente, luego de descubrir Champiñones a la villaclareña. No solo porque no hay champiñones en Cuba, sino porque él precisamente era de Villa Clara, la provincia central de la isla. Ni en los más audaces experimentos llevados a cabo en los años 90, cuando el llamado Programa Alimentario se empeñó en mejorar la agricultura y encontrar variedades resistentes a plagas, se llegó tan lejos como para promover el cultivo intensivo de champiñones.

Es difícil responder a la pregunta de cuándo comenzó esta suerte de experimentación con la comida cubana. A lo mejor, cuando el país se tornó un destino turístico popular para los británicos, algunos comerciantes aventureros decidieron sacarle lascas al boom de viajeros a la isla. Quizá cuando descubrieron lo “auténtico” de la comida cubana en la isla, decidieron precisaban de darle “más sabor” para el mercado británico. Sin embargo, no creo que haya generado ganancias considerables.

Los restaurantes cubanos no solo han crecido en número, sino que permanecen ligados a la promoción de cierta idea del país. En estos lugares uno puede encontrar banderas cubanas por todos lados, salsa a todo volumen y quizás, como el bar Cuba en Cardiff, hasta símbolos que meten miedo, como el emblema de la UJC.

Si Ud. pregunta en Cuba sobre la comida tradicional, puede que solo obtenga por respuesta una sonrisita de complicidad. Cansa hablar de comida en un país donde la mayoría de las amas de casa pierden el sueño, preocupadas por lo que cocinarán al día siguiente. Pero si Ud. le comenta a alguien sobre los menús en los restaurantes cubanos de Gran Bretaña, seguro que comprenderá por qué los cubanos tienen esa fama de reírse con sonoras carcajadas.

miércoles, enero 17, 2007

Para la señora Elena, con todo el sentimiento


Elena Burke actuó por última vez en el teatro La Caridad el 6 de abril de 1997. Llegó como parte de un espectáculo de revista, de los que abundaron en los años 80. Junto a ella estaban en cartel Alina Torres, Luis Carbonell y Rafael Espín, agrupados en un guión que prometía más para un cabaret que para un teatro, aunque el escenario previsto fuera el coliseo santaclareño.

Elena estaba enferma. Su enfermedad era un misterio y, a la vez, un secreto a voces. Había arribado a la ciudad transformada en una abuelita suspicaz, todo el tiempo atenta a los movimientos de sus nietos y rodeada de familiares que la seguían a cada paso.

Previo a la actuación, en la conferencia de prensa, la Señora Sentimiento tampoco parecía dispuesta a responder preguntas, se ocupaba más de presentar a sus teloneros, en un exceso de modestia que sonaba falso, sobre todo para la imagen que teníamos de ella, siempre primera figura, siempre dueña del espacio, con la sensación avasalladora que le daba su porte de mulata corpulenta y su voz de contralto, capaz de romper por sí sola el silencio de una madrugada, como en los versos de Son al son, el tema que César Portillo de la Luz compuso y que ella hizo eterno y propio.

La función no se podía dejar pasar, no solo para comprobar cuánto de aquella voz le quedaba a la mujer delgada que aún seguía llamándose Elena Burke, sino porque podría ser la última vez que la cantante visitara la ciudad o pisara las tablas de nuestro teatro.

Quizá por esa casi lógica aureola de decadencia que acompaña a los artistas en las etapas finales de su carrera, no hubo mucho público aquella tarde de domingo. Sin embargo, cuando la Burke apareció en escena, de pie, como en su más emblemática canción, y llenó la sala con su misma voz perdurable y cadenciosa, melancólica y vibrante, fue suficiente para que muchos de los que acudieron a verla se asombraran de lo increíble.

La tarde entonces pudo evocarse al ritmo de composiciones de José Antonio Méndez, Paz Martínez, Concha Valdés Miranda, Olga Navarro, Gustavo Rodríguez o Martha Valdés. En un momento, Elena, intensa y dramática, regañó a su nieto, que seguramente andaba correteando entretelones. “Osmel, te oí” —dijo ella, y al mismo tiempo retomó la letra de la canción que había interrumpido, para lucirse en un final de exigencia vocal.

Es que ella también era así, graciosa a su manera, y en aquel último concierto santaclareño tal vez nos estaba mostrando la lección definitiva de las artistas valiosas, la certeza de que en la sencillez estaba la grandeza.

Memorias de Portugal


Para muchos Portugal es un país bastante desconocido, lo que es una pena. Viajé a conocerlo a finales del 2005, sin muchos datos previos, con lo que me había contado Helena y con la esperanza de descubrir lo que inspira a cierta música que a partir de ese año, comenzaría a formar parte de mi colección de discos: el fado. Fui también animado por el recuerdo de Un invierno en Lisboa, novela de uno de mis escritores preferidos, el español Antonio Muñoz Molina.

Debo empezar diciendo que me gustó la familiaridad que noté entre quienes hacían la cola para el último chequeo antes de subir al avión. Descubrí a una señora, que según lo que Helena me ha enseñado, hablaba con acento del norte, y que no sabía lo que le orientaban o lo que todos habíamos escuchado por los altavoces. Un poco desesperada dijo en alta voz que ella no hablaba inglés. Enseguida vinieron dos o tres personas a ayudarla ya situarla en su fila correcta. De algún modo toda esa camaradería, un tanto escandalosa según los patrones británicos, me dio mucha confianza en lo que encontraría ya dentro de las fronteras de la antigua Lusitania.

Aterrizamos en Porto (Oporto) poco más de una hora después. De esta ciudad me gustaron las personas, amables y perspicaces, como el dueño de uno de los restaurantes donde almorzamos el último día. El lugar estaba casi escondido en una parte vieja cerca de la Ribeira, decorado con motivos tradicionales y se escuchaba música de fado. En uno de los rincones el dueño, o sabe quién, había puesto un altar improvisado con una guitarra, un chal y la foto de Amalia Rodrigues. Realmente la conocía de referencia, pero la había escuchado poco. Por eso cuando el disco terminó y el dueño puso a otro cantante, le pedimos que por favor volviera a poner a Amalia. Eso bastó para que el hombre mostrara su mejor sonrisa y me confirmara algo que ya sabía, que ella era la “diva” del fado. Al salir me tendió la mano y en español me despidió con un “muchas gracias”, que realmente me sorprendió.

De Estoril y Cascais, ya en Lisboa, me agradaron las casas, todas o la inmensa mayoría con una arquitectura equilibrada, sin escandalizar, pero perfecta, como si todo el paisaje hubiera sido concebido de una sola vez y no paulatinamente.

Lisboa me recuerda a La Habana, y si la ubicara junto a otras ciudades europeas, creo que me sería difícil. Será porque precisamente Europa comienza aquí. Lo cierto es que tiene un aire familiar y de mucha tradición. Me encanta su centro y sus edificios antiguos donde sobresalen los azulejos y las barandas. Hasta creo identificarlos como elementos fundamentales de la arquitectura portuguesa, al menos del estilo colonial, pues hay calles que se asemejan a las de Bahía, sobre todo a las locaciones de Doña Flor y sus dos maridos.

Confieso que la visión del mar, del Atlántico que une y separa a Europa de América me había impresionado desde Porto. Es que en Inglaterra el mar carece de color o de transparencia. La vez anterior que había visto algo similar fue en enero durante mi visita a San Sebastián en un día de mucho frío, pero de sol suficiente para que le diera al mar todos sus colores. Viniendo de una isla del Caribe es algo que siempre se extraña.

Si las casas de Lisboa me asombraron, más lo hicieron las del camino de Mangualde a Sernada. Esperaba un paisaje rural, pero no tan sofisticado. Cuando se vive en un país donde la construcción de viviendas es limitada; los materiales para construirlas, demasiado caros para emprender un proyecto propio y la gente tiene que conformarse con edificios en los que se sacrifica el diseño para resolver un problema habitacional, cualquier puede imaginarse la sorpresa de toparse con tantas y tantas mansiones en el medio del campo.

Me quedan muchas historias que supongo irán saliendo. Para resumir me quedaría con los olores y sabores de Portugal, sobre todo los de su cocina que como bien dijo el dueño del restaurante de Porto, é otima.

jueves, septiembre 07, 2006

Rubén González toca Pueblo Nuevo


La música no se explica, se escucha, se siente. Y cualquiera advierte que se oye un piano, un preludio intenso y breve que presagia. Es inminente, la propia palabra lo dice. Suena una de las pistas del famoso disco Buena Vista Social Club y Rubén González interpreta Pueblo Nuevo, original composición de Cachao, anunciadora del estilo y ritmo que este fundaría junto a su hermano Orestes, el ahora tan referenciado mambo.

Pero mejor dejar al piano, no hacen falta referencias, aunque es lógico que se trata del estilo urbano de los 50. La melodía aparece con una introducción serena que casi llega a tornarse solemne. Surge después el fraseo, insistente y acentuado, y el piano parece que va a tomar de golpe todo el protagonismo. Entonces la improvisación da paso al resto de la orquesta, y el piano dialoga con la trompeta y cede, por un breve momento, su posición de líder. Los restantes instrumentos conforman ya la pieza, y armonizan, y animan. El piano, entonces, retoma fuerza y alegría, cualquiera siente el despertar del ritmo. Rubén improvisa, resulta increíble, me recuerda los momentos que cortan la respiración, y es música, aunque se piense de repente en actividades más vitales y enérgicas. Luego no quedan dudas, el piano se alza como verdadero protagonista, y seguirá siéndolo hasta la última nota.

A Rubén González lo recuerdo con una camisa estampada yendo de un lado al otro y observando, desde la azotea del Empire State, la ciudad de Nueva York. Allí, un pícaro Eliades Ochoa lo seguía y bromeaba con el deslumbramiento del veterano músico ante los cambios de la gran urbe. Era una de las escenas del Buena Vista Social Club (BVSC) de Win Wenders, la película que rescató del olvido a tantas figuras de la música popular cubana.

Antes lo habían hecho dos discos, uno con el mismo nombre que el centro social habanero, y otro llamado Afro Cuban All Stars. Se debieron al asombro de Ry Cooder por sonoridades típicas de esta Isla, y al genio organizador y consciente de Juan de Marcos González. En ambos sobresalió Rubén, quizá porque no cantaba o porque ya con su inclusión definía la calidad del proyecto.

Sin embargo, el documental no le hace mucha justicia al músico nacido en Villa Clara, en el centro de Cuba. Luego de las escenas, Rubén queda como un anciano simpático, ocurrente, y la visión paternalista, aunque cariñosa, alienta más la curiosidad del espectador que la confirmación de la grandeza del músico. Y entonces cabe la pregunta, ¿cómo es posible? ¿Dónde estaba antes ese genial intérprete del piano que no por gusto fue comparado con Arthur Rubinstein?

Sin duda, el talento interpretativo de González resulta tan inquietante como el de su colega norteamericano. Pero a diferencia de Rubinstein, González no tuvo una carrera larga antes del Buena Vista. El documental lo presenta en la Escuela Nacional de Gimnástica de La Habana, donde acudía cada día a servir de acompañante, mientras las atletas del equipo nacional cubano ensayaban sus rutinas.

Luego de su época dorada en las orquestas de los años 50, González se alejó de los escenarios; pero nunca, al parecer, del piano. En las propias escenas del documental resaltan las imágenes de esos dedos casi deformados por la artritis que todavía aciertan en la cadenciosa maestría de las improvisaciones de Rubén y en su acentuada preferencia por los montunos.

La sonoridad distingue a la Isla y el músico lo sabe, o lo intuye, o sencillamente nació con esa peculiar percepción de lo cubano. Porque Rubén coincidió con épocas decisivas en el quehacer musical de Cuba, estuvo y participó en la creación de ritmos que hoy constituyen clásicos y que se engrandecieron con su envidiable aporte.

Los especialistas hablan de tres grandes pianistas en la música popular cubana, y nombran a Lilí Martínez, Peruchín y, por supuesto, a Rubén. Ese título lo ganó previo a la grabación del Buena Vista, mas tal parece que sus compatriotas lo olvidaron, y solo cuando comenzó la algarabía internacional en torno al proyecto, recordaron la selecta lista. De cualquier modo, el disco fue muy criticado en la Isla y fuera de ella, pero quedó como iniciativa que se ha de tomar en cuenta.

Curiosamente, derivado del éxito del primer compacto, el segundo, ya bajo el nombre de BVSC presenta a Rubén González, fue exclusivo para la música del anciano pianista. Parecía la confabulación perfecta para que salieran de la memoria tantas y tantas melodías. Por suerte quedaron varios discos que, pese a la avanzada edad que tenía ya cuando los grabó, bastan para una valoración completa del músico y del intérprete.

Cuando Rubén falleció en el 2003, muchos descubrieron que había nacido en el pueblo villaclareño de Encrucijada. El desconocimiento de su vida anterior al Buena Vista desconcertaba; pero como dijera Compay Segundo, otro de los convidados al famoso proyecto, el olvido era el gran problema de los cubanos.

Quienes lo conocieron tarde tienen ahora tiempo para recuperarlo. De lo contrario, nunca podrán entender la lección que dieron Rubén, Compay Segundo, Puntillita y otros de la tropa del Buena Vista Social Club, de que cuando se cree en lo que se hace, se disfruta, se comparte y es aceptado, la vida siempre resulta más larga y más provechosa, porque se asegura el eterno recuerdo.

domingo, junio 04, 2006

Habana a cuatro manos


“Me perdí en La Habana”, me dijo mi amigo John al volver de su primer viaje a la capital cubana, y me pareció que me estaba tomando el pelo. En su mochila asomaban las fotos de la visita, las clásicas frente al Capitolio y la Plaza de Armas, y los mapas arrugados por el uso, desteñidos por el sudor. “John no puede perderse en Cuba” pensé, porque es un occidental habituado a interpretar mapas a velocidades impresionantes, aunque a veces, humano al fin, se pierda en carreteras rurales. En Cuba tampoco podía perderse, no hay mejor lugar para comprobar la consabida frase de que preguntando se llega a Roma y su español era suficiente para evitar a los jineteros y jineteras, sobre todo si el viaje formaba parte de una misión que nada tenía que ver con semejantes personajes.

Escogió la fecha precisa, el Festival Jazz Plaza 2001, precisa para sus motivaciones para un viaje a la capital cubana, precisa porque mi amigo iba tras la pista de un músico cubano, un pianista de jazz. De antecedentes solo tenía un disco, nada original, una copia de una copia, de un amigo de un amigo; alguien que, conociendo su interés en el piano, le regaló un CD malamente identificado como Cuban Music.

La primera vez que lo escuchamos, le dije que podían ser varios los intérpretes, aunque primero imaginé que podía ser Gonzalo Rubalcaba. Desde que se publicaron las últimas noticias respecto a su decisión de fijar residencia fuera de la isla, fue difícil seguirle la pista estando en Cuba. Prácticamente uno se enteraba de que se mantenía creativo por los comentarios de los músicos y por sus nominaciones al Grammy. Y el último disco suyo que llegó a mis manos, Inner Voyage, casi no lo reconocí como de su autoría. En Cuba Gonzalo sorprendió desde joven por su vitalidad y energía y en aquel disco se escuchaba demasiado sosegado, lírico, sereno, aunque igual de intenso y memorable.

John tampoco creía que se tratase de Rubalcaba. De los jazzistas cubanos conocía bien a Chucho Valdés, pero mi amigo a decir verdad, prefiere la música clásica. En su casa las grabaciones apenas caben en las repisas y andan por el suelo, fáciles de alcanzar según se necesiten. Un día puede poner a Martha Argerich tocando a Schumann, o Boris Berezovski interpretando a Chopin o la colección completa de Evgueni Kissin. Mientras los escucha, mi amigo tal vez piensa en cómo se concibe una sonata, o qué hace a determinado intérprete tan maravilloso. Luego los estudia en el piano y si su ocupación habitual le deja tiempo, puede que se lo consulte a su profesora de piano, que por obra y gracia de la casualidad es nieta del gran Horowitz.

Pero aquel disco sin etiquetas impresionó a mi amigo, al punto de embarcarse en un proyecto de viaje a Cuba. No dejaba de sonarme exótica la idea de que un nativo de Essex fuera a La Habana, decidido a completar un rompecabezas enorme, armado sólo de un producto anónimo. Pero tras una rápida consulta a Internet y otra más demorada, con cubanos de la diaspora que milagrosamente siguen a sus compatriotas músicos, concordamos en que la mejor fecha para el viaje era durante la celebración del Festival de Jazz y descartando otras posibles opciones, le propuse a mi amigo que no se perdiera uno de los conciertos que daría Ramón Valle.

A mediados de los años 90, Valle despuntó como un intérprete curioso, improvisador nato y compositor increíble. Coincidió con cierto empeño de las disqueras cubanas, muchas de las cuales surgieron en esos años, de presentar las creaciones menos favorecidas por la promoción. Y mientras la mayoría de los medios saturaba las ondas con los salseros y timberos, un grupo de jazzistas pudo armar en formato de disco sus leyendas personales.

Sin embargo, el primer mensaje de John desde La Habana afirmaba que tampoco su viaje terminaba en Valle. Mi colaboración en la pesquisa terminó con la noticia. Confiaba en el instinto de mi amigo, en sus habilidades pianísticas y en su experiencia previa en Latinoamérica, para abrirse paso en una ciudad tan llena de música. Sin embargo, supuse que ya no lo podía ayudar.

En uno de aquellos días, John en Cuba; yo, paseando por el Soho londinense camino al Ronnie Scott's, pensé en Omar Sosa. Era posible, Sosa indiscutiblemente tenía talento para ser el autor o el intérprete de aquellas melodías del disco sospechoso y era tan desconocido en la Cuba y conocido en Europa, como para que alguien totalmente ajeno a ambas realidades catalogara su música simple y ambiguamente como “Cuban”. Sin embargo, ya mi amigo se encaminaba a los conciertos y era demasiado improbable que Omar Sosa estuviera en La Habana.

Además de los escenarios del Jazz Plaza, le había indicado algunos sitios en la capital donde pudieran orientarlo. A esas alturas ya estaba casi tan curioso como él por averiguar el nombre tras aquellas melodías rítmicas y un tanto libres, e internamente casi no podía perdonarme tal ignorancia.

Por eso cuando recibí a John tras regresar de Cuba, su primera frase me resultó increíble. Luego me contó que alguien, justo en uno de los conciertos del festival, cuando escuchó maravillado a Hilario Durán y compró todos sus discos disponibles, le dijo que el autor del ya dichoso compacto, podía ser un tal Pucho López y que si lo quería conocer tendría que ir para Santa Clara. Y allá fue el inglés para descubrir que Pucho estaba por Canarias. ¡Madre mía! Pensé cuando escuchaba el relato.

De modo que en Santa Clara, y sorprendido por una noche con otros amigos en El Mejunje, oyendo a un irreverente Trio Enserie, John optó por regresar a la capital. Y esta vez, casi asalta las tiendas de discos, pero sin los resultados que esperaba. Trajo, eso sí, mucha música, y mucho piano: Ernán López Nussa, Frank Emilio, Rubén González, Aldo López-Gavilán, Emiliano Salvador, Roberto Fonseca... Ahora cuando los escuchamos, siempre aparece alguna anécdota habanera: el comentario suspicaz de algún vendedor de discos, la historia de algún callejero autotitulado conocedor de la música con el que se tropezó, el encuentro con otros turistas tan desorientados como él en cuanto a la música de la isla. Mi amigo sigue diciendo que se perdió en La Habana, y ya he optado por creerle. A fin de cuentas en Cuba la música puede ser como una buena brújula, y hay que saberla manejar bien para no perderse entre tantas calles y entre tanta gente que camina de un lado al otro, a veces silbando una melodía.

jueves, febrero 16, 2006

Buscando al personaje o preludio para una entrevista


Dicen que el club La Zorra y el Cuervo es el mejor lugar para buscar al personaje, pues allí es donde se reúnen los jazzistas, y siempre hay presentaciones, sobre todo los fines de semana, cuando esa zona de La Rampa habanera padece de una voracidad citadina y los transeúntes van de arriba abajo, buscando el menor resquicio de noche accesible. «No e’ fácil», como dicen los cubanos; la mayoría de los sitios cobran en dólares y los ciudadanos de a pie tienen otras necesidades. Antes de sentarse a escuchar un concierto del personaje, prefieren destinar el dinero, cuando lo logran, a otras cuestiones vitales.

El lugar también está disimulado, cuesta descubrirlo tras esa armazón de madera pintada de rojo, que recuerda más una cabina telefónica londinense que la entrada de un club habanero. Lo cierto es que parece haber estado allí por siglos, o décadas. Ha ganado notoriedad desde mediados de los 90, o quizá solo fue un intento de recuperar el esplendor pasado, el de los 50 o los 60, cuando su entrada en escalera que baja a un sótano, tradicional estilo de los clubes habaneros, conducía a uno de los sitios más populares de la variopinta escena nocturna capitalina.

El personaje tiene conciertos allí, pero no es el lugar que prefiera en el centro de La Habana. Al fin y al cabo, conoce la ciudad tanto como a su instrumento, y curiosamente no puede llevar a ninguno de los dos bajo el brazo. Se habituó a al club de la calle 23 cuando otro sitio, habitado por noctámbulos incurables como él, El Gato Tuerto, cayó en desgracia, a tal punto que estuvo casi al desplomarse. En el Gato nació el filin, el movimiento artístico que dio autores como César Portillo, el King, José Antonio Méndez, Ñico Rojas, y cantantes como Elena Burke y Omara Portuondo. La lista es larga, y el personaje al parecer los conoce o conoció a todos. Alguna vez le tocó acompañar a las divas del filin en su época gloriosa, o a algún que otro intérprete que luego del cierre sobrevivió gracias al cabaret, como en una cuerda floja, casi entre el olvido y la memoria.

Al personaje puede que le haya pasado así también. Por años nadie lo recordaba, otros era una presencia constante en la televisión y el ambiente musical cubano, en otro tiempo hasta llegó a protagonizar conciertos memorables. Su vida ha sido como ese ciclo: anonimato-referencia-omnipresencia. «No e’ fácil», dice el personaje, mientras aclara su garganta con un trago de un líquido oscuro y medio viscoso, ¿brandy? «¡Seguro!», confirma enfático, y parece que tiene un catálogo de bebidas para cada estación, según lo exijan las circunstancias. Él tampoco entiende que sea preciso combustible a cada minuto; no abusa, pues no le gusta que lo asocien con el sempiterno vaso de ron encima del piano, tal vez porque odia el famoso chiste entre el pianista y el violinista: ¿imagina que alguien haga malabares con un vaso encima del violín?

El personaje resulta demasiado carismático, es imposible transitar por las calles de su barrio sin que alguien lo asalte a preguntas: todos quieren saberlo todo, desde en qué proyectos anda, desde una opinión sobre el disco de un colega, hasta sus comentarios sobre lo que otro músico dijo en una entrevista televisiva. Hay tanta familiaridad que a veces el personaje hasta se siente incómodo, como en las ocasiones en que alguno le propone que escuche tocar a su hijo que está en la escuela de arte, que ha hecho progresos y está seguro de que puede impresionarlo. Los hay demasiado insistentes, como los que afirman conocer que ser pianista es adentrarse en una vida de dedicación extrema, que por eso su hijo estudia desde los tres años, con rigurosidad y tesón. «No e’ fácil», reclama el personaje, y parece que lo va a decir con música.

Al menos porque está cerca del piano y simula que va a improvisar. Quizá nos juega una mala pasada, o intenta medir nuestra reacción. Prueba entonces con un tema clásico, ¿es un nocturno de Chopin?; sin duda, pero él se ocupa de tocarlo de manera irreverente, abre los ojos, hace ademanes de estilista, acentúa determinada nota, ¿cómo es posible? Luego para de golpe, nos invita a escucharlo en una de sus creaciones, es una variación sobre un tema conocido, demasiado conocido en el contexto cubano. Nos dice que está basado en una contradanza, nos trata de neófitos, nos insulta a su modo. No importa, parece que estamos destinados a seguirlo, de otro modo él no sería personaje y nosotros no andaríamos tras su historia.

Nos dice que va a tocar otra cosa, que ha interrumpido el tema anterior porque le trae malos recuerdos. «Ustedes saben», nos confirma, y quizá ya nos hace parte de su cofradía de admiradores, piensa que dominamos todos los detalles de la historia, incluida la famosa anécdota de sus dos amigos. Por uno de ellos, que ya no vive en la Isla, sabemos del personaje, de sus gustos y manías; aunque siempre es la visión de otra persona, alguien que no lo ha visto durante veinte años, el tiempo que media entre el último encuentro con el personaje, cuando a la vez se dijeron adiós, sin la esperanza de un posterior abrazo, porque según el personaje, hemos conocido a «su hermano» y los hermanos solo pueden abrazarse con cariño.

La hermandad, dicen, surgió en los escenarios, mano a mano, piano a piano. Ambos protagonizaron una rivalidad memorable en los años 70, cuando la creatividad en el país dejaba mucho que desear. Los críticos cubanos hablan de quinquenio gris en la literatura, aunque no se refieran a la música en términos tan deplorables. Desde su cómodo balcón parisino, el amigo del personaje nos cuenta que tampoco fueron tan coloridos. Eso sí, ambos tenían la noche habanera como el mejor laboratorio para probar sus ritmos y creaciones. O tal vez era solo para disfrutar, eran encuentros «sanos», dice el amigo, y se demora en la palabra, hasta parece que la examina de manera diferente, como si no estuviera seguro de su significado; a fin de cuentas, ha vivido tanto en París que cualquier olvido involuntario del idioma puede resultar justificable.

Quien ya no puede opinar es el otro amigo, que falleció hace unos años, diez quizá. Su muerte fue fugaz y poco notoria, solo una nota pequeña en el principal periódico cubano, ambigua e impersonal, como casi todas. Los jazzistas lo recuerdan como alguien genial, emprendedor, inimitable; no bastan los adjetivos. Para el personaje fue otro hermano, otro familiar. Es increíble que los lazos musicales sean tan sanguíneos, tan íntimos. Cuenta el personaje que su amigo, el que murió, era capaz de continuar tocando durante toda una noche, de amanecer al día siguiente con una idea en mente, y de pasar el día haciendo anotaciones y llamarlo cuando todo estaba listo, para que se sorprendiera ante la vitalidad de la composición y luego compartir un excelente trago. Después se podía pasar un mes entero repasando las notas del pentagrama, y cuando imaginara que ya todo estaba listo, entonces volvería a llamarlo, esta vez para terminar toda una botella, bajo cuyos efectos el personaje siempre diría que estaba genial.

En una ocasión los tres planearon reunirse, organizar un concierto en un terreno neutral, Copenhague, el Ronnie Scott's, Montreaux, cualquier lugar donde solo fueran tres fanáticos del piano, no nativos de una isla demasiado politizada; pero nunca fue posible. ¿Por qué? El personaje no sabe explicarlo, «cosas que pasan», afirma. Todavía no cree que su amigo ya no esté, ocurre así. «La bebida, ustedes saben», nos dice, y algo intuimos; pero la verdadera historia no la escucharemos, al menos su versión. O tal vez no sepa explicarla con palabras, esta vez ha ido otra vez al piano, lo ha abierto y ha tocado una pieza del amigo, una muy conocida, que fusiona una danza antigua con un tema más improvisado. Nos mira suspicaz, tal vez ha descubierto que hemos identificado la pieza. «Ustedes saben más...», nos regaña.

Y de pronto, como si entendiera que tiene todo el derecho de terminar este encuentro, nos estremece con una revelación: «Miren, esto es Cuba», y no sabemos si apunta al piano, donde él comienza a tocar una versión de La comparsa, o hacia la ventana, por donde se escucha el zumbido de esa ciudad que lo hace como una colmena agitada. «Vayan mañana a La Zorra y el Cuervo, que vamos a descargar», nos despide, y anotamos la fecha en la agenda, y volvemos a La Habana, que a esa hora de la tarde a mediados de agosto, luce sofocante e infernal. Todavía quedan en la mente dos horas de conversación estrepitosa que habrá que traducir en memoria, y, sobre todo, mucha música, tanto en referencias como en sonidos, por algo lo llaman El personaje. Y mañana hay que volver al club habanero. “No e’fácil”, como dicen en La Habana.